10

Al abrir la puerta no vio más que oscuridad. Gritó el nombre de Baylock y luego el de Dohmer. En el piso de arriba apareció una tenue luz y oyó sus voces. Harbin encendió una lámpara, sacó un pañuelo y se enjugó el rostro mojado de lluvia. Esperó a que bajaran las escaleras.

Bajaron con bastante lentitud, mirándole como si fuese la primera vez que lo vieran. Ambos iban vestidos, pero sus pantalones estaban arrugados y Harbin comprendió que habían dormido con la ropa puesta. Entraron en la sala y permanecieron juntos, mirándole.

Harbin abrió la boca pero no le salieron palabras, sino que le entró una mezcla de aire y preocupación. No sabía cómo empezar.

Los otros esperaban a que dijera algo.

Finalmente, preguntó:

—¿Dónde está Gladden?

No se apresuraron a responder. Volvió a preguntarles, y al final le contestó Dohmer.

—Atlantic City.

Se llevó un cigarrillo a los labios.

—Pensaba que habría regresado.

—Regresó —dijo Dohmer—. Le contamos lo tuyo, y se volvió a Atlantic City.

Harbin se desprendió de su chaqueta mojada y la colgó en el respaldo de una silla.

—Lo dices como si se hubiera ido para siempre.

—Has acertado. —Esta vez fue Baylock quien habló.

—No me mientas. —Harbin avanzó rápidamente hacia ellos, pero se contuvo a tiempo. Pensó que debía manejar la situación de otro modo. Su voz sonó tranquila—. ¿Qué ha pasado con Gladden?

—Ya te he dicho que nos ha dejado —repitió Baylock—. Recogió sus cosas y se marchó. ¿Quieres convencerte? Ve a Atlantic City. —Baylock hundió una mano en el bolsillo del pantalón, extrajo una hoja de papel doblada y se la tendió a Harbin—. Esta es la dirección que nos dejó. —Baylock respiró hondo—. ¿Se te ofrece alguna otra cosa?

—Quiero que escuchéis bien lo que voy a deciros.

Estudió sus rostros, buscando una señal de que confiaban en él. No vio ninguna señal. No vio nada.

—Quiero volver otra vez con vosotros.

—No —replicó Baylock—. Dejaste el grupo y seguirás fuera.

—Volveré a entrar —aseguró Harbin—. Tengo que volver porque, si no, lo más probable es que perdáis las esmeraldas y os atrapen a todos. Ahora escuchadme bien u os veréis en un buen aprieto.

Baylock se volvió hacia Dohmer.

—¿Has visto? Se presenta aquí por las buenas y ya vuelve a ser el jefe.

—No soy el jefe —protestó Harbin—. Lo único que pretendo es explicaros cómo están las cosas. Tenemos problemas. —Hizo una pausa, esperando que captaran el sentido de sus palabras, y finalmente lo soltó—: Nos están vigilando.

No reaccionaron de ningún modo en especial. Se miraron el uno al otro y después a Harbin. Por unos instantes volvió a estar unido a ellos, sintiendo lo mismo que ellos sentían. Quería ser sincero y exponerles el asunto, lo que verdaderamente había ocurrido y la situación en que se hallaban. Pero sabía que no admitirían la verdad. No lo habían hecho la última vez, y no lo harían entonces. Tendría que ocultarles la mayor parte y darles solamente un pedazo que pudieran masticar.

—Alguien ha estado siguiéndome —anunció—. He tardado cuatro días en darme cuenta, y uno para quitármelo de encima. Pero he sumado dos y dos y he visto que eso no servirá de nada. Al menos, de momento. No, mientras sigamos aquí.

Baylock volvió a respirar profundamente.

—Ten cuidado, Nat. Tenemos más seso ahora que el día en que te fuiste. Hemos estado cultivándonos. —Sonrió hacia Dohmer—. ¿No es así?

—Sí —asintió Dohmer—. Nos hemos tomado muy en serio lo que dijiste, Nat. Nos hemos propuesto volvernos más inteligentes. Ahora somos más inteligentes que antes, y ya no nos dejamos llevar por los nervios.

