Durante el resto del día, Harbin permaneció en la base. De repente, se dio cuenta de que al estar fuera Gladden nadie cuidaba la casa, y se puso a ordenar las cosas y a limpiar sin gran entusiasmo. Dohmer estaba tumbado en un deslucido sofá y supervisaba el trabajo de Harbin entre sorbo y sorbo de cerveza. Baylock se detuvo en el umbral y le sugirió que se pusiera un delantal. Harbin respondió que debían mover el culo por una vez y echarle una mano. Durante un par de horas estuvieron los tres barriendo y limpiando el polvo. Poco a poco, el ímpetu del trabajo fue apoderándose de ellos y empezaron a fregar suelos y cristales, dejando la base considerablemente más limpia, excepto en aquellas áreas en que trabajaba Dohmer. Dohmer logró volcar un cubo de agua jabonosa. Harbin le dijo que arreglara el desaguisado, y Dohmer abrió una ventana respondiendo que ya se encargaría el sol de secar el suelo. Luego, se echó sobre el sofá, declarando que estaba completamente agotado.
Poco antes de las siete, Harbin salió hacia la cabina telefónica para recibir la llamada de Gladden. El drugstore estaba en Allegheny Avenue, al norte de Kensington. Habían elegido la segunda cabina por la izquierda en una hilera de cuatro. Entró en ella a las siete menos dos minutos y se sentó a fumar un cigarrillo, marcando deliberadamente un número incorrecto. A las siete en punto sonó el teléfono.
La voz de Gladden desde Atlantic City apenas se oía y le rogó que hablara más alto. Ella explicó que tenía una habitación muy bonita, con vistas al océano, y que luego iría a tomar una buena cena, saldría a ver una película y se acostaría temprano.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó luego ella.
—Nada en especial. Estoy un poco cansado. —No estaba en absoluto cansado. No comprendía por qué había dicho tal cosa.
—Cansado, ¿de qué? —quiso saber ella.
—Hoy hemos limpiado la base. Casi ha quedado apta para seres humanos.
—Dile a Dohmer que no se le ocurra cocinar —le advirtió—. Cuando él se mete en la cocina, le sigue un regimiento de cucarachas. ¿Sabes qué voy a ver esta noche? Una película de Betty Grable.
—Es una buena actriz.
—También sale Dick Haymes.
—¿Ah, sí?
—Es en color. Con mucha música.
—Bueno —respondió Harbin—, que lo pases bien.
—¿Nat?
Esperó.
—Nat, quiero preguntarte algo. Mira, Nat, quiero saber si te parece bien que salga.
—¿Qué quieres decir? Claro que puedes salir. ¿No vas a salir esta noche?
—Esta noche saldré sola. Y supongo que mañana por la noche saldré sola. Pero puede que una de estas noches salga con alguien.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿te parece bien?
—Muy bien —contestó—. Si alguien quiere salir contigo, os vais juntos. ¿Qué tiene eso de malo?
—Sólo quería estar segura.
—No seas boba. No hace falta que me preguntes estas cosas. Usa tu propio juicio. Ahora, escucha —añadió rápidamente—; vas a quedarte sin monedas para el teléfono. Cuelga y vuelve a llamar mañana a la misma hora.
Colgó el auricular. Al salir del drugstore tomó un ejemplar del Evening Bulletin y echó una ojeada a los titulares mientras arrojaba una moneda en la máquina de cigarrillos. En ellos se leía la noticia de un robo de cien mil dólares, y venía una foto de la mansión. Se metió el periódico bajo el brazo. Pocos minutos después, en un pequeño restaurante, comenzó a leer el artículo mientras esperaba que la camarera le sirviera un bistec con patatas fritas y una taza de café. El artículo aseguraba que se trataba de uno de los golpes mejor planeados que jamás se hubieran llevado a cabo en Main Line y explicaba que la policía carecía de pistas. No decía nada de los dos policías y el coche aparcado junto a la mansión, lo cual, naturalmente, resultaba comprensible, pues si lo mencionaran dejarían a la policía como unos idiotas.
Terminó de leer el periódico y se dedicó a su bistec, mientras contemplaba a los demás parroquianos. Sus ojos se posaron primero en una pareja de edad madura que comían budín, luego en un joven al otro extremo del restaurante, después en una mujer sentada ante una mesa próxima, luego en tres chicas que comían juntas y finalmente otra vez en la mujer, porque ella estaba mirándole.
