Muy en el interior del océano, algo le ocurrió al viento del noreste que lo hizo cambiar drásticamente de rumbo. Las olas que habían azotado Atlantic City, grandes y rápidas, empezaron a calmarse, y el aguacero se convirtió en una lluvia suave que fue amainando hasta no ser más que una leve llovizna. Hacia las cuatro de la madrugada, la tormenta había amainado. Cesó completamente unos minutos antes de que el Chevrolet llegara a Atlantic City, envuelto en una profunda oscuridad que presagiaba la aurora, y Harbin condujo el automóvil por una estrecha calle que llevaba a la bahía. Aparcó al final de la calle, anduvo hasta el muelle y vio unas cuantas embarcaciones que cabeceaban ligeramente en el agua. Supuso que la profundidad era suficiente para su proyecto. Sabía que tenía que hacerlo pronto, antes de que comenzara a clarear. Regresó rápidamente al coche, arrancó, metió la marcha atrás y retrocedió unos treinta metros. En seguida, accionó el freno de mano y le dio un leve codazo a Baylock, que seguía durmiendo.
—¡Qué piernas, muñeca! —gruñó Baylock—. Tienes unas piernas estupendas. Me gusta que lleves falda corta, para verte bien las piernas.
—Vamos, hombre, despierta —dijo Harbin.
—Escucha, muñeca… —Baylock parpadeó varias veces, abrió la boca y en seguida la cerró firmemente, haciendo una mueca al percibir el sabor. Se incorporó en el asiento y se frotó los párpados. Luego, se volvió hacia Harbin.
—Hemos llegado —anunció Harbin—. Voy a tirar el coche a la bahía. Ayúdame a sacar las bolsas.
—¿Qué bahía?
—Ahora la verás. Hemos de hacerlo deprisa.
Sacaron todo el equipaje del coche, excepto la enorme maleta marrón de Dohmer. A continuación, Harbin volvió a subir y lo puso en marcha, dirigiéndolo hacia la bahía. Tenía la portezuela abierta, y la abrió aún más cuando el automóvil se aproximó al agua. Al llegar al borde del muelle, Harbin saltó del coche y echó a correr hacia Baylock y el equipaje. Oyó el gran chapoteo y tuvo la esperanza de que el agua fuese lo bastante profunda como para cubrirlo, tal vez incluso para ocultarlo, pero no podía perder tiempo volviendo atrás a comprobarlo. Cuando llegó cerca de Baylock le hizo señas para que se pusiera en movimiento. Baylock tomó las dos bolsas más pequeñas y comenzó a correr, dejándole a Harbin otra bolsa pequeña y el maletín que contenía las esmeraldas.
Habían recorrido dos largas manzanas y andaban por la tercera cuando un taxi pasó por la calzada. Baylock dio un grito y el taxi se detuvo para recogerlos. Se instalaron en el asiento posterior con todas las bolsas. Harbin le dijo al taxista que los llevara a un hotel barato. El taxista dirigió una segunda mirada al atuendo de Harbin. Harbin, amistosamente, le preguntó qué estaba mirando, y el taxista respondió que no miraba nada en particular.
El taxi se detuvo ante un lugar de aspecto miserable en una callejuela próxima a Tennessee Avenue. Harbin pagó el importe de la carrera, añadió un cuarto de dólar de propina y se lamentó por no poder darle más. El conductor sonrió abiertamente, puso el taxi en movimiento y se alejó de allí.
Entraron en el hotel y el recepcionista los acompañó a una habitación en el segundo piso. Era una habitación doble, de dos dólares la noche. Era horrible. La ventana daba al muro de otro edificio, y Baylock dijo que allí iban a ahogarse. Harbin respondió que no permanecerían tanto tiempo como para ahogarse.
—¿Cuánto vamos a quedarnos? —quiso saber Baylock.
—Hasta que encuentre a Gladden.
—¿Cuándo irás a buscarla?
—Ahora mismo. —Sin embargo, no se sentía con ganas de salir inmediatamente. Quería meterse en la cama. Anhelaba estar en la cama. Sus músculos estaban cansados y sus brazos, después de conducir en condiciones tan duras, exhaustos. Pero lo peor eran los ojos. Sus ojos querían cerrarse y tenía que esforzarse para impedirlo.
