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—Si, señora —dijo el guardia, serenamente—. ¿Quiere hacer el favor de decirme quién es usted? ¿Y dónde está usted?

—Está muerto —explicó aquella voz blanda y velada—, muerto. Está en el suelo. Tiene toda la cabeza ensangrentada. Cuando entré en la habitación, todavía respiraba, pero ahora está muerto.

Lo había contado ya tres veces.

—Sí, señora —repitió el agente.

Había paciencia en el tono de su voz, y también comprensión, afecto quizás. Sin embargo, el agente estaba actuando. Había sido bien adiestrado. A él sólo le preocupaba averiguar quién le estaba hablando, y dónde podía estar su interlocutora. El guardia llevaba ya varios años trabajando en la sala central de radio de la Jefatura de Policía de Amsterdam. Recibía numerosas llamadas. Todo el que marca seis veces el dos entra en comunicación con la sala central de radio, y esto significa que llaman muchas personas. Algunas son ciudadanos serios, otras están locas. Y algunas están temporalmente enloquecidas. Han visto algo, han experimentado una sensación. La experiencia puede haberlas apartado de su rutina usual, quizás hasta el punto de producirles un shock. O puede que se hayan emborrachado. O que sólo deseen hablar con alguien, para saber que no están solas, y que hay alguien, entre el millón de habitantes de la capital de Holanda, que se toma la molestia de escuchar su voz. Alguien que está vivo, no tan sólo una voz registrada en cinta que les dice que Dios es bueno y que todo va bien.

—Dice usted que él está muerto —enunció tranquilamente el agente—. Lo lamento mucho, pero sólo puedo ir a verla si sé quién es usted. Yo puedo ayudarle, señora, pero ¿adónde quiere que vaya para hablar con usted? ¿Dónde está usted, señora?

El guardia no planeaba ir a ver a la buena señora. Eran las cinco de la tarde y quince minutos después terminaría su servicio. Lo que pensaba era irse a su casa, comer algo y acostarse. Había trabajado un montón de horas aquel día, muchas más de las de costumbre. La sala central de radio estaba en manos de una plantilla reducidísima, en la que faltaban tres guardias y un sargento. El agente pensó en sus colegas y sonrió con una mueca. Podía imaginárselos con toda claridad, puesto que los había visto salir del gran patio de Jefatura aquella misma mañana. Con cascos blancos, provistos de escudos de mimbre y largas porras de cuero, formando parte de una de las muchas patrullas que habían partido en las rugientes furgonetas blindadas de color azul. Volvía a haber tumultos en Amsterdam. Habían pasado años sin disturbios callejeros y el griterío de las muchedumbres, el lanzamiento de ladrillos, los fanáticos que dirigían a gritos unas multitudes excesivas, la explosión de las granadas de gas, los rostros ensangrentados, las sirenas de las ambulancias y los vehículos policiales eran algo ya casi olvidado. Pero ahora todo había vuelto a empezar. El guardia se había presentado voluntario para el servicio antidisturbios, pero alguien tenía que ocuparse de los teléfonos y por eso seguía encontrándose allí, escuchando a aquella señora. Esta esperaba que fuese a visitarla. No lo haría, pero, una vez supiera dónde se encontraba ella, un coche iría allí en seguida y en el coche habría policías. Al fin y al cabo, la buena mujer hablaba ahora con la policía, y la policía siempre es la policía.

El agente estaba contemplando su formulario. Nombre y una línea de puntos. Dirección y una línea de puntos. Asunto, hombre muerto. Hora, las 17.00. Probablemente, ella habría ido a llamar al difunto para tomar el té, o tal vez una cena temprana. Le habría llamado desde el pasillo, o desde el comedor. Él no había contestado. Por consiguiente, ella había subido a la habitación de él.

—Su nombre, por favor, señora —repitió el agente.

Su voz no había cambiado. No daba ninguna prisa a su interlocutora.

—Esther Rogge —dijo la mujer.

—¿Sus señas, señora?

—Canal de la Arboleda, número cuatro.