No sabía si la conocía o no. Sus labios estaban relajados, al igual que sus ojos. Tuvo la sensación de que había algo de intencional en su manera de mirarle. No era una mirada atrevida, no era lo que él llamaría vulgar, pero sí que era una mirada directa que se posaba fijamente en él. Por un instante pensó que tal vez la mujer estuviera absorta en sus propios pensamientos y no fuera consciente de adonde miraba. Volvió la cabeza, manteniéndola girada durante un tiempo y después la miró de nuevo. Ella seguía contemplándole. En aquel momento se dio cuenta de que era una mujer fuera de lo común.
Para empezar, el color de su cabello. Era de un castaño claro, no rubio, y él juraría que no estaba teñido. Era un reluciente cabello castaño. Lo llevaba muy aplastado, con raya a un lado, y peinado hacia atrás sobre la nuca, que dejaba ver el borde de una cinta marrón. Los ojos eran del mismo color que el cabello, ese castaño especial, y la piel una pizca más clara. Harbin se dijo que, o bien era una experta en el uso de la lámpara solar o su maquilladora era genial. La nariz fina, sin ser aguileña, ocupaba justo la cantidad correcta de espacio en su cara, una cara ovalada y llena de gracia, distinta de las que había visto. Advirtió que su cuerpo era esbelto y pulcro, aunque su atuendo no tendía conscientemente a la pulcritud. Cuanto más la observaba, más seguro estaba de que debería dejar de mirarla.
Sabía que si seguía mirándola comenzaría a sentirse fascinado y, para él, su voluntad de no dejarse fascinar por ninguna mujer constituía casi una religión. Apartó la vista y, sólo por hacer algo, empezó a juguetear con la correa de su reloj.
Al otro lado de la sala, alguien echó una moneda en el tocadiscos y la voz de barítono débil y susurrante pidió a la gente que tuviera compasión porque una chica vestida de organdí había partido para no regresar jamás. Harbin terminó su bistec y encendió un cigarrillo mientras añadía crema a su café. Empezaba a sentirse incómodo. Decidió bajar al centro y jugar un rato al billar en uno de los grandes salones. Luego cambió de idea, pensando que podía hacer algo mejor. Tal vez debería visitar la biblioteca pública. Hacía ya varias semanas que no entraba en ella. Le gustaba la gran biblioteca de Parkway, con su incesante flujo de silencio y tranquilidad, donde podía sentarse a leer los gruesos tomos que trataban de piedras preciosas. Era un tema muy interesante. Muchas veces había imitado a la gente que veía en la biblioteca con sus libretas de notas, ocupados en sus estudios. También él llevaba una libreta y tomaba notas de lo que leía en los libros acerca de las piedras preciosas. Ese día, se dijo, era propicio para ir a la biblioteca. Se levantó de la mesa en dirección hacia la puerta pero sabiendo que volvería la cabeza para echar una última mirada. Así lo hizo. La miró, y sus ojos seguían fijos en él.
La distancia que los separaba era muy corta, pero su voz le llegó como desde un lugar remoto.
—¿Le ha gustado la comida?
Él asintió muy lentamente.
—No lo creo. No parecía estar saboreándola.
Sin moverse de donde estaba, él respondió:
—¿Visita muy a menudo los restaurantes para ver si los clientes disfrutan de su comida?
—Tal vez he sido descortés.
—No es usted descortés —dijo Harbin—. Interesada, simplemente. —Se movió hacia ella—. ¿Por qué está interesada?
—Es usted un tipo…
—¿Especial?
—Especial para mí.
—Lástima. —Harbin sonrió. Sonrió tan amablemente como pudo.
Tenía la sensación de que ella había estado casada como mínimo dos veces y habría apostado algo a que tenía un hombre fijo y por lo menos tres esperando. Se preguntó por qué seguía aquella conversación. Era una situación que siempre había evitado. ¿Iba a dejarse atrapar esta vez? La respuesta fue clara e inmediata. Nunca antes había conocido una situación comparable.
—Si está buscando compañía —propuso Harbin—, puede venir conmigo.
—¿Adónde?
—Da igual. Olvídelo.
Le volvió la espalda y se dirigió hacia la caja. Pagó su cuenta, salió del restaurante y se detuvo en la acera a esperar un taxi. El aire de la noche tenía una suavidad espesa y olía a humo rancio de las fábricas que habían estado trabajando todo el día, y también a whisky barato, a colillas apagadas y a la primavera de Filadelfia. Luego percibió otro olor, y lo aspiró, supo que el color de ese perfume era castaño.
Ella se detuvo detrás de él.
—Normalmente no hago este tipo de cosas.
