13

Baylock parecía muerto salvo por su respiración, una respiración enfermiza, rasposa e irregular, que le agitaba el pecho espasmódicamente. Apenas si entraba aire en la habitación y Harbin vio que podía abrir más la ventana si quería, pero no tenía el ánimo ni fuerzas para hacerlo. Se tendió sobre la combada cama, al lado de Baylock, y justo antes de cerrar los ojos se dijo que al menos debería quitarse los zapatos. Pero ya había empezado a dormirse y su último pensamiento consciente fue que había olvidado apagar la luz y, por tanto, la luz tendría que quedarse encendida.

Baylock le despertó casi once horas más tarde. Le preguntó qué hora era y Baylock respondió que eran las tres y cuarto. Se frotó los párpados y vio un fino rayo de sol que penetraba por la ventana tras sortear oblicuamente el muro del edificio vecino.

—Sabía que no la encontrarías allí —dijo Baylock.

—La he encontrado.

—¿Por qué no la has traído?

—No quiso venir.

—¿Qué significa esto?

Harbin saltó de la cama y se dirigió hacia un lavabo desportillado. Se metió un poco de agua fría en la boca, para enjuagársela, bebió un sorbo y se lavó la cara. Luego, se volvió y miró a Baylock.

—Esto va a gustarte —anunció—. Es lo que estabas deseando.

—Termina de despertarte. —Baylock utilizaba a su vez el lavabo—. Todavía estás espeso.

—Estoy completamente despierto. —Harbin estudió a Baylock ante el lavabo—. Querías que Gladden nos dejara. Muy bien, pues nos ha dejado.

Baylock frunció el ceño.

—¿Cómo es eso?

—Así lo quiere ella.

—¿Le has dicho lo que ha ocurrido?

—Se lo he contado todo.

—Se lo has contado todo —repitió Baylock—, y ella quiere dejarnos. Esta sí que es buena. Muy buena. Descubre que nos hemos metido en un buen lío y que nos están buscando, y entonces sale con esta curiosa afirmación de que ya no está con nosotros.

Harbin encendió un cigarrillo.

—Tomaría una taza de café.

—Así de sencillo —prosiguió Baylock—: nos ha dejado.

—Vamos a tomar café.

Baylock no se movió.

—Estoy demasiado nervioso para tomar café. Estoy demasiado preocupado.

—Tú aún no sabes lo que es estar preocupado. —Harbin forzó una sonrisa—. ¿Quieres preocuparte de veras? Nuestro amigo ha entrado en contacto con ella.

—¿Nuestro amigo? —Baylock no comprendía.

—El policía.

Baylock se quedó paralizado.

—Se llama Finley —añadió Harbin—. Charley Finley. La siguió hasta aquí, y parece que el aire marino y el sol de que me hablaste era él.

Reaccionando como un animal, Baylock se lanzó hacia la puerta, cambió de idea, se dirigió hacia las maletas, volvió a cambiar de idea y siguió moviéndose de un lado a otro con movimientos bruscos y rápidos que volvieron a llevarle al mismo lugar. Se lamentó:

—Te lo dije, te lo dije, no me digas que no te lo dije.

—Muy bien —respondió Harbin—. Me lo dijiste. Tú tenías razón y yo estaba equivocado. ¿Te parece bien así o quieres que empiece a arrancarme los dedos?

—Estamos perdidos. Ahora ya no podemos movernos.

—¿Por qué no? Finley no sabe dónde estamos.

—¿Estás seguro? —quiso saber Baylock—. Fíjate cómo trabaja. Es un artista del rastreo. Es un talento muy especial. Sólo una persona entre un millón lo posee. Es como un telépata o una especie de mago, y no te rías, te digo que no te rías. —Vio que Harbin no se reía y continuó—: Por lo que sabemos, quizá nos tiene ya localizados.

—Puede.

—¿Qué hacemos? —preguntó Baylock.

Harbin se encogió de hombros. Miró hacia la puerta, luego a la ventana. Baylock siguió su mirada. Y después se miraron mutuamente.

—La única forma de estar seguros —decidió Harbin—, es averiguándolo. —Frunció levemente el ceño, reflexionando—. Es posible que Finley me haya seguido hasta aquí desde el hotel. Lo dudo y, si no supiera lo que ya ha hecho, apostaría mil dólares contra diez centavos a que no es así. —Se pasó los dedos por la barbilla—. Lo único que sé con seguridad es que necesito tomar café. Cuando salga, echaré un vistazo por los alrededores. Tú espérame aquí.

—¿Cuánto tiempo?

—Media hora.

—¿Y si tardas más?

—No tardaré.

—¿Y si tardas?

—En ese caso —respondió Harbin—, será mejor que te vayas, y rápido.

—¿Con las esmeraldas?

—Escucha —contestó Harbin—. Si tú salieras a la calle y yo me quedara esperándote, y si tú dijeras que volverías en treinta minutos y no lo hicieras, yo saldría por la ventana sin llevarme las esmeraldas. Y cuando estuviera fuera, empezaría a moverme de prisa.

