6

Era al norte de la ciudad, en una zona conocida como Germantown. Para llegar allí, el taxi tuvo que seguir el río Schuylkill, subiendo por el asfaltado paseo que lo bordeaba y virando luego para seguir por Wissahickon Creek, más allá de las hileras de casitas de trabajadores que vivían en los alrededores de Germantown. El taxi se introdujo en el corazón de Germantown y finalmente se detuvo ante una casa pequeña en mitad de una manzana mal iluminada.

El interior de la casa era una combinación de verde cremoso y gris oscuro en la que predominaba el verde: muebles verdes, el empapelado del mismo tono y los suelos en gris oscuro. Era una casa antigua que había sido reformada. Sobre la chimenea, en un amplio marco de color castaño, había un dibujo del rostro de Della realizado con pintura de témpera de color castaño sobre un papel de dibujo con un leve matiz castaño. El nombre del artista parecía español.

—Tienes mucho dinero, ¿eh? —observó Harbin.

—Bastante.

Harbin apartó la mirada del dibujo.

—¿De dónde lo has sacado?

—Mi marido murió hace un año, dejándome una renta de quince mil dólares anuales.

Ella se había sentado en un hondo sofá que daba la impresión de estar hecho con helado de pistacho y que iba a derretirse en cualquier momento. Él empezó a moverse hacia el sofá, pero giró a un lado y siguió avanzando en esa dirección hasta llegar ante una pared.

—¿Cómo pasas el tiempo?

—De mala manera —respondió ella—. Duermo demasiado. Estoy harta de dormir todo el tiempo. Uno de estos días abriré una tienda o algo así. Ven a mi lado.

—Luego.

—Ahora.

—Luego. —Permaneció de cara a la pared—. ¿Tienes muchos amigos?

—Ninguno. Amigos verdaderos, ninguno. Solamente unos cuantos conocidos. Salgo con ellos, pero me aburro mortalmente. Soy incapaz de soportar a las personas que no son estimulantes.

—¿Me encuentras estimulante?

—Ven a mi lado y lo averiguaremos.

Él le dirigió una leve sonrisa y bajó la vista hacia la alfombra.

—Aparte de eso —preguntó—, ¿qué crees que podemos ofrecernos el uno al otro?

—Nosotros mismos.

—¿Enteramente?

—Por completo —respondió ella—. No admitiría otra cosa. Has de saber esto sobre mí. La primera vez que me casé tenía quince años. El muchacho era un par de años mayor que yo y vivíamos en granjas vecinas, en Dakota del Sur. A los pocos meses de casados, lo atropello un tractor. Empecé a buscar a otro hombre. No exactamente por el matrimonio, sino porque necesitaba un hombre. De modo que encontré uno. Y luego otro. Y otro. Uno detrás de otro. Y todos tenían algo que ofrecerme, pero no era lo que yo quería. Siempre he sabido lo que quería. Hace seis años, cuando tenía veintidós, me casé por segunda vez. Eso fue en Dallas, donde vendía cigarrillos en un club nocturno. El hombre estaba casado y viajaba con su mujer, en sus primeras vacaciones durante diez años. Tenía cuarenta y era dueño de una fortuna. Minas de cobre en Colorado. Comenzó a salir conmigo y, finalmente, su esposa regresó a Colorado y obtuvo el divorcio. El hombre se casó conmigo. Al cabo de cuatro años empezó a volverse insoportable. Comenzó con los celos. Los celos están bien si se manifiestan con elegancia. Ya me entiendes: la fuerza suave. Así, incluso son atractivos. Pero todo él era furia al rojo vivo. Amenazó con romperme la cabeza. Una noche me pegó en la cara. Con el puño. De eso hace poco más de un año. Le dije que hiciera las maletas y se largara al otro extremo del mundo. Se fue y al cabo de unos días se tiró por la borda de una barca de pesca. Comencé a buscarme otro hombre. Toda mi vida he estado buscando un hombre en especial. ¿Crees que tendré que seguir buscando?

Harbin no dijo nada.

—Quiero saberlo ahora. Quiero una respuesta.

—Hace falta tiempo.

—No me aburras —protestó ella—. No te quedes ahí pensándolo. —En su voz apareció cierta rigidez. Se comportaba como si se hallaran en mitad de una crisis—. He esperado esta noche durante mucho tiempo. Esta noche te he visto en el restaurante, mientras cenabas, y lo he sabido. Sin duda alguna.

Él consultó su reloj.

—Hace exactamente dos horas y dieciséis minutos que nos conocemos.