—¿Quién es el muerto, señora?

—Mi hermano Abe.

—¿Está segura de que ha muerto, señora?

—Sí. Está muerto. Está tendido en el suelo. Su cabeza está toda ella ensangrentada.

Ya lo había explicado antes.

—De acuerdo —repuso el agente, con energía—. En seguida vamos, señora. Ahora no debe usted preocuparse por nada. En seguida estaremos allí.

El guardia deslizó la hoja del formulario a través de un orificio del cristal que le separaba del operador de radio. Hizo un gesto al operador y este asintió con la cabeza, mientras apartaba a un lado otros dos formularios.

—Tres uno —dijo el operador.

—Tres uno —dijo el sargento de detectives de Gier.

—Canal de la Arboleda, número cuatro. Un muerto. Cabeza ensangrentada. El nombre es Abe Rogge. Pregunte por su hermana, Esther Rogge. Corto.

El sargento de Gier contempló el pequeño altavoz situado en el salpicadero del VW gris que conducía.

—¿Canal de la Arboleda? —preguntó en voz alta—. ¿Y cómo espera que llegue allí? Hay millares de personas armando jaleo en esa zona. ¿No se ha enterado de los disturbios?

El operador se encogió de hombros.

—¿Sigue ahí? —preguntó de Gier.

Sigo aquí —contestó el operador—. Usted ha de ir allí. Esta muerte no tiene nada que ver con los disturbios, en mi opinión.

—Está bien —contestó de Gier, sin abandonar el tono alto de su voz.

—Buena suerte —dijo el operador—. Corto.

De Gier aceleró y el brigada de detectives Grijpstra se incorporó en su asiento.

—Tranquilo —rogó Grijpstra—. Vamos en un coche sin distintivos y el semáforo está en rojo. Habrían tenido que enviar un coche con distintivos, un coche con sirena.

—No creo que quede ninguno —repuso de Gier, y se detuvo ante el semáforo—. Todos están por ahí, todos los que conocemos y también muchos efectivos de la policía militar. No he visto un coche policial en todo el día —suspiró—. La muchedumbre nos apaleará apenas nos vean atravesar las barricadas.

El semáforo cambió y el coche salió disparado.

—Tranquilo —repitió Grijpstra.

—No —dijo de Gier—. Vámonos a casa. Hoy no es el día adecuado para jugar a detectives.

Grijpstra hizo una mueca y colocó su pesado cuerpo en una posición más cómoda, agarrándose al mismo tiempo al techo del coche y al salpicadero.

Tú no tienes problema —dijo—. No pareces un policía. Se lanzarán sobre mí. Las multitudes siempre se fijan en mí.

De Gier dobló una esquina y esquivó un camión aparcado, obligando a las ruedas de la derecha del VW a subir a la acera. Se encontraban en una callejuela estrecha que conducía al Mercado Nuevo, el centro de los disturbios. No se veía a nadie en ella. Los tumultos habían absorbido a la gente hacia su vórtice, mientras otros se quedaban en sus casas, prefiriendo las pequeñas habitaciones de sus mansiones del siglo XVII a los crudos peligros de la violenta histeria que campaba por las calles, cambiando a personas aparentemente normales en robots que agitaban los puños y otras armas primitivas, dispuestos a atacar y destruir al Estado que, a través de sus ojos protuberantes e inyectados en sangre, se mostraba en forma de la Policía, hileras y más hileras de guerreros con uniformes azules y cascos blancos, máquinas no humanas de opresión. Vieron que los antidisturbios custodiaban la salida de la calle y que se alzaba una mano enguantada para detener el coche. De Gier bajó el cristal de su ventanilla y mostró su tarjeta.

La cara bajo el casco no le resultaba familiar y de Gier pudo leer las palabras en la placa prendida en la guerrera del hombre. «La Haya», rezaba la placa.

—¿Son de La Haya? —preguntó de Gier, sorprendido.

—Sí, sargento, hemos venido aquí unos cincuenta. Nos trasladaron rápidamente esta mañana.

