El Canal de la Arboleda no es muy ancho, está flanqueado por dos muelles estrechos y le proporcionan sombra unas hileras de olmos, que, en aquella tarde de primavera, filtraban la luz a través de su aureola de hojas frescas y de color verde pálido. Sus hermosas casas antiguas, que se soportan entre sí para compensar su avanzada edad, se reflejan en las aguas del canal, y cualquier turista que se desvíe de los caminos más transitados y se encuentre de pronto en la paz secular de este lugar semioculto estará de acuerdo en que Amsterdam tiene todo el derecho a jactarse de su belleza.
Sin embargo, nuestros detectives no estaban de humor para apreciar la belleza. A Grijpstra le dolían las espinillas y la herida que tenía en la mano presentaba un feo aspecto. Sus cabellos cortos e hirsutos habían quedado blanqueados por el detergente, y su chaqueta había sido rasgada por un asaltante cuya presencia no había advertido en ningún momento. De Gier cojeaba junto a él, y dirigió una mueca amenazadora a un policía que les ordenó que siguieran circulando. No había presencia de personal civil, puesto que el canal no ofrecía espacio para las multitudes, pero la policía había cerrado su entrada a fin de impedir el acceso a la plaza del Mercado Nuevo. Se habían instalado apresuradamente vallas pintadas de rojo y blanco, y la policía antidisturbios vigilaba las barreras, mirando fijamente a los curiosos que, en silencio, se acercaban a ellos y les devolvían la mirada. Sin embargo, no había nada que ver, ya que los combates de la plaza quedaban ocultos por las altas casas rematadas por gabletes. La atmósfera del canal era densa, cargada de violencia y suspicacia, y los policías, obligados a permanecer inactivos, rompían el silencio golpeándose las botas altas con sus porras. A lo lejos, podían oírse los motores de los camiones y las motocicletas, así como el silbido del cañón de agua y los gritos de los combatientes, que llegaban a sofocar el fragor de las máquinas. La demolición continuaba, ya que las casas tenían que ser derribadas, cuanto antes mejor, y las grúas, las excavadoras y los martillos y perforadoras neumáticos añadían su estruendo a la algarabía general.
—Somos policías, amigo —dijo de Gier al guardia, y le enseñó su credencial, que había quedado arrugada en su caída.
—Perdone, mi sargento —dijo el guardia—, pero hoy no confiamos en nadie. ¿Cómo van las cosas allí?
—Estamos ganando —contestó Grijpstra.
—Siempre ganamos —dijo el guardia—. Resulta aburrido. Prefiero seguir los partidos de fútbol.
—Número cuatro —anunció de Gier—. Hemos llegado.
El guardia se alejó, golpeando la barandilla de hierro del canal con su porra, y Grijpstra contempló la casa de cuatro pisos, que era el número cuatro si había que dar crédito a la cifra netamente pintada junto a la puerta principal. «Rogge», rezaba otro rótulo.
—Hemos necesitado tres cuartos de hora para llegar aquí —comentó de Gier—. Hoy en día, ofrecemos un servicio espléndido, y se supone que aquí hay un hombre muerto y con la cara ensangrentada.
—Tal vez no sea así —repuso Grijpstra—. Ya sabes que la gente siempre exagera. El brigada Geurts me comentaba hoy que la noche pasada lo llamaron para investigar un suicidio, y que, cuando llegó a la dirección que le dieron, la vieja se estaba zampando unas tostadas acabadas de preparar, con arenque crudo sobre ellas, y además había distribuido cebolla picada sobre el arenque. Había cambiado de parecer. Al fin y al cabo, la vida no le resultaba tan desagradable.
—Un hombre con la cabeza ensangrentada no puede cambiar de parecer —observó de Gier.
Grijpstra asintió con la cabeza.
—Cierto. Y este no será un suicida.
Tocó el timbre. No hubo respuesta. Llamó de nuevo. La puerta se abrió. El pasillo estaba a oscuras y no pudieron ver a la mujer hasta que cerraron la puerta detrás de ellos.
