En el paseo marítimo, mientras se aproximaba al hotel, Harbin vio el sol que arrancaba destellos de la barandilla plateada que lo separaba de la playa. En la arena había numerosas personas, casi todas en traje de baño. Bajo la luz del sol, la playa era de un blanco amarillento. Harbin miró el océano y lo vio liso y tranquilo; el agobiante calor que caía sobre él le daba el aspecto de una masa de metal verde en fusión. Las olas eran minúsculas y parecían romperse sobre la playa sin el menor entusiasmo. Los bañistas se movían lentamente por el agua sin disfrutar mucho, mojándose pero no refrescándose. Harbin sabía que el agua estaría caliente y pegajosa, y probablemente muy sucia a consecuencia de la tormenta del sábado. Aun así, se dijo, le gustaría hallarse en el océano con los demás bañistas, y quizá Gladden y él pudieran darse un baño y nadar un poco antes de salir de Atlantic City. La idea era de un optimismo exagerado, pero siguió pensando en ella mientras avanzaba hacia la entrada del hotel.
El viejo estaba tras el mostrador de la recepción. Harbin fue hacia él, le sonrió y preguntó:
—¿Cuándo duerme usted?
—A ratos. —El viejo estaba hurgando la uña de su pulgar con una plumilla.
Harbin dejó el maletín en el suelo.
—Me gustaría ver a la señorita Green.
El viejo aplicó la plumilla sobre la cutícula.
—¡Qué calor! Hoy hace un calor sofocante. —Miró a Harbin—. Para la época en que estamos, es demasiado calor. Hace veinte años que no teníamos un día como el de hoy.
—La señorita Irma Green.
—Parece usted a punto de derretirse —observó el viejo—. Aquí tenemos también una casa de baños. ¿Voy a buscarle un bañador?
—Quiero ver a la señorita Green. ¿Puede avisarla, por favor?
—No está.
—¿Se ha ido del hotel?
—No. Pero ha salido.
—¿Sola?
El viejo le mostró una dentadura impecable que todas las noches se pasaba unas horas dentro de un vaso de agua.
—Usted me toma por una oficina de información. —Siguió hurgando el pulgar con la plumilla, pero alzó la vista lo suficiente como para ver el billete que Harbin sostenía entre sus dedos. Lo tomó, lo arrugó en su puño y lo metió en el bolsillo de su mugrienta camisa—. Ha salido sola.
—¿Cuándo?
Volviendo lentamente la cabeza, con la barbilla levantada, el viejo consultó el reloj de la pared. Marcaba las cinco menos veinte.
—Debe de hacer un par de horas.
—Después de que saliera, ¿ha venido por aquí aquel hombre?
—¿Qué hombre?
—Ya sabe a quién me refiero.
—Yo sólo sé lo que me dicen. —El viejo contempló calmosamente el bultito que le formaba el bolsillo de la camisa y luego desvió la vista hacia la pared del vestíbulo.
—Me refiero al hombre que estuvo aquí anoche —explicó Harbin—. Un joven guapo de cabello rubio. El hombre que vi pasar desde ese cuartito.
—Ah —dijo el viejo—, ese hombre. —Esperó unos instantes, pero de pronto se sintió demasiado viejo y cansado para exigir más dinero—. Sí, ha estado aquí. Vino hará cosa de veinte minutos. Le he dicho que la chica no estaba y se ha quedado el tiempo suficiente como para encender un cigarrillo. ¿Usted fuma?
Harbin le ofreció un cigarrillo y se lo encendió.
—¿Le importa si la espero aquí?
—Póngase cómodo.
Había un sofá y unas cuantas sillas. Harbin dejó el maletín donde estaba y se instaló en el sofá. Al cabo de unos minutos, le pidió al viejo que guardara el maletín y salió del hotel. Cruzó el paseo hasta la barandilla y se apoyó en ella, mirando hacia la puerta de entrada. Se fumó unos cuantos cigarrillos y descubrió que le apetecía comer algo. El hotel estaba flanqueado por tiendas de souvenirs y puestos de bocadillos que daban sobre el paseo. Comió un bocadillo de jamón y queso acompañado por una taza de café, sin apartar los ojos de la entrada del hotel. Pidió otro bocadillo, otro café y, a continuación, compró un par de periódicos y regresó al sofá del hotel.
Luego, mucho más tarde, le pareció que había leído hasta la última palabra de los dos periódicos. Consultó su reloj y vio que eran casi las siete. En el exterior, el sol todavía brillaba con fuerza, y le alivió la claridad. Volviendo la mirada hacia el vestíbulo vio al viejo tras el mostrador, afanado en otra uña.
