La habitación de Louis Zilver estaba casi tan desnuda como la del difunto en el piso inferior, pero tenía una calidad diferente. El commissaris, que no había pasado tanto tiempo como Grijpstra con el cadáver de Abe Rogge, no advirtió la diferencia. Vio, simplemente, otra habitación en la misma casa, una habitación con un suelo de madera desnuda y amueblada con una cama pulcramente hecha y un gran escritorio de tipo americano, en el que había diferentes compartimientos llenos de papeles en sobres de plástico transparente, y una librería que cubría toda una pared. Grijpstra definió la diferencia como una diferencia entre «pulcro» y «desordenado». Zilver debía de ser un hombre organizado, o, mejor dicho, un joven organizado, ya que no tendría mucho más de veinte años. Grijpstra observó a Louis, sentado pacientemente en el suelo ante sus interrogadores, y se fijó en aquellos ojos grandes y oscuros, casi líquidos, en la nariz delicadamente ganchuda, en el tono oliváceo del color de la piel tensada sobre los altos pómulos, y en los cabellos largos y de un negro azulado. Louis esperaba y, mientras tanto, apenas hacía algo. Había cruzado las piernas y encendido el cigarrillo después de colocar un cenicero en un lugar conveniente, para que el commissaris y Grijpstra pudieran arrojar en él la ceniza de sus cigarrillos. El cenicero fascinaba a Grijpstra. Era un cráneo humano, moldeado en plástico, en el que se había dejado un gran agujero donde encajaba una taza de plata.
—Brrr —hizo Grijpstra—. ¡Vaya cenicero!
Louis sonrió. La sonrisa fue arrogante, condescendiente.
—Lo hizo un amigo mío. Es escultor. En realidad, se trata de una tontería, pero es útil y por eso lo he conservado. Y el significado es obvio. Memento mori.
—¿Por qué lo tiene si cree que es una tontería? —preguntó el commissaris—. Pudo haberlo tirado y utilizado un plato en vez de esto.
El commissaris, que se había pasado el día en la cama para aliviar el dolor en sus piernas que le había convertido casi en un inválido durante las últimas semanas, se estaba frotando la pierna derecha. Los pinchazos de su reuma agudo y crónico, semejantes a los de agujas candentes, hacían temblar sus labios exangües. El commissaris tenía un aspecto muy inocente. Su traje de shantung, completo, con chaleco y cadena de reloj, parecía demasiado holgado para su cuerpo pequeño y reseco, y su rostro arrugado, con el cabello escaso y descolorido, cuidadosamente cepillado, expresaba una discreta exactitud.
—Ese hombre es amigo mío, y a menudo viene aquí. Pienso que le sabría mal ver que no utilizo su obra de arte. Además, no me importa tenerla por ahí. El mensaje del cráneo puede ser obvio, pero no deja de ser cierto. La vida es corta, aprovecha los días y todo eso…
—Sí —admitió el commissaris—. Hay en la casa un hombre muerto, para demostrar que estos dichos son ciertos.
El commissaris se interrumpió para escuchar los rumores procedentes del piso bajo. Se oían pisadas que subían y bajaban los escalones sin alfombra. Los fotógrafos estarían montando sus equipos y el médico se dispondría a comenzar su examen. Un inspector jefe uniformado, con la guerrera húmeda y manchada de detergente, irrumpió en la habitación. El commissaris se levantó.
—Señor —dijo el inspector jefe—, ¿podemos ayudarle en algo?
—Creo que por hoy han hecho ustedes lo suficiente, —repuso el commissaris amablemente.
—En la plaza no tenemos ningún muerto —dijo el inspector jefe—. Al menos por el momento.
—Pues aquí tenemos uno, un piso más abajo. Le hicieron polvo la cara, golpeándola con una piedra o algo por el estilo, pero no podemos encontrar la piedra, ni nada que se le parezca, en su habitación.
—Es lo que me han estado explicando mis agentes. Tal vez su hombre fuese un reaccionario, alguien a quien esa turba roja de las calles hubiese odiado.
—¿Lo era? —preguntó el commissaris a Louis Zilver.
Este hizo una mueca.
—¿Lo era?
—No —contestó Louis, apagando cuidadosamente su cigarrillo en el recipiente de plata del cráneo—. Abe no sabía ni qué es la política. Él era un aventurero.
—A los aventureros se les mata por muy diversas razones —dijo el inspector jefe, golpeándose impacientemente la bota con su porra—. ¿Puedo servirle en algo, señor?
—No —contestó el commissaris—, no, puede marcharse. Espero que la situación esté mejorando en la plaza.
—Pues no es así —dijo el oficial—. Está empeorando. Ahora acude gente de refresco, jóvenes idiotas que llegan para gritar y bailar. Será mejor que vuelva allí.
Grijpstra observó el rostro de Louis cuando el oficial abandonó el cuarto. Louis estaba enseñando los dientes como lo hace un mono cuando se siente amenazado.
—Parece como si estuviera usted disfrutando —observó Grijpstra.