Harbin encendió un cigarrillo y salió del cuarto. Abajo, en lo que hubiera tenido que ser un vestíbulo, vio un teléfono público adosado a la pared y extrajo del bolsillo de su chaqueta el papel doblado donde Gladden había anotado la dirección de su hotel y su número de teléfono. Tenía ganas de llamarla, de decirle que estaba en la ciudad y que la vería al día siguiente. Llamar era lo más cómodo. Le permitiría volver a la habitación y echarse en la cama. No recordaba haber estado nunca tan cansado. El teléfono público le invitaba a llamarla, pero sabía que no bastaría con una llamada telefónica. Era muy consciente de la importancia de verla en persona, de estar con ella.
Una vez en Tennessee Avenue, se encaminó hacia el paseo marítimo. Cuando llegó allí, el firmamento todavía estaba oscuro, pero más allá de la playa y de la entrecortada línea blanca de los rompientes se distinguía el primer resplandor del alba sobre el océano. El paseo, aún mojado, brillaba como si un escuadrón de barrenderos hubiera estado trabajando durante semanas. Junto a la baranda del paseo, una farola de cada cuatro estaba débilmente iluminada, y esa era toda la luz que había, salvo la vaga claridad del alba que llegaba desde el océano. Y estaba también el calor, un calor antinatural que no podía provenir del océano. Tenía que proceder de los remansos y pantanos de Nueva Jersey, al norte de la línea costera. A lo largo del paseo marítimo, las fachadas de los hoteles turísticos aparecían tranquilas e indiferentes a todo, esperando pasivamente a los turistas veraniegos y, entre tanto, tolerando a los escasos huéspedes que disfrutaban de las mejores habitaciones a precios de temporada baja.
Reflexionó sobre lo que había sucedido en la carretera. Era una demostración palpable de la ley de los promedios. Algo semejante le había ocurrido antes en Detroit, mucho tiempo antes, la noche en que Gerald Gladden había regado el asfalto con el fluido rojo que manaba de su cráneo. Aquella noche había pasado a convertirse en una pauta, una pauta que estaba repitiéndose de nuevo. Porque aquella noche, al huir de la policía, se había dirigido hacia una niña pequeña, la hija de Gerald Gladden. Y esta noche estaba ocurriendo lo mismo. Iba en busca de la hija de Gerald Gladden, para hacerse cargo de ella y sacarla de allí antes de que pudiera sucederle nada malo.
La pauta. A lo largo de todos aquellos años, de distintas maneras, todos y cada uno de sus movimientos habían seguido la pauta. Siempre era necesario volver con Gladden, estar con Gladden, avanzar con Gladden. Era algo más que un hábito, y era más profundo que una simple inclinación. Era algo comparable a una religión, o a la entrega de sí mismo a una determinada droga. En la raíz de todo, se hallaba esta palpitante necesidad de hacerse cargo de Gladden.
Una contradicción se infiltró en sus pensamientos. Vio venir la contradicción, comenzando con aquella velada en un club nocturno cuando le había sugerido a Gladden que se fuera a Atlantic City y se tomara unas vacaciones. La contradicción se intensificó cuando recordó que Gladden le había pedido que fuera en su compañía y él se había negado. Eso significaba que la pauta empezaba a descomponerse, haciéndole susceptible de caer en otra pauta, otra droga y otra religión, como lo que le había ocurrido mientras cenaba en aquel restaurante y se vio arrastrado a través del espacio por los ojos de una mujer.