Volvió a leer los periódicos. Se hicieron las siete y media. Se hicieron las ocho. Luego, las ocho y cuarto, y las ocho y media. Ya no le quedaban cigarrillos y, mientras echaba los periódicos a un lado, notó el aire nocturno que entraba desde el paseo. Miró hacia la puerta y vio que había oscurecido.
Al lado de la puerta había una máquina de cigarrillos. Estaba retirando un paquete de la ranura cuando alguien entró en el vestíbulo y, al levantar la mirada, vio que era Gladden. La llamó por su nombre y ella se volvió y se lo quedó mirando.
Avanzó hacia ella. Gladden lucía un sombrero que parecía recién estrenado. Era un sombrero pequeño de color naranja, una clara tonalidad pastel, y como único adorno llevaba una larga aguja con una cabeza de plástico naranja brillante, como una gran gota de zumo redonda y reluciente.
Harbin llegó junto a ella y le habló en voz baja.
—Nos vamos. Ha de ser ahora mismo.
No la miraba, pero sabía que sus ojos estaban fijos en él. Oyó que respondía:
—Te he dicho que os dejaba.
—Todavía no.
Gladden escupió una a una las palabras.
—Os he dejado.
—Tu amigo Charley no lo sabe. —La tomó del brazo.
Ella trató de desasirse.
—Vete, ¿quieres? Déjame en paz.
—Salgamos al paseo. —Harbin ladeó un poco la cabeza y vio curiosidad en el rostro del viejo.
—Quiero que me dejes en paz. De ahora en adelante, quiero que me dejes en paz.
—De ahora en adelante, tu vida puede contarse por minutos si no permites que te ayude.
Entonces la miró y advirtió el efecto de sus palabras. Empezó en los ojos, y después de que se abrieran, sus labios se separaron y casi no pudo articular una respuesta.
—No quiero que me hables de Charley. Será lo que sea, ¿y qué? Charley no tiene por qué perjudicarme. No le tengo miedo a Charley.
—Le tienes mucho miedo —replicó él—. Estás paralizada. Estás tan tiesa que no has podido ni moverte. Tan confusa que no has tenido la inteligencia suficiente como para hacer las maletas y salir de la ciudad. Lo único que has podido hacer ha sido ir flotando por el paseo y comprarte un sombrero. —Se volvió, cruzó el vestíbulo, le entregó unas monedas al viejo y regresó con el maletín. Gladden contempló el maletín. Harbin sonrió y asintió, y en seguida la sacó del vestíbulo, hacia el paseo. En el exterior todavía hacía mucho calor, pero comenzaba a sentirse una brisa del océano. Las luces del paseo componían un sinuoso desfile de esferas amarillas sobre la negrura, formando una curva que se unía con la majestuosa brillantez del gran malecón, el centro de atracciones resplandeciente en la lejanía, el Malecón de Acero.
—Mi brazo —se quejó ella.
Harbin advirtió que la sujetaba con demasiada fuerza. La soltó. Ante él, a kilómetro y medio de distancia, las luces del Malecón de Acero le cegaban los ojos, y tuvo que parpadear. Siguió avanzando por el paseo, con Gladden a su lado. Contempló a los restantes transeúntes que deambulaban por allí y le resultó satisfactorio verlos pasear para disfrutar de la brisa.
Gladden se le adelantó un paso, para poder mirarle a la cara.
—¿Por qué has vuelto?
Harbin estaba a punto de encender un cigarrillo. Lo encendió y lo saboreó; después de todos los cigarrillos precedentes, tenía un sabor algo áspero. Pero aun así le supo bien, y le gustaba sentir el suelo del paseo bajo sus pies. Aspiró unas bocanadas de humo y después, con voz que fluía fácilmente, le explicó por qué había regresado. Se lo contó tan técnicamente como pudo, exponiendo todos los detalles pero sin añadir comentarios. Cuando terminó ya habían cubierto la mitad de la distancia hasta el Malecón de Acero. Sonrió levemente a todas las luces y a toda la gente que había entre sus ojos y el malecón, y esperó oír la voz de Gladden.
Ella no dijo nada. Su cabeza estaba inclinada, y contemplaba el movimiento acompasado de sus pies sobre el asfalto.
—Gracias —musitó al fin—. Gracias por haber vuelto.
Su voz era gris y desmayada, y la tristeza que contenía sobrecogió a Harbin.
—¿Qué tienes?
—Es un presentimiento. Puede que hubiera sido mejor de otro modo. —Antes de que él pudiera replicar, añadió—: Nat, estoy cansada.
Estaban cerca de un pabellón y Harbin la condujo hacia allí. El pabellón sólo estaba lleno a medias, principalmente de personas de edad madura y rostros inexpresivos que reposaban en los bancos. Había unos cuantos chiquillos que se movían incansablemente y un hombre con un gorro blanco de marino vendía helados.
