2

Contemplaban el botín. Los cuatro se encontraban en el piso alto de una casa pequeña y deslucida del barrio de Kensington, en Filadelfia. La casa estaba a nombre de Dohmer y era muy pequeña, una más en una angosta calle rodeada de fábricas. La casa era su vivienda y su cuartel general, y la llamaban la base. Aun con las ventanas cerradas, no dejaba de penetrar el polvo y el aire sucio de las fábricas. Gladden solía arrojar el paño de limpieza contra las ventanas y decir que era inútil tratar de combatir el polvo, pero al cabo de un rato suspiraba, recogía el trapo y proseguía con la limpieza.

La mesa del cuarto de Baylock, en el piso alto, estaba en el centro de la habitación, y se habían reunido todos en torno a ella para contemplar a Baylock mientras este examinaba las esmeraldas. Los dedos de Baylock eran pinzas de fino metal que sujetaban las piedras una por una y las alzaban hasta la lente que había encajado sobre su ojo izquierdo. Dohmer engullía sorbos de cerveza de una botella de litro y Gladden se sujetaba las manos por la espalda, apoyando ligeramente un hombro sobre el pecho de Harbin, cuyo cigarrillo impregnaba de humo el amarillo cabello de Gladden y flotaba hacia el centro de la mesa, donde las gemas ardían con fuego verde.

Al cabo de un rato, Baylock se quitó la lente del ojo y tomó una hoja de papel en la que había ido anotando el valor aproximado de cada pieza.

—En total, yo diría que valen unos ciento diez mil dólares. Si se tallan las piedras, se funde el platino y se vuelve a trabajar, tendríamos que sacar unos cuarenta mil.

—Cuarenta mil —repitió Dohmer.

Baylock frunció el ceño.

—Menos los gastos.

—¿Qué gastos? —quiso saber Dohmer.

—Gastos generales —explicó Baylock, mordiéndose un labio.

Harbin miró las esmeraldas. Se dijo que había sido un buen golpe y que debería sentirse orgulloso. Se preguntó por qué no se sentía satisfecho con aquel botín.

—Tendríamos que desprendernos de esto rápidamente —añadió Baylock. Se puso en pie, paseó por el cuarto y volvió junto a la mesa—. Lo mejor sería partir mañana. Hacemos las maletas y nos vamos con las piedras a México.

Harbin meneó la cabeza.

—¿Por qué no? —preguntó Baylock.

Harbin no respondió. Había sacado su cartera y estaba rompiendo a pedacitos el permiso de conducir y la tarjeta de registro del coche. Se volvió hacia Dohmer.

—Consigue papeles nuevos y ocúpate del Chevvie. Pero rápido. Tapicería nueva, pintura nueva, matrícula nueva. Todo.

Dohmer asintió. En seguida, preguntó:

—¿De qué color lo quieres?

Respondió Gladden.

—Me gustaría de color naranja.

Harbin la miró. Estaba esperando a que Baylock iniciara una discusión a propósito de México. Sabía que tendría que decir algo acerca de este país.

—Píntalo de un naranja apagado —insistió Gladden—. No me gustan los colores vivos. Son vulgares. Cuando compro ropa, la compro de colores tenues. De buen gusto. Con clase. Píntalo de un naranja tirando a gris, o naranja apagado.

Dohmer apartó la botella de cerveza de su boca.

—No sé de qué estás hablando.

—Ojalá —exclamó Gladden— pudiera charlar alguna vez con mujeres. Si pudiera hablar con ellas sobre cosas de mujeres, siquiera una vez al mes, me sentiría feliz.

Baylock se pasó los dedos por entre sus escasos cabellos. Miró las esmeraldas, frunciendo el ceño.

—Creo que tendríamos que irnos mañana mismo a México.

—He dicho que no —replicó Harbin secamente.

Baylock prosiguió como si Harbin no hubiera dicho nada.

—Mañana es el mejor momento para marcharse, en cuanto tengamos terminado el coche. Nos vamos a la ciudad de México y le pasamos el material a un tasador. Hay que venderlo en seguida.

—Mañana no —repitió Harbin—. Ni tampoco la semana que viene. Ni el mes que viene.

Baylock alzó la vista.

—¿Cuánto quieres esperar?

—Entre seis meses y un año.

—Demasiado tiempo —objetó Baylock—. Pueden ocurrir demasiadas cosas. —Entonces, por alguna razón desconocida, se volvió hacia Gladden y sus ojos se convirtieron en meras rendijas—. Cosas estúpidas, como pintar el coche de naranja brillante.

—Yo no he dicho naranja brillante —protestó Gladden—. He dicho que los colores vivos no me gustaban.

—Como empezar a alternar en sociedad —continuó Baylock— o entablar relaciones con los criados de Main Line.