Ella se levantó del sofá y se abalanzó hacia él.

—¿Vas a dejar que un reloj decida por ti? Nunca me he guiado por el tiempo y no voy a hacerlo ahora. ¡Dios santo! Ya sé, ya sé, estoy aquí ante ti diciéndote que estoy segura. Y tú también estás seguro. Y si lo niegas, si dudas, si no eres capaz de tomar una decisión ahora mismo, te juro que te echaré de mi casa…

Harbin se arrojó sobre ella y le tapó la boca.

El líquido de sus labios penetró en las venas de él. Hubo un destello en su cerebro, cuando todos los pensamientos salieron de su interior y entró Della, ocupándolo por completo. Por un instante trató de alejarse de ella y regresar a sí mismo, y en ese instante le ayudaron Dohmer y Baylock. Le apoyaron en su intento de liberarse. Pero Gladden no le apoyaba. Gladden no aparecía por ninguna parte. Gladden debería estar allí, ayudándole. Gladden le había abandonado. Si Gladden no se hubiera ido, todo esto no habría ocurrido. Todo era culpa de Gladden. Llegó hasta este punto y no siguió más, porque a partir de allí sólo existía Della. Todo estaba muy lejos de la tierra y no había nada más que Della.

Poco después de las seis de la mañana se metió bajo la ducha, con el agua lo más fría posible. Oyó la voz de Della tras la puerta del cuarto de baño, preguntándole qué quería para desayunar. Le dijo que se volviera a la cama, que ya comería algo en la calle. Ella respondió que desayunarían los dos en la casa. Cuando bajó las escaleras, el zumo de naranja ya estaba listo y Della se afanaba en la cocina preparando bacon y huevos.

Bebieron el zumo de naranja.

—Pronto lo haremos en el campo —dijo ella.

—¿Te gusta el campo?

—Muchísimo —contestó—. Tengo una propiedad, a mitad de camino hacia Harrisburg. Es una granja, pero no la trabajaremos. Nos limitaremos a vivir en ella. Es un lugar maravilloso. Tengo el coche en el taller, pero puede que esté listo a mediodía. Iremos hasta allí y te mostraré el lugar.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—He de ver a un par de personas.

—¿Cuestión de trabajo?

—En cierto modo.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—No lo sé. Sigue hablando. Cuéntame cosas de esa granja en el campo.

—Queda a unos cincuenta kilómetros más allá de Lancaster, en las célebres colinas de Pennsylvania. Está en una loma muy elevada, pero no en la cumbre, sino en una falda. Hay una pendiente gradual y luego un terreno llano, antes de seguir descendiendo. Desde allí se ven las demás colinas, las colinas más verdes que hayas visto en tu vida. Luego, a lo lejos, muy lejos pero de algún modo próximas, casi al alcance de la mano, están las montañas. Montañas color lavanda. Se ve el río, pero antes se encuentra un arroyo que baja saltando hasta desembocar en el estanque. El estanque queda tan próximo a la ventana que incluso puedes mojarte la mano si te inclinas al exterior. Además, es un estanque bastante profundo, de manera que por las mañanas si te apetece puedes saltar por la ventana y zambullirte en el agua.

—¿Y qué haremos?

—Estar allí, nada más. Vivir juntos en esa granja de la colina, sin un alma por los alrededores. Estaremos los dos juntos.

Él asintió. En su interior, repitió el asentimiento.

Terminaron el desayuno, tomaron algo más de café y se fumaron unos cigarrillos. A continuación, ella lo acompañó hasta la puerta. Harbin le sujetó la cara entre ambas manos.

—Quédate aquí —le dijo—. Espera mi llamada. Volveré poco después del mediodía y nos iremos a ver nuestra finca.

Ella tenía los ojos cerrados.

—Sé que lo nuestro es permanente. Lo sé…

Cuando salió de la casa, Harbin tenía la sensación de que flotaba.

El taxi le dejó en la esquina de Kensington y Allegheny, y decidió caminar las siete manzanas de distancia hasta la base. No le apetecía regresar. Hubiera preferido dirigirse a otro lugar. En realidad, lo que verdaderamente quería hacer era parar otro taxi y regresar con Della. Avanzó de mala gana hacia la base, con un ceño que iba volviéndose más pronunciado a medida que se aproximaba a las esmeraldas y a Dohmer y Baylock.

Entró en la base y oyó a Dohmer echando maldiciones en la cocina.

—Ratones —gritaba Dohmer—. Malditos ratones. —Entonces Dohmer salió y se lo quedó mirando—. ¿Dónde has estado toda la noche?