Baylock sacudió muy lentamente la cabeza.

—Yo no dejaría las esmeraldas aquí. Sabes que yo no lo haría.

Harbin se encogió de hombros.

—Si no has vuelto en treinta minutos —prosiguió Baylock—, me iré a casa de mi hermana, en Kansas City. Conoces la dirección y sabes que si te digo que voy allí es que voy allí. Y si consigues llegar, me encontrarás allí con las esmeraldas. —Apretó los labios—. Si no me detienen antes de llegar. O me matan.

—¿Quieres que te traiga un poco de café? ¿Algo de comer?

—Me basta con que vuelvas.

Harbin se dirigió hacia la puerta. Baylock se movió bruscamente, con una especie de frenesí, y se situó ante la puerta. Miró a Harbin con ojos alterados.

—Quiero aclarar lo de Gladden —dijo—. ¿Qué hacemos con ella?

—Nada.

—¿Y si nos delata?

—¿Por qué habría de hacerlo? —respondió rápidamente Harbin.

—Porque nos ha dejado, y eso la pone en situación de delatarnos. Te digo que estoy preocupado, y creo que deberíamos hacer algo con Gladden.

—Hazme un favor —replicó Harbin—. No vuelvas a mencionarla.

Abrió la boca y emitió una especie de sollozo. Volvió rápidamente la cabeza para ocultar su rostro a Baylock y se dio un fuerte puñetazo en la palma abierta de su mano. Miró a Baylock por el rabillo del ojo y vio que le contemplaba con lástima. Esto le hirió como la punta ardiente de un atizador. Tiró de la puerta hacia sí, cruzó el umbral y oyó el ruido del portazo. Se apresuró por el angosto pasillo, llegó a las escaleras y se dijo que debía sosegarse. No había necesidad de apresurarse. Iba a salir a echar un vistazo por los alrededores y a tomar café.

En la planta baja sintió que lo inundaba el calor del mediodía. Era como un jarabe. Sintió que la cara se le ponía pegajosa y comenzaba a picarle. En la calle, avanzando lentamente por Tennessee Avenue, vio el poste a rayas de una barbería y decidió afeitarse.

El afeitado le vino bien y se sentía algo más vivo cuando llegó a Atlantic Avenue. Pero el bochorno pegajoso de Atlantic City era muy intenso y los efectos reanimadores del afeitado empezaron a desvanecerse cuando aún buscaba un restaurante. Transitaba muy poca gente por la calle. Vio a algunos ciudadanos que se dirigían a la playa. Parecían malhumorados, enfadados con su ciudad por dejarse someter a este calor húmedo y furiosos con el océano porque no hacía nada para remediarlo. Vestían ropas de playa y sandalias y, mientras caminaban hacia la playa, mostraban un aire de sacrificio, como si fuera algo impropio de los habitantes de Atlantic City en esta época del año. Estaba bien para los turistas, porque todo les estaba permitido, pero los naturales de la ciudad no se merecían este clima. Era una ofensa.

Consultó su reloj. Ocho minutos. Llevaba ocho minutos fuera y aún le quedaban veintidós. Vio el anuncio de un restaurante al otro lado de la calle. Cruzó la calzada y entró, tomó asiento ante un mostrador húmedo y pidió un café a la camarera. Esta comentó que hacía demasiado calor para tomar café y que tal vez lo preferiría helado. Él respondió que no. La camarera dijo que helado era muy bueno. Harbin le contestó que nunca lo había tomado helado y que le agradecería que no siguiera insistiendo. La camarera opinó que el motivo de que el mundo fuese como era podía atribuirse al hecho de que había demasiada gente difícil. Le trajo una taza de café solo y se quedó ante él, mirando cómo lo bebía. Era una chica baja e inquieta, de aspecto italiano, y por debajo de sus mangas cortas sus rollizos brazos brillaban de sudor. Harbin alzó los ojos de la taza y vio que seguía mirándole. Le dirigió una sonrisa. Ella desvió la vista y se volvió a mirar la calle, amarillenta y humeante, a través de la puerta abierta. Luego, lanzó un largo suspiro, se cruzó de brazos y se apoyó en su lado de la barra.

Harbin consultó su reloj y pidió otra taza de café. Ella se lo sirvió y él encendió un cigarrillo y empezó a bebérselo, contemplándola mientras ella seguía mirando hacia la calle. El resplandor del sol la cubría de un brillo amarillento, de forma que parecía hallarse en el centro de un tazón lleno de jarabe amarillo. La camarera sacó la punta de la lengua y lamió una gota de humedad de su labio superior. Luego, una cinta de oscuridad cruzó el amarillo, dejándola en la sombra, y la sombra se debía a alguien que entraba en el restaurante. La chica italiana se movió para recibir al nuevo cliente y Harbin bajó la cabeza hacia su taza, tomó un sorbo de café y, de pronto, sintió que la taza temblaba en sus manos cuando le llegó el perfume y supo que era el perfume de Della.