—Tratad de comprenderlo. —Harbin se esforzaba por dominar su cólera y mantenerse tranquilo—. En la mansión, estuvo la policía. Cuando se fueron, pensé que ahí terminaba todo, pero uno de ellos regresó. Nos fue detrás hasta aquí. Y ahora se ha dedicado a seguirme, sin el uniforme.

Baylock continuó sonriendo y sacudió la cabeza.

—No cuela. Cuando la policía va a por ti, no te sigue. Se limita a detenerte.

—La cuestión es —prosiguió Harbin—, que este policía no va a por mí. —Hizo una pausa, dejando que reinara el silencio—. Muy bien, si no lo comprendéis, os lo diré yo. Este hombre me ha seguido, pero no para detenerme. Quiere las esmeraldas.

Baylock se volvió y se detuvo, caminó de nuevo y regresó al mismo lugar en que estaba antes. Dohmer alzó una mano y se frotó el mentón. Luego, Baylock y Dohmer se miraron con el ceño fruncido, y nada más.

Baylock, respirando muy pesadamente, preguntó:

—¿Quién es? ¿Quién es ese hijoputa?

—No lo sé. Lo único que sé es que quiere apoderarse de las esmeraldas. Se pone el uniforme de policía cuando le conviene, y la única forma de tratar con él es no tener tratos.

—Pero a lo mejor sólo quiere una parte —farfulló Dohmer.

Harbin se encogió de hombros.

—Es lo que dicen todos. Se conforman con una pequeña parte…, para empezar. Luego vuelven y dicen que quieren otra. Y una y otra vez. —Encendió un cigarrillo, aspiró varias bocanadas rápidas y sacó todo el humo de golpe en una gran nube—. Lo que hemos de hacer, y rápido, es largarnos de aquí.

—¿Adónde? —quiso saber Dohmer.

Harbin le miró como si hubiera hecho una pregunta tonta.

—Ya sabes adonde. Atlantic City.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Dohmer.

—Si ella nos ha dejado, nos ha dejado —intervino Baylock.

—No —se opuso Harbin—. Iremos allí a buscarla.

—Contéstame una pregunta —gritó Baylock—. ¿Para qué la necesitamos?

—No la necesitamos —admitió Harbin—, pero ella nos necesita a nosotros.

—¿Por qué? —quiso saber Baylock.

—Somos una organización. —Harbin comprendió al instante que no habría debido decir esto, pero ya estaba dicho y no podía hacer más que esperar el estallido de Baylock.

—¿Lo somos? —preguntó a gritos—. Por favor, no quieras tomarnos por más imbéciles de lo que somos. Nos dejas cuando te parece y luego, al cabo de una semana, vuelves otra vez con el cuento de la organización, así, por las buenas. No me gusta que las cosas se manejen así y no pienso admitirlo. O es blanco o es negro. Una de dos.

—No pienso discutir —le advirtió Harbin—. Si quieres, podemos desbandarnos ahora mismo o seguir juntos. Y si seguimos, me quedo. Nos quedamos todos. Incluso Gladden.

Dohmer se palmeó los muslos.

—A mí me parece bien.

—A ti te parece todo bien. —Baylock miró a Dohmer de arriba abajo. Luego se volvió hacia Harbin. Comenzó a decir algo, pero cerró la boca, se dirigió a la ventana y se quedó mirando la lluvia.

Estaba lloviendo con mucha fuerza, y de los tejados se precipitaban cascadas de agua plateada hacia la negra calle. Baylock siguió mirando la lluvia, escuchando el golpeteo de las gotas y observó:

—Bonita noche para viajar a Atlantic City.

Harbin no contestó. Se encaminó hacia la escalera pero, antes de subir, se detuvo y se volvió hacia Dohmer.

—Conduciré yo. Supongo que tendrás una documentación nueva.

Dohmer sacó su cartera y extrajo varios papeles que tendió a Harbin: un permiso de conducir, el registro del automóvil y una tarjeta de la seguridad social. Harbin examinó los documentos y comprobó que el nombre que figuraba en ellos no era ni muy extravagante ni demasiado vulgar. A continuación, llamó a Dohmer y a Baylock con un gesto. Los tres subieron al piso de arriba y empezaron a preparar sus equipajes. Guardaron las esmeraldas en un astroso maletín, recogieron sus cosas y salieron lentamente de la base, bajo la lluvia.

