9

Cuando Harbin entró en la peluquería, un hombre se levantaba de una de las sillas de respaldo de alambre en respuesta a una señal del barbero. Harbin se instaló en ella. Se apoyó en el respaldo, cerró los ojos y vio la mansión a la luz de la luna, el coche aparcado en la amplia calle de la mansión, el coche de la policía, los ojos color aguamarina del policía joven.

Tenía que seguir a partir de ahí. Comenzó a reflexionar muy lentamente, sopesando cada idea antes de aceptarla. Tenía que contrastar sus propias acciones con las del policía joven, lo que hacían al mismo tiempo, lo que había en la mente tras aquellos ojos color aguamarina. Esa mente había decidido volver sin compañía para echarle otra mirada al coche aparcado. Tal vez los ojos color aguamarina habían detectado las señales de linterna en el jardín minutos antes de que Harbin apareciera. Tal vez había sido otra cosa. En cualquier caso, el policía joven había llegado a la conclusión de que el policía de más edad era un estorbo y que haría bien en volver solo.

Y así, el rubio, que ya no podía considerar un policía, había regresado solo y dejado el coche patrulla en un lugar donde no pudiera ser visto. Había vigilado el Chevrolet aparcado. Los había visto salir de la mansión con su botín y arrancar el Chevrolet. Seguramente lo había seguido sin encender sus luces. El «seguramente» no duró mucho, convirtiéndose en la mente de Harbin en un tajante «sin duda». Recordaba haber examinado varias veces el espejo retrovisor sin ver ningún faro.

Sin faros, el rubio había seguido al Chevrolet hasta la base. Los había visto entrar en la base con su botín. No cabía duda, y seguro que había regresado a la comisaría de policía sin presentar ningún informe.

Harbin reconoció que era necesario meditar sobre eso, sobre su propio concepto acerca de cómo determinadas personas reaccionan ante determinadas circunstancias. Los ojos color aguamarina habían visto la lujosa mansión, prueba de una gran riqueza; habían calculado que sería un botín importante; habían esperado tranquilamente a que llegara la denuncia. Cuando llegó la denuncia, cuando el sargento de la guardia la anotó en el libro, el hombre supo que el botín ascendía a cien mil dólares en esmeraldas y enfocó sus ojos, su cuerpo y su mente hacia esos cien mil dólares.

Harbin lo veía con gran claridad, y percibió el resto de la historia como si estuviera sentado ante una mesa, contemplando una serie de objetos tangibles limpiamente ordenados ante él. Vio al hombre caminando arriba y abajo, reflexionando, desarrollando su juego con cautela y precisión. Un policía habría emprendido la persecución de los rateros, pero aquel hombre sólo era un policía cuando vestía uniforme e iba acompañado de otros policías. Aquel hombre era algo especial, leal únicamente a sí mismo y dedicado a satisfacer sus deseos. Y lo que deseaba en aquellos momentos eran las esmeraldas. Aquel hombre sabía que las esmeraldas estaban en la casa de Kensington y que la única forma de sacarlas de ahí y hacerlas llegar a sus manos era recurriendo a otro cerebro. El otro cerebro era una mujer llamada Della.

El hombre había entrado en contacto con Della. Seguramente habían estado vigilando la base por turnos, manteniendo sus ojos fijos en la base, en la gente que salía, regresaba y volvía a salir. Habían elegido un momento para pasar a la acción. Cuando Della le vio entrar en el restaurante la otra noche, supo que el momento había llegado. Si no le hubiera salido bien, habría intentado otra cosa. Pero le había salido bien. Le había salido estupendamente, hasta aquel momento. Pero ya no más.

Harbin vio un grueso dedo que apuntaba hacia él. El barbero sonreía, invitándole a ocupar el sillón. Harbin lo ocupó y el barbero le afeitó y le cortó el pelo, y luego le lavó el cabello con champú y le dio masaje en el cuero cabelludo; después volvió a la cara y le aplicó una crema rosada con sus gruesos dedos, seguido de un tratamiento de lámpara solar. Una toalla doblada sobre los ojos de Harbin los protegía de la luz. En la negrura bajo la toalla doblada vio la base y los rostros de los tres que componían la organización, cuando deberían ser cuatro. Se sentía impaciente por regresar.

El barbero retiró la toalla doblada del rostro de Harbin y pulsó un botón que enderezó eléctricamente el respaldo del sillón hasta la posición de sentado. Harbin se levantó y vio a Della en pie junto a la puerta.

Salieron de la peluquería y volvieron al automóvil. Abandonaron Lancaster por la ruta que regresaba a las colinas. Della conectó la radio y sintonizó una emisora que transmitía música ligera de ópera. Conducía el coche a velocidad moderada, sentada al volante con una sonrisa relajada en su rostro mientras escuchaba la música. Sin mirar a Harbin, se comunicaba con él, y en una ocasión extendió su mano y le pasó los dedos por entre los cabellos de su nuca. Le tironeó ligeramente del cabello.