—Siempre es agradable ver que se le propina una paliza a la policía —respondió Louis en voz baja.
Grijpstra se contrajo, pero el commissaris hizo en seguida un gesto.
—Olvidemos por unos momentos el Mercado Nuevo. Háblenos del incidente en esta casa. ¿Qué sabe usted al respecto?
Louis había encendido un nuevo cigarrillo y lo chupaba con afán.
—Esther encontró el cadáver más o menos a las cinco de esta tarde. Gritó. Yo estaba aquí, en mi habitación. Bajé en seguida por la escalera. Le dije que telefonease a la policía. Abe había estado en mi habitación una hora antes de que Esther lo encontrase. Estaba aquí mismo, hablando conmigo. En aquel momento no parecía que hubiera de ocurrirle nada.
—¿Cuál es su relación con Abe y Esther?
—Soy un amigo. A él lo conocí en el mercado, en el Albert Cuyp. En cierta ocasión le compré una buena cantidad de cuentas, y seguí visitándolo para comprar más. Pretendía hacer una estructura, una figura abstracta que pensaba colgar del techo. Abe se interesó por lo que yo hacía y vino a verme allí donde vivía yo entonces. Tenía una habitación incómoda, pequeña, sin servicio, sin una luz adecuada. Él iba a comprar esta casa y sugirió que me trasladara aquí. Además, solíamos ir a navegar juntos. Su embarcación está afuera, atracada junto a esa gran casa flotante que puede ver desde la ventana. Se trata de un yate pequeño. Él solía salir cuando hacía viento favorable, pero le resultaba difícil manejarlo por su cuenta.
El commissaris y Grijpstra se levantaron para mirar desde la ventana. Vieron la embarcación de plástico, con sus dieciséis pies.
—Está medio llena de agua —observó Grijpstra.
—Sí. Es agua de lluvia. Esto nunca le preocupaba; se limitaba a bombearla cuando quería ir a navegar. Las velas están abajo; sólo se necesitan unos minutos para aparejar la barca.
—¿Y esa casa flotante?
—Está vacía —contestó Louis—. Lleva mucho tiempo en venta. Piden demasiado dinero por ella y está ya medio podrida.
—Alguien pudo haber subido a su tejado y arrojar lo que fuese contra Abe —dijo el commissaris, pensativo—. ¿Por qué no baja, Grijpstra? Tal vez los policías de la calle vieron a alguien en la casa flotante.
—¿Por qué esa observación desagradable que acaba de hacer respecto a la policía? —preguntó el commissaris cuando Grijpstra hubo salido del cuarto—. Usted dijo a Esther que nos telefoneara cuando encontraron el cadáver, ¿no es así? Por consiguiente, debemos ser útiles, y entonces me pregunto por qué hablar mal de algo que resulta útil.
—Bien había de ocuparse alguien del muerto, ¿no es así? —repuso Louis, y sus ojos centellearon—. No podíamos arrojarlo al canal, pues hubiera contaminado el agua.
—Comprendo. Y entonces llamaron al servicio de recogida de basuras. —Louis bajó los ojos—. Sin embargo, su amigo está muerto, con la cara destrozada. ¿No quiere que capturemos al asesino?
La cara de Louis cambió. Perdió su vivacidad y de pronto se mostró ajada y fatigada. Aquella cara sensitiva se convirtió en un estudio de tristeza, tan sólo animado por el brillo de los grandes ojos.
—Sí —contestó Louis a media voz—. Él ha muerto y nosotros estamos solos.
—¿Nosotros?
—Esther, yo y otros, la gente a la que él inspiraba.
—¿Tenía enemigos?
—No. Sólo amigos. Amigos y admiradores. Muchas personas venían aquí a verle. Celebraba fiestas y todos hacían cualquier cosa para ser invitados. Tenía muchos amigos.
—¿Y en el negocio? ¿Era también popular en los negocios?
—Sí —respondió Louis, contemplando fijamente el cráneo de plástico que tenía ante él—. Era el rey del mercado callejero del Albert Cuyp. Era muy popular. Todos los vendedores de la calle le conocían. Además, le compraban. Sepa que era un gran hombre de negocios. Solíamos traer cargamentos de la Europa Oriental y gran parte del género se vendía en el mercado. Últimamente, nos dedicábamos a la lana, lana para hacer labores y confeccionar alfombras. La lana es hoy en día un género caro.
—¿Nos dedicábamos? —preguntó el commissaris.
—Bueno, sobre todo Abe. Yo sólo ayudaba.
—Háblenos de usted.
—¿Por qué?
—Puede ayudarnos a comprender la situación.
Louis sonrió.
—Sí, ustedes son la policía. Casi lo había olvidado. Sin embargo, ¿por qué he de ayudar yo a la policía?
Grijpstra había entrado en la habitación y había vuelto a sentarse en la cama.