El Chevrolet estaba aparcado no muy lejos, en un garaje particular de una sola plaza que habían alquilado a una pareja de ancianos que no tenían automóvil y vivían desconectados del mundo. Dohmer se había encargado de realizar los cambios necesarios, y el Chevrolet había pasado a ser de un color naranja oscuro, con matrícula distinta y distinto número de motor. De hecho, parecía otro coche.

Harbin se sentó al volante y Baylock a su lado. Dohmer iba en el asiento de atrás y se quedó dormido antes de que llegaran al puente del Delaware. Había muy pocos coches en el puente. Aún no habían terminado de cruzarlo cuando Baylock comenzó a preocuparse.

—¿Por qué hemos tenido que pintarlo de color naranja? —preguntó—. Con todos los colores que existen, hemos tenido que pintarlo de naranja. Bonito color para un coche. ¿A quién se le ocurre pintar un coche de color naranja?

—Estás preocupándote por la ley —respondió Harbin—, y en estos momentos no es la ley lo que debe preocuparnos.

—Otra cosa —insistió Baylock—. ¿Por qué, en el nombre de Cristo, hemos tenido que ir en coche? ¿Por qué no hemos tomado un tren?

—Y llevar las esmeraldas en el tren. Y viajar en un tren que va a cien kilómetros por hora sin posibilidad de bajar en caso de que algo vaya mal. Si tienes que decir algo, di algo razonable, al menos.

El coche llegó a la orilla del río que pertenecía al estado de Nueva Jersey y Harbin pagó veinte centavos a Nueva Jersey por el uso del puente. En Camden la lluvia amainó un tanto, pero arreció de nuevo cuando entraron en la carretera de Black Horse, hasta convertirse en un auténtico temporal con ráfagas de viento del océano.

Harbin puso el automóvil a noventa sobre el resbaladizo asfalto negro. La lluvia parecía dirigirse directamente contra ellos y Harbin tuvo que inclinarse un poco hacia adelante, acercando los ojos al cristal del parabrisas para ver por dónde iban.

—Gladden tenía buen aspecto —comentó Baylock.

—¿Buen aspecto? ¿Qué quieres decir?

—La cara. Tenía buena cara. Un color muy sano.

—El aire del mar —decidió Harbin—. Le hace bien a todo el mundo. El aire del mar y el sol.

—No era bronceado —aseguró Baylock con vehemencia—. Y, ¿qué tiene que ver el aire del mar con los ojos? Nada más verla me fijé en sus ojos.

—¿Qué tenían de malo sus ojos?

—Nada. Tiene unos ojos magníficos. Nunca había visto unos ojos como los suyos. Supongo que será el efecto de Atlantic City. Se notaba que ella anhelaba regresar, como si echara de menos algo. El aire marino, quizá. Y el sol.

—Muy bien —respondió Harbin.

—Por eso —prosiguió Baylock—, no llego a entender por qué hemos de tomarnos la molestia de ir hasta Atlantic City para llevarnos a Gladden a la fuerza.

Harbin no logró formular una contestación. Tenía toda su atención concentrada en la carretera y en dominar el coche bajo los ataques de la lluvia y el viento del noreste.

—La molestia —añadió Baylock— y también el riesgo.

—Deja de quejarte del riesgo. —Harbin estaba irritado—. No hay ningún riesgo. ¿Por qué no cierras la boca y tratas de dormir un rato?

—¿Quién puede dormir con este tiempo? Mira que temporal está haciendo.

—Pronto se calmará. —Harbin sabía que la tormenta no iba a calmarse. Al contrario, estaba empeorando, con más lluvia y un viento cada vez más intenso. Había disminuido la velocidad a menos de sesenta y cinco kilómetros por hora y, aun así, le costaba dominar el coche.

—Apostaría cualquier cosa —anunció Baylock— a que no hay ningún otro coche circulando por la carretera de Black Horse en estos momentos.