Harbin iba pensando en ella, preguntándose si llegaría alguna vez a comprenderla. Pensó en sus besos. A lo largo de su vida, había besado a bastantes mujeres y experimentado la suficiente variedad de besos como para saber cuándo un beso poseía auténtico significado. Los besos de Della tenían auténtico significado, y no sólo pasión, sino ese algo inimitable más allá del fuego. De no haber sido auténtico, lo habría notado desde el primer momento. La mujer sentía un inmenso cariño hacia él, y no cabía duda de que era algo muy por encima del deseo ordinario; algo que no podía ponerse y quitarse como si fuera una máscara. Era algo puro en sí mismo, totalmente desprovisto de adornos o fingimientos.

Era este verdadero cariño el que convertía todo el asunto en una terrible paradoja, porque una parte de Della se sentía atraída hacia él, se fundía con él, mientras que la otra estaba decidida a hundirle. Aun conociendo su propósito, sabiendo que iba a por las esmeraldas, plenamente consciente de sus proyectos, viendo la situación como una especie de arena con ella a un lado y él al otro, seguía sintiendo la atracción magnética y el deseo que ella suscitaba en él. Sabía cuán profundo era este deseo, y sabía también que era para siempre. Sabía que deseaba a Della como nunca había deseado nada. Esto representaba un problema real. Aquella mujer era algo con lo que debía enfrentarse, un problema que debía resolver. Porque era una amenaza y, dado que apuntaba a las esmeraldas, tenía que apuntar también a la base. Y la base era la organización. La base eran Dohmer, Baylock y Gladden. Y allí, en ese mismo instante, sintió el escalofrío. El filo del cuchillo seccionó todo lo demás. La amenaza apuntaba a Gladden.

Sin saberlo, tenía los ojos apagados y oscurecidos por la culpa. Había un martilleo en la culpa que se propagaba por todas sus venas. Todas las fibras de su cuerpo se convirtieron en cables bajo tensión. Gladden le necesitaba y él la había abandonado. Ahí estaba, sentado al lado de alguien que dirigía su amenaza contra Gladden. Durante días enteros había permanecido con ese alguien, olvidándose de Gladden. Gladden le necesitaba y, si él no respondía, sería su fin. La mujer sentada junto a él era un elemento que debía suprimir inmediatamente.

Paseó la mirada por las colinas y por los bosques más lejanos. La carretera asfaltada estaba bordeada de colinas a derecha e izquierda.

—Vamos a buscar nuevos paisajes —propuso.

Ella se volvió hacia él.

—¿Dónde?

—Vamos por una de estas carreteras secundarias. —Lo dijo con sus ojos fijos en ella; sus palabras no eran más que meras ondulaciones en la superficie.

Funcionó. Ella asintió lentamente.

—De acuerdo. Buscaremos un sitio tranquilo, con muchos árboles que nos oculten. Como una cortina.

Viraron por una de las pistas secundarias y la siguieron por la falda de una colina. Ascendieron, rodearon la colina y descendieron por la otra vertiente, siguiendo el camino hacia el interior del bosque, donde quedó reducido a unas roderas de neumáticos. Continuaron internándose en él. El sendero era cada vez más incierto. Harbin atisbo por la ventanilla lateral del automóvil, contemplando la alta y espesa hierba verde que se deslizaba a su vera, con manchas de colores entre el verde.

Advirtió que el coche reducía la velocidad.

—No pares, sigue adelante —ordenó.

—Este sitio es maravilloso.

—Sigue.

—Abrázame.

—Espera.

—No puedo.

—Espera, por favor —repitió.

El bosque que los rodeaba era muy espeso, y al frente parecía aún más denso y más oscuro, porque las hojas eran tupidas masas de verde suspendidas de los árboles que no dejaban pasar la luz del sol. Harbin sabía que ella ya no volvería a decir nada hasta que él hablara, y se mantuvo en silencio mientras avanzaban. Siguieron internándose más y más en la espesura. Pasó una hora y luego otra. El coche iba muy despacio, porque el terreno era muy desigual y abundaban las curvas y las subidas. Harbin sintió la presión del bosque, inmensa pero suave, y también la proximidad de Della, y durante unos instantes, que le dejaron sin respiración, pensó en desistir de su idea, de su propósito, de lo que pretendía hacer en aquellos bosques. Aferró firmemente ese instante y lo arrancó de su ser.

—Vale ya —dijo—. Por aquí está bien.

Ella detuvo el coche y apagó la radio.

—Las luces —le recordó él.