—Con una mujer. ¿Y Baylock?

—Todavía duerme. Estuvimos jugando a las cartas hasta las cuatro y media. Le gané casi cien dólares. Tenemos la cocina plagada de ratones.

—Sube a despertarlo.

—¿Qué anda mal?

—¿Acaso tengo mala cara?

—Vaya si la tienes —respondió Dohmer—. Parece que estés en las nubes. ¿Te ha dado alguien una inyección?

Harbin no contestó. Contempló a Dohmer mientras subía la escalera, se puso un cigarrillo en la boca y empezó a masticarlo. En seguida lo arrancó de entre sus dientes y esparció el tabaco por el suelo. Desde el piso de arriba llegó la voz de Baylock, afirmando quejumbrosamente que lo único que le pedía a la vida era que lo dejaran en paz, que lo dejaran dormir y morirse de una vez.

Cuando bajaron, Baylock le echó una mirada y preguntó rápida y nerviosamente, con un siseo:

—¿Qué ha pasado? Estoy seguro de que ha pasado algo.

—Corta ya. —Harbin trató de encender los restos del cigarrillo, pero estaba deshecho. Sacó otro—. Me retiro.

Dohmer miró a Baylock y este desvió su mirada hacia una pared. La cabeza de Baylock se giró como la de una marioneta. Sus ojos se posaron en Harbin.

—Lo sabía. —Su cabeza siguió girando, en dirección a Dohmer—. Sabía que pasaba algo.

—Lo único que pasa es que os dejo —replicó Harbin—. Podéis creerme o no, pero anoche encontré a una mujer y me voy con ella. Hoy mismo.

—Está ido —observó Dohmer con sorpresa—. Está del todo ido.

Harbin asintió lentamente.

—Es una buena manera de decirlo.

Baylock se rascó una mejilla. Miró a Harbin. Desvió la mirada.

—No veo cómo puedes hacerlo.

—Es fácil —contestó Harbin—. Con las piernas. Pie derecho, pie izquierdo y uno se va.

—No. —Baylock sacudió bruscamente la cabeza—. No puedes hacerlo.

—No puedes hacerlo —repitió Dohmer—. ¡Por el amor de Dios!

—La mujer —inquirió Baylock—. ¿Quién es esa mujer?

—Solamente una mujer —respondió Harbin—. No os diré más.

—¿Has oído? —Baylock se volvió hacia Dohmer—. No nos dirá nada más. Solamente una mujer, dice, y quiere irse. Así. —Baylock chasqueó los dedos. Luego se dirigió de nuevo a Harbin—. ¿Crees que me conoces bien? ¿Crees que conoces a Dohmer? ¿Piensas de verdad que nos quedaremos quietos viendo como te marchas? —Se echó a reír, se contuvo y entrecerró los párpados para contemplar a Harbin como si lo hiciera a través de una hendedura en la pared—. Estás muy equivocado, Nat. Estás tan equivocado que casi resulta cómico. No podemos permitir que te vayas.

Harbin tentó el suelo bajo sus pies. Parecía oscilar ligeramente. Esperó a que volviera a aquietarse.

—Considéralo desde un punto de vista técnico.

Baylock abrió los brazos.

—Es una cuestión totalmente técnica. Si te vas, se abre una grieta en el dique. La grieta se agranda. El agua empieza a filtrarse. Tú mismo lo dijiste, Nat: somos una organización. Nos buscan en siete grandes ciudades y ya sabes en cuántas pequeñas poblaciones. Si atrapan a Dohmer, le caerán de diez a veinte años. Y lo mismo Gladden. Si me atrapan a mí, adiós a todo el mundo. Sería la tercera vez, y eso significa un mínimo de veinte a cuarenta años. Escucha, Nat. Cuando muera, quiero morir al aire libre.

Harbin esperó unos instantes. Luego meneó lentamente la cabeza.

—No veo ninguna razón válida.

—La razón —explicó Baylock, con voz levemente temblorosa—, es que en el momento en que nos dejes te conviertes en un factor negativo.

—¿Crees que jugaría sucio? —inquirió Harbin—. ¿Crees que me iría de la lengua?

—No lo creo —respondió Dohmer roncamente—. Apostaría un millón contra uno a que no. Pero no deja de ser una apuesta. —Meneó la cabeza—. No quiero aceptar esta clase de apuestas.

—Otra cosa —añadió Baylock—. ¿Qué pasa con tu parte del botín?

—La quiero, por supuesto. —Harbin procuraba adelantarse a sus pensamientos. No le interesaba su parte del botín, pero ahora la cosa estaba convirtiéndose en una partida de póquer y tenía que maniobrar para salir de la situación en que le habían confinado.