—Es una apuesta segura —concedió Harbin.

—Hasta los gatos —protestó Baylock— se quedan en casa con una noche como esta.

Harbin iba a responder algo, pero en aquel preciso instante el coche pasó un bache y sonó un ruido inquietante cuando los amortiguadores traseros reaccionaron para no romperse. El coche se bamboleó y rebotó arriba y abajo, y Harbin temió que fuera a caer en pedazos. Pero siguió avanzando bajo el viento del noroeste. Los faros descubrieron un indicador que anunciaba que Atlantic City se encontraba a setenta y dos kilómetros de distancia. En seguida, el indicador quedó a sus espaldas y ante ellos se extendió la negrura y la furiosa tempestad. Harbin tenía la extraña sensación de que se hallaban a mil kilómetros de Atlantic City y a mil kilómetros de cualquier lugar. Trató de convencerse de que la carretera de Black Horse era real y de que, a la luz del día, sería como cualquier otra carretera asfaltada. Pero lo que tenía ante sus ojos le parecía irreal, como un sendero dispuesto para un viaje fantástico, con un brillo y una negrura falsos, rodeado por todas partes de húmeda vegetación silvestre.

Oyó la voz de Baylock, un sonido quejumbroso que se imponía al estruendo retumbante de la tempestad.

—Ahora sé con seguridad que hemos cometido un error —dijo Baylock—. Lo que estamos haciendo es una locura. No sabes lo arrepentido que estoy de haber empezado este viaje. Tendríamos que abandonar esta carretera ahora que todavía podemos hacerlo.

—Tranquilo. Llegaremos. —Harbin se dio cuenta de que había dicho una estupidez. Significaba que estaba tratando de darse ánimos a sí mismo, además de a Baylock.

Y Baylock respondió:

—Tú eres siempre el cerebro y nosotros somos los peones. Pero estoy empezando a preguntarme cuánto cerebro tienes, después de todo. Quizá tenga más cerebro ese tipo que te ha seguido. Ha sido capaz de encontrar la base, y ha sido capaz de vigilarnos. ¿Y si ha seguido también a Dohmer? Puede que haya seguido a Dohmer hasta el garaje y haya visto cómo pintaba el coche.

—Estás diciendo tonterías. Olvídalo.

—No puedo olvidarlo. Si tomas un cable de alta tensión, ya no puedes soltarlo. Este tipo, según dices, no nos quiere a nosotros, sino las esmeraldas. Tiene su lógica. Pero hay otra cosa. Si nos pierde, pierde las esmeraldas. O sea que hemos de intentar pensar del modo en que él pensaría. Aunque no trabaje para la policía, siempre puede pasarles la información necesaria para asegurarse de que no escapemos.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo haría?

—¿Por qué habría de contestar a eso? Tú deberías saberlo. Tú eres un experto en todo. Y hasta el más bobo sería capaz de imaginarse cómo lo haría. Podría hacer una llamada anónima a la policía a propósito de un Chevrolet naranja. Un coche naranja oscuro con un montón de cromados. No tiene que decir nada sobre las esmeraldas o el robo. Basta que diga que es un coche robado.

—Baja de la higuera.

—Tú sí que estás en la higuera. No quieres admitirlo, pero lo sabes igual que yo. —La voz de Baylock había ido subiendo de tono y ya no era un lamento, sino una especie de chirrido—. Tú y tu cerebro. Tú y tus obligaciones. Esa chica flacucha que necesita el aire de Atlantic City. Que adora el color naranja. Tú y tu Gladden.

Harbin puso el coche a sesenta y cinco kilómetros por hora. Siguió acelerando. Lo puso a ochenta, y luego a cien. Cuando llegó a ciento diez kilómetros por hora, el coche temblaba bajo la furia del agua y del vendaval. Todos los ruidos disonantes del mundo se habían fundido en un gran ruido atronador, a través del cual se filtraban los quejidos de Baylock. Pensó que Baylock estaba pidiéndole que disminuyera la velocidad, pero, escuchando atentamente, comprendió que sus lamentos significaban otra cosa.