—Arriba —dijo la mujer—. Yo subiré primero.
Recorrieron otro pasillo en la segunda planta y la mujer abrió la puerta de una habitación que daba al canal. El hombre yacía en el suelo, boca arriba, con la cara destrozada.
—Muerto —dijo la mujer—. Era mi hermano, Abe Rogge.
Grijpstra apartó suavemente a la mujer y se detuvo para contemplar la cara del difunto.
—¿Sabe lo que ocurrió? —preguntó. La mujer se tapó la cara con las manos y Grijpstra le rodeó los hombros con un brazo—. ¿Sabe usted algo, señorita?
—No, no. Entré y ahí estaba él.
Grijpstra miró a de Gier y le indicó un teléfono con su mano libre. De Gier marcó un número. Grijpstra retiró el brazo de los hombros de la mujer y cogió el teléfono que de Gier le ofrecía con una mano flácida.
—Llévatela afuera —murmuró—, y no mires el cadáver. Tomad un poco de café los dos. He visto una cocina abajo. Me reuniré con vosotros allí.
De Gier tenía la cara blanca como una sábana cuando acompañó a la mujer fuera del cuarto, y tuvo que apoyarse un momento en el marco de la puerta. Grijpstra sonrió. Había visto esta escena otras veces. El sargento era alérgico a la sangre, pero no tardaría en reponerse.
—La cabeza de este hombre está hecha papilla —dijo por teléfono—. Haga lo que deba hacer y envíenos al commissaris.
—¿No están ustedes en la zona de los disturbios? —preguntó la sala central de radio—. Nunca conseguiríamos llegar allí con los coches.
—Obtenga una lancha de la Policía Fluvial —dijo Grijpstra—. Eso es lo que deberíamos haber hecho nosotros. Sobre todo, hablen con el commissaris. Está en su casa.
Colgó el teléfono y se metió las manos en los bolsillos. Las ventanas de la habitación estaban abiertas y los olmos del canal enmarcaban un cielo azul pálido. Descansó un rato sus ojos, posando su mirada en aquellas hojas tiernas, de un verde delicado, y admirando un mirlo que, indiferente a la cargada atmósfera que lo circundaba, había empezado a cantar. Un gorrión se posó en la repisa de la ventana y contempló el cadáver, con su diminuta cabeza inclinada a un lado. Grijpstra se acercó a la ventana. El mirlo y el gorrión emprendieron el vuelo, huyendo, pero las gaviotas siguieron planeando hacia la superficie del canal, buscando desechos y peces muertos. Era el comienzo de un atardecer de primavera en el que el ocupante de aquella habitación no tendría parte alguna.
¿Cómo?, pensó Grijpstra. La cara de aquel hombre era un amasijo de huesos rotos y sangre espesa, de un rojo brillante. Un hombre corpulento, tal vez de unos treinta años. Iba vestido con pantalones vaqueros y una cazadora azul. Un grueso collar de oro rodeaba su cuello musculoso, y su piel estaba curtida por el sol. Ha estado de vacaciones, pensó Grijpstra, y probablemente acaba de regresar. España, África del Norte tal vez, o una isla en alguna parte. Debe de haber estado expuesto al sol durante semanas. Nadie consigue este color en una primavera holandesa. Observó el cabello corto, amarillo y rizado, casi blanco a causa del sol, y la barba, que tenía exactamente la misma textura. Los cabellos se amoldaban a la cabeza como si fueran un casco. Un tipo forzudo, pensó Grijpstra, capaz de levantar un caballo. Muñecas gruesas, brazos musculosos.
