Permaneció allí, en el cuarto lateral, incapaz de pensar. Tras los primeros momentos de sorpresa, comprendió que pensar no le serviría de nada. Aquello estaba más allá de todo pensamiento. Apenas si se enteró de que el viejo iba hacia él, le hablaba, le decía que ya podía salir, que el hombre había abandonado el hotel y ya no era preciso que se ocultara.
Cuando salió al vestíbulo desde el cuarto lateral, oyó que el viejo le preguntaba:
—¿Era algún conocido?
Harbin meneó la cabeza.
—Entonces, supongo que todo está bien —añadió el viejo.
—Seguro. —Harbin sonrió y echó a andar hacia el ascensor.
—Oiga, un momento. —El viejo se movió rápidamente, interponiéndose entre Harbin y el ascensor.
—Le he prometido que no habría problemas —dijo Harbin—. Además, ella está esperándome.
El viejo trató de hallar alguna razón para negarse pero no se le ocurrió ninguna y, abriendo los brazos en un gesto de impotencia, se alejó del ascensor. Harbin entró en el ascensor y aplicó una cerilla encendida al cigarrillo que aún tenía en la boca. Cerró la puerta y pulsó el botón.
Cuando entró en la habitación de Gladden, cuando la vio retroceder, apartándose de la puerta, lo primero que advirtió fue la extrema palidez de su rostro. Estaba blanco como el papel y sus ojos amarillos reflejaban una extraña fatiga. Harbin no le sonrió. Sabía que tendría que comenzar con una sonrisa, pero sonreír en aquellas circunstancias le era tan imposible como ponerse a andar sobre el agua.
—Prepara tu equipaje —comenzó—. De prisa.
Ella no se movió.
—¿Qué pasa?
—Estamos en peligro. —Sabía que no había modo de disfrazar la situación. Sin mirarla, añadió—: Dohmer ha muerto. —Le contó lo que había sucedido en la carretera. Le dijo que hiciera su equipaje a toda prisa.
Pero ella no se movió. Permanecía quieta, mirando más allá de él, a la puerta. Él empezó a descolgar sus ropas del reducido armario y fue echándolas sobre la cama. Después abrió los cajones de la cómoda y comenzó a llenar la maleta.
Oyó que le decía:
—No puedo ir contigo.
Eso le obligó a desviar su atención de la maleta.
—¿Por qué no?
—He conocido a alguien.
—Oh. —Se volvió hacia la maleta, pero no siguió llenándola. Gladden le daba la espalda, y él quería ver cómo estaban sus ojos. Dio un paso hacia ella, pero en seguida decidió permanecer donde estaba y dejar que ella lo manejara a su manera.
Una larga serie de silencios terminó cuando ella dijo:
—Quiero dejaros, Nat. A partir de ahora, no estoy con vosotros. Siempre había querido dejarlo, pero tú me hacías seguir.
—¿Cómo es eso? —inquirió él—. Nunca te he obligado a quedarte en contra de tu voluntad.
—Mi voluntad era quedarme —explicó ella—. Por ti. —Entonces se volvió y le miró a la cara—. Quería estar cerca de ti. Te quería y quería que tú me quisieras. Pero tú no me querías, nunca me has querido y nunca lo harás. He pasado momentos terribles. Ha habido noches que he desgarrado almohadas con los dientes, porque te deseaba tanto que quería derribar la pared para entrar en tu cuarto. Tú lo sabías, Nat. No me digas que no lo sabías.
Harbin unió ambas manos por la espalda e hizo chasquear los nudillos.
—Ya sé que nunca he sido muy lista —prosiguió Gladden—. Pero no era cuestión de pensar mucho. La cuestión es que me pasó algo que nos pasa a todos. Crecí. Tú no te dabas cuenta. Me convertí de niña en mujer y quería ser tu mujer. Pero ¿qué diablos podía hacer? No podía golpearte en la cabeza.
—Quizá hubieras debido intentarlo. —Harbin se sentó en el borde de la cama—. Esto llega en un momento perfecto.
Ella avanzó hacia él y extendió una mano para tocarlo, pero en seguida la retiró.
—Siempre te has portado bien conmigo. Has cuidado de mí. Lo has sido todo para mí, excepto lo que yo quería que fueses. No es culpa tuya. Tampoco es culpa mía. Sólo es una situación lamentable.
Harbin sonrió con tristeza.
—Lamentable es la palabra correcta.
Gladden advirtió que su voz tenía extrañas implicaciones.
—Supongo que no vas a echármelo en cara.
Él alzó la vista hacia ella.