—Te lo había dicho —se lamentaba Baylock—. ¿Lo ves ahora? Ya te lo había dicho.

Los dedos de Baylock señalaron al espejo retrovisor. La mano de Baylock temblaba y sus dedos, a través del espejo, le mostraban a Harbin las dos pequeñas esferas de luz amarilla en el espejo negro.

—No es nada. —Harbin disminuyó la presión sobre el acelerador. Las dos esferas brillantes se hicieron un poco más grandes, y Harbin aceleró de nuevo. En seguida volvió a oír un quejido, pero casi al instante supo que no era el quejido de Baylock. Era un sonido mecánico. Escuchó, lo analizó y comprendió que era el sonido de una sirena de la policía a sus espaldas, de aquellos faros que proyectaban su resplandor hacia su espejo retrovisor.

—Despierta a Dohmer —gritó. Consultó el velocímetro. El coche iba a ciento diez. Oyó gruñir a Dohmer, que despertaba de su sueño, y a continuación el choque entre la voz de Dohmer y la de Baylock. Por el rabillo del ojo vio que Baylock abría la guantera y metía la mano hasta el fondo, para abrir otro compartimiento que Dohmer había construido para ocultar las pistolas. Vio el destello de los cañones cuando Baylock sacó las armas. En el asiento posterior, Dohmer se revolvía como un enorme animal, girándose para atisbar por la luneta posterior.

—Vuelve a guardar las pistolas —ordenó Harbin.

Baylock estaba comprobando los revólveres, asegurándose de que estaban cargados.

—Deja ya de engañarte. —Baylock sopesó las pistolas.

—Vuelve a guardarlas —repitió Harbin—. Nunca antes las hemos utilizado, y no nos harán falta ahora.

—Ojalá sepas lo que estás diciendo.

—Lo sé. Vuelve a guardarlas.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Dohmer—. ¿Por qué no vas más de prisa? ¿Qué está ocurriendo aquí, por el amor de Dios? ¿Por qué no vas más de prisa? ¿Por qué reduces la velocidad?

El coche había disminuido a poco menos de cien. Siguió bajando la velocidad, y los dos puntos de luz en el espejo retrovisor se hicieron más grandes. Harbin se volvió a medias hacia Baylock.

—Quiero que guardes otra vez las pistolas —insistió.

La sirena del coche patrulla resonaba sobre el aullido del viento del noreste y su drástico sonido se convertía en un fuego en la cabeza de Harbin, un fuego que no dejaba de arder mientras él le insistía a Baylock para que guardara las pistolas y cerrara de nuevo el compartimiento oculto.

—Sé que necesitaremos las pistolas —protestó Baylock.

—Cuando empiezas a utilizar pistolas, ya puedes darte por muerto.

—Vamos a utilizarlas.

Harbin había disminuido la velocidad hasta sesenta y cinco kilómetros por hora.

—No pienso decirlo otra vez. Guárdalas.

—¿Estás seguro de que quieres que las guarde?

—No podría estarlo más —replicó Harbin.

De nuevo vio el destello cuando las armas regresaron al compartimiento de la guantera. Baylock metió profundamente su brazo para ocultarlas en el espacio lateral, y en seguida sonó un «clic» cuando se cerró el panel que las escondía. La sirena de la policía había dejado de sonar. Desde su coche, se habían dado cuenta de que iba reduciendo la velocidad para esperarlos. El Chevrolet redujo de cuarenta y cinco a treinta, y luego a veinte kilómetros por hora, y al fin se detuvo en el arcén de la carretera.

Harbin se preguntó si sería conveniente encender un cigarrillo en aquellos momentos. Frente a él, la lluvia se precipitaba sobre los limpiaparabrisas, que seguían moviéndose cansadamente, y sobre la oscuridad que lo envolvía todo. Se puso un cigarrillo en la boca y echó la cabeza hacia atrás para encenderlo. Ya se oía el motor del coche patrulla, y la flotante luminosidad de sus faros dibujaba brillantes formas blancas en el interior del Chevrolet. También oyó otra cosa, y cuando vio de qué se trataba ya era demasiado tarde para detener a Baylock, ya no podía cerrar la guantera para sujetar la mano de Baylock. Baylock había sacado la pistola y la sujetaba junto a sí mientras el coche de la policía se detenía al lado del Chevrolet. Harbin volvió la cabeza para ver a Dohmer. Vio que Dohmer asentía lentamente y supo que Baylock había obrado con rapidez y destreza, y que Dohmer tenía la otra pistola.