Sin embargo, volvía a encontrarse de nuevo dentro de los límites, imprecisos pero severos, de la pauta de Gladden. Mientras se concentraba en ello, la imprecisión fue cobrando énfasis gradualmente, como una escena borrosa que fuera ganando nitidez a medida que giraba el objetivo. Estaba hurgando entre sus motivos, excavando a través de los interminables estratos de motivos para cada una de las acciones que había realizado desde aquella tarde en que Gerald Gladden le había recogido, hambriento y enfermo, en una carretera del oeste. Por aquel entonces era un niño, con dieciséis años de edad pero igualmente un niño, un niño huérfano, de dieciséis años, sin otra cosa en su mente que una aguda necesidad de comida y todo el lastimoso desconcierto de un niño que le pedía ayuda a un mundo que se negaba a escucharle. Únicamente Gerald le había escuchado. Únicamente Gerald le había recogido y ofrecido alimentos. Eran alimentos robados, puesto que Gerald los había comprado con el dinero obtenido de la venta de artículos robados. Era comida ilegal, pero era comida, y si no la hubiera tenido habría muerto. Más tarde, después de su primer trabajo juntos, Gerald se lo había explicado. A Gerald le gustaba dar explicaciones, no sólo de la estrategia y las tácticas del robo, sino también sobre la filosofía en que las basaba, la filosofía de Gerald. Gerald siempre sostenía que el robo no era un campo de acción distinto de otros, y que todo animal, incluyendo al ser humano, era de por sí un delincuente, y que todos los actos de la vida formaban parte de un vasto proceso delictivo. ¿Qué leyes, solía preguntar Gerald, podían regular la necesidad de conseguir comida y echársela al estómago? Ninguna ley, añadía Gerald, podía erradicar la práctica de conquistar. Según Gerald, las acciones básicas y fundamentales de la vida podían resumirse en conquistar, tomar las cosas y aprovecharlas. Los peces roban las huevas de otros peces. Un pájaro conquista el nido de otro. Entre los gorilas, el ladrón más astuto se hace el rey de la tribu. Entre los hombres, aseguraba Gerald, los príncipes, los reyes y los magnates no eran sino los ladrones de más éxito, tanto si se trataba de ladrones grandes y robustos como de hábiles ladrones de palabras suaves, que actuaban por la retaguardia. Todos ladrones, insistía Gerald, y nada más que ladrones, con tanto poder como eran capaces de acumular.
Él escuchaba a Gerald porque no había nadie más a quien pudiera escuchar. No había nadie más con ellos. Escuchaba y creía. Gerald era su única autoridad. Los argumentos de Gerald no sólo estaban bien expuestos, sino que se fundaban en los hechos y eran respaldados por la historia. La madre de Gerald era en parte india, y la madre de ella india completamente, una navajo de pura raza. Por el amor de Dios, solía exclamar Gerald, fíjate de qué forma robaron a los indios, y cómo a continuación promulgaron una serie de leyes que justificaran el robo. Siempre que Gerald tocaba el tema de los navajos era capaz de pasarse horas enteras hablando.
Gerald sostenía que, al margen de las sucias transacciones imprescindibles, del hedor del engaño y las mentiras, del asqueroso sabor de las complicidades y la corrupción, al margen de todo esto, todavía era posible para un ser humano vivir en este mundo y ser honrado consigo mismo. Ser honrado consigo mismo, explicaba Gerald, era lo único que podía dar a la vida una auténtica importancia, una verdadera nobleza. Si un hombre decidía ser un ladrón y se convertía en ladrón y cometía sus robos con delicadeza y precisión, con finura y gracia artística, y luego escapaba con su botín, ese hombre, según Gerald, era honorable. Pero el botín debía conseguirse correctamente, y había que enfrentar los riesgos con serenidad y nervios de hielo, y, si existían socios, había que tratar a los socios con justicia, y las negociaciones con el perista debían ser negociaciones honestas. Había distintas categorías de ladrones, al igual que las había de banqueros, carniceros, zapateros y médicos. No existía tal cosa como un ladrón a secas, aseguraba Gerald, y al decirlo siempre se golpeaba con el puño la palma de la mano o la superficie de la mesa. Había rateros científicos y rateros temerarios, y rateros que se movían como tortugas y otros como flechas. Había rateros amables y rateros casi amables y, por supuesto, había viles hijos de perra que nunca quedaban satisfechos si no complicaban las cosas con un porrazo, un navajazo o un disparo. De todos modos, solía decir Gerald, lo que había que tener siempre presente era la necesidad de ser un ratero de primera categoría, de trabajar con limpieza y precisión y de ser honrado con uno mismo, maldita sea, un ratero honorable.
