La brisa que venía del océano se había hecho más fuerte, y la gente de las calles debía de haberse enterado porque el paseo estaba cada vez más lleno y todos acudían regocijados. Brillantemente iluminado por las caras y las luces, las luces blancas de las farolas y las luces de colores de las tiendas, cafeterías y hoteles, el paseo era una cinta de destellos en movimiento, con muchos colores y muchos sonidos chispeantes, una cinta brillante que dividía la oscuridad del cielo, la playa y el océano.
Del paseo llegaba un constante flujo de gente que finalmente llenó el pabellón. El vendedor de helados estaba haciendo un buen negocio, y un competidor se dio cuenta y se dirigió automáticamente hacia el pabellón. Los transeúntes tomaban asiento, compraban helados y disfrutaban de la brisa, sintiendo su frescor, respirando el aire cargado de salitre, satisfechos por el mero hecho de estar allí sentados. Muy poca gente hablaba en el pabellón. Había ido allí a disfrutar de la brisa.
Harbin quería más conversaciones, más ruido. Sabía que ya era hora de comenzar a preparar un plan, y en aquel silencio no podía hablar de planes con Gladden. Volvió la cabeza y miró hacia el fondo del pabellón, donde quedaba suspendido sobre la playa. En la última fila había un banco vacío, cerca de la balaustrada y relativamente aislado. Estaba junto al comienzo de las escaleras que bajaban a la playa. Se puso en pie, con el maletín en la mano, y Gladden le siguió hasta el fondo. Se sentaron en el banco. Detrás suyo se produjo un ligero tumulto, cuando algunas personas se apresuraron a ocupar el sitio que acababan de dejar libre. Hubo unos cuantos empujones y codazos y el comienzo de una discusión. Las voces subieron de tono, una anciana apostrofó a otra mujer, recibió un insulto en respuesta, y con eso el asunto quedó más o menos zanjado y la calma volvió a reinar en el pabellón.
—Vamos a ver qué hacemos. —Encendió un cigarrillo. Gladden se recostó sobre su hombro. El oro claro que subrayaba sus ojos era el de su cabello, que se agitaba en la brisa y resbalaba sobre el pecho de él.
—Dinero —dijo Gladden—. Todo mi dinero está en el hotel. Tendremos que volver a buscarlo.
—No. —Los pensamientos de Harbin se estructuraban en una mezcla de tablero de ajedrez y plano arquitectónico—. Yo llevo suficiente. Casi siete mil.
—¿Billetes grandes?
—La mayor parte.
—Eso es un problema.
—Por ahora, no. También tengo bastantes billetes de cinco y diez dólares. —Aspiró el humo del cigarrillo—. Lo que me preocupa es la cuestión del transporte.
Alzó la vista hacia el firmamento azabache. Estaba cuajado de estrellas y había luna llena. Dibujó un trayecto entre las estrellas y la luna, enviando un mapa hacia lo alto y viendo a Gladden y a él mismo viajando por él rumbo a algún lugar. El mapa del cielo se convirtió en un mapa tenebroso y Harbin se dijo que debía dejar de mirarlo. El mapa no le daba ninguna idea. Necesitaba ideas, pero no las tenía. Las obligó a venir, pero no le sirvió de nada y, sabiendo que sería inútil esforzarse, decidió que acudieran por su propia iniciativa.
—Los autobuses —sugirió Gladden—. No creo que vigilen los autobuses.
—Cuando se ponen a vigilar, lo vigilan todo.
—No me hagas caso —se excusó Gladden—. Soy nueva en esto.
—También yo. —Miró el maletín, que descansaba junto al banco.
—¿Tienes miedo?
—Claro que lo tengo.
—Todo saldrá bien.
—Pero, entre tanto, tengo miedo. No quiero mentirte. Tengo mucho miedo.
—Ya sé lo que sientes —dijo Gladden.
Él asintió lentamente.