—Policía de La Haya —repitió de Gier, sin salir de su sorpresa—. ¿Qué nos queda por ver?

—Rotterdam, supongo —dijo el policía—. Hay muchas ciudades en Holanda. Venimos todos para ayudarles en un día tan agradable como este. Basta con que ustedes lo digan. ¿Desean pasar?

—Sí —contestó de Gier—. Se supone que hemos de investigar un homicidio en el otro lado de la plaza.

El agente meneó la cabeza.

—Yo les dejaré pasar, pero igualmente se quedarán atascados. El cañón de agua acaba de cargar contra la multitud y la gente está ahora de muy mala leche. Uno de mis colegas ha recibido un ladrillo en plena cara y, al caerse, le pasaron por encima. Pudimos meterle en la ambulancia en el último momento. Tal vez sería mejor que trataran de ir allí a pie.

De Gier se volvió y miró a Grijpstra, que le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Inspirado por la calma de su superior, de Gier asintió y dijo al guardia:

—Aparcaremos el coche aquí.

—Está bien —dijo el guardia, y dio media vuelta.

La multitud se acercaba a ellos, impulsada por una carga de policías invisibles desde el otro lado de la plaza. El guardia se plantó firmemente sobre sus piernas, levantando el escudo para desviar un ladrillo; un hombre corpulento se abalanzó de pronto hacia adelante y el guardia le golpeó en el hombro con su porra. El golpe produjo un ruido mate y el hombre corpulento se tambaleó. Había ahora una docena de policías entre los detectives y la muchedumbre, y Grijpstra arrastró a de Gier hacia un porche.

—Será mejor que esperemos a que cese la pelea.

Los dos pudieron ver cómo un ladrillo abollaba el techo de su coche.

—¿Un cigarro? —preguntó Grijpstra.

De Gier dijo que no con la cabeza y empezó a liar un cigarrillo. Sus manos temblaban. ¿Qué podía inspirar a aquella gente? Conocía las causas oficiales de los disturbios, como las conocía todo el mundo. El metro, el nuevo medio de transporte de Amsterdam, había progresado con sus túneles hasta aquella parte antigua y protegida del casco de la ciudad, y algunas casas tenían que ser derribadas para abrir paso al monstruo que había de circular por debajo de ellas. Allí habría una estación, en el futuro. La mayoría de los habitantes de Amsterdam aceptaban el metro; tenía que existir para aliviar aquel tráfico imposible que trataba de extenderse a través de las calles estrechas y que contaminaba el aire. Sin embargo, los habitantes del barrio del Mercado Nuevo habían protestado. Querían que la estación se construyera en otro lugar. Habían escrito al alcalde, se habían manifestado a través de la ciudad, habían imprimido decenas de millares de carteles que habían pegado en todas partes, y habían acosado a los funcionarios del Departamento de Obras Públicas. Y el alcalde y sus consejeros habían tratado de apaciguar las protestas. Habían dicho «sí» unas veces y «no» otras veces. Y entonces, un día, la empresa de derribos que había conseguido el contrato en la ciudad apareció súbitamente y empezó a arrasar las casas, y los ciudadanos habían luchado con el personal de la empresa y lo habían ahuyentado, y habían forcejeado también, al principio con éxito, con la policía.

Ahora, los operarios de la empresa de derribos habían vuelto y la policía había hecho un acto de presencia masivo. Los ciudadanos perderían, desde luego. Sin embargo, entretanto se habían organizado. Habían comprado dos transmisores de radio e instalado puestos de vigilancia. Habían coordinado su defensa y alzado barricadas. Llevaban cascos de motorista y se habían armado con palos. Se suponía que incluso contaban con camiones blindados. Pero ¿por qué? Hicieran lo que hicieran, su causa estaba perdida.

Mientras se fumaba su pequeño cigarro, Grijpstra escuchaba el rugido de la multitud. La multitud se encontraba ahora muy cerca, con su morro tan sólo a unos tres metros. Los policías mantenían su terreno, reforzados por un pelotón que había acudido corriendo a través de la calle. Tres guardias se detuvieron al ver a los dos civiles ocultos en el porche, pero la tarjeta policial de Grijpstra les obligó a continuar su camino.

