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En un club nocturno que entregaba tarjetas de socio por la cuota de cinco dólares anuales, la luz de las bombillas verde claro arrojaba un resplandor acuático sobre el cabello de Gladden. El resplandor flotaba en su cabeza, inclinada sobre un vaso alto que contenía ron y hielo. Harbin la contempló mientras sorbía la bebida, y le dirigió una sonrisa cuando ella alzó la cara para mirarle. Estaban sentados ante una mesa pequeña, apartada de una minúscula pista de baile en uno de cuyos lados tres músicos negros tocaban sin cesar con toda su energía. El lugar se hallaba en la planta alta de un restaurante de Kensington Avenue, y mantenía las luces bajas, los clientes satisfechos y los visitantes de uniforme azul que acudían cada semana adecuadamente pagados. Era un lugar muy bueno.

—Nos han servido una bebida agradable —comentó Gladden.

—¿Te gusta la música?

—Demasiado frenética.

—¿Qué clase de música te gusta?

—Guy Lombardo.

—Antes yo solía tocar el violín —dijo Harbin.

—¡No!

—Es cierto —insistió Harbin—. Lo estudié durante cinco años. Había un conservatorio en el barrio. Éramos veinte chicos por clase, todos en una sala pequeña con un viejo delante que gritaba con todas sus fuerzas, como si estuviera a un kilómetro de distancia y quisiera hacerse oír. Era un maniático, el viejo aquel. Me gustaría saber si todavía sigue allí.

—Sigue —le rogó Gladden—. Háblame del barrio.

—Ya te lo he contado mil veces.

—Vuelve a contármelo.

Él tomó su vaso y bebió un sorbo de whisky. A continuación, le hizo señas a una chica de color que se movía por entre las mesas sosteniendo una enorme bandeja sobre su cabeza.

—¿Por qué?

—Me siento soñadora.

La chica de color se aproximó a su mesa y Harbin le pidió otro whisky para él y otro Collins de ron para Gladden. Luego, se apoyó en el respaldo de su silla y, echando la cabeza a un lado, estudió el resplandor verdoso en los cabellos de Gladden.

—Siempre te pones soñadora —observó— después de un trabajo. El botín no parece interesarte.

Gladden no respondió y dirigió una sonrisa a algo muy lejano.

—Para ti —prosiguió—, el botín es secundario. ¿Qué es lo principal?

—Esta sensación de ensueño —contestó Gladden, lánguidamente—. Es como regresar. Como descansar en una suave almohada invisible. Otra vez allí.

—¿Dónde?

—Allí donde estábamos cuando éramos jóvenes.

—Somos jóvenes ahora —objetó él.

—¿Tú crees? —Alzó el vaso y Harbin vio su barbilla ampliada a través del ron, la soda y el cristal—. Tenemos un pie en la tumba.

—Estás aburrida —dictaminó Harbin.

—He estado aburrida desde que nací.

—¿Y buscas diversiones?

—¿Quién quiere diversiones? —Hizo un gesto en dirección a los bailarines que se apiñaban en la minúscula pista—. Están todos locos. —Se encogió de hombros—. ¿Quién soy yo para decir nada? También estoy loca, igual que tú.

Harbin vio que el resplandor verde pálido descendía un poco y formaba una amplia cinta en torno a su frente. Su cabellera amarilla era un zigzag de negro y amarillo; sus ojos, de un nítido amarillo brillante; su rostro, oscuro, aunque cada vez más claro a medida que la cinta descendía. Cuando volvió a sonreír, Harbin distinguió la blancura de sus dientes. Le devolvió la sonrisa, sin saber muy bien por qué. Y luego, le preguntó:

—¿Quieres que bailemos?

Ella señaló hacia el lento caos de la pista de baile.

—¿Eso es bailar?

Harbin miró hacia allí, y no era bailar. Escuchó la música, y no le hizo sentir nada. Echó un trago y no encontró satisfacción alguna. Miró a Gladden, y se dio cuenta de que ella le estaba mirando detenidamente.

—Vámonos —propuso.

Ella no se movió.

—¿Estás cansado?

—No.

—Entonces, ¿adónde iremos?

—No lo sé, pero salgamos de aquí. —Comenzó a incorporarse.

—Espera —dijo ella—. Siéntate, Nat.

Se sentó. No tenía ni idea de lo que iba a decirle. Esperó, con un nerviosismo que le molestaba tanto más cuanto que no había ningún motivo para sentirlo. Finalmente, observó:

—En esta clase de situaciones eres única.

—Nat. —Apoyó sus codos sobre la mesa—. Dime. ¿Por qué sales conmigo? ¿Por qué me llevas a sitios?

—Me gusta la compañía.

—¿Por qué no Dohmer? ¿Por qué no Baylock?

—Tú eres más agradable.

—¿Te parezco decorativa?

—No estás nada mal.

—No seas amable conmigo, Nat. No me hagas cumplidos.

—No es ningún cumplido. Es un hecho. —No le gustaba el rumbo que tomaba la conversación. Se agitó un poco en su asiento—. Voy a decirte lo que me gustaría. Me gustaría de vez en cuando que te lo pasaras bien. Hay veces en que te observo y pareces un purgatorio. —Se inclinó hacia ella, apoyando sus antebrazos sobre la mesa—. Quiero que te vayas lejos una temporada.

—¿Adónde?

—A cualquier parte. Baltimore. Pittsburgh. Atlantic City.

—Atlantic City —repitió, con voz ensoñadora—. Eso me gustaría.

—Claro que sí. Necesitas un descanso. Podrás ir a la playa a tomar el sol y respirar el aire marino. Te hará bien. Te acuestas temprano y le echas comida a tu estómago. A ver si así te sube el color a las mejillas.

Ella acercó su rostro al de él.

—¿Quieres ver algo de color en mis mejillas?

—Podrás ir a espectáculos —prosiguió él—, y a pasear, y a tumbarte en la playa…

—Nat —dijo ella.

—Y podrás ir a navegar por el océano. Hay barcos para cruceros turísticos. Y por la noche te vas de tiendas y te compras vestidos de esos que tanto te gustan…

—Nat —insistió ella—. Nat, escúchame.

—Hay tiendas muy buenas y te lo pasarás estupendamente.

—Nat —repitió ella—. Ven conmigo.

—No.

—Por favor, ven conmigo.

—No seas tonta, por favor.

Ella guardó silencio un rato y, por fin, dijo:

—Muy bien, Nat. No seré una tonta. Haré lo que tú quieras. Lo que esperes de mí. Desconectaré mis deseos, así. —Hizo un gesto como de cerrar un grifo—. Lo sé hacer muy bien. He practicado y practicado, y ahora sé cómo hacerlo. —Volvió a cerrar el grifo invisible.

—Mañana —decidió él—, tomarás un tren.

—Perfecto.

—Atlantic City.

—Maravilloso.

Harbin se puso un cigarrillo en la boca y empezó a mascarlo. Se lo quitó de entre los labios, lo dobló, lo rompió y lo dejó caer en el cenicero.

—Mira, Gladden —comenzó, pero no supo cómo seguir. El tren de sus pensamientos se negaba a avanzar por un solo camino y se dividía en una miríada de direcciones distintas, como un cable eléctrico roto. Vio a la chica de color pasando junto a la mesa. Le tocó un codo y le dijo que quería la cuenta.