—¿Cómo se llama?
—Finley. Charley Finley.
—¿Qué hace? Háblame de él.
—Vende automóviles. Trabaja en un negocio de coches usados, en Filadelfia. Le conocí el segundo día de estar aquí, en el paseo. Empezamos a hablar y fue todo muy rápido. Supongo que estaba deseando que me sucediera algo así; lo conocí en el momento adecuado. Aquella misma noche volví a Filadelfia y los otros me dijeron que te habías retirado, de modo que regresé y le llamé.
—¿Te has enamorado de él?
—Tiene un gran encanto.
—No es eso lo que te he preguntado.
—Muy bien —respondió—. Creo que estoy enamorada de él.
Harbin se puso en pie.
—¿Cuándo ha sido la última vez que lo has visto?
—Ha estado aquí esta noche. Estaba aquí cuando has llamado. Al decir que venías, le he pedido que se fuera. Hemos de almorzar juntos. —Respiró hondo—. No me pidas que rompa esta cita. Te aseguro que quiero ir, quiero seguir viéndolo. No quiero dejarlo escapar. —Se colgó de los brazos de Harbin—. No quiero perderlo y no podrás obligarme a que lo deje.
—No te excites —dijo él suavemente.
—Está loco por mí —continuó ella—, y si te dijera que eso no me alegra sería una embustera. Quiero vivir mi propia vida y no tienes derecho a impedírmelo.
—Me estás rasgando las mangas —observó, cariacontecido.
Ella respiraba pesadamente. Sus uñas atravesaban el tejido de la chaqueta. Harbin se echó hacia atrás, la sujetó por las muñecas y la apartó de sí. Al retirarse, Gladden se tambaleó y chocó contra una pared. Se quedó apoyada en ella, mirándole y respirando entrecortadamente.
Harbin meneó lentamente la cabeza. Bajó la vista al suelo.
—Es una pena. Es una asquerosa pena.
—No para mí.
La miró.
—Sobre todo, para ti. —Ella fue a decir algo, pero le impuso silencio con un gesto y prosiguió—: Escúchame, Gladden. Escúchame bien y trata de mantener la calma. Te han engañado. Todo es una manipulación.
—No.
—Te digo que este hombre te ha engañado.
—No. Por favor, no sigas.
—Este hombre al que llamas Finley es un policía…
—Nat, Nat —le interrumpió con voz suplicante—, te he advertido que ya no soy una niña. He crecido, conozco el alfabeto. No me tomes por tonta, ¿quieres?
De pronto, Harbin se sintió asaltado por un gran cansancio y se tendió de espaldas sobre la cama, con los brazos extendidos sobre el cobertor.
—Si intentas escucharme —respondió, con ojos entrecerrados—, intentaré explicártelo. Este Finley es uno de los policías con los que estuve hablando la noche en que dimos el golpe. Hace unos minutos, yo estaba en una habitación en la planta baja que da al vestíbulo y lo he visto salir del ascensor. Lo he reconocido.
—¿Por qué me haces esto? —estalló ella—. ¿Qué tratas de conseguir?
—No trato de conseguir nada. Eso es cosa de Finley. —Algo parecido a un suspiro surgió de sus labios—. El hecho de que sea un policía no significa nada. Lo es sólo porque le conviene. Y, desde su punto de vista, tampoco tú significas nada. No te quiere. Quiere las esmeraldas.
Harbin vio que ella estaba mirándole de una forma en que nunca antes le había mirado. Oyó que le preguntaba:
—¿Por qué me mientes?
—¿Te he mentido alguna vez?
—No —admitió ella—. Entonces, ¿por qué me mientes ahora?
—No estoy mintiendo. Si quieres la verdad, te la contaré toda.
Ella asintió lentamente, y él comenzó a explicárselo. Le resultó fácil comenzar, pero cuando llegó a la propuesta de Della empezó a tener dificultades para exponerla con claridad. Ella seguía de pie, observándole mientras él se esforzaba y trataba de retroceder hasta la casa de la colina, y luego las maniobras de Lancaster, y el paso desde el bosque tenebroso hasta la carretera y el tren de Filadelfia, la carretera de Black Horse y, finalmente, la situación actual.
Concluyó:
—Veo claramente a Finley planeándolo todo, asegurándose de que no quedan cabos sueltos. El día que te acompañé a la estación, él nos siguió. Ahora lo veo. Ya conocía la base, y Della se quedó vigilándola. Así que, en la estación, cuando subiste al tren él también subió. Cuando llegaste a Atlantic City él iba detrás tuyo y vio cómo te inscribías en el hotel. Luego, comenzó a trabajarte aquí en Atlantic City mientras Della me trabajaba a mí en Filadelfia.
