Gladden le sostenía los brazos. Le hablaba, pero él no alcanzaba a comprender lo que le estaba diciendo. El dolor era cada vez más intenso, y no creía que pudiera incorporarse. Gladden trató de alzarlo de la arena. Sus piernas eran líquidas. Tenía los ojos cerrados y luchaba por ponerse en pie, tratando de escuchar lo que Gladden decía.
Luego, las palabras atravesaron el dolor y comenzó a oírlas. Ella le estaba diciendo que debía levantarse. Aunque no pudiera, tenía que levantarse.
—Han oído los tiros —decía—. Están viniendo.
Se esforzó como ella y logró ponerse de rodillas, de cara al paseo. Vio movimientos rápidos en el paseo, gente que acudía a la balaustrada y se apelotonaba en ella. Dentro de su campo de visión, todo el paseo estaba lleno de gente que corría hacia la baranda, intentando divisar la causa de aquellas detonaciones en la oscuridad de la playa. Cuando se puso en pie, tenía su brazo en torno a los hombros de Gladden. Miró hacia abajo y vio a Charley.
La luz de la luna caía sobre Charley iluminando especialmente la cabeza y los hombros. Parecía que la luz de la luna estuviera moviéndose, porque todavía fluía la sangre. A Charley sólo le quedaba una pequeña parte del rostro. El resto hizo que Harbin apartara rápidamente la vista. Miró hacia el paseo. Vio la multitud en movimiento y bajo las luces parecían pequeñas figuritas de esmalte que corrían en dirección a las diversas escaleras que bajaban a la playa. Por unos instantes su cabeza se nubló y tuvo que cerrar los ojos. Cuando los abrió vio la pistola sobre la arena, cerca de Charley. Volvió la cabeza y vio a Gladden. Estaba mirando hacia el paseo. Luego miró el cadáver tendido en la arena. Después volvió a mirar al paseo.
—No podemos escapar —dijo ella—. No sirve de nada correr.
—Vale más que corramos. Vamos ya.
—¿Adónde? —preguntó—. Mira. —Señaló hacia el paseo, a uno y otro lado. Todas las escaleras que comunicaban el paseo con la playa estaban llenas de gente que bajaba; la escalera que quedaba justo enfrente de ellos, las escaleras de ambos lados, y todas las escaleras. Harbin miró. Oyó el rumor de la gente, el creciente rumor de la gente y, repentinamente, un sonido que traspasó el rumor. Era un sonido de silbatos. Supo que eran los silbatos de la policía, y algo le impulsó a mirar de nuevo el cadáver. Se dijo que el cadáver era el de un policía y que, tarde o temprano, sería identificado como tal. Sabía que ello equivalía a un rápido veredicto por parte de cualquier jurado, de modo que, se dijo, tenían que huir. Pero no podían huir porque, si huían, tropezarían con la gente y con la policía que corría hacia ellos desde el frente y desde ambos lados. Miró a Gladden. Asió su muñeca. Su corazón empezó a latir precipitadamente.
—Eso es —exclamó—. No hay más alternativa.
—Tendremos que ir muy adentro.
—Muy, muy adentro. —Echaron a correr hacia el agua. Veía claramente el plan de fuga y, conforme el plan iba tomando cuerpo, se elevó sobre el dolor y la debilidad y se mantuvo ahí mientras corría con Gladden hacia el agua.
—Nat —jadeó ella—, ¿podrás nadar?
—Ya has visto cómo nado.
—Ahora. ¿Podrás nadar ahora?
—No te preocupes. Nadaré. —Llegaron a la arena resplandeciente y mojada. Gladden iba delante, pero aminoró el paso para esperarle.
—No te detengas —dijo él—. Sigue adelante.