¿Por qué?, pensó Grijpstra, pero conocía la respuesta. No se trataba tan sólo de una protesta contra la construcción de una estación del metro. Siempre había existido violencia en la ciudad. Amsterdam, con su tolerancia respecto a las conductas no convencionales, atrae a gente desquiciada. Holanda es un país convencional y las personas desquiciadas han de instalarse en algún sitio. Lo hacen en la capital, donde los encantadores canales, los miles y miles de casas con gabletes, los cientos de puentes de todas las formas y tamaños, las hileras de viejos árboles, los bares y cafés a la antigua, las docenas de pequeños cines y teatros alientan y protegen a los elementos raros. Las personas desquiciadas son personas especiales. Poseen el genio del país, su afán creador, su deseo de encontrar nuevos caminos. El Estado sonríe y se enorgullece de sus ciudadanos desquiciados. Pero el Estado no aprueba el anarquismo. Impone límites a sus elementos raros.

La zona del Mercado Nuevo es muy rara. Y ahora, cuando los raros trataban de discutir la elección de una estación del metro por parte del Estado, y su argumento salía perdedor, con lo que se pasaba a la violencia, el Estado perdía su sonrisa y mostraba su fuerza, la fuerza de la policía municipal con sus uniformes azules y la policía militar con sus uniformes negros, una policía vistosa con sus galones blancos y plateados, y reforzada con cascos de acero y porras, respaldada por coches blindados y transportes mecánicos, equipada con cañones de agua que lanzaban millares de litros de agua a presión contra los vociferantes y barbudos energúmenos que, aquella misma mañana, eran tan sólo artistas y artesanos, poetas o intelectuales en paro, amables proscritos y soñadores inocentes.

De Gier suspiró. Una bolsa de papel llena de detergente había hecho explosión en la calzada de la calle. El lado derecho de su bien cortado traje azul, obra de un sastre turco barato, quedó manchado por aquella sustancia blanca y pegajosa. De Gier era un hombre elegante, que se enorgullecía de su apariencia. Era también un hombre guapo, y no le gustaba sentir la presencia de aquel polvillo en su bigote. Parte de él debía de llenar también sus cabellos espesos y rizados. No le agradaba la idea de lucir un bigote blanco durante el resto del día. Grijpstra se echó a reír.

—A ti también te ha alcanzado —observó de Gier.

Grijpstra examinó sus pantalones, pero no le importó lo que vio. Todos sus trajes tenían el mismo aspecto, llenos de bolsas y confeccionados con tela inglesa de finas rayas blancas sobre fondo azul. El traje era viejo, como lo era la corbata gris, y desde luego no lamentaría su pérdida. Su camisa era nueva, pero la policía le pagaría otra si hacía constar la pérdida en un informe. Grijpstra se apoyó en una puerta, al fondo del porche, y se llevó las manos al estómago. Su aspecto no podía ser más plácido.

—Deberíamos intentar abrirnos paso —sugirió de Gier—. Aquella señora nos estará esperando.

—Dentro de unos momentos —repuso Grijpstra—. Si lo intentamos ahora, seremos carne de ambulancia. Si esos gamberros no nos ponen la mano encima, lo harán los policías. No perderán tiempo examinando nuestros documentos. Ellos también están nerviosos.

De Gier siguió fumando y escuchando. Al parecer, la lucha se había desplazado. Los gritos y los golpes resonaban algo más lejos.

—Ahora —dijo, y atravesó la calle.

Los guardias les dejaron pasar. Cruzaron corriendo la plaza y esquivaron una moto con sidecar que se dirigía hacia ellos. El sargento que ocupaba el sidecar golpeaba el flanco metálico de su vehículo con su porra de caucho. Su cara había sido arañada por las uñas de una mujer y la sangre había manchado su guerrera. El agente que conducía la moto estaba cubierto de polvo gris y el sudor corría por su cara.