—Quiere su parte del botín —repitió Baylock—. Qué bonito.

—¿Qué tiene eso de malo? —Harbin elevó un poco el tono de su voz—. Cuando hablas de mi parte, te refieres a mi parte. ¿No me la vais a dar?

—No. —Baylock estaba probándolo, sopesándolo. Pero no era una buena prueba. Quedaba demasiado a la vista. En el rostro de Baylock se leía que estaba probándolo, y eso le proporcionó a Harbin la fórmula de su siguiente movimiento.

Harbin cruzó la habitación y se sentó en una silla desvencijada. Contempló pensativamente el suelo.

—Eres un perro, Joe. ¿Lo sabías? ¿Te das cuenta de lo perro que eres?

—Mírame —exclamó Baylock—. ¿Acaso tengo cara de dejaros plantados? —Se aproximó a Harbin, avanzando como si se moviera sobre raíles—. Estoy dispuesto a discutirlo contigo, pero tú no quieres hablar. —Baylock esperó a que Harbin hablara, pero este no dijo nada y, finalmente, Baylock prosiguió—: Lo único que queremos es saber la razón. Una razón creíble. —Entonces Baylock abandonó la partida de póker—. Dínosla, por favor. Si nos dices la razón, quizá podamos comprenderlo. No podemos creernos esta excusa de una mujer. Queremos saber qué ocurre.

Harbin lo tenía ya en sus manos. Había visto a Baylock descubrir la carta que guardaba oculta y sabía con plena certidumbre que las ganancias de la partida eran para él, porque ninguno de los otros dos estaba a su altura para manipular la situación. Estaba claro. Sin embargo, por debajo de su rostro carente de expresión, se sentía irritado con ellos. Estaban empujándole a una zona de engaños, rogándole que les mintiese. Y él detestaba la mentira. Aun cuando se trataba de extraños, por exigencias del trabajo, le resultaba desagradable mentir. Y ahora no le dejaban más alternativa que hacerlo.

—Si de verdad queréis saberlo, os lo voy a decir. Preferiría no tener que hacerlo, pero del modo en que están las cosas creo que no queda otro remedio. —Calculó que sería oportuno un suspiro. Luego, mientras ellos le escuchaban sin respirar, prosiguió—: Quiero dedicarme a trabajos más importantes, y vosotros no encajáis en ellos. No tenéis lo que me hace falta. No lo tenéis, eso es todo.

El silencio que se produjo a continuación fue un silencio cargado con su sorpresa, su consternación, su agonía. Dohmer se había llevado una mano a la cara y estaba meneando la cabeza y emitiendo extraños ruiditos guturales. Baylock comenzó a dar vueltas por el cuarto, intentando decir algo pero era incapaz de hacerlo.

—No quería decirlo —añadió Harbin—. Vosotros me habéis obligado.

Baylock se apoyó contra una pared y contempló el aire vacío.

—¿No tenemos lo que te hace falta? ¿No somos de primera categoría?

—De eso se trata. Son los nervios, más que nada. Ya hace tiempo que lo veía, pero no quería creerlo. Los dos os estáis volviendo cada vez más nerviosos. Y a Gladden le falta salud. Me di cuenta la otra noche. La cosa me preocupó. Me preocupó mucho.

Baylock se volvió hacia Dohmer.

—Quiere decir que no estamos a su altura.

—Quiero dedicarme a trabajos muy importantes —prosiguió Harbin—. Con el triple de riesgo. Trabajos en los que cada movimiento es una especie de ballet, en los que hay que controlar hasta los dedos de los pies. Necesito los mejores colaboradores.

—¿Los tienes ya?

Harbin negó con la cabeza.

—Los buscaré.

De nuevo reinó el silencio. Finalmente, Dohmer se enderezó y soltó un enorme suspiro, con algo de gruñido.

—Si tiene que ser así, tiene que ser así.

—Una cosa. —Harbin había empezado a andar hacia la puerta—. Sed buenos con Gladden. Tratadla bien.

Les estaba dando la espalda. La puerta se encontraba cada vez más cerca. Oyó la pesada respiración de Dohmer. Le pareció oír un ruego de Dohmer —Nat, por el amor de Dios…— y un gemido suplicante de Baylock, y otra voz más. Cuando comprendió que era la voz de Gladden, le recorrió un estremecimiento. Todas sus voces estaban allí cuando abrió la puerta, y todas se desvanecieron tras él cuando salió al exterior.