Gladden se acercó a la cama y tomó asiento en el borde. Su respiración se había regularizado un poco.
—Algunas personas actúan de forma retorcida.
—Finley no es retorcido. Es un trabajo de profesional. Le ha echado el ojo a unas esmeraldas valoradas en cien mil dólares. Eso es todo. Pero es bastante. Ha elaborado su plan de modo que funcione lentamente, subiendo peldaño a peldaño, entrando primero en contacto y haciéndote bajar la guardia mientras Della me hacía lo mismo a mí, calculando tal vez dedicar una semana o dos, o tres, o tal vez un par de meses. Y, aunque le costara seis meses o más, no dejaba de tratarse de cien mil dólares. La espera valía la pena.
Gladden se quedó mirando fijamente la cabecera de la cama, más allá de Harbin.
—Esmeraldas —exclamó—. Pedacitos de cristal verde.
Harbin se incorporó ligeramente.
—Olvida las esmeraldas —replicó—. Ahora lo más importante son los tres policías muertos. Eso es nuevo para nosotros. —Se incorporó del todo y apoyó los pies en el suelo—. Es por eso por lo que has de venir conmigo. Has de quedarte conmigo. Estás implicada, Gladden. Ojalá no lo estuvieras, pero lo estás. Tú, Baylock y yo. Los tres estamos metidos en esta situación y debemos movernos rápidamente. Tenemos que escapar.
—¿Tan inmediato es el peligro?
—No sé exactamente si el peligro es tan inmediato, pero sí sé que no podemos quedarnos para averiguarlo.
Gladden permaneció unos instantes en silencio.
—Pensaba que me había salido —dijo al fin—. Tenía una sensación maravillosa, como si me hubiera librado de una terrible jaqueca que me hubiera hecho sufrir durante toda mi vida. Y ahora vuelvo a estar metida. Tengo la jaqueca otra vez. —Se puso en pie, caminó hasta la puerta y se la quedó mirando como si fuera un muro de acero. Luego, se volvió y se dirigió hacia él—. Has vuelto a meterme en el asunto.
—Las circunstancias.
—No; las circunstancias, no. —Su mirada y su voz reflejaban una falta de razonamiento—. No han sido las circunstancias. Has sido tú, Nat. Tú. Has vuelto a meterme, como siempre. Pero te digo que no quiero volver. —Todo su cuerpo se estremeció—. No quiero, no quiero, nunca lo he querido. Quiero salirme. —Se le acercó más—. ¡Quiero salirme!
—Si lo pensaras bien verías mis razones.
—Sólo hay una razón para que quieras mantenerme colgada de tu cuello. Así es más seguro.
Harbin se quedó sin habla. Lo que cayó sobre él, aplastándolo, era el peso total de todos los años, y la voz de Gladden era una hoja que lo cortaba, lo desmoronaba todo y le demostraba que, a fin de cuentas, ese total equivalía únicamente a una terrible broma que se había gastado a sí mismo.
Pero sabía que aún quedaba algo más y esperó a que llegara, al igual que un hombre atado a los raíles del tren espera el momento del impacto. Alzó la vista hacia ella y percibió la palidez de su rostro, la extraña llama que ardía en sus ojos.
Y entonces llegó.
—¡Hijo de perra! —estalló—. Todo este tiempo me has hecho pensar que cuidabas de mí, cuando tú sólo te cuidabas a ti mismo. ¡Sucio y tramposo hijo de perra! ¡Te odio!
Harbin apartó la cabeza, pero ella fue más veloz y sus dedos llegaron a su cara, sus uñas se le hundieron en la carne, y sintió la herida como una helada quemadura. Luego, Gladden retrocedió con la cara contraída, mostrando los dientes.
—Ahora tienes una oportunidad —añadió—. ¿Por qué no te aseguras definitivamente? Haz lo que siempre has deseado hacer. Líbrate de mí para siempre. Asegúrate de que no pueda hablar y estarás seguro. —Señaló su propia garganta—. Mira qué fina es. Te resultará fácil. No tardarás nada.
La puerta pareció moverse hacia él. Cuando la abrió, con Gladden a sus espaldas, esperó sin saber a qué esperaba. La habitación quedó sumida en el silencio, como una habitación vacía. Terminó de abrir la puerta, salió al pasillo y la cerró lentamente como si Gladden estuviera durmiendo y no quisiera despertarla. Echó a andar hacia el ascensor.