El coche de Della era un Pontiac verde claro, un descapotable nuevo, y rodaban con la capota bajada. Cruzaron Lancaster en dirección oeste por la ruta 30, manteniendo una velocidad de ochenta kilómetros por hora mientras el sol brillaba sobre sus cabezas y los envolvía el aroma de madreselva. La carretera descendía suavemente entre las colinas que se alzaban a ambos lados. Luego, la carretera viró hacia las colinas y comenzaron a ascender.
—Veo —comentó Della— que no has traído tus cosas. —Señaló su atuendo—. ¿Es esta toda tu ropa?
—Es toda la que necesito.
—No me gusta tu traje.
—Ya me comprarás otro.
—Te compraré de todo. —Sonrió—. ¿Qué te gustaría?
—Nada.
El Pontiac siguió virando y ascendiendo hasta llegar a la cima de un altozano. Frente a ellos había otras colinas más altas, verdes colinas silenciosas que resplandecían con luz trémula bajo el intenso sol. Una serpiente de plata rodeaba una de las colinas y, cuando estuvieron más cerca, Harbin supo que era de la que ella le había hablado y que la casa se alzaba allí. Ya podía distinguirla, una casa de piedra blanca con un tejado de dos aguas de color amarillo, construida en la reducida meseta que interrumpía la pendiente de la colina. La serpiente plateada era el arroyo, y ya se veía también el estanque, otra mancha de plata, y el río, más abajo y hacia el norte, y las montañas de color lavanda.
Della condujo cuesta abajo, volvió a subir y a bajar unas cuantas colinas y giró por una estrecha pista sin asfaltar, ascendiendo de nuevo. Estaban subiendo a la colina. A su lado, tal vez a cincuenta metros de distancia, el arroyo que bajaba desde el estanque hacia el río parecía acompañarles en su ascensión. Harbin tuvo la sensación de que estaban alejándose de todo el mundo. Luego vino otra pista, todavía más angosta, y hierba alta, y árboles, y finalmente la casa. Della detuvo el automóvil y ambos descendieron para contemplarla.
—La compré hace cuatro meses —le explicó—. Venía yo sola en los fines de semana, deseando compartirla con alguien. Para estar aquí juntos, siempre aquí, sin marcharnos jamás.
Entraron en la casa. Estaba decorada básicamente en tonos castaño, del color de su cabello, con un toque de amarillo aquí y allá. La amplia alfombra de color castaño llegaba hasta la cocina, amarilla. Desde la cocina se divisaba el cobertizo, del mismo color blanco perlado que la casa. Más allá del cobertizo, la pequeña meseta se extendía como un tapete verde.
Della se sentó al piano y tocó una pieza de Schumman. Él permaneció en pie al lado. Durante un rato escuchó la música, pero poco a poco esta se fue quedando en la nada. Sintió la arruga que se le formaba en el entrecejo. Después, oyó el abrupto silencio que indicaba que los dedos de Della habían abandonado las teclas.
—Ahora —dijo Della—, quiero que me lo cuentes todo.
Harbin se puso un cigarrillo en la boca, lo mordió, se lo quitó de los labios y lo dejó en un gran cenicero de cristal.
—Soy un ladrón.
Tras una pausa, ella preguntó:
—¿De qué clase?
—Robo en mansiones.
—¿Trabajas solo?
—Tenía tres socios.
—¿Qué hay de ellos?
—Esta mañana me he despedido.
—¿Han protestado?
—Un poco. He tenido que inventarme una historia. Les he dicho que tenía grandes proyectos y que ellos no eran lo bastante buenos para mí.
Della cruzó la habitación y se instaló en una butaca de color castaño.
—¿Cuál es tu especialidad?
—Las piedras preciosas. Ahora mismo, tienen un buen botín en esmeraldas, pero deberán esperar bastante tiempo antes de convertirlo en dinero. Todo esto no tiene nada que ver con el presente. Pertenece estrictamente al pasado.
—Pero sigue preocupándote.
—En parte.
—Quiero que me lo cuentes. Hemos de resolver todo lo que te preocupe. Estamos empezando, y no quiero que haya nada que te turbe.
—Uno de nosotros —respondió—, era una chica. —A continuación, le habló de Gladden, y del padre de Gladden, y de los años que habían pasado juntos—. Ella siempre había querido dejarlo, pero la convencí para que siguiera conmigo. Ahora lo he dejado yo, y ¿dónde está ella?
—Buena pregunta.
—Ayúdame a resolverla —dijo, paseando arriba y abajo—. Mientras veníamos hacia aquí, no he dejado de pensar en ella. Me sentía culpable por lo que estaba haciendo, y todavía me siento. No sé qué hacer.
Della sonrió débilmente.
—Le tienes cariño a esa chica…
—No es eso. Depende de mí. He sido su padre y su hermano mayor. A veces la he dejado, pero ella sabía que volvería. Ahora está en Atlantic City, y esta noche a las siete llamará a un número de teléfono y no responderá nadie. Eso me pone enfermo. No creo que pueda soportarlo; se desmoronará. No puedo dejar de pensar en ello. Ojalá supiera qué hacer.