Se metieron en el agua. Corrieron por el agua poco profunda, que llegaba en mansas oleadas que morían en la playa. La espuma de las olas grandes era densa y muy blanca sobre el negro del océano. Avanzaron hacia las olas grandes con el agua hasta las rodillas. Las olas rompían justo enfrente suyo. Vio que Gladden todavía llevaba puesto el sombrero, el sombrero nuevo que había comprado en una tienda del paseo. El sombrero, naranja vivo, se destacaba nítidamente sobre el agua negra. Harbin estaba directamente detrás de Gladden cuando ella se arrojó bajo una ola, y la siguió por debajo, salió a la superficie junto a ella y vio que seguía llevando puesto el sombrero.
—Quítate el sombrero —le aconsejó—. Podrían verlo desde la playa.
—Tendré que quitarme algo más que el sombrero —respondió ella, obedeciendo su indicación—. Los zapatos pesan demasiado.
—Espera a que estemos más lejos. —Pero sabía que no podrían esperar mucho más. Sus ropas y sus zapatos tiraban de él hacia el fondo. Se sentía como si estuviera arrastrando un carro por el agua. Pasó nadando ante Gladden mientras ella se sumergía para quitarse el sombrero naranja, arrugarlo y dejar que se hundiera. Recordó las veces en que había visto a Gladden de niña nadando en las piscinas públicas. Era una buena nadadora, y la natación era una práctica que, una vez adquirida, jamás se perdía. Le reconfortó un tanto saber que nadaba bien. Pasó bajo otra ola, sumergiéndose profundamente, y luego miró a su alrededor y vio a Gladden nadando hacia él. Distinguía claramente su rostro sobre la oscuridad del agua y vio que sonreía. Olvidó lo que estaban haciendo ahí en el océano, de noche, y se imaginó que había salido con Gladden para divertirse un rato nadando en el Atlántico. Entonces sintió el peso de la ropa y los zapatos, que tiraban de él hacia abajo, y recordó lo que estaban haciendo allí, lo que trataban de hacer, y le entró pánico.
Sintió un pánico enorme, porque todo era enorme. El firmamento era enorme y el océano también. Las olas eran enormes. Las crestas de las olas quedaban muy por encima de su cabeza, y la espuma descendía como la boca espumosa de una enorme bestia que se abalanzaba sobre él. Se sumergió, salió a la superficie, se sumergió de nuevo y trató de deslizarse por debajo de la intensa corriente de las olas. Gladden llegó a su lado y se sumergieron juntos bajo una ola. Harbin no logró sumergirse lo suficiente y el impulso de la ola se apoderó de él y le hizo perder el equilibrio. Chocó contra el fondo del océano. Allí, el pánico se hizo enorme y tuvo la sensación de hallarse a muchos metros de profundidad, en el fondo del océano y de la noche. Pero al enderezarse descubrió que hacía pie y que el agua solamente le llegaba al pecho. Estaba de cara al paseo y vio las luces y los colores en movimiento, y una vaga actividad en la playa, pero eso era todo. No quiso perder más tiempo mirando. Se volvió y pasó bajo otra enorme ola en el momento en que esta empezaba a desplomarse sobre él. Vio que Gladden iba varios metros por delante, nadando sin dificultad. Vio flotar sus cabellos, un brillo dorado sobre el agua negra.
Atravesaron las olas y las rompientes, nadando hacia alta mar, y llegaron a aguas más profundas. Siguieron nadando, procurando mantenerse juntos y concentrándose en la natación. Allí, el agua estaba en calma. Harbin decidió que ya podían comenzar a nadar en serio y, para ello, tendrían que despojarse de las ropas y los zapatos.
—Espera un poco —dijo.
—¿Estás bien?
—Perfectamente. Quítate la ropa.