—No las uséis —dijo Harbin—. Os pido que no las uséis.

No tuvo tiempo de decir nada más. Un hombre corpulento, provisto de un impermeable con capucha, acababa de salir del coche patrulla. El foco de la policía cayó sobre el rostro de Harbin, proyectando la suficiente luz como para iluminar toda la zona y revelar las caras de otros dos policías en el interior del coche oficial.

Harbin bajó la ventanilla y exhaló una bocanada de humo. Vio el rostro redondo y brillante del policía corpulento, muy brillante y extraño bajo aquella mezcla de luz y lluvia.

—¿Qué prisas tiene? —preguntó el policía—. ¿Sabe a qué velocidad iban?

—A ciento diez.

—Eso representa treinta más de lo permitido. Déjeme ver su documentación, por favor.

Harbin extrajo los papeles de su cartera y se los entregó al policía. El policía empezó a examinarlos, pero no hizo ademán de sacar su libreta.

—Los de Jersey queremos vivir tranquilos —observó el policía—, pero siempre hay algún conductor de Pennsylvania que trata de matarnos.

—Ya ve la noche que hace —se excusó Harbin—. Sólo queríamos llegar lo antes posible.

—¿Y eso le parece una justificación? Con esta tempestad, más razón hay para no superar el límite de velocidad. Y usted, además, hacía otra cosa. Ha rebasado la línea blanca. Iba circulando con medio coche en el carril contrario.

—Eso era por el viento, que me empujaba.

—El viento no tenía nada que ver —replicó el policía—. Si conduce usted con prudencia y respeta las leyes, no tiene que preocuparse por el viento. —Se volvió hacia los otros policías—. Ya os dije que le echaría la culpa a la tormenta.

—Bueno —suspiró Harbin—, lo cierto es que he visto noches mejores que esta.

—¿Van a la costa?

Harbin asintió.

—Si van en busca de buen tiempo, no lo encontrarán en Atlantic City. No, al menos, hasta dentro de uno o dos días. Y le advierto que a mí no me gustaría estar en la costa esta noche. Cuando sopla este viento del noroeste, no hay sitio peor.

Le devolvió los documentos a Harbin y Harbin los guardó en su cartera. La libreta no había aparecido, y Harbin se dijo que todo iba bien, que el peligro ya había pasado, que el resto sólo era rutina.

—Ahora, procure ir con cuidado —le advirtió el policía—. Si no es un lunático, no pase de sesenta y cinco kilómetros por hora. Tal y como está la carretera, basta un pequeño patinazo para mandarlos a la tumba.

—Lo tendré en cuenta, agente.

El policía se volvió para regresar al coche oficial, y justo en aquel momento otro de los policías hizo girar el foco de modo que proyectara todo su fulgor sobre el Chevrolet. El policía corpulento movió automáticamente la cabeza para seguir con la vista el recorrido del foco. La luz se deslizó sobre la cara de Harbin y siguió moviéndose hacia el asiento trasero del Chevrolet. Harbin giró la cabeza y vio a Dohmer bañado por el resplandor, con el revólver que sostenía en su mano claramente visible bajo la luz del foco. Entonces, mientras el policía corpulento emitía un gruñido y hacía ademán de sacar su propio revólver, Dohmer alzó el arma y apuntó hacia el rostro grueso y brillante.

—¡No! ¡No dispares! ¡No dispares! —gritó Harbin, pero casi simultáneamente oyó la detonación de la pistola de Dohmer cuando el policía empezaba a sacar su arma. Al otro lado, Baylock ya había abierto la portezuela y se lanzaba al exterior. Harbin trató de moverse y no pudo comprender por qué era imposible hacerlo. Se quedó mirando al policía corpulento.