El banco que Harbin eligió estaba situado hacia el centro del pabellón, en el punto en que más se alejaba del paseo para internarse sobre la playa. Cuando tomó asiento se sintió cómodo y seguro. Miró a Gladden y vio que había echado la cabeza atrás, con los ojos cerrados y los labios firmemente apretados.
—Es bonito el sombrero que te has comprado —comentó.
Gladden no respondió. Su rostro siguió igual que estaba.
—Un sombrero verdaderamente elegante. Tienes buen gusto.
Gladden abrió los ojos y los volvió hacia él.
—Ojalá no hubieras vuelto.
—Deja de decir tonterías. —Sus labios se curvaron hacia arriba dibujando una sonrisa—. No es el momento de decir tonterías. Ahora hemos de pensar. Tenemos una oportunidad y hemos de aprovecharla.
—¿Por qué?
—Para seguir con vida.
—No estoy segura de que me interese seguir con vida.
Harbin dirigió sus ojos hacia el paseo, donde el desfile de gente era una corriente de colores entremezclados. Meneó lentamente la cabeza y emitió un hondo suspiro.
—No puedo evitarlo —prosiguió Gladden—. Digo lo que siento. —Se llevó una mano a los ojos—. Estoy cansada. Estoy muy cansada de esforzarme, de reprimir lo que siento. —Comenzó a respirar como un atleta incapaz de terminar la carrera—. No puedo seguir así, no tengo nada que ganar.
—Muy bien, eso es. —La miró severamente—. Ponlo todo más difícil. Hazlo bien miserable.
—Siempre te lo he hecho todo más difícil. —Hizo ademán de asir su brazo, pero se contuvo—. Lo único que he hecho siempre ha sido agobiarte.
—Hagamos una cosa inteligente. Dejémoslo pasar.
—¿Pasar adónde? —preguntó ella, e inmediatamente se respondió—: A ninguna parte. —Entonces sí asió su brazo, pero sólo para que le prestara mayor atención—. Tal y como están las cosas, no hay solución. Anoche te expulsé de mi habitación. —Su voz era sofocada—. Te insulté, porque no podía decirte lo que verdaderamente sentía. Nunca he sido capaz de decirte lo que siento. Hasta ahora. Pero ahora ha llegado el momento, como en un cuento que leí una vez en el que salía una morsa y decía lo mismo.
Presionaba fuertemente el brazo de Harbin, y este se preguntó por un instante si era ahí donde radicaba el dolor. Pero en seguida se dio cuenta que no.
—De modo que ha llegado el momento —prosiguió—. Te amo, Nat. Te quiero tanto que desearía morirme. Lo deseo de verdad, y tanto me da que Charley me mate. No me importa cómo; lo único que deseo es morirme. Ya lo ves —terminó, volviendo el rostro para que Harbin no lo viera—, la vida no vale la pena si se ha de estar triste siempre.
Harbin trató de librarse de la gran opresión que sentía en la garganta.
—No digas eso. —Se dio cuenta de que sus palabras sólo servirían para empeorar las cosas cuando lo que él quería era mejorarlas y no sabía cómo—. Te he amargado la vida por completo.
—No es culpa tuya. En absoluto. —Gladden retiró su mano del brazo de él—. Soy yo la culpable. Sabía que no te hacía ninguna falta y, ¿qué hice? Me pegué a ti. Como una sanguijuela. —Sus ojos, cargados de condena hacia ella misma, tenían un amarillo desolado—. Eso es lo que he sido siempre. Una sanguijuela. —Hizo una pausa y, apenas sin mover los labios, añadió—: Una sanguijuela sólo es oportuna cuando se muere.
Por un instante Harbin se sintió incapaz de moverse, de respirar, de pensar. Era la calma total que se produce justo antes de un bombardeo. Y cuando aquello alcanzó el firmamento y partió en dos la oscuridad, Harbin se dio cuenta de que aquello era amor. Se lo dijo una y otra vez, con una intensidad frenética y salvaje, tratando de convencerse de que aquello era amor. Extendió sus brazos para estrechar a Gladden y atraerla hacia sí y mantenerla a su lado. Junto a él.
—No te irás de mi lado —le aseguró—. Nunca te dejaré escapar.
Desconcertada, confusa, sus ojos buscaron los de Harbin y la suavidad de su voz ahogó el aullido interior.
—¿Te importo? —Y luego, con voz aún suave—: Te importo. Lo sé, lo sé. Sé que te importo.
—Me importas —asintió Harbin. Y en aquel preciso instante estalló el conocimiento y comprendió qué estaba ocurriendo y quién había disparado el cañonazo y quién le había convencido, quién había movido sus brazos por él y los había colocado donde ahora estaban. Lo supo con una completa certidumbre. Supo que había sido Gerald, y que era Gerald quien le impulsaba a añadir—: Te quiero, Gladden.