—Debe usted ayudar a la policía porque es un ciudadano —dijo de pronto con voz atronadora—, porque es un miembro de la sociedad. La sociedad sólo puede funcionar cuando existe un orden público. Cuando el orden ha sido alterado, debe ser mantenido de nuevo. Y sólo puede mantenerse si los ciudadanos ayudan a la policía. La tarea de la policía consiste en proteger a los ciudadanos contra ellos mismos.
Louis alzó la vista y se echó a reír.
—¿Cree que esto es divertido? —inquirió Grijpstra, indignado.
—Sí. Es muy divertido. Son frases de libro de texto. Y además mentiras. ¿Por qué debería yo, un ciudadano, beneficiarme de lo que ustedes, en su estupidez, con su obstinación en no pensar, denominan orden público? ¿No podría ser que el orden público fuese el aburrimiento llevado al máximo, un peso oneroso que agarrota a los ciudadanos?
—Su amigo está abajo, muerto, con la cara destrozada. ¿Le satisface eso?
Louis dejó de reírse.
—¿Es usted un estudiante, verdad? —preguntó el commissaris.
—Sí. Estudié Derecho, pero lo abandoné cuando vi hasta qué punto son repugnantes nuestras leyes. Pasé mis exámenes de ingreso, pero no pude ir más allá. Desde entonces, no he pisado la universidad.
—Es una lástima —comentó el commissaris—. Yo también estudié Derecho, y juzgué que era una disciplina fascinante. Todavía es usted muy joven. ¿No quiere terminar sus estudios?
El muchacho se encogió de hombros.
—¿Y por qué? Si llegara a ser abogado, me encontraría en una oficina de un edificio de hormigón, trabajando para una gran empresa, o tal vez incluso para el Estado. No tengo ningún deseo de unirme al establishment. Es más ameno gritar en el mercado callejero o conducir un camión a través de la nieve en Checoslovaquia. Y no me interesa el dinero.
—¿Qué haría —preguntó Grijpstra— si alguien le robara la cartera?
—No acudiría a la policía, si es esto lo que quiere saber.
—¿Y si alguien asesinara a su amigo? ¿No diría a Esther que nos telefoneara?
Louis se irguió desde su postura sentada.
—Oigan —dijo con voz muy alta—. ¿Quieren hacerme el favor de no filosofar conmigo? No estoy acostumbrado a discutir. Acepto su poder y su intento de mantener el orden en un manicomio, y contestaré todas las preguntas que quieran hacerme, siempre y cuando tengan relación con el asesinato.
—¿Quiere decir que la humanidad consiste en formas sin sentido que andan a tientas? —preguntó el commissaris con expresión soñadora, como si en realidad no hubiera estado escuchando. Estaba contemplando los árboles desde la ventana.
—Sí, lo ha expresado usted muy bien. Nosotros no hacemos nada, pero nos ocurren cosas. Abe acaba de encontrar la muerte, como unos cuantos millones de negros han encontrado la muerte en África Central sólo porque se ha agotado el agua. No hay nada que podamos hacer al respecto. Durante la guerra, a mis abuelos los metieron en un camión de ganado, los llevaron a un campo y los gasearon. O tal vez se limitaron a morirse de hambre, o quizás algún tipo de las SS les rompió la cabeza para divertirse. Lo mismo le ocurrió a la familia de Abe y Esther. Los dos Rogge siguieron con vida simplemente porque sobrevivieron; sus vidas no estaban planeadas, como tampoco lo estaban las muertes de los demás. Y los policías son peones en la partida. Mis abuelos fueron detenidos por la policía porque eran judíos. Por la policía municipal de Amsterdam, no por la policía alemana. Se les decía a estos policías que mantuvieran el orden, como ahora les dicen a ustedes que mantengan el orden. Ese oficial que estaba aquí hace unos minutos se dedica ahora, alegremente, a abollar cabezas en la plaza del Mercado Nuevo, a medio kilómetro de aquí.
—En realidad… —dijo Grijpstra.
—¿Qué quiere decir con eso? —gritó Louis—. ¿Va a explicarme que sólo una parte de la policía trabajó para los alemanes durante la guerra? ¿Y que la mayor parte de sus colegas estaban al lado de la reina? ¿Y la reina qué? ¿Acaso no mandó tropas a Indonesia para romperles la cabeza a los indígenas? ¿Qué hará usted si hay otra guerra? ¿O si se extiende el hambre? Son cosas que pueden pasar en cualquier momento.
Tosió y contempló la cara de Grijpstra, ominosamente, como si quisiera que el brigada se mostrara de acuerdo con él. Después continuó:
—También pueden invadirnos los rusos e imponer el comunismo. Asumirán el gobierno en La Haya y algún ministro les dirá a ustedes que arresten a todos los disidentes. Y ustedes mantendrán el orden. Enviarán guardias de uniformes azules, armados con porras de caucho y pistolas automáticas, tal vez con casco y con carabinas. Harán incursiones bien montadas, con camiones blindados que Moqueen las calles en cada extremo. No es improbable, como saben ustedes. Basta con que salgan y den un vistazo a lo que está ocurriendo en estos momentos en la plaza del Mercado Nuevo.