El rostro del policía corpulento estaba completamente destrozado, partido en dos mitades por la bala, y su cuerpo se desplomaba lentamente bajo la luz del foco. Harbin percibió movimientos convulsivos en el interior del coche patrulla, notó que su cuerpo se movía y sintió el impulso que lo lanzaba hacia la portezuela que Baylock había abierto. Cayó a tierra, fuera del coche, y se echó hacia atrás, viendo a Dohmer que saltaba hacia una masa oscura que eran los arbustos que bordeaban la fangosa cuneta de la carretera. Oyó nuevos disparos y oyó los gritos de los policías que rodeaban el Chevrolet y corrían hacia los arbustos. Iban corriendo hacia Dohmer y disparaban contra él mientras Dohmer intentaba ocultarse entre la vegetación. Dohmer se movía más torpemente que nunca. Había logrado atravesar la cuneta, bastante honda, pero luego tropezó con los arbustos que se alzaban ante él y cayó al suelo, se levantó, volvió a resbalar, cayó sobre los arbustos y se quedó atrapado entre ellos. Entonces Dohmer supo que iba a recibir un balazo y profirió un chillido, y al instante le acribillaron. Se retorció, con las manos ocultas entre los arbustos. Su cuerpo formó un arco cuando echó los hombros hacia atrás. Los policías corrieron a su lado y volvieron a dispararle, y él se retorció para ofrecerles su cara y su estómago. Le dispararon al estómago. Dohmer aulló a los policías. Aulló al viento y al tempestuoso firmamento. Empezó a caer, pero era demasiado torpe para caerse sin más. Mientras caía se tambaleó, y mientras se tambaleaba alzó su revólver y disparó una, dos y tres veces sobre los policías. Uno de los policías murió al instante con el corazón atravesado. El otro empezó a sollozar y profirió un sonido sofocado gorgoteante mientras se llevaba las manos al pecho. El cuerpo de Dohmer chocó contra él y ambos cayeron al suelo. El policía se incorporó un poco y se alejó del cadáver de Dohmer, moviéndose a gatas hacia la cuneta. Después cayó dentro.

Harbin, agazapado junto al Chevrolet, esperó a que el policía saliera de la zanja. Pero lo único que veía eran sus piernas inmóviles que sobresalían de la cuneta. Luego oyó un ruido entre los matorrales y se volvió para ver a Baylock que emergía de los arbustos y bordeaba la cuneta hacia las piernas del policía. Harbin llamó a Baylock y Baylock se detuvo, se volvió rápidamente, le miró y, en seguida, siguió avanzando hacia el policía. Las piernas habían empezado a agitarse y el policía trataba de salir del agua fangosa. Baylock, con el brazo extendido y el revólver al extremo del brazo, se acercó al policía, lo miró y apuntó el revólver hacia él.

El revólver estaba a escasos centímetros de la cabeza del policía cuando Harbin se lanzó sobre Baylock, llamándole y rogándole que se olvidara de él y se fuera de allí. De nuevo Baylock se volvió y miró a Harbin. Le hizo un gesto para que no se acercara y acto seguido metió dos balas en el cráneo del policía.

La lluvia chocaba a raudales contra los ojos de Harbin. Se los secó y se quedó parado, mirando a Baylock. No pensaba nada sobre Baylock. No pensaba en nada ni en nadie. Vio que Baylock examinaba los cadáveres de Dohmer y los policías. Siguió a Baylock hacia la carretera y vio que este examinaba el cuerpo del policía que había recibido un tiro en la cara.

—Métete en el coche —dijo Harbin.

Baylock se enderezó, se apartó del Chevrolet y abrió mecánicamente la portezuela del coche patrulla para meterse en su interior.

—En ese coche no —le advirtió Harbin.

Baylock se volvió.

—¿Dónde está nuestro coche? ¿El coche que teníamos?

—Justo enfrente tuyo. Estás mirándolo.

—No puedo verlo. —Baylock emitió una tos, y luego una serie de toses—. Volvamos a la base. Quiero estar en la base.