Se agachó, contempló de nuevo la cara del muerto y después empezó a revisar la habitación. Al no encontrar lo que estaba buscando, la recorrió de un lado a otro, cuidadosamente, siempre con las manos en los bolsillos. Pero no había allí ningún ladrillo, ninguna piedra. Le había parecido una solución simple y directa. El hombre se asoma a la ventana. Disturbios afuera. Alguien lanza un ladrillo. El ladrillo hace impacto en la cara del hombre. El hombre se desploma de espaldas. El ladrillo cae en la habitación. Pero no había en ella ningún ladrillo. Fue hasta la ventana y contempló la calle. Seguía sin ver ningún ladrillo. El policía con casco que les había detenido unos minutos antes estaba apoyado en un árbol, contemplando el agua.
—¡Oiga, usted! —gritó Grijpstra. El policía miró en su dirección—. ¿Han tirado piedras por aquí esta tarde?
—¡No! —gritó el guardia a su vez—. ¿Por qué?
—Este tipo de aquí tiene la cara destrozada; pudo haber sido una piedra.
El guardia se rascó la nuca.
—Se lo preguntaré a los otros —contestó al cabo de un rato—. Yo no he estado aquí toda la tarde.
—Es posible que la piedra haya rebotado en la cara de este hombre y haya caído de nuevo a la calle. ¿Quiere hacer el favor de llamar a unos cuantos compañeros y registrarme la calle?
El guardia hizo un gesto afirmativo con la mano y echó a correr. Grijpstra dio media vuelta. Pudo haber sido un arma, desde luego, o tal vez incluso un puño. Varios puñetazos, tal vez. Nada de cuchillos. ¿Un martillo? Un martillo tal vez, pensó Grijpstra, y se sentó en la única silla que pudo ver, un gran sillón de mimbre con un respaldo alto. Había visto un sillón similar en el escaparate de una tienda unos días antes, y recordaba el precio. Un precio muy alto. También la mesa de la habitación era cara, antigua y maciza, con un solo pie ornamental. Había un libro sobre la mesa, un libro francés. Grijpstra leyó el título. Zazie dans le métro. En la cubierta había un dibujo de una niña. Una niña que posiblemente tenía una aventura en el metro. Grijpstra no leía el francés. No había mucho más que ver en la habitación. Una mesita baja con un teléfono, un listín telefónico y unos cuantos libros franceses más que formaban una pila en el suelo. Las paredes estaban desnudas, con la excepción de una pintura de gran tamaño y sin enmarcar. Estudió el cuadro con interés, y necesitó algún tiempo para poner nombre a lo que vio. La pintura parecía consistir, simplemente, en una gran mancha negra, o una constelación de puntos en un fondo de azules, pero finalmente decidió que debía de tratarse de una embarcación. Una embarcación pequeña, una canoa o un esquife, que flotaba en un mar fluorescente. Y había dos hombres en ella. La pintura no era tan triste como le había parecido a primera vista. La fluorescencia del mar, indicada por las franjas blancas junto a la barca, que continuaban en su estela, sugería una cierta alegría. El cuadro le impresionó y siguió contemplándolo. Otros objetos de la habitación llamaron su atención por un momento, pero aquella pintura siempre volvía a captarlo. Si no hubiera estado allí el cadáver, dominando el espacio con su presencia impresionante y grotesca, la habitación hubiera sido un ambiente perfecto para el cuadro. Grijpstra tenía un cierto talento pictórico, y pensaba dedicarse un día seriamente a la pintura. En su juventud había pintado, pero el matrimonio y la familia que de pronto empezó a proliferar a su alrededor, así como la casa pequeña e incómoda de la Lijnbaansgracht, frente a la Jefatura de Policía, sumida en el holocausto de un televisor que su sorda esposa jamás apagaba, y la obesa y omnipresente existencia de aquella mujer fofa que le chillaba a él y a los chiquillos, habían frustrado y casi matado su ambición. ¿Cómo pintaría él una barquita, flotando solitaria en un mar inmenso? Utilizaría más color, pensó Grijpstra, pero más color estropearía aquel ensueño. Porque aquella pintura era un ensueño, un ensueño soñado simultáneamente por dos amigos, dos hombres suspendidos en el espacio, trazados como dos pequeñas estructuras lineales y entrelazadas.