—¿A quién está culpando? —preguntó el commissaris, echando la ceniza de su cigarro en el cráneo de plástico.
—A nadie —contestó Louis con calma—. Ni siquiera a los alemanes, ni siquiera a los policías holandeses que se llevaron a mis abuelos. Ya les he dicho que las cosas ocurren. Y tampoco culpo a las cosas, pero lo que ocurre es que estas idealizaciones, estos razonamientos, me repugnan. Si quieren ustedes hacer su trabajo, y consideran que su actividad es un trabajo, háganlo, pero no me pidan que yo aplauda cuando efectúen un arresto. No me importa que lo hagan o no.
—Parece como si desaprobara su propia teoría —repuso el commissaris—. Se niega a hacer lo que le dicen, ¿no es así? No quiere usted participar. Tal vez debiera estar terminando sus estudios para poder incorporarse a la sociedad en el nivel adecuado, pero en cambio trabaja en el mercado callejero y conduce un camión en un país lejano. No obstante, está usted trabajando en pos de algún objetivo. Si en realidad cree lo que dice creer, a mí me parece que usted no debería hacer nada. Debería andar a la deriva, impulsado por las circunstancias de cada momento.
—Exactamente —dijo Louis—. Es lo que estoy haciendo.
—No, no. Tiene usted una cierta libertad, creo yo, y la está utilizando. Está eligiendo deliberadamente.
—Lo intento —admitió Louis, desarmado por la voz suave del commissaris—. Acaso tenga usted razón. Tal vez yo sea libre en cierto modo e intente hacer algo con mi libertad. Sin embargo, ni siquiera valgo mucho para intentarlo. Nunca haría nada por mi propia cuenta. Me estaba pudriendo en una habitación oscura, durmiendo cada día hasta las dos de la tarde y pasando la noche en los bares más estúpidos, cuando Abe me encontró. Me limité a pegarme a Abe. Fue algo que me ocurrió. Prácticamente, él me agarró por el pescuezo y me arrastró consigo.
—¿No ha dicho que estaba haciendo una estructura con cuentas? ¿No lo hacía antes de conocer a Abe?
—Sí, pero no salió nada de ello. Un día lo tiré todo al cubo de la basura. Yo había pretendido crear algo que fuese realmente inusual, una forma humana que se moviera con el viento o con una corriente de aire. Pretendía hacer un cuerpo con alambre de cobre y unir este alambre con finos hilos de plástico, en los que había de colocar las cuentas. El cuerpo brillaría y mostraría vida al moverse, pero no se movería por sí mismo; sólo actuaría cuando jugaran con él unas fuerzas más allá de sus poderes. Por desgracia, no soy un artista. La idea era buena, pero sólo conseguí unir unos puñados de cuentas y perder un año.
—Está bien —dijo Grijpstra—. Por consiguiente, Abe le sacó de aquel ambiente. Es posible que sacara a otros de otros ambientes. Pero ahora lo han matado. Puede que el asesino quiera matar a otras personas como Abe.
—Tonterías.
—¿Cómo?
—Ya me ha oído —dijo Louis con dulzura—. Tonterías. Disparates. Abe ha muerto porque alguna fuerza ha movido el brazo de alguien. Se trataba de una fuerza casual, como el viento. No es posible detener el viento.
—Si hay una corriente, podemos encontrar la abertura y cerrarla —repuso el commissaris.
—Pueden meter en la cárcel el instrumento —se obstinó Louis—, pero no pueden encarcelar la fuerza que activó el instrumento. Es algo superior a ustedes y el esfuerzo es absurdo. ¿Por qué iba yo a ayudarles a perder su tiempo? Pueden perderlo por su propia cuenta.
—Comprendo —dijo el commissaris y volvió a contemplar los árboles.
No hacía viento y los últimos rayos del sol se reflejaban en los pequeños espejos oblongos de las hojas jóvenes.
—¿Lo comprende realmente? Usted es un oficial, ¿verdad? ¿Dirige a la policía?
—Soy un commissaris[1]. Pero si su teoría es correcta, sólo finjo dirigir un juego de sombras chinescas que no existen en realidad. No es usted original, pero probablemente sabe que no lo es. Otras personas han pensado lo que piensa usted ahora. Platón, por ejemplo, y otros antes que él.
—Han existido sombras inteligentes en el planeta —repuso Louis, sonriendo.
—Sí. Sin embargo, usted nos ha ayudado. Ahora sabemos un poco acerca del muerto, y también un poco acerca de usted. Somos personas sencillas, probablemente engañadas, como usted ya ha indicado. Trabajamos suponiendo que el Estado tiene razón y que el orden público ha de ser mantenido.
»Y trabajamos con sistemas. Alguien, algún ser humano que quería dañar a Abe Rogge, lo ha matado. Tuvo la oportunidad de destrozarle la cara y creyó tener una razón para hacerlo. Si encontramos a alguien que tuviera a la vez la oportunidad y el motivo, lo consideraremos sospechoso de haber cometido un crimen y es posible que lo arrestemos. Usted, Louis Zilver, tuvo la oportunidad. Estuvo en la casa en el momento oportuno. Sin embargo, por lo que nos acaba de decir, podemos suponer que no tuvo motivo.