Harbin la miró.
—¿Adónde le gustaría ir?
—Quizá a tomar una copa a alguna parte.
—No me apetece tomar una copa.
—Dígame —replicó ella—, ¿es difícil llevarse bien con usted?
—No.
—¿Cree que nos llevaremos bien?
—No.
Pasó un taxi por el centro de la calle y Harbin le hizo señas. Al entrar en el vehículo, pensó que había actuado correctamente, y que cualquier otra cosa habría sido un error. En realidad, ya había cometido una torpeza al comenzar a hablar con ella. Fue a cerrar la portezuela, pero la mujer estaba subiendo al taxi y, automáticamente, Harbin se echó a un lado para dejarle sitio.
El conductor se inclinó hacia ellos.
—¿Adónde vamos?
—A la biblioteca pública —respondió Harbin—. En Parkway.
Luego observó a la mujer. Por unos instantes, ella permaneció mirando al frente, pero poco a poco volvió su cabeza y le miró. Sonrió, y su boca se entreabrió ligeramente. Pudo verle los dientes.
—Me llamo Della —anunció la mujer.
—Nathaniel.
—Nat —dijo ella—. Un nombre muy apropiado para ti. Es suave, pero tiene fuerza. Una fuerza suave. Es una marca de charol. —Aspiró una bocanada de humo y la exhaló lentamente—. ¿Cómo te ganas la vida?
—¿Verdaderamente te interesa saberlo o lo dices sólo por hablar de algo?
—Me interesa verdaderamente. Cuando un hombre me interesa, quiero saberlo todo acerca de él.
Él asintió, un tanto dubitativamente.
—Es una buena costumbre, o muy mala. Te expones a muchos desengaños. ¿Y si te dijera que soy vendedor de zapatos y gano cuarenta dólares por semana?
—Sería mentira.
—Sin duda —reconoció él—. Soy demasiado listo para ganarme la vida vendiendo zapatos. Tengo esa especie de fuerza, la fuerza suave. Háblame más de eso. Cuéntame la historia de mi vida hasta el momento, y dime qué debería hacer en adelante. —Frunció el ceño, sin otro sentimiento que una simple curiosidad—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué andas buscando?
—¿Básicamente? —La mujer ya no sonreía. Sostenía el cigarrillo cerca de sus labios, pero lo había olvidado. Sus ojos estaban abiertos, como si ella misma se sintiera sorprendida por la respuesta que iba a darle—. Básicamente —repitió—, estoy buscando un amante.
El impacto de su contestación fue como el toque inicial de una locomotora a toda marcha. Harbin se esforzó por recuperar su equilibrio. Las mujeres nunca le habían presentado grandes problemas, aunque la posibilidad existía y era consciente de esta posibilidad. Siempre le había resultado fácil maniobrar para esquivar cualquier compromiso molesto. Era sólo cuestión de sincronización, de saber cuándo debía alejarse. Y, sentado allí en el taxi, sabía con seguridad que aquel era el momento de alejarse. Sin demora. Pedirle al taxista que detuviera el coche. Abrir la portezuela, salir al exterior, empezar a caminar y seguir caminando.
Ella le retenía en el coche. No sabía cómo, pero le retenía como si estuviera atado de pies y manos. Lo había atrapado, y la miró con odio.
—¿Por qué me miras así? —preguntó ella.
Él no pudo responder.
—¿Estás asustado? —Sin moverse, pareció inclinarse hacia él—. ¿Te asusto, Nat?
—Despiertas mi enemistad.
—Escucha, Nat…
—Cállate —la cortó—. Quiero pensar en esto.
Ella asintió lentamente, exagerando el ademán. Él contempló su perfil, la línea de sus cejas, la nariz, la barbilla y la línea delicada de su mandíbula, el cigarrillo a unos centímetros de sus labios, el humo. Luego apartó la vista de Della y sin mirarla siguió viéndola. El viaje hasta la biblioteca duró un poco más de veinte minutos y en todo este tiempo no volvieron a dirigirse la palabra, pero fue como si hubieran estado hablando constantemente. El taxi se detuvo frente al edificio y ninguno de los dos se movió. El conductor anunció que ya habían llegado pero continuaron sin moverse del asiento. El conductor se encogió de hombros, puso el motor en punto muerto y esperó.
Al cabo de un rato, el conductor preguntó:
—Bueno, ¿qué vamos a hacer?
—Lo que tiene que ser —respondió ella. Y, acercando su cuerpo al de Harbin, le dio una dirección al taxista.