—¡Policía! —gritó Grijpstra con voz de trueno.

La moto efectuó un viraje y cargó contra el grupo que había empezado a formarse detrás de los detectives.

Grijpstra cayó al suelo. Dos muchachos, de menos de veinte años, le habían oído gritar «Policía» y los dos atacaron al mismo tiempo, coceando las espinillas del brigada. De Gier actuó con rapidez, pero no con la suficiente. Golpeó al muchacho más cercano en la barbilla y el joven suspiró y se derrumbó. El otro muchacho había sido golpeado con el mismo movimiento, no por el puño del sargento de Gier, sino por su codo. La aguda punta del codo dio en la cara del joven, y este emprendió la fuga, aullando de dolor.

—¿Estás bien? —preguntó de Gier, ayudando a Grijpstra a levantarse.

Siguieron corriendo, pero ahora se interponía en su camino una furgoneta blindada, y un chorro de agua los alcanzó por detrás. De Gier cayó. El cañón de agua cambió de posición y apuntaba al corpulento Grijpstra cuando el guardia que lo manejaba vio las franjas rojas de la tarjeta policial que el brigada agitaba.

—¡Lárguense! —gritó un oficial de policía a los dos detectives—. ¿Qué coño están haciendo aquí? ¡Aquí no queremos a nadie de la secreta!

—Lo siento, señor —contestó Grijpstra—. Nos han llamado desde el Canal de la Arboleda, y este es el único camino para llegar allí.

—¡Pues que esperen! —rugió el inspector, pálida de miedo su cara juvenil.

—No puede ser. Homicidio.

—¡Está bien, está bien! Les proporcionaré una escolta, aunque no puedo prescindir de nadie. A ver, ¡usted y usted! Acompañen a esos hombres. Son de los nuestros.

Dos corpulentos policías militares respondieron a la orden, ambos con trencillas arrancadas colgando de sus hombreras.

—¡Leche! —dijo el más cercano de los dos—. Hoy hemos tenido de todo excepto disparos, y acabaremos teniéndolos si esto dura mucho más.

—¿Nadie ha sacado la pistola hasta el momento? —preguntó Grijpstra.

—Sí, uno de nuestros jovencitos —contestó el policía militar—, pero entre todos lo calmamos. Su compañero había recibido un ladrillazo en la cara, cosa que le trastornó un poco. Finalmente, tuvimos que quitarle la pistola, pues decía que quería disparar contra el tipo que tumbó a su amigo.

Grijpstra se disponía a decir algo positivo, pero les alcanzó una bolsa de detergente y, durante un buen rato, no pudo ver nada.

—Vaya porquería, ¿verdad? —comentó el policía militar—. Deben de tener toneladas de esos malditos polvos. Atrapamos a un hombre en un tejado que utilizaba una catapulta; fue nuestro primer prisionero. Me gustará ver la acusación que pondremos en el informe. La próxima vez nos saldrán con ballestas y con catapultas mecánicas para lanzar piedras. ¿Ha visto sus camiones blindados?

—No —contestó de Gier—. ¿Dónde están?

—Afortunadamente, nos apoderamos de ellos, de los dos. Uno no puede hacer nada cuando cargan contra ti. Un amigo mío tuvo que arrojarse al canal para escapar. La gente se divirtió mucho.

—¿Atraparon al conductor?

—Desde luego. Yo mismo lo saqué de la cabina; tuve que romper el cristal de la ventanilla, pues se había encerrado dentro. Ese informe pienso escribirlo yo mismo. Le caerán tres meses.

—Un día agradable —dijo Grijpstra—. Debemos seguir nuestro camino. Hay una señora que nos espera.

Se presentaron ante la señora diez minutos más tarde. Sólo se vieron metidos en una pelea más. Grijpstra recibió un mordisco en la mano, pero de Gier le libró de la mujer tirando de los cabellos de esta. Los policías militares arrestaron a la atacante, cuya dentadura postiza se le cayó cuando la metían en una furgoneta. Recogieron la dentadura y la arrojaron también dentro del vehículo.