Esta cuestión, explicaba Gerald, esta cuestión de la honorabilidad, era lo único que importaba y, de hecho, si un ser humano carecía de ella, no tenía sentido que tratara de prolongar su vida. Tal y como eran las cosas, la vida tenía muy poco que ofrecer, aparte de alguna zambullida ocasional en el lujo, zambullida que nunca duraba demasiado y que, aun mientras era experimentada, iba acompañada por el desagradable conocimiento de que pronto terminaría. En invierno, Gerald era muy aficionado al estofado de ostras y siempre, mientras lo consumía, se lamentaba de que el plato no tardaría en quedar vacío y su estómago demasiado lleno para disfrutar con un segundo plato. Las cosas como el estofado de ostras, la ropa interior limpia y los cigarrillos recién encendidos eran siempre pasajeras, ráfagas fugaces de placer, cosas limitadas, sin importancia. Lo principal, lo único que, según Gerald, era importante por sí mismo era la honorabilidad.
Gerald añadía siempre, con firmeza y como desafiando a que alguien dijera lo contrario, la afirmación de que él era honorable y siempre lo había sido. Todas las promesas que había hecho las había cumplido, aunque ello le resultara muy desagradable, aunque implicara un peligro real. Cierta noche le prometió a una chica que se casaría con ella y, apenas prometido, supo que cometería un gran error si lo hacía, si se casaba con cualquiera. Pero lo había prometido. No podía romper su promesa. Se casó con la chica y permaneció a su lado hasta que ella murió. Al contarlo, gritaba y se maldecía, pero siempre terminaba diciendo qué maravillosa mujer era y qué desgracia que hubiera muerto. Y además, añadía Gerald, quizá el matrimonio no había sido un error tan grande, después de todo. Para que un hombre pudiera sentirse honorable, le era imprescindible cargar con alguna responsabilidad, una devoción. Era natural y correcto que tal devoción estuviera dirigida a una mujer.
Remontándose a la época en que Gerald decía todas estas cosas, Harbin las oyó tan claramente como si Gerald estuviera repitiéndoselas en voz alta una vez más. El resumen de todo era el centro de sus enseñanzas, el corazón, lo principal, la cuestión de mantenerse honorable. Gerald le había enseñado a abrir el cerrojo de una puerta y el de una caja fuerte, a analizar la combinación de una cerradura y a superar ciertos tipos de alarmas contra ladrones, pero lo más importante que había aprendido de Gerald era la cuestión de la honorabilidad.
Precisamente por eso, cuando vio a Gerald muerto en la calle, corrió automáticamente en busca de su hija, y por eso durante todos aquellos años había cuidado de Gladden. Era lo único que podía hacer, porque era lo honorable.
Ante él, bastante cerca, la masa negra del rompeolas del Millón de Dólares se internaba en los océanos. Todavía más cerca, antes del rompeolas, vio el letrero de neón, sin encender, del hotel en que se alojaba Gladden. Era un hotel pequeño, embutido entre edificios de apartamentos con tiendas en la planta baja, pero tenía cierto aire de independencia y casi parecía vanagloriarse de ser uno de los hoteles del paseo marítimo, mucho más digno y elegante que los del interior.
Cuando entró no había nadie en el vestíbulo. Hizo sonar la campanilla que estaba sobre el mostrador de la recepción, y siguió haciéndola sonar a intervalos de más de un minuto. Finalmente salió el encargado de un cuarto lateral y le mostró un rostro cansado y envejecido que no cesaba de bostezar, con cabello canoso sobre las orejas y unos hombros cansados y encorvados.
Mecánicamente, el viejo le anunció:
—No hay habitaciones libres. —Luego, comenzó a despertar y pasó detrás del mostrador—. Es posible —añadió— que nos quede una.
—No quiero habitación. —Harbin se interrumpió, desconcertado, hasta que le vino a la memoria el nombre que ella utilizaba. Quiero ver a la señorita Green.
—Aquí no hay nadie que se llame así. —El viejo comenzó a retirarse del mostrador, bostezando de nuevo.
—¿Por qué no avisa a la señorita Green? Entonces podrá volverse a dormir.
—Oiga —replicó el viejo—, me vuelvo a dormir ahora mismo, y no aviso a la señorita Green porque no hay ninguna señorita Green.
El viejo ya estaba de camino hacia el cuarto lateral cuando Harbin se interpuso en su camino y le mostró un par de billetes de un dólar.
