8

Por la mañana, mientras ella preparaba el desayuno, Harbin recuperó su manera de ser y comenzó a planear sus acciones. Lo principal era averiguar quién era aquel hombre. Pero para eso tendría que esperar hasta el sábado. El sábado, a las tres, Della se había citado con el hombre. Sería por la tarde; podría verle a la luz del día y saber qué aspecto tenía. Eso reduciría en algo la incógnita y le acercaría a la respuesta.

Sin embargo, hasta el sábado no podía hacer otra cosa que esperar. No era mucho tiempo, en términos de reloj, pero sabía que esta espera le resultaría sumamente difícil. Ya empezaba a sentir la impaciencia, el nerviosismo. Miró de soslayo a Della durante el desayuno y vio que ella estaba mirándole. Pidió a su rostro que no le delatara. Sabía que eran esas pequeñeces las que podían delatarle, como un cambio brusco de expresión facial o una palabra fuera de lugar.

Por la tarde, decidieron dar un largo paseo. Della dijo que sería maravilloso andar por las colinas. Tal vez, añadió, podrían recoger algunas flores. Adoraba las flores, le dijo, especialmente las flores silvestres. Se puso una blusa deportiva y zapatos de tacón bajo. Salieron a pasear. Dejaron atrás el cobertizo, siguiendo un sendero que los llevó a la cima de la colina.

También al día siguiente salieron a pasear y Harbin siguió esperando que llegara el sábado.

El sábado por la mañana se levantaron tarde y no bajaron a desayunar hasta las once. Della preparó una combinación de almuerzo y desayuno. Luego, Harbin salió al exterior y vagó en torno a la casa, preguntándose qué pretexto utilizaría Della para librarse de su compañía esa tarde y dónde habría concertado su cita con el hombre.

Lo averiguó media hora después.

—Tengo que ir a Lancaster —anunció ella—. He de hacer algunas compras.

Harbin sabía que su respuesta tenía que ser muy precisa.

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé. En cualquier caso, después de las cinco. He de comprar toneladas de cosas.

Él meneó enfáticamente la cabeza, luciendo una ligera sonrisa.

—No puedo esperar tanto tiempo.

El efecto de sus palabras fue el que él había querido. Su afirmación no dejaba lugar para una respuesta. Lo único que ella pudo hacer fue copiar su sonrisa.

—¿Quieres venir conmigo? —dijo a continuación.

—Quiero ir siempre adonde tú vayas.

—Entonces iremos juntos. Pero no a comprar. Eso es algo que una mujer ha de hacer ella sola. Te dejaré en la peluquería. No te vendrá mal un corte de pelo.

—Si me dejas en una peluquería —objetó él—, ya me has perdido. Cuando entro, quiero que me lo hagan todo. Me paso horas enteras en la peluquería.

—Mejor —dijo ella—, porque tengo mucho que comprar.

—Estoy seguro —respondió él, sin decirlo en voz alta.

Más tarde, subieron al Pontiac y se dirigieron hacia Lancaster. Cuando llegaban a la ciudad, él insinuó que le iría bien algo de dinero, y ella le entregó casi cien dólares. Se los dio sin hacer ningún comentario, y él los tomó sin más. Por primera vez desde que había dejado la base recordó que tenía siete mil dólares en billetes pequeños escondidos allí. No le importaba. Unos días antes, los siete mil dólares habían sido muy importantes porque era todo el dinero que tenía en efectivo. Ahora, era un detalle secundario.

Llegaron a Lancaster a las dos y veinte. Dijo que le gustaría comprar unas cuantas camisas deportivas, confiando que le respondiera que se ocupara él mismo. Esperaba detectar un matiz de inquietud en su voz, porque faltaban menos de cuarenta minutos para su cita con el hombre. Sin embargo, no se sorprendió en absoluto cuando le oyó decir que le acompañaría a comprar las camisas. Había llegado a un punto en el que ya no le sorprendía nada de lo que ella pudiera hacer.

La compra de las camisas les llevó media hora larga. Della las eligió y las pagó. Cuando terminaron de envolver el paquete y se encaminaron hacia la puerta, le quedaban menos de diez minutos. Sin embargo, se comportaba como si tuviera todo el día. Pasaron ante un mostrador de corbatas y Della se detuvo a mirarlas.

—¿Te gustan las corbatas a rayas? —preguntó.

—Prefiero los topos.

El vendedor se acercó y comenzó a comentar las nuevas tendencias. Della lo miró como si fuera un vagabundo que vendiera cordones de zapato.

—No puedo elegir corbatas mientras usted me habla.

—Perdón, señora. —El vendedor se retiró unos pasos, como si hubiera recibido un bofetón en plena cara.

Harbin consultó su reloj. Seis minutos. Miró a Della. Estaba completamente absorta en el tema de las corbatas.

—No acaba de gustarme ninguna —decidió—. ¿Qué otra cosa tienen?

El vendedor se excusó y fue a buscar otro surtido.

Della tardó diez minutos en elegir tres corbatas. Harbin se imaginaba al hombre esperando en el lugar de la cita, tal vez fumando un cigarrillo tras otro o mordiéndose los labios, esperando a que llegara Della mientras Della permanecía allí, comprando corbatas.

—Será mejor que vaya ya a la peluquería —observó Harbin.

—¿Qué prisa tienes?

La forma tranquila y natural en que Della lo dijo fue como una señal de alarma para él. Había mostrado un toque de impaciencia, y con aquella mujer, aquella hábil manipuladora, no podía permitirse nada semejante.