—Desde la otra noche, en la carretera de Black Horse. Desde hoy, con Baylock. —Se puso rígido—. Una cosa es segura. Nosotros no lo hicimos. Yo no quería que aquellos tres policías murieran. No quería que Dohmer muriera. No quería que Baylock muriera. ¡Por el amor de Dios! —exclamó, y ella le hizo un gesto para que hablara más bajo—. Nunca he deseado que nadie muriera. —Miró al frente, hacia la gente sentada en el pabellón, la gente del paseo, y, señalándola, continuó—: Te juro que no tengo nada contra ellos. Nada en absoluto. Míralos. Me gustan. De verdad que me gustan, aunque ellos me odien. —Su voz se hizo casi inaudible—. Y a ti también.
—Ni siquiera saben que estamos vivos.
—Lo sabrán si nos detienen. Ahí empezará todo. Cuando nos detengan. Cuando nos encierren. Entonces es cuando se enterarán. Sabrán lo buenos que son ellos y lo malos que somos nosotros.
—Nosotros no somos malos.
—¡Claro que somos malos!
—No tanto. —Le miró fijamente a los ojos.
—Lo bastante malos —insistió él—. Muy malos.
—Pero no tan malos como ellos nos considerarán. No somos tan malos.
—Intenta decírselo.
—No tenemos que decirles nada. —Le dio unas palmaditas en la muñeca—. Lo único que hemos de hacer es procurar que no nos atrapen. Porque, si no nos atrapan, nunca se enterarán.
—Pero nosotros lo sabemos.
—Escucha, Nat. Estamos seguros de que no hemos matado a nadie. Ni hoy, ni anoche, ni nunca. Si dicen que lo hicimos, sabemos que se equivocan. De eso estamos seguros.
—No podemos demostrarlo. Aunque…
—¿Qué pasaría, si pudiéramos? —Gladden le miró con un asombro creciente en sus ojos e hizo que se abrieran como platos.
—Si pudiéramos —concluyó él—, valdría la pena intentarlo.
—Nat, no me vengas con adivinanzas. Dime de qué estás hablando.
—De entregarnos.
—¿Lo dices en serio?
Él asintió.
—¿Por qué lo dices?
—No lo sé.
—Entonces, no vuelvas a pensarlo.
—No puedo evitarlo —contestó él—. Es algo que está ahí, nada más. No puedo dejar de pensarlo.
—No serás capaz de hacerlo.
—Tampoco lo sé.
—Por favor, no sigas —le rogó—. Por favor, estás asustándome.
—No puedo evitarlo —repitió—. No quiero asustarte, pero es que no puedo evitarlo. Creo que tal vez deberíamos hacerlo.
—No.
Harbin tomó sus manos y las sujetó entre las suyas.
—Escúchame bien. Voy a decirte algo y quiero que me escuches muy atentamente. —Le estrechó fuertemente las manos, sin darse cuenta de la presión que aplicaba. Con un movimiento de barbilla, le señaló los rostros que desfilaban por el paseo en una corriente interminable—. Míralos. Mira sus caras. Todos deben de tener sus problemas. ¿Problemas? ¡Ni siquiera saben lo que significa esta palabra! Mira cómo caminan. Cuando salen a pasear, salen a pasear, y eso es todo. Cuando tú y yo salimos a pasear es como si estuviéramos arrastrándonos por un túnel en tinieblas, sin saber qué hay más adelante ni qué hay detrás. No quiero seguir así, es insoportable y quiero terminar con esta clase de vida.
Ella había cerrado los ojos y comenzó a agitar la cabeza en lentos y largos movimientos, manteniendo los ojos firmemente cerrados. Era lo único que podía hacer.
—Escúchame —repitió—. Escúchame como lo haces cuando estamos planeando algo. Escucha de esa manera. Realmente, es lo mismo que un plan, sólo que es más claro, más abierto, con más posibilidades. Conque trata de escuchar bien. Iremos a la policía y nos entregaremos. Se lo contaremos todo, absolutamente todo. Al principio, no sabrán cómo tomárselo, pero estoy seguro de que les interesará y se lo creerán. Les haremos ver que habríamos podido huir, pero, en lugar de escapar y obligarles a perseguirnos, nos entregamos y les evitamos el trabajo. Nadie nos ha detenido. Hemos ido por propia voluntad. Eso equivale a facilitarles el trabajo, ahorrarles quebraderos de cabeza, resolver el asunto de la carretera y el de Baylock. Sobre todo, el de la carretera. La carretera es importante, porque siempre les duele que mueran policías y no paran hasta saber quién lo hizo, cómo y por qué. Se lo explicaremos y se darán cuenta de que jamás lo hubieran averiguado de no ser por nosotros. Y otra cosa muy importante: las esmeraldas. Devolveremos las esmeraldas. Sé que nos servirá de mucho. Quizá sean blandos con nosotros.