Se mantuvieron a flote agitando los pies mientras se quitaban la ropa. Harbin tuvo dificultades con los cordones de sus zapatos y tuvo que zambullirse varias veces, sintiendo que se hundía mientras luchaba por deshacerlos. Finalmente, logró quitárselos y le gustó sentir sus piernas moviéndose libremente en el agua. Se quitó la ropa y retiró su cartera de los pantalones, sacó los billetes de la cartera y los embutió dentro de los calcetines, de forma que pudiera sentir la seguridad del papel moneda en los tobillos y en las plantas de los pies. Se había desprendido de toda la ropa, a excepción de los calzoncillos y de los calcetines. Pensó en el dinero y fue un pensamiento agradable, porque sabía hasta qué punto dependerían de él cuando salieran del agua.
Entonces se preguntó cuándo saldrían del agua. Se preguntó si llegarían a salir alguna vez. Esto resucitó el pánico y Harbin comenzó a apostrofarse por permitir que le ocurrieran tales cosas. Se dijo que todo acabaría bien. Era la mejor manera de verlo, porque verdaderamente todo iba a acabar bien. Miró a Gladden. Estaba sonriendo. Era la misma sonrisa que le había mostrado cuando trataban de cruzar los rompientes. De repente, contemplando la sonrisa, supo que había algo malo en ella. No era una verdadera sonrisa. Más bien parecía una mueca.
—Gladden.
—¿Sí?
—¿Qué anda mal?
—Nada.
—Dímelo, Gladden.
—Te digo que no pasa nada.
—¿Estás cansada?
—En absoluto. —Su rostro se bamboleaba arriba y abajo en el agua. Seguía sonriendo.
—Gladden —insistió—, escucha, Gladden. —Se le acercó—. Saldremos de esta.
—Claro que saldremos.
—Nadaremos mar adentro. Tenemos que ir muy adentro.
—Muy adentro —repitió.
—Muy, muy adentro. Buscarán en el agua. Puede que busquen muy adentro.
—Ya lo sé.
—Luego —prosiguió—, cuando estemos lo bastante lejos, giraremos y seguiremos la línea de la costa. La seguiremos durante un tiempo y luego volveremos hacia la playa.
Ella asintió.
—Ya entiendo.
—Saldremos por algún lugar que parezca seguro.
—Claro —asintió ella—. Así es como lo haremos.
—Todavía tengo el dinero —le dijo—. Lo he metido en los calcetines. Mientras tengamos el dinero, podremos arreglárnoslas. Hay mucho dinero, y sé que nos las arreglaremos.
—Cuando hayamos vuelto a la playa.
—No tardaremos mucho.
—¿Cuánto tiempo? —Perdió la sonrisa, pero rápidamente volvió a componerla.
—No mucho —respondió—. Ahora, hemos de procurar no cansarnos. Iremos despacio y no nos cansaremos.
—No estoy en absoluto cansada. —La sonrisa se hizo más abierta—. Apuesto a que la playa está llena de gente.
—Atestada. —Quiso mirar hacia la playa, pero algo le dijo que no debía hacerlo. Sabía que estaba muy lejos y no quería que Gladden le viera mirando hacia la playa lejana—. Supongo que estarán todos sin saber qué hacer. Una muchedumbre en la playa, desconcertada y pensando que seguramente se ha suicidado.
—Eso es bueno —contestó ella—. Significa que no nos buscarán.
—Me alegro de que no estés cansada —dijo él—. Mira, Gladden…
—¿Sí? ¿Sí?
—Si te cansas, quiero que me lo digas. ¿Me oyes?
—De acuerdo —asintió ella—. Te lo diré.
—Hablo en serio. —Se aproximó más y la contempló detenidamente—. Si te cansas, es importante que me avises en seguida. Aún tenemos que nadar mucho.
—Muy bien. Pues nademos.
Continuaron nadando. Sin ropa y sin zapatos les resultaba más fácil, y siguieron mar adentro a través del agua calmada, internándose en el océano hacia una densa oscuridad, sin nada ante ellos salvo la negrura del agua y del cielo, excepto en el punto en que la luna se recortaba sobre el océano. La luna quedaba muy a un lado y proseguía lentamente su camino mientras ellos nadaban mar adentro.