—Déjame en paz —respondió Gladden. Volviéndose hacia Harbin, repitió—: Dile que me deje en paz.

—Como tener ideas refinadas —añadió Baylock—. De buen gusto. Ideas con clase. Antes de que nos demos cuenta, estarás dando la nota por ahí.

—¡Cállate de una vez, Joe! —exclamó Gladden—. No tienes derecho a hablarme así. Me hice amiga de los criados porque era el único modo de reconocer la casa. —Se volvió de nuevo hacia Harbin—. ¿Por qué ha de tomarla siempre conmigo?

—Antes de que nos demos cuenta —prosiguió Baylock—, estará codeándose con la sociedad de Main Line. Vendrá gente rica a esta casa para jugar al bridge y tomar el té y admirar nuestras esmeraldas.

Harbin se dirigió a Gladden.

—Sal un momento. Vete a la sala.

—No —replicó Gladden.

—Vamos —insistió Harbin—, sal de aquí y vete a la sala.

—Me quedaré aquí. —Gladden estaba temblando de furia.

Baylock la miró, ceñudo, y preguntó:

—¿Por qué no haces lo que te ordenan?

Gladden volcó su ira en Baylock.

—¡Cierra de una maldita vez tu asquerosa e inmunda boca!

Harbin sintió que algo se retorcía en su interior, algo que comenzaba a despertar. Sabía lo que era. Lo había sentido otras veces y no quería que volviera a suceder. Trató de sofocarlo y reprimirlo, pero seguía moviéndose dentro de él y empezaba a ascender.

Baylock insistió:

—Yo digo que nos vayamos mañana. Digo…

—Basta. —La voz de Harbin cortó el aire de la habitación—. Basta, basta…

—Oye, Nat… —comenzó Gladden.

—Tú también. —Harbin se había levantado de la silla, y la sostenía con su mano, la levantaba hacia el techo, arriba. Luego estrelló la silla contra la pared y, acercándose a la cómoda, asió una botella de cerveza medio llena y la arrojó al suelo, haciéndola añicos. Cerró un puño y golpeó repetidamente el aire. Su respiración sonaba como una máquina estropeada. Él mismo se rogaba que se detuviera, pero no era capaz de contenerse. Los demás permanecieron parados, mirándole como lo habían hecho ya en numerosas ocasiones parecidas. No se movieron. Se quedaron parados, esperando a que remitiera su furor.

—¡Fuera! —gritó él—. ¡Salid todos fuera! —Se arrojó sobre el colchón de Baylock y hundió sus uñas en las sábanas, rasgándolas mientras arqueaba su espalda para destruir el tejido—. ¡Salid! —repitió—. ¡Salid y dejadme solo!

Los otros abandonaron la habitación. Él estaba de rodillas sobre la cama, rasgando las sábanas, desgarrándolas hasta convertirlas en fragmentos deshilachados. Cayó sobre un costado, rodó fuera del colchón y chocó contra la mesa, volcándola. Las piedras preciosas saltaron por el suelo. Harbin quedó en tierra entre las esmeraldas, tocándolas con su cuerpo sin darse cuenta. Cerró los ojos y oyó voces en el vestíbulo. La voz de Dohmer se alzaba cada vez más, sofocando los gritos de Baylock. Gladden chilló algo que no llegó a entender, pero comprendió lo que estaba ocurriendo. Sentía ganas de permanecer tendido en el suelo y dejar que pasara lo que tuviera que pasar, pero al oír el chillido de Gladden se incorporó y salió tambaleándose de la habitación.

Llegó al vestíbulo y se lanzó entre Dohmer y Baylock. Se agachó para rodear con sus brazos las rodillas de Dohmer, clavó un hombro contra el muslo de Dohmer y, afianzando bien sus pies en el suelo, empujó hacia abajo hasta arrastrarle hacia dentro.

Los ojos de Dohmer no le veían. Estaba mirando más allá, en dirección a Baylock. Este mostraba una expresión muy compungida. Su ojo izquierdo aparecía hinchado y enrojecido, y tenía un corte en la ceja.

Levantándose lentamente, Harbin exclamó:

—¡Basta ya! Todo ha terminado.

—No ha terminado —protestó Baylock, llorando sin lágrimas.

—Si piensas así —dijo Harbin—, no te quedes ahí parado dándole vueltas al asunto. Aquí tienes a Dohmer. Si quieres pegarle, no te contengas. Pégale.

Baylock no respondió. Dohmer se había puesto en pie y se daba masajes en la frente, como si tuviera un fuerte dolor de cabeza. Abrió un par de veces la boca para decir algo, pero le faltaron las palabras.

Gladden encendió un cigarrillo y le dirigió a Harbin una mirada de reproche.

—Ha sido por culpa tuya.