Della juntó las palmas de sus manos, las separó y volvió a unirlas de nuevo.
—Comeremos alguna cosa y después volveremos a Filadelfia. Contestarás su llamada a las siete. Y yo volveré aquí. Sola.
—No.
—¿Estás seguro? Dilo otra vez.
—No. —Tomó una decisión instantánea, en voz alta—. Al diablo con ella. Que llame mil veces, si quiere. No me importa, todo eso pertenece al pasado. Estoy aquí contigo, y eso es todo.
Sin embargo, durante la noche despertó a medias y vio a Gladden en la negrura del techo. La vio caminando sola por el paseo de Atlantic City, la oscuridad de la playa y el océano y el cielo como un telón negro, cabello amarillo, un amarillo vago, su cuerpo flaco como si flotara.
Ciegamente, para huir de Gladden, extendió sus manos hacia Della. Su cuerpo se contorsionó en una embestida y sus brazos recorrieron el amplio lecho. Pero bajo las sábanas no había nada. Della no se encontraba ahí.
Se incorporó en la cama. Della no estaba ahí. Se despertó del todo y su cerebro comenzó a funcionar, dictándole que debía ser preciso y silencioso.
La luna iluminaba la habitación lo suficiente como para ver por dónde iba. Cuerdas invisibles tiraron de él hacia la puerta. Una sensación nueva e irracional surgió en su médula, en su estómago, en su cerebro. No sabía lo que era; solamente sabía que era algo palpitante y que le obligaba a detenerse ante la oscura puerta, imaginando el vestíbulo del otro lado como algo lóbrego e inhóspito.
Decidió recurrir a un método que había utilizado antes en numerosas ocasiones, cuando el riesgo era elevado. Era un método muy sencillo. Consistía en cambiar mentalmente la noche por día, obligándose a ver luz donde sólo había oscuridad. Imaginó que era pleno día y que salía al vestíbulo a llamar a Della.
Abrió la puerta y pasó al vestíbulo. La puerta del cuarto de baño estaba completamente abierta y no había luz en su interior. Della no estaba en el piso de arriba„ Se preguntó qué podía estar haciendo abajo. En aquel momento comprendió el significado de la sensación palpitante que experimentaba por primera vez en su vida. Era el principio del arrepentimiento.
Regresó al dormitorio y buscó a tientas sus ropas. No advirtió que las palpitaciones empezaban a desaparecer. No pensó que estaba alejándose de sí mismo y que la cosa empezaba a convertirse en un plan. Sus movimientos se habían vuelto tan matemáticos como cuando estaba ejecutando un trabajo. Eran gestos lentos, precisos, y cada gesto, incluso anudarse los cordones de los zapatos, constituía un eslabón independiente en una cadena de movimientos cuidadosamente planificados.
Salió de nuevo al vestíbulo y bajó por la escalera. Abajo, todo estaba a oscuras. Se detuvo en mitad de la escalera y esperó, escuchando atentamente por si oía algo, cualquier cosa. Nada. Ningún ruido, ninguna luz. En vez de pensar, calculaba. Halló el resultado fácilmente: Della no estaba en casa. Se dirigió a la cocina.
Una vez dentro, su mano accionó el cierre de la puerta posterior como si se tratara de un instrumento que no debía manipularse sino en el más absoluto silencio. No produjo ruido alguno al abrir la puerta y menos cuando salió al exterior. La fragancia de la noche era un olor a campos, a colinas y árboles, cargado de primavera y de flores nocturnas. Anduvo sobre la hierba hacia la mole blanca del cobertizo y luego se alejó para regresar hacia la casa, pero manteniéndose a cierta distancia de ella para poder ver lo que ocurría. Vio el Pontiac aparcado junto a la casa. A continuación, vio algo más: dos cosas que se movían. Se habían movido ligeramente, junto a los árboles que bordeaban la orilla más lejana del estanque. Reconoció a dos figuras humanas, y una de ellas femenina; era Della.
En vez de concentrarse en Della, dirigió su atención a la otra figura, el hombre. Este no era más que una silueta próxima a Della y, al contemplarlos, Harbin advirtió que estaban enfrascados en una intensa conversación. Luego, mientras seguía mirándolos, el hombre y Della se convirtieron en una única silueta cuando se abrazaron estrechamente.
El abrazo duró algún tiempo. Cuando volvieron a separarse, continuaron la conversación. Harbin eligió los árboles. Contempló la posibilidad de rodear el cobertizo y ocultarse entre los árboles, al otro extremo del estanque. Una vez allí, podría arrastrarse hasta llegar lo bastante cerca como para oír lo que decían.
Lo hizo así y comenzó a distinguir palabras primero, luego frases, y después toda la conversación.
—… en un par de días.