Estiró las piernas, se inclinó hacia atrás y respiró ruidosamente. Era una habitación en la que él podría vivir. La vida se convertiría en un placer, pues un día difícil nunca sería tal si supiera que podía regresar a esa habitación. Y el muerto había vivido en ella. Suspiró de nuevo, con un suspiro que se convirtió en un sordo gruñido. Examinó la cama baja situada junto a la ventana. Había en ella tres sacos de dormir, uno con la cremallera cerrada y dos con la cremallera abierta. El hombre debía de dormir en el primero y utilizar los otros dos para taparse en caso necesario. Muy sensato. Ningún problema con las sábanas. Si un hombre quiere sábanas, necesita una mujer. La mujer ha de hacer la cama y cambiar las sábanas, y ocuparse de las otras cien mil cosas que un hombre cree necesitar.
A Grijpstra le hubiera gustado dormir en un catre y taparse con un saco de dormir sin abrirlo. Por la mañana, bastaría con levantarse y dejar la cama tal como estaba. Nada de aspiradora. Barrer la habitación una vez por semana. Nada de televisión. Nada de periódicos. Tan sólo unos cuantos libros, tal vez, y unos cuantos discos, pero no muchos. No conviene comprarlo todo. Lo que uno atrae hacia sí se le queda pegado de por vida. Tal vez invitara a una mujer a aquella habitación, claro, pero sólo en el caso de estar absolutamente seguro de que ella se marcharía otra vez, y de que jamás se pondría horquillas de plástico en los cabellos y dormiría con ellas. Se tocó la cara. Había un arañazo que había recibido antes de abrirse camino a través de la tumultuosa multitud. La señora Grijpstra le había arañado la cara con una de sus horquillas; había dado media vuelta en la cama y él había gritado de dolor, pero ella ni siquiera se había despertado. El grito de él había interrumpido el ronquido de ella a medio camino, y ella había chasqueado entonces los labios unas cuantas veces, para rematar después el ronquido. Y cuando él la había sacudido agarrándola por el hombro, ella había abierto un ojo soñoliento y le había ordenado que se callara. Y nada de críos. Ya hay bastantes críos en Holanda.
—Qué coño… —dijo ahora en voz alta, pero no se molestó en terminar la frase.
Se había embrollado de una manera tan gradual que nunca le había sido posible detenerse y tratar de liberarse. La chica le había parecido muy bien cuando se cruzó en su camino, y también los padres de ella, y él empezaba a hacer carrera en la policía, de modo que todo iba viento en popa. Su hijo mayor se había convertido progresivamente en un gamberro, con cabellos largos y sucios, unos dientes prominentes y una motocicleta reluciente y chillona. Los dos pequeños eran todavía muy agradables. Los quería. De esto no cabía la menor duda. No los dejaría. Por consiguiente, no podía tener una habitación como esa. Todo era perfectamente lógico. Contempló de nuevo el cadáver. ¿Había entrado alguien y golpeado al gigante con un martillo, en pleno rostro? ¿Y el gigante se había quedado quieto, viendo cómo bajaba el martillo y recibiendo todo su impacto en la nariz, sin tratar siquiera de defenderse? ¿Borracho tal vez? Grijpstra se levantó y se asomó a la ventana. Tres agentes registraban los adoquines con la ayuda de sus largas porras.
—¿Encuentran algo?
Alzaron la mirada.
—Nada.
—¿Han averiguado algo sobre el lanzamiento de piedras?
—Sí —contestó el agente que se encontraba antes allí—. En este sector ha habido tranquilidad todo el día. A nosotros sólo nos han puesto aquí para impedir que la gente fuese al lugar de los disturbios.
—¿Han dejado pasar a alguien?
Los policías se miraron entre sí, y después el primero volvió a alzar la vista hacia Grijpstra.
—A muchos. A todos los que tenían algo que hacer en este barrio.
—¡Aquí han matado a un hombre! —gritó Grijpstra—. ¿Han visto a alguien que merodease por aquí? ¿O que se comportase de una manera rara?