—Si es que estaba diciendo la verdad —repuso Louis.
—Sí. Nos ha dicho que él era su amigo, su salvador en cierto modo. Lo sacó de una existencia desagradable. Pasaba su tiempo echado en la cama toda la mañana y bebiendo durante toda la noche, y tratando de construir un hombre con cuentas durante toda la tarde. No era usted feliz. Abe dio un interés a su vida.
—Sí. Él me salvó. Pero tal vez la gente no quiera ser salvada. Cristo fue un salvador y a martillazos le atravesaron con clavos las manos y los pies.
—Un martillo —dijo Grijpstra—. Sigo pensando que Abe fue asesinado con un martillo. Pero un martillo hubiera hecho un boquete, ¿no es verdad? La cara mostraba un golpe en una zona mucho más extensa.
—Averiguaremos lo que lo mató —dijo el commissaris—. Prosiga, señor Zilver. Usted me interesa. ¿Qué más puede decirnos?
—Dígame —invitó de Gier, sin soltar la mano de Esther—, ¿por qué mataron a su hermano? ¿Tenía algún enemigo?
Esther había dejado de llorar y acariciaba la superficie de la mesa con su mano libre.
—Sí. Tenía enemigos. Había gente que le odiaba. Tenía demasiado éxito, ¿comprende?, y era demasiado indiferente. Estaba tan lleno de vida… Los demás se mostraban preocupados, deprimidos y nerviosos, y él se reía de todo y se iba a Túnez, a pasar unas cuantas semanas jugando en la playa, o montando en un camello en cualquier aldea de aquellos lugares. O navegaba con su yate en el gran lago. O bien partía hacia el este para comprar mercancías, y las vendía aquí y sacaba un buen beneficio. Era un hombre peligroso. Aplastaba a los demás. Hacía que se sintieran como unos estúpidos.
—¿Hacía que usted también se sintiera estúpida?
—Yo soy una estúpida —contestó Esther.
—¿Por qué?
—Todo el mundo lo es. Usted también, sargento, lo admita o no.
—Habíamos quedado en que me llamaría Rinus. De acuerdo, soy un estúpido. ¿Es esto lo que quiere que diga?
—Yo no quiero que diga nada. Si sabe que es un estúpido, Abe no habría podido causarle el menor daño. Solía organizar cenas, pero antes de permitir que los demás se sentaran para empezar a comer, cada persona tenía que levantarse, enfrentarse a los demás invitados y decir: «Soy un estúpido».
—¿De veras? —preguntó de Gier, sorprendido—. ¿Y por qué?
—Disfrutaba haciendo cosas como esta. Habían de manifestar que eran unos estúpidos y después habían de explicar por qué lo eran. Una especie de adiestramiento en sensibilidad. Un hombre decía, por ejemplo: «Amigos míos, soy un estúpido. Creo ser importante, pero no lo soy». Pero esto no le bastaba a Abe. No permitía que este hombre comiera o bebiera antes de haber explicado, con detalle, por qué, exactamente, era un estúpido. Debía admitir que se sentía orgulloso de haber conseguido algún éxito particular, un negocio por ejemplo, o bien un examen del que hubiera salido airoso, o la conquista de una mujer, y después había de explicar que era una estupidez enorgullecerse de semejante hazaña porque, simplemente, era algo que le había ocurrido. No era por su culpa o por sus méritos, ¿comprende? Abe creía que simplemente nos empujaban de un lado a otro las circunstancias, y que el hombre es un mecanismo inanimado, nada más.
—¿Y la gente tenía que admitirlo siempre ante él?
—Sí, esa era la única manera de empezar a hacer algo.
—¿De modo que, después de todo, podían hacer algo?
—Sí, pero no mucho. Sólo algo. Siempre y cuando admitieran que eran unos estúpidos.
De Gier encendió un cigarrillo y se repantigó en su silla.
—Vaya mierda —murmuró quedamente.
—¿Cómo dice?
—No importa —contestó de Gier—. Su hermano debió de incomodar a muchas personas. ¿Admitía alguna vez que él fuese también un estúpido?
—¡Ya lo creo!
—¿Y realmente creía serlo?
—Sí. Es que no le importaba, ¿comprende? Él sólo vivía para el momento. Un día consistía, para él, en toda una serie de momentos. No creo que le importase ver que iba a morir.
—¿Qué clase de gente eran esos amigos suyos? ¿Amistades del negocio en el mercado callejero?
Esther se pasó la mano por los cabellos y empezó a manipular la cafetera.
—¿Más café, Rinus?
—Se lo ruego.
Ella llenó el aparato y vertió un poco de café en el suelo.
—Permítame —se ofreció de Gier, y se hizo con un recogedor y una escoba.
—Gracias. ¿Está casado?