Harbin se aproximó a Baylock, lo condujo al Chevrolet y le ayudó a subir. Luego, Harbin se sentó al volante del coche, lo puso en marcha, salió a la carretera y metió la segunda, acelerando rápidamente y haciendo rechinar la transmisión al cambiar de marcha. Los neumáticos produjeron un gran chapoteo en el agua que llenaba un bache de la carretera. El agua pronto se hizo más profunda, y comenzaron a atravesar grandes charcos en plena carretera. A Harbin le pareció que el interior del coche era parte de los lagos. El volante le parecía hecho de agua. Todo su cuerpo le parecía de agua.

—¿Qué estamos haciendo? —inquirió Baylock.

—Estamos en el Chevrolet. Vamos a Atlantic City.

—No quiero ir allí.

—Pues allí es adonde vamos.

—Quiero volver a la base. Es el único sitio al que quiero ir.

—¿Dónde está tu revólver? —quiso saber Harbin.

—Mira que lluvia. Fíjate cómo está lloviendo.

—¿Qué has hecho con tu revólver? —insistió Harbin—. ¿Lo has tirado?

—Creo que sí —admitió Baylock—. Me parece que se me ha caído. Será mejor que volvamos a buscarlo.

—Lo que hemos de hacer —dijo Harbin en voz alta, aunque hablando para sí mismo—, es abandonar esta carretera.

—Salgamos de esta carretera y volvamos a la base.

La superficie de la carretera volvía a ser lisa y ya no había lagos. Ante ellos aparecieron unas luces, y Harbin vio que se trataba de una de las pequeñas poblaciones que salpicaban la carretera de Black Horse antes de llegar a Atlantic City. Consultó su reloj, y las manecillas le indicaron que ya eran más de las dos de la madrugada. Era demasiado tarde para tomar un autobús o incluso un tren. Su única forma de llegar a Atlantic City era en coche, llevándolo por carreteras secundarias para no caer en manos de los policías que no tardarían en infestar la carretera de Black Horse para detener a todos los automóviles. Harbin vio un camino que se bifurcaba hacia la derecha y comprendió que representaba una posibilidad. Quizá fuese una posibilidad negativa, pero no le quedaba otra alternativa. El Chevrolet se internó por la carretera y la siguió a lo largo de unos kilómetros, hasta desviarse de nuevo por otra de segundo orden que se extendía paralelamente a la de Black Horse.

—Vamos por mal camino —observó Baylock.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es verdad. Hemos hecho varios desvíos equivocados.

—Estás loco —sentenció Harbin.

—Necesitaríamos una pistola —añadió Baylock.

—Necesitaríamos muchas cosas. Necesitaríamos un aparato especial que te sujetara la mano cada vez que fueras a sacar una pistola.

—Te digo —insistió Baylock— que necesitamos una pistola. Si no se me hubiera caído antes la mía, ahora la tendría conmigo. No puedo explicarte cuánto echo de menos esa pistola.

—Si no callas —replicó Harbin—, acabarás más loco de lo que ya estás. Y estás bastante loco. ¿Por qué no cierras el pico? ¿Por qué no procuras descansar un rato?

—Tendría que hacerlo —reconoció Baylock—. Tendría que dormir un rato. Si pudiera dormir un poco me sentiría mucho mejor.

—Inténtalo.

—Despiértame si ocurre algo.

—Si ocurre algo —contestó Harbin—, no hará falta que te despierte.

Dirigió el Chevrolet hacia una carretera estrecha que iba en dirección este. Durante casi una hora la siguió y luego tuvo que girar cuando la carretera se desvió hacia el norte. En lugar de llevarle a Atlantic City, la carretera lo apartaba de allí, pero no le quedaba más remedio que seguirla y esperar un nuevo desvío hacia el este. Baylock respiraba pesadamente y, de vez en cuando, emitía un murmullo carente de significado. En el interior del coche se impuso una atmósfera diferente, una atmósfera de completa soledad, como si Baylock no existiera. Fuera, la tempestad seguía descargando. Harbin llegó a una intersección con otra carretera que iba hacia el este, y viró por ella. Escuchó el ruido de la lluvia y el retumbar de la tormenta.