—Ya lo sé —reconoció Harbin. Sin mirar a Baylock, añadió—: Si ciertas personas no me hicieran salir de mis casillas, quizá no ocurriría.

—Lo único que hago —se lamentó Baylock— es decir lo que pienso.

—Eso no es pensar —replicó Harbin—. Es quejarse. Siempre estás quejándote. —Hizo un gesto en dirección al cuarto de baño—. Arréglalo un poco —le pidió a Gladden. La chica se llevó a Baylock hacia el baño. Harbin regresó al dormitorio y comenzó a ordenar las cosas.

En el umbral, Dohmer se frotó los nudillos contra la palma.

—No sé qué me ha pasado.

Harbin levantó la mesa volcada. Colocó la silla en su lugar. Recogió las gemas desparramadas y, cuando las tuvo todas de nuevo y las hubo dejado en su paño, sobre la mesa, se volvió hacia Dohmer.

—Me pones enfermo —declaró.

—Baylock te pone enfermo.

—Baylock me irrita. Tú me pones enfermo.

—No quería hacerle daño —aseguró Dohmer—. Te juro que no tenía intención de pegarle.

—Por eso me pones enfermo. Mientras haces lo que tienes intención de hacer, eres muy útil. Pero cuando pierdes la cabeza eres peor que inútil.

—Tú también has perdido la cabeza.

—Cuando me descontrolo —respondió Harbin— doy puñetazos al aire, no a la gente. —Señaló las sábanas desgarradas—. Rompo cosas. No ataco a mis colaboradores. Mira qué puños tienes. Podrías haberlo matado.

Dohmer entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama. Seguía frotándose los nudillos.

—¿Por qué han de pasar cosas así?

—Son los nervios.

—Tenemos que librarnos de eso.

—No podemos —replicó Harbin—. Los nervios son como unos pequeñísimos alambres que llevamos dentro. No se pueden sacar. Cuando están demasiado tensos, saltan.

—Eso no es bueno.

—Pero no podemos hacer nada —explicó Harbin—, excepto tratar de encauzar la furia cuando estalla. Eso es lo que intento hacer. Procuro encauzar la furia. En vez de pegar a Baylock, tendrías que haber pegado contra la pared.

—Soy demasiado fuerte. —La voz de Dohmer era pesarosa. Miró suplicante a Harbin—. Tienes que creerme, Nat. No tengo nada contra Baylock. Me gusta. Siempre ha sido bueno conmigo. Me ha hecho más favores de los que puedo recordar. Y mira cómo se lo pago. Con un puñetazo en el ojo. Con esta mano le he pegado. —Extendió su mano derecha, como si la ofreciera para ser cortada.

Harbin contempló cómo Dohmer agachaba la cabeza, hundiendo sus inmensos hombros y ocultando el rostro entre sus manos. De su garganta surgió algo, mitad gemido, mitad sollozo. Era evidente que Dohmer deseaba quedarse a solas con su remordimiento, y Harbin salió de la habitación y cerró la puerta.

Al entrar en el cuarto de baño vio a Baylock con la cabeza echada hacia atrás, bajo la luz. Gladden le apretó suavemente la herida con un lápiz estíptico, llevó el lápiz blanco bajo el chorro de agua fría y volvió a aplicárselo. Baylock emitió un débil quejido.

—Es horrible —explicó Baylock—. Quema como fuego.

—Déjame que lo vea. —Harbin se aproximó para examinar el ojo—. El corte no es muy hondo. En todo caso, no te harán falta puntos.

Baylock contempló el suelo hoscamente.

—¿Por qué ha tenido que pegarme?

—Le duele más a él que a ti.

—¿Tiene un ojo como este?

—Preferiría tenerlo —respondió Harbin—. Está muy arrepentido.

—Eso es un gran alivio para mi ojo.

Harbin encendió un cigarrillo muy pausadamente. Luego, tras aspirar algunas bocanadas de humo, se volvió hacia Gladden.

—Ve a la cocina y prepáranos algo de comer. Luego te llevaré a tomar una copa.

—¿Hará falta que me arregle? —preguntó Gladden—. Me encanta vestirme para salir.

Harbin sonrió.

—Me gusta muchísimo ir arreglada. El vestido que más me gusta es el de las lentejuelas plateadas. ¿Te gusta a ti, Nat? El vestido amarillo de lentejuelas.

—Es muy bonito.

—Me muero de ganas de ponérmelo —aseguró Gladden—. Apenas si puedo esperar a sacarlo del armario y ponérmelo de una vez. Entonces saldré contigo e iré con mi vestido preferido.

—Perfecto —respondió Harbin—. Me parece perfecto.

—Siempre es perfecto cuando llevo un vestido que me encanta, y este de lentejuelas me gusta de verdad. Me siento excitada sólo de pensarlo.