Los guardias dijeron que no con la cabeza.
—Gracias —exclamó Grijpstra, retirándose de la ventana.
Volvió a sentarse y cerró los ojos, con la intención de saborear la atmósfera de la habitación, pero sumiéndose poco a poco en el sueño. Le despertó el rumor de un motor de embarcación. Se asomó y vio que una lancha de la Policía Fluvial atracaba en el canal. Desembarcaron media docena de hombres, precedidos por el commissaris, un caballero de avanzada edad y aspecto elegante. Grijpstra les hizo una señal con la mano y los hombres se dirigieron hacia la puerta de la casa.
—Excelente café —había estado diciendo de Gier entretanto—. Muchísimas gracias. Usted también ha de beber un poco, lo necesita. Por favor, dígame lo que ha ocurrido. ¿Se encuentra bien ahora?
La mujer, sentada al otro lado de la mesa de la cocina, trató de sonreír. Era una mujer esbelta, con cabellos oscuros, peinados en un moño, y vestida con pantalones negros y una blusa negra con un collar de pequeñas conchas rojas. No llevaba ningún anillo.
Yo soy su hermana —dijo—. Esther Rogge. Llámeme Esther, se lo ruego, pues todos lo hacen. Hemos vivido aquí durante cinco años. Yo tenía un apartamento, pero Abe compró esta casa y quiso que viniese a vivir con él.
—Usted cuidaba de su hermano —dijo de Gier—. Comprendo.
—No. Abe no necesitaba que nadie se ocupara de él. Sólo compartíamos la casa. Yo tengo la primera planta y él la segunda. Ni siquiera comíamos juntos normalmente.
—¿Y por qué no? —preguntó de Gier, encendiéndole el cigarrillo.
La mujer tenía unas manos largas, sin esmalte en las uñas, una de las cuales estaba rota.
—Preferíamos no interferir el uno en la vida del otro. Abe tenía bien provista la nevera y se limitaba a comer cuando se le antojaba. Si por casualidad nos encontrábamos los dos aquí, a veces yo le preparaba algo, pero él nunca me pedía que lo hiciera. Frecuentemente comía fuera de casa. Vivíamos nuestras propias vidas.
—¿Qué hacía él para ganarse la vida? —preguntó de Gier.
Esther trató de nuevo de sonreír. Su cara todavía estaba pálida y las sombras bajo sus ojos destacaban como manchas de color purpúreo, pero su boca había vuelto a cobrar un poco de vida y ya no era una hendidura en una máscara.
—Era buhonero, vendía cosas en la calle. En el mercado callejero, el Mercado Albert Cuyp. Supongo que usted conoce el Albert Cuyp…
—Sí, señorita.
—Por favor, llámeme Esther. A veces yo iba a verle al Albert Cuyp. También le había ayudado allí cuando yo tenía un día libre. Vendía collares y toda clase de telas, así como lanas e hilos y trencillas de colores. Lo vendía a quienes les gusta hacer cosas por su cuenta.
—Gente creativa —observó de Gier.
—Sí. Ahora está de moda ser creativo.
—¿Y dice que su hermano compró esta casa? Debió de costarle bastante dinero… ¿o tal vez consiguió una hipoteca cuantiosa?
—No, la casa es totalmente suya. Ganó mucho dinero. No se limitaba a vender cosas en la calle, sino que además hacía negocios al por mayor. Iba a menudo a Checoslovaquia con un camión y compraba cuentas para collares a toneladas, directamente de fábrica, y después las vendía a otros buhoneros y también a los grandes almacenes. Además, compraba y vendía otras cosas. Lo del mercado callejero era para divertirse, y sólo iba allí los lunes.
—¿Y usted? ¿Qué hace usted?
—Trabajo en la universidad; soy licenciada en literatura.
De Gier se mostró impresionado.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Esther.
—De Gier. Sargento de detectives de Gier. Rinus de Gier.
—¿Puedo llamarle Rinus?