Ella apagó las luces delanteras mientras Harbin abría la portezuela de su lado y salía al exterior. El bosque estaba iluminado por la luna. Della había salido del coche y estaba rodeándolo para llegar hasta él. Su cuerpo venía hacia él a través de la luz de luna. Cuando llegó a su lado, él la tomó de la mano y echó a andar, alejándose del sendero y del coche, oyendo el sonido de su respiración mientras la conducía hacia los árboles.

Siguió conduciéndola en dirección al gorgoteante sonido del agua. Al poco rato vieron el agua, el destello de un riachuelo muy por debajo de donde ellos estaban, en un montículo de flores silvestres.

La llevó hasta el riachuelo y se detuvieron allí, contemplando el agua esmaltada por la luna y las puntas de roca que se recortaban como fragmentos de cristal sobre la oscuridad. Harbin se sentó en el suelo. Sintió la suavidad de la tierra junto a la orilla, sintió a Della que se recostaba sobre él. Sintió acercarse sus labios. Apartó su rostro de los labios de Della.

—No. —Lo dijo suavemente, casi como una caricia, pero sabía que era como si le estuviera clavando una lanza.

Esperó. Quería mirarla, quería ver el efecto de su negativa, pero esto era sólo el principio de lo que iba a hacerle, apenas una fracción de lo que reservaba para este ser que extendía su amenaza en una cadena que abarcaba las esmeraldas, la base, la organización y Gladden. En su interior, habló con suavidad a Gladden y le anunció que iba a compensar el daño hecho.

Della permaneció largo rato en silencio. Finalmente, le preguntó:

—¿Qué te preocupa?

—Nada.

—Parece que no estés conmigo.

—No lo estoy. —Sonrió al riachuelo. Estaba seguro que ella vería la sonrisa, y sabía lo que sentiría al verla.

Hubo otra larga pausa.

—Ya sé qué te ocurre.

Él siguió sonriendo al riachuelo.

—Me dejas —prosiguió ella—. Quieres dejarme.

Él se encogió de hombros.

—Me parece que sí.

Della se puso en pie. Estaba de espaldas a él, pero Harbin sabía qué expresión tenía su cara. Casi podía ver en su interior: el tumulto, el doloroso sobresalto, la agonía que no quería que él viese. Ella trataba de contenerse, pero no pudo, y finalmente lo vomitó todo en un estallido siseante mientras se retorcía para mostrarle su rostro y verter su furia hacia él.

—¡Maldito seas, maldito hijo de perra!

Él la contempló por un instante apenas y volvió a fijar la vista en el arroyo, al que seguía sonriendo.

—¿Por qué? —quiso saber ella y repitió—: ¿Por qué? ¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

—Dime por qué —exigió, con voz entrecortada—. Tienes que decirme por qué.

La sonrisa de Harbin se ensombreció, pero en su interior sonreía abiertamente porque así era como él lo había planeado y todo estaba saliendo perfectamente. Pensó en aquellas personas a las que el odio llevaba a matar a otras. Pero matando no se conseguía nunca un verdadero beneficio y los resultados, tarde o temprano, siempre eran malos. De modo que matar era una estupidez, y lo que él estaba haciendo resultaba mucho más efectivo. Estaba llevando a cabo lo peor que podía hacer; lo peor que un hombre podía hacer a cualquier mujer. Era la más vil forma de tortura, porque estaba rechazándola sin explicar su rechazo, lanzándola a un abismo de desesperación, viendo como se debatía y se ahogaba mientras su cerebro bullía tratando de dar con la razón, la razón que él mantenía cuidadosamente fuera de su alcance.

Finalmente, Harbin se puso en pie.

—Creo que no hay nada más que decir.

—¡No! —exclamó ella—. ¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo? Eres inhumano. Eres un diablo. Por lo menos, dame una razón. Dime por qué…

—¿Por qué? —Hizo un ademán con sus brazos—. Pregúntaselo a los árboles. Lo saben tanto como yo.

—No te creo.

—Lo siento.

—No lo sientes. Si lo sintieras, me lo dirías. Me dirías qué tienes en tu mente. ¿Cuáles son tus pensamientos? ¿Qué sientes?

—No lo sé. —Lo dijo como si le hubiera preguntado la hora. Luego, cuando ya empezaba a alejarse de ella, añadió—: Lo único que sé es que no quiero seguir a tu lado. Quiero irme.

Comenzó a trepar por la empinada pendiente, alejándose del riachuelo. A sus espaldas, el único sonido que se oía era el murmullo del agua sobre las rocas. Atravesando el bosque a buen paso llegó de nuevo al automóvil, cruzó el sendero iluminado por la luna y siguió caminando cuesta arriba, hasta llegar a un punto lo bastante elevado como para distinguir la carretera general. Entonces comenzó a descender en aquella dirección.

En la carretera, al cabo de una hora, un camión lo recogió y le llevó hasta Lancaster. Allí tomó un taxi, fue a la estación del tren y compró un billete para Filadelfia.