—Quizá —dijo ella—. Quizá, siempre quizá.
—Estoy seguro —insistió él—. Sé que serán benevolentes con nosotros.
—Blandos como un martillo pilón.
—Si nosotros…
—Ahora dices «si» —le interrumpió ella—. Antes era «quizá» y ahora es «si».
—No hay ninguna garantía. Nunca hay garantías. Pero si vamos por nuestra propia voluntad, lo explicamos todo y devolvemos las esmeraldas… Eso tiene mucho peso. Será una condena muy corta.
Gladden se apartó de él y lo contempló silenciosamente, como si estuviera mirándolo desde lo alto de una plataforma.
—Eso dices, pero no te lo crees. Tú sabes cuánto tiempo pasaremos en la cárcel. —Luego, al ver que él no respondía, prosiguió—: Hablas de nosotros, pero en realidad piensas solamente en ti. Sé lo que harás, porque te conozco. Cargarás tú con toda la responsabilidad.
Harbin se encogió de hombros.
—Me la cargarán de todos modos.
—No. Tú intentarás que te la carguen. Presentarás las cosas de forma que te corresponda la peor parte. —Se inclinó hacia él—. Para que a mí me resulte más leve. —Y luego, lentamente, con suavidad—: Esta es una razón. Pero hay otra.
Él la miró como si ella fuese algo temible que avanzaba hacia él, algo que no era temible cuando lo mantenía oculto en su interior, pero que era muy temible cuando avanzaba sobre él desde el exterior.
—Lo estás deseando —afirmó Gladden—. Es lo que más deseas. Te alegrarás cuando te encierren. Cuanto más tiempo te tengan encerrado, más te gustará.
Harbin desvió la mirada.
—Deja de hablar como una idiota.
—Nat, mírame.
—Sé razonable y te miraré.
—Sabes que digo la verdad. Sabes que lo estás deseando.
Intentó decir algo. Las palabras formaron una cadena compacta y la cadena se rompió en su garganta.
—Lo deseas —repitió ella—. Sientes que va a suceder, y lo estás deseando.
De pronto, fue como estar jugando a tocar y parar, y supo que ella le había tocado y que ya no le servía de nada correr y esquivarla. Seguía sin saber qué decir. Se volvió para darle de nuevo la cara y vio que hacía una mueca de dolor y supo que la causante era su propia mirada. Trató de suprimirla pero no pudo. Toda su tortura se reflejaba en la mirada, y Gladden volvió a hacer la mueca.
—Por favor —le rogó Gladden—, no te desmorones. Trata de pensar con claridad.
Hubo movimiento de engranajes en su cerebro.
—Estoy pensando serenamente. —Y entonces llegó la inundación, el estallido, el alivio—. Estoy deseándolo porque hace tiempo que me lo merezco. Demasiado tiempo. No soy más que un maldito ladrón hijo de perra, que no sirve para nada y me lo he buscado, y ahora es lo que quiero.
—Muy bien. —Su voz era suave y amable—. Si tanto lo deseas, yo también. Quiero lo que tú quieras. Iremos juntos.
Harbin la miró, esperó y se preguntó a qué estaba esperando, y gradualmente comprendió que estaba esperando a que ella estallara. Pero no parecía que fuese a estallar. Lo único que hizo fue suspirar. Fue casi como un suspiro de alivio.
—Ahora —dijo él—. No esperemos más. Vamos ahora mismo. —La tomó de la mano para ayudarla a levantarse del banco, pero de pronto vio que ella no le estaba mirando. Tenía la vista fija en otra cosa, hacia algo situado detrás del banco. Volvió la cabeza para ver qué estaba mirando.
Vio la pistola. Y, por encima de la pistola, los labios que sonreían levemente, los ojos color aguamarina calladamente satisfechos, el rostro de Charley.