—Se lo ruego —contestó de Gier, sirviéndose un poco más de café—. ¿Tiene idea de por qué ha ocurrido esto? ¿Cree que tiene alguna relación con los disturbios?
—No —contestó ella.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y de Gier le cogió una mano.
—Le arrojaron algo —dijo el commissaris, contemplando el cadáver—. Con fuerza, con una fuerza considerable. A juzgar por el impacto, casi es para creer que le dispararon algo. Tal vez una piedra. Pero ¿dónde está?
Grijpstra explicó lo que había podido deducir de momento a partir de sus investigaciones.
—Comprendo —dijo el commissaris, pensativo—. No hay piedra, dice usted. Y ningún rastro de ladrillo, por lo que veo. En la plaza del Mercado Nuevo estaban tirando ladrillos, según me han dicho. Ladrillos rojos. Se rompen y se pulverizan cuando chocan con algo. Aquí, no hay polvillo rojo en el suelo. Sin embargo, pudo haber sido una piedra corriente, y cabe que alguien la haya encontrado y la haya arrojado al canal.
—En ese caso, se habría oído el chapoteo, señor, y la calle ha estado patrullada durante todo el día.
El commissaris se echó a reír.
—Sí. Un caso de homicidio y hemos estado ante él, durante todo el día, sin darnos cuenta de nada. Un caso peculiar, ¿no le parece?
—Sí, señor.
—Y no puede llevar muerto mucho tiempo. Unas horas, pero no más. Yo diría que unas pocas horas. Dentro de poco llegará aquí el doctor; la lancha ha regresado para recogerle. Él lo sabrá. ¿Dónde está de Gier?
—Abajo, señor, hablando con la hermana de este hombre.
—¿No ha podido resistir la visión de la sangre, verdad? ¿Usted cree que algún día llegará a acostumbrarse a ella?
—No, señor, sobre todo si se le obliga a mirarla durante algún tiempo. Nos encontramos en pleno jaleo en la plaza y él hizo una buena demostración de combate, y no le importó ver la sangre en mi mano, pero si la sangre se combina con la muerte parece ser que le resulta excesiva. Le hace vomitar. Lo mandé abajo, con el tiempo justo para evitarlo.
—Todo hombre tiene sus propios temores —comentó el commissaris a media voz—. Sin embargo, me pregunto qué ha podido causar todo esto. No pudo haber sido un proyectil, puesto que no hay agujero, pero al parecer todos los huesos de la cara han quedado triturados. ¡Oiga! ¿Quién es usted?
Había visto a un hombre que atravesaba el pasillo ante la puerta, un joven que ahora entró en la habitación.
—Louis Zilver —dijo el joven.
—¿Qué hace usted aquí?
—Vivo aquí. Tengo una habitación arriba.
—Nosotros somos policías que investigamos la muerte del señor Rogge, aquí presente. ¿Podemos subir a su habitación? Los fotógrafos y los periodistas querrán echarle un vistazo, y podemos aprovechar la oportunidad para hacer unas cuantas preguntas.
—Desde luego —contestó el joven.
Siguieron a Zilver, subiendo un tramo de estrechos escalones, y entraron en una habitación espaciosa. El commissaris se acomodó en el único sillón, Grijpstra se sentó en la cama y el joven lo hizo en el suelo, enfrentándose a ambos.
—Soy un amigo de Abe y de Esther —explicó Louis—. Llevo casi un año viviendo en esta casa.
—Prosiga —invitó el commissaris—. Díganos todo lo que sepa. Acerca de la casa, de lo que pasaba en ella, y de lo que hace cada uno. Nosotros no sabemos nada. Acabamos de llegar. Pero, ante todo, me gustaría que me dijera si sabe cómo murió Abe y dónde estaba usted en aquel momento.
—Estaba aquí —contestó Louis—. He estado todo el día en casa. Abe todavía vivía a las cuatro de esta tarde. Estaba entonces aquí, precisamente en esta habitación. Y no tengo idea de cómo murió.
—Prosiga —dijo el commissaris amablemente.