—No, vivo solo, con mi gato. Siempre limpio inmediatamente, cuando ensucio algo.
—Me preguntaba por sus amigos. Pues bien, a menudo recibía en casa amigos del mercado callejero, y también venían estudiantes y algunos artistas. Y periodistas, y chicas. Abe atraía a las mujeres. Y Louis, claro, al que ya habrá visto en el pasillo, ¿verdad? A propósito, ¿dónde está ahora?
—Está arriba con mi colega, el brigada Grijpstra, y con el commissaris.
—¿Aquel viejecillo es su jefe?
—Sí. ¿Puede describirme a algunos de sus amigos? Necesitaré una lista de ellos. ¿Tenía algunos amigos especiales?
—Todos eran especiales. Él se involucraba mucho con la gente, hasta que después la dejaba. Siempre decía que no le preocupaba la amistad. La amistad es un fenómeno temporal; depende de las circunstancias y comienza y termina como lo hace el viento. Al decir esto molestaba a muchos, ya que los demás le tenían apego.
—Todo un caso —comentó de Gier.
Esther sonrió, con una sonrisa débil y fatigada.
—Usted me recuerda los guardias que vinieron aquí hace unos días —dijo—. Les habían dado un número equivocado. Nuestros vecinos eran los que habían telefoneado. Un hombre de avanzada edad les había visitado y, de pronto, se puso enfermo y sufrió un colapso. Los vecinos habían llamado para que enviaran una ambulancia, pero también vino la policía, supongo que para comprobar si se había producido alguna violencia. La mujer de la casa contigua estaba muy trastornada y yo fui allí por si podía prestar alguna ayuda. Era evidente que el anciano se estaba muriendo. Creo que había sufrido un ataque al corazón. Pude oír la conversación entre los guardias.
—¿Qué decían? —preguntó de Gier.
—Un guardia le dijo al otro: «Joder, espero que ese viejo no la diñe aquí. Si lo hace, tendremos que escribir un informe», y el otro contestó: «No importa, morirá en la ambulancia y ya se ocuparán de ello los de sanidad».
—Sí —admitió de Gier.
—¿Así es como piensan ustedes, verdad?
—En realidad, no —contestó de Gier con paciencia—. Es tan sólo cómo lo oye usted. Usted está implicada en el caso, ¿comprende? El muerto es su hermano. Si muere un amigo mío, o si mi gato es atropellado, o si mi madre enferma, me sentiré trastornado. Y le aseguro que muy trastornado.
—Pero cuando encuentra a mi hermano en medio de un charco de sangre…
—También me siento trastornado, pero contengo ese sentimiento. No serviría de gran ayuda el que yo me derrumbase, ¿verdad? Y este parece ser un caso extraño. No puedo imaginar por qué mataron a su hermano. Tal vez Grijpstra haya visto algo. Usted estuvo aquí toda la tarde, ¿no es así? ¿Subió alguien a la habitación de él?
—No. Vino Louis, pero le oí pasar ante la habitación y subir por la escalera, hasta la suya.
—El Canal de la Arboleda no es una calle muy transitada —dijo de Gier—, pero siempre pasa alguien por ella. Sería posible trepar a la habitación desde la calle, pero representaría todo un riesgo. Nadie ha explicado nada a los guardias que estaban en la calle, pues habrían venido a decírmelo.
—Tal vez alguien le lanzara algo a Abe —dijo Esther—. Tal vez él estuviera contemplando el canal. A menudo lo hace. Se asoma a la ventana abierta y contempla el exterior. Llega a sumirse en una especie de trance y yo he de gritarle para que salga de él. Tal vez alguien le lanzara una piedra.
—La piedra hubiera caído en la habitación o bien rebotado y vuelto a la calle. Los agentes la hubieran encontrado. Una piedra ensangrentada en la calle. Iré a preguntárselo.
Regresó al cabo de breve rato.
—Nada. También he preguntado a los de arriba. Hay un hombre del departamento de huellas dactilares. Dice que en la habitación tampoco hay nada. Ni armas, ni piedra.
—Abe era un hombre extraño y ha muerto de una manera extraña —dijo Esther—, pero tiene que existir alguna explicación técnica. Siempre la hay, para todo.
—¿No han robado nada, verdad?
—No. En la casa no hay dinero, excepto lo que lleve Abe en su cartera. La cartera sigue allí, en el bolsillo lateral de su cazadora. El bolsillo está abotonado. Generalmente, lleva unos cuantos miles de florines en ella.
—Esto es mucho dinero para llevarlo en el bolsillo.
—Abe siempre tenía dinero. Podía ganarlo con mucha más rapidez de la que lo gastaba. Es propietario del almacén de la puerta contigua; está lleno de mercancías que nunca se quedan en él mucho tiempo. Ahora hay telas de algodón, compradas poco antes de que el precio del algodón subiera, y toda una planta llena de cajas de lanas para labor, que él vende en el mercado callejero.
—¿No hay comunicación entre esta casa y el almacén?
—No.