—Es sábado por la tarde —explicó—. A las tres empezará a llenarse de gente. No me gusta tener que esperar turno.

—Agradéceme las corbatas que te he regalado.

—Gracias por las corbatas que me has regalado.

Salieron de la tienda y ella miró a ambos lados de la calle. A continuación, le dijo que si caminaban hasta la siguiente manzana seguramente encontrarían una peluquería. Fueron a la manzana siguiente y, en la esquina opuesta, encontraron una. Sin embargo, cuando llegaron, Della anunció que no le gustaba. Harbin miró subrepticiamente la hora. Eran las tres y veintidós.

—¿Qué tiene de malo este lugar? —preguntó—. Parece bastante limpio.

—El barbero tiene cara de estúpido.

—¿Vamos a pasar la tarde buscando una peluquería donde el barbero tenga cara de inteligente?

Pasaron otros cinco minutos antes de que hallaran una segunda peluquería en la calle Orange. Harbin sonrió a Della y volvió a consultar la hora. Esta vez lo hizo de modo que Della se diera cuenta.

—¿Dónde quieres que volvamos a encontrarnos? ¿A qué hora?

Ella atisbó por la gran cristalera de la peluquería, un local limpio y espacioso con muchos sillones.

—Al menos debe de haber cuatro personas delante tuyo. No creo que termines antes de una hora y media. Espérame aquí.

Harbin entró en el establecimiento, volviéndose a tiempo para ver que ella regresaba por donde habían llegado. Tardaría como mínimo veinte segundos en llegar al extremo de la manzana. Tenía que salir a la calle para cerciorarse de si giraba por la esquina o no. Contó hasta ocho y salió de la peluquería, constatando que doblaba la esquina hacia la derecha. Cruzó la calle, anduvo a paso rápido hasta la esquina y llegó a tiempo para verla doblar otra esquina.

Algo más adelante había un nutrido grupo de gente, y otro que salía de unos grandes almacenes en la acera opuesta de la calle que Della acababa de cruzar. Della entró en los almacenes. Harbin chocó contra un trío de mujeres de edad y casi las derribó. Las mujeres quisieron detenerle, pero atravesó la calle con el sol a su espalda, compitiendo con otras personas que se dirigían hacia las puertas giratorias de los grandes almacenes. Fue el primero en llegar, pero una vez dentro vio la muchedumbre que se agolpaba en el almacén y comprendió que había perdido a Della. Empezó a masticar el cigarrillo. En un pasillo había un letrero que ponía ropa interior y en otro equipajes. Un tercero correspondía a artículos de limpieza. Se decidió por los equipajes y, a mitad del pasillo, la divisó entre un grupo de mujeres que esperaba ante los ascensores.

Harbin se preguntó cuántos pisos habría en aquellos almacenes y se respondió que hubiera debido pensarlo antes. Se detuvo, de espaldas a los ascensores y siguió masticando el cigarrillo, comprendiendo que no le quedaba otro remedio que tratar de adivinar a qué planta se había dirigido.

Le fue difícil dejar pasar los segundos. Contó hasta quince, antes de volverse de cara a los ascensores. Della ya había subido. Se dirigió pausadamente a los ascensores. Uno de ellos abrió sus puertas ante él y entró con una multitud de mujeres y niños. La chica de color llevó el ascensor hasta la segunda planta y anunció muebles, alfombras, radios, artículos domésticos. En la siguiente planta anunció artículos de deporte y ropa de caballero y Harbin salió del ascensor. Se dijo que era una suposición razonable, una elección lógica. Si un hombre tenía que esperar, el departamento de ropa de caballero parecía un lugar indicado.

Había bastante gente. En aquella sección, entre los bates y los guantes de béisbol, las raquetas de tenis y los trajes de baño, eran casi todos muchachos jóvenes. Harbin se movía lentamente. Cuando se le acercó un vendedor, sonrió tranquilamente, meneó la cabeza y murmuró algo así como que estaba dando un vistazo. Llegó a la sección de vestir, repleta de trajes y pantalones. Avanzó hacia las ventanas, girando lentamente la cabeza a uno y otro lado mientras procuraba permanecer todo el tiempo tras una hilera de trajes colgados, pero lo bastante apartado como para obtener una buena visión de la zona de las ventanas.

Recorrió arriba y abajo dos largas hileras de trajes. Y entonces vio a Della. Vio al hombre. Estaban de pie, no muy lejos de una ventana. Los vendedores se mantenían apartados de ellos. El hombre estaba medio de espaldas a Harbin. Medía poco menos de metro ochenta y era de complexión fornida. Era joven y tenía una espesa cabellera rubia, más rubia que la de Harbin, una abundante cabellera rubia peinada correctamente pero con cierta despreocupación.

Harbin sacó una chaqueta deportiva de su percha y escondió su rostro mientras se acercaba a la ventana, como si quisiera examinar el género a la luz del día. Se dirigió hacia Della y el joven sin apartar la chaqueta de su cara, aproximándose a ellos en una trayectoria oblicua.

Se apartó lentamente la chaqueta a modo de telón. Una manga de lana se deslizó ante sus ojos. Una mecha chisporroteante empezó a consumirse mientras Harbin se decía que ya había visto aquel rostro antes, muy recientemente, aquella nariz y aquella boca. Y los ojos. Los ojos eran de un color poco frecuente. Un azul muy claro con un toque de verde. Ojos color aguamarina. Un par de noches antes, dos policías le habían interrogado a propósito del coche aparcado frente a la mansión. Este era el policía más joven.