—Es muy importante que vea inmediatamente a la señorita Green.
El viejo contempló los billetes.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
Harbin repitió el nombre y se lo deletreó.
—Me parece —anunció el viejo— que es posible que tengamos una tal señorita Irma Green. —Había tomado el dinero y estaba embutiéndoselo en un bolsillo de su chaleco—. Pero juraría que se marchó hace un par de días.
—Vamos a comprobarlo.
El viejo volvió hacia el mostrador pero se detuvo y se llevó una mano huesuda a la garganta.
—¿Es una chica bajita y delgada? ¿Con el pelo rubio?
Harbin asintió.
El viejo hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa, pero que denotaba estar sufriendo un dolor insoportable.
—La señorita Irma Green —decidió—. Sí, una señorita muy agradable. Muy agradable, por cierto.
—Haga el favor de llamarla, ¿quiere?
El viejo volvió a bostezar. Giró la cabeza y consultó el reloj que pendía de la pared, por encima del mostrador.
—No me parece que sea una hora apropiada para ir de visita.
—Llámela. —Harbin señaló el teléfono—. Descuelgue el auricular y marque el número de su habitación.
—En este hotel tenemos ciertas reglas.
—Ya lo sé. Tienen reglas que les dan a los huéspedes el derecho de ser informados cuando tienen un visitante.
—Oiga —protestó el viejo—, ¿quiere discutir conmigo?
Deslizando una mano en el bolsillo de sus pantalones, Harbin sacó más dinero, seleccionó un billete de cinco dólares y se lo enseñó al conserje.
—Lo único que quiero —respondió— es que me comunique por teléfono como si fuera una llamada del exterior.
El viejo reflexionó unos instantes.
—No veo que pueda haber ningún mal en eso —admitió.
Harbin le entregó el dinero, frunciendo ligeramente el ceño mientras esperaba a que se estableciera la conexión en la centralita. El viejo le indicó el teléfono con un movimiento de cabeza y Harbin lo tomó y oyó la voz de Gladden.
—Estoy a unas manzanas del hotel —dijo—. Llegaré dentro de cinco minutos. ¿Cuál es el número de tu habitación?
—Trescientos doce. ¿Qué anda mal? ¿Qué ha pasado?
—Hablaremos cuando llegue. —Colgó y volvió nuevamente hacia el viejo—. Solamente quiero ver al hombre que está con ella. Le doy mi palabra de que no habrá problemas. Ni siquiera le hablaré. Sólo quiero ver quién es. —Estudió cuidadosamente al viejo, para ver el efecto que le causaban sus palabras. El efecto fue satisfactorio y le permitió añadir—: Él ni siquiera me verá. Esperaré en ese cuarto lateral y dejaré la puerta entreabierta. Ni siquiera sabrá que estoy aquí.
El viejo parecía un tanto confuso y preocupado.
—Bien, de acuerdo —concedió—, pero no podemos permitirnos una escena violenta. En todos los hoteles, a veces llega un marido celoso buscando a su esposa y, si la encuentra con un hombre, ya tenemos armada la pelea. Quizá cuando lo vea se excite usted demasiado.
Harbin sonrió.
—No soy ningún marido celoso. Solamente soy un amigo que se preocupa por su bienestar.
Pasó al cuarto lateral. Estaba a oscuras y Harbin dejó la puerta casi cerrada, pero manteniendo una rendija para observar el vestíbulo. Desde su puesto, detrás de la puerta, distinguía al viejo agitándose nerviosamente tras el mostrador. Transcurrió un minuto, y luego otro, y Harbin se metió un cigarrillo en la boca y comenzó a masticarlo. Estaba pendiente del movimiento de la manecilla grande en el reloj de pared. De pronto, oyó el ruido de un ascensor que iniciaba el descenso y vio que el rostro del viejo se volvía hacia él, con los ojos cargados de preocupación y el ceño sumamente fruncido. Escuchó el ruido del ascensor al detenerse y luego las pisadas, y en seguida vio el traje cruzado de gabardina, la saludable mata de pelo rubio, las bien parecidas facciones y los ojos color aguamarina del policía joven que cruzaba por su campo de visión ante la puerta apenas entreabierta.