—¿Ninguna puerta secreta?
—No, sargento. La única manera de entrar en el almacén es desde la calle. Los patios posteriores están separados por una tapia de ladrillo, demasiado alta para ser escalada.
Grijpstra y el commissaris bajaban por la escalera. De Gier los llamó y presentó el commissaris a Esther. Dos enfermeros maniobraban con su camilla para subir por la escalera; habían llegado junto con la Policía Fluvial.
—Voy a subir —anunció de Gier—. Nos interesa disponer del contenido de los bolsillos antes de que retiren el cuerpo. Se le extenderá un recibo, señorita Rogge.
—Sí —dijo el commissaris—. Ahora nos marcharemos, pero es posible que regresemos más tarde. Espero que sepa comprender esta intrusión en su intimidad, señorita, pero…
—Sí, commissaris —contestó Esther—. Les estaré esperando.
La atmósfera de la calle seguía siendo inquietante. En la plaza cercana gemía una sirena. Una nueva patrulla de policía antidisturbios avanzaba por el estrecho muelle. Dos lanchas de la Policía Fluvial, con sus cubiertas de proa llenas de policías enfundados en chaquetas de cuero y prestos a desembarcar, maniobraban cuidadosamente entre las casas flotantes allí ancladas y la lancha que se disponía a recibir a bordo el cadáver de Abe Rogge.
Un joven de aspecto agotado había sido derribado en el otro lado del canal. Manos enguantadas agarraban sus muñecas y los detectives pudieron oír el chasquido de las esposas y la respiración entrecortada del hombre.
—¿Adónde vamos, señor? —preguntó Grijpstra.
El commissaris estaba contemplando el arresto.
—¿Cómo?
—¿Qué hacemos ahora, señor?
—Vamos a cualquier lugar, a algún lugar tranquilo, una taberna o un café. Usted sabrá encontrarlo. Yo vuelvo a la casa unos momentos. Cuando encuentre un lugar conveniente, puede telefonear a la casa de los Rogge. Encontrará el número en el listín. ¿Terrible, verdad?
—¿El qué, señor?
—Esa cacería del hombre que acabamos de contemplar. Esos disturbios hacen aparecer lo peor que todos llevamos dentro.
—No le estaban dando caza, señor; tan sólo han efectuado una detención. Es probable que ese hombre haya herido a un policía en la calle. De lo contrario, no se tomarían tanto trabajo para capturarlo.
—Lo sé, lo sé —dijo el commissaris—, pero resulta degradante. Vi cazar hombres de esta manera durante la guerra.
Grijpstra también lo había visto, pero no dijo nada.
—Está bien, busque ese local.
—Sí, señor —contestó Grijpstra, y dio un golpecito en el hombro del sargento de Gier.
—¿Adónde vamos, pues? —preguntó de Gier—. ¿Conoces algo en este barrio? Todas las tabernas estarán cerradas y, por otra parte, no me gustaría sostener una conferencia de policías en una taberna de este sector.
Grijpstra miraba a los policías de la otra orilla del canal. Conducían a su prisionero a una lancha de la Policía Fluvial. El prisionero no ofrecía resistencia. Eran como tres hombres que diesen un paseo.
—¿Me has oído?
—Sí —contestó Grijpstra—. El único lugar que se me ocurre es el bar de Nellie. Estará cerrado, pero ella lo abrirá si está en casa.
—No conozco ese lugar.
—Ya lo supongo.
Leyeron los dos el aviso. Decía: «Si no contesto al timbre, no golpeen la puerta, ya que yo no estaré en casa». Lo leyeron tres veces.
—Vaya tontería —comentó finalmente de Gier—. Si ella no está en casa, no le importará que golpeemos la puerta.
Grijpstra tocó el timbre. No hubo respuesta. Golpeó la puerta. Se abrió una ventana en el segundo piso.
—Largo de aquí. ¿Quieren que les eche un cubo de agua del fregadero?
—¡Nellie —gritó Grijpstra—, soy yo!
La ventana se cerró y se oyeron pasos.
—¿Eres tú? —exclamó Nellie—. Que alegría. Y un amigo. Estupendo. Entrad.
Las luces estaban encendidas y se encontraron en un pequeño bar. El único color del establecimiento parecía ser el rosa. Cortinas rosas, papel mural rosa y pantallas rosas. También Nellie era rosada, especialmente sus pechos. De Gier contempló los pechos de Nellie.
—¿Le gustan, querido?
—Sí —contestó de Gier.
—Sentaos y tomad algo. Si me compráis una botella de champaña, os ofreceré un servicio topless.
—¿Cuánto vale una botella de champaña?
—Ciento setenta y cinco florines.
—Soy un policía —dijo de Gier.
—Ya lo sé, querido, pero también los policías pagan ciento setenta y cinco florines. Odio la corrupción.
—¿Recibe aquí a algún policía?
Nellie sonrió con coquetería y miró a Grijpstra.
—¿Tú? —preguntó de Gier.