Se marchó. La oyeron llegar a las escaleras, hablando en voz alta consigo misma.

—Sólo de pensarlo.

La oyeron bajar los escalones.

—Esto —empezó Baylock— es algo que no alcanzo a comprender. —Había olvidado el dolor del ojo y miraba directamente a Harbin, con expresión meditabunda e inquisitiva—. No soy yo quien te ataca los nervios. Es la chica. La chica siempre te hace saltar los nervios. Esta chica es tonta y tú lo sabes. Creo que ya es hora de que hagas algo al respecto.

—Muy bien —respondió Harbin, agitando su mano con cansancio—. No sigas.

—Es tonta —repitió Baylock—. Esta chica es tonta.

—¿Por qué no te callas?

—Fíjate, Nat. Fíjate bien. Tú sabes que yo no tengo nada en contra de Gladden. Es una buena chica y tiene buenas intenciones, pero no es esa la cuestión. La cuestión es que es tonta y que los dos lo sabemos. La diferencia entre nosotros es que yo lo digo y tú no quieres reconocerlo. Ahogas este conocimiento en tu interior, y por eso has estallado antes como una bomba. No puedo ir más lejos, pero sé que la cosa es mucho más honda.

—¿No podemos olvidar este tema?

—Claro que podemos —asintió Baylock—. Y otra cosa que podemos hacer es abandonar el negocio.

—Estás pisando terreno peligroso, Joe. No me gusta lo que has dicho.

—Digo lo que me consta que es un hecho. Tú quieres hacer ciertas cosas y yo quiero estar contigo cuando las haces. Igual que Dohmer. Pero la chica es harina de otro costal. Todo lo que ella hace, lo hace porque tú se lo dices. Usando su propio cerebro, no podría moverse ni un centímetro; no, al menos, en la dirección que nos interesa. Eso trae problemas, y tarde o temprano nos estallarán en la cara. No me digas que no te das cuenta.

Harbin abrió la boca, la cerró otra vez firmemente y volvió a abrirla de nuevo.

—¿Estás tratando de asustarme?

—Ya estás asustado.

La voz de Harbin se convirtió en un susurro.

—Ten cuidado.

La actitud de Baylock cambió radicalmente.

—¿Qué demonios te pasa? —se quejó—. ¿Es que no puedo exponer mi opinión? Si tú dices una cosa y yo la veo de otro modo, tengo derecho a decirlo, ¿no crees?

—Siempre hay algo —replicó Harbin—. Diga lo que diga, a ti siempre te parece mal. Todo está mal.

—No puedo decir que estoy de acuerdo cuando no lo estoy.

—Muy bien, Joe.

—No puedo evitarlo —añadió Baylock—. Así son las cosas.

—Muy bien.

—No quiero estar siempre quejándome, pero esa chica me tiene preocupado. Produce en ti un efecto muy negativo, y hemos llegado al punto en que ya sé de antemano cuándo estás hasta la coronilla. —Se acercó más a Harbin—. Dile que se vaya. —Siguió acercándose, insistiendo en voz baja—. ¿Por qué no le dices que se vaya?

Harbin se dio la vuelta. Inspiró una bocanada de aire estancado y la deglutió con esfuerzo y cierto dolor.

—Somos una organización. No estoy dispuesto a consentir ninguna ruptura en la organización.

—No sería una ruptura. Si tú le dices que se vaya, se tendrá que ir.

—¿Adónde iría? —Harbin había alzado de nuevo el tono de su voz—. ¿Con qué problemas tropezaría?

—No tendría problemas —respondió Baylock—. De una cosa estoy seguro: estaría mucho mejor de lo que está ahora.

Harbin se volvió de nuevo. Apretó los párpados durante un instante, deseando hallarse dormido y lejos de todo.

Baylock estaba de nuevo junto a él.

—¿Sabes lo que parece? Parece como si hubieras estado ante un tribunal y te hubieran condenado a cuidar de ella toda la vida.

—¡Maldita sea! —exclamó Harbin—. ¡Déjame solo!

Salió del cuarto de baño. Regresó a la habitación donde Dohmer seguía sentado en el borde de la cama, con su cabeza entre las manos. Baylock llegó al cabo de unos instantes. Los dos permanecieron en silencio, contemplando a Dohmer.

Dohmer alzó lentamente el rostro. Los miró, suspiró pesadamente y comenzó a menear la cabeza.

—Lo siento, Joe, lo siento mucho.

—No te preocupes. —Baylock posó una mano sobre el hombro de Dohmer. Luego, sus ojos se movieron hasta detenerse en Harbin, y añadió—: Ojalá fueran así todos los problemas.

Harbin se mordió un labio con fuerza. Sintió que su cabeza se desplazaba hacia un lado. No podía mirar a ninguno de los dos.