—A veces —respondió Grijpstra—, pero yo no pago. Nellie es una vieja amiga.
—¿Y tienes servicio topless?
—Claro que sí —replicó Nellie en seguida—. ¿Qué vais a tomar? Es algo temprano, pero os prepararé un cóctel. No sirvo bebidas directamente de botella.
—No, Nellie —dijo Grijpstra—. Queremos utilizar tu bar durante una hora, más o menos. Nuestro commissaris busca un lugar tranquilo donde poder hablar; vendrán también otros hombres. ¿Te importa?
—Claro que no, querido. —Nellie sonrió, se inclinó sobre la barra y acarició los cabellos de Grijpstra. Los pechos estaban ahora muy cerca del sargento de Gier y las manos de este se engarfiaron—. De todos modos, el bar está cerrado esta noche —continuó Nellie—. Esos malditos disturbios son mala cosa para el negocio. Llevo dos días sin ver un cliente y mis comisionistas no pueden traer a nadie a través de las barricadas.
Sus labios formaron una mueca y prosiguió:
—Por otra parte, en días como este no me gusta tener clientes, con toda esa tensión que hay por ahí.
—¿Y sigue vistiéndose así? —preguntó de Gier, contemplándola.
Nellie soltó una risita.
—No. Llevo tejanos y un jersey, como todo el mundo, pero no quiero que Grijpstra me vea con jersey. Está acostumbrado a mí tal como voy ahora, y por eso me he puesto este vestido.
—¡Vaya! —dijo de Gier.
Nellie se palpó los pechos.
—En cierta ocasión me descalificaron en un concurso para nombrar a Miss Holanda. Dijeron que tenía un exceso de pechos. Pero van bien para el negocio.
—¿Tiene licencia para este lugar? —preguntó de Gier.
La cara de ella se ensombreció.
—Creía que era un amigo…
—Soy curioso, eso es todo.
—No, no tengo licencia. Esto no es un bar en realidad. Es un lugar privado. Sólo recibo a uno o dos clientes a la vez. Mis comisionistas me los traen.
Prostitución, pensó de Gier, prostitución sin rodeos. Sabía que había bares como el de Nellie, pero todavía no había entrado en ninguno de ellos. Grijpstra lo había hecho y no le había contado nada. Miró a Grijpstra y este sonrió. De Gier enarcó las cejas.
—Nellie tuvo apuros en cierta ocasión, y casualmente yo contesté a su llamada.
—De eso hace ya mucho tiempo —dijo Nellie, haciendo una mueca—. Tú todavía ibas de uniforme. Hace más de un año que no te veía; has tenido suerte al encontrarme todavía aquí —rezongó—. Las cosas no van bien. Los tipos agradables están ocupados y no pagan, y los cabrones se toman demasiado tiempo, pero pagan.
De Gier pudo imaginar cómo eran esos cabrones. El turista despistado, el hombre de negocios solitario. «¿Busca una mujer estupenda, señor, algo realmente especial? ¿Un lugar confortable? ¿Todo él para usted solo? ¿Un poco de champaña? ¿No demasiado caro? Permítame que le enseñe el camino, señor». Y una hora, tal vez dos horas, tres horas como máximo después, el cabrón se encontraba de nuevo en la calle con un estómago lleno de espuma, la cabeza embrumada y una cartera aligerada. Seguramente, ella los exprimía por etapas. Una araña rosada en una telaraña rosada. Y en un momento dado las presas quedaban resecas, en medio de la calle. Y el comisionista estaba esperando, entraba para percibir sus emolumentos y salía de nuevo, para capturar otra mosca.
—¿Cómo va el negocio, Nellie?
Ella se mordió el labio inferior.
—No demasiado bien. El florín está demasiado alto y el dólar demasiado bajo. No se me llena la caja como lo hacía antes. Ahora son los japoneses, y estos me obligan a trabajar.
Una mujer majestuosa, alta y de hombros anchos, con una larga cabellera rojiza que enmarcaba unos ojos verdes y rasgados. De Gier podía notar su vigor. El vigor de una serpiente voluptuosa.
—¿Quién es tu amigo, Grijpstra?
—El sargento de Gier —contestó Grijpstra.
—Atractivo. Muy atractivo. Hoy en día, no veo muchos hombres guapos, empiezan a escasear.
Los ojos verdes adquirieron una expresión de inocencia.
—Cuidado —advirtió Grijpstra—. Él tiene sus trucos con las mujeres.
Nellie soltó una risita.
—No te preocupes, Grijpstra. Prefiero tu tipo: corpulento y amable, y paternal. Los hombres guapos me ponen nerviosa. En realidad, no me necesitan a mí, y me disgusta no sentirme necesaria. Y bien, caballeros, ¿qué puedo hacer por ustedes?
—Déjame telefonear —pidió Grijpstra.
Ella le pasó el teléfono a través del mostrador del bar y de pronto se inclinó y le besó en plena boca. Grijpstra le devolvió el beso y, alargando una mano, le dio una palmada en las nalgas.
De Gier apartó la vista.