A las tres de la madrugada, no merodeaba un alma en los alrededores de la mansión y sus ventanas estaban oscuras. La casa era una solemne silueta de color morado oscuro, recortada por la pálida luz de la luna, sobre el aterciopelado verde de un jardín de césped en suave pendiente. El morado oscuro servía de diana y el proyectil era Nathaniel Harbin, sentado al volante de un automóvil aparcado en una limpia y ancha calle que se abría hacia el norte desde la misma mansión. Harbin sostenía entre sus labios un cigarrillo sin encender y sobre su regazo tenía un plano sobre el que planificar un robo. Este indicaba el recorrido para penetrar en la mansión y llegar a la espaciosa biblioteca, en cuya pared más alejada había una caja fuerte empotrada que contenía las esmeraldas.
En el coche, Harbin esperaba con sus tres compañeros. Dos de ellos eran hombres y el tercero era una chica rubia y flaca de veinte y pocos años. Todos permanecían en silencio, mirando la mansión. No tenían nada que decirse y muy poco en qué pensar, ya que la casa había sido estudiada a fondo y el plan elaborado una y otra vez hasta programar todos los movimientos, discutiendo, analizando y ensayando a fin de conseguir un plan ingenioso y preciso que parecía infalible. Harbin se dijo que era infalible y, por unos instantes, dejó que este pensamiento le confortara; luego, apretó el cigarrillo entre los dientes y se dijo que no había nada infalible. El golpe iba a ser arriesgado; de hecho, podría resultar el más atrevido que jamás hubieran intentado. Ciertamente, era el más importante de todos los hasta ahora llevados a cabo, y eran estos golpes importantes los que mayor peligro presentaban. Los pensamientos de Harbin no pasaron de aquí. Tendía a echar el freno a sus pensamientos cuando empezaban a derivar hacia el peligro.
Harbin contaba treinta y cuatro años y durante los últimos dieciocho había sido un ratero. Nunca le habían atrapado y, a pesar del constante riesgo, jamás se había encontrado en una situación verdaderamente apurada. Su forma de trabajar era silenciosa y lenta, muy lenta, siempre desarmado, siempre artísticamente —sin que supiera, ni le interesara saber, que trabajaba con firma—, siempre meticuloso en su tarea y siempre sumamente infeliz al realizarla.
La falta de satisfacciones se le notaba en la mirada. Tenía unos ojos grises que casi nunca brillaban; ojos apagados que le daban el aspecto de estar sufriendo en silencio. Era un hombre bastante apuesto, de estatura media y peso medio, y tenía el cabello del color del trigo maduro que peinaba pulcramente con raya a un lado. Su forma de vestirse era aseada y discreta, y tenía una voz suave y discreta, apagada como sus ojos. Muy raramente alzaba la voz, ni siquiera cuando reía, y se reía muy pocas veces. Casi nunca sonreía.
En este sentido, era semejante a Baylock, sentado junto a él en el asiento delantero del coche. Baylock era un hombre bajo y muy delgado, entrado ya en los cuarenta, que se volvía calvo y viejo por la preocupación y el pesimismo, que estaba enfermando del hígado y que tendía a saltarse comidas y horas de sueño. Los ojos de Baylock parpadeaban sin cesar debido a su mala visión, y tenía unas manos pequeñas y huesudas que constantemente se frotaba a causa de las preocupaciones y del recuerdo de la prisión que había conocido años antes. Baylock había estado preso, según él, durante un período muy largo, y en determinadas ocasiones hablaba de la cárcel y de lo horrible que era, y aseguraba que preferiría estar muerto y enterrado antes que volver a ella. Baylock era un pesado y en ocasiones llegaba a atacar los nervios de su interlocutor. A veces se hacía insoportable.
Harbin recordaba momentos precisos en los que había llegado a hartarse de Baylock, cansado de escuchar sus continuas protestas y gemidos, el sonido quejumbroso y pesimista como el goteo de un grifo que se metía en los nervios, y se metía, y se metía, hasta que no quedaba otra solución que apartarse de él hasta que se cansara de oír su propia voz. Baylock siempre tardaba en cansarse, pero, por otra parte, era un individuo de absoluta confianza durante el golpe y útil después del golpe por su capacidad de valorar el botín y, sobre todo, valioso porque siempre exponía con toda franqueza sus motivos y acciones.
Harbin reconocía y apreciaba este rasgo poco corriente. Él igual que la chica y Dohmer, que estaban sentados en el asiento de atrás. Aunque Dohmer mostraba de vez en cuando una hostilidad activa hacia Baylock, siempre era una hostilidad pasajera que hervía, se concentraba, estallaba y se desvanecía. Dohmer era un holandés alto y corpulento, próximo a los cuarenta años, con una nariz ancha y grande, un cuello grueso y un cerebro espeso. Su cerebro jamás trataba de llevar a cabo aquellas funciones que sabía que no podía realizar, y por este motivo Dohmer le resultaba a Harbin tan valioso como Baylock. Dohmer era bastante torpe de movimientos y nunca se le permitía trabajar en el interior de las casas, pero en el exterior funcionaba bien como vigía y en las emergencias actuaba de modo más o menos automático, reaccionando como un sistema de alambres y engranajes.
Harbin se quitó el cigarrillo de la boca, lo miró y lo devolvió al mismo lugar. Giró su cabeza hacia Baylock, y luego siguió girándola para observar a Dohmer y la chica. La chica, Gladden, le devolvió la mirada y, cuando sus ojos se encontraron, hubo un instante de tensión, como si la cosa no pudiera pasar de aquí. Por el cristal posterior penetraba el resplandor de una farola lejana, posándose en el cabello amarillento de Gladden y en parte de su rostro. El resplandor revelaba los angulosos rasgos de su cara, el amarillo de sus ojos, la fina línea de su garganta. Estaba sentada en silencio, mirando a Harbin, y este veía su delgadez como una prueba tangible de su falta de peso mientras en su mente se decía que ella pesaba toneladas y toneladas, todas suspendidas de una cuerda que él llevaba atada al cuello. Contempló la carga que Gladden le representaba y trató de sonreír, pero no lo logró porque en aquel momento la veía como una carga y sólo como una carga. Luego reaccionó, alejándose de aquel momento, y la vio sólo como Gladden.
Vista sólo como Gladden era una chica callada y amable cuya compañía resultaba agradable. En los golpes era completamente mecánica y ejecutaba sus funciones como si estuviera haciendo calceta. En todos ellos se ocupaba de la preparación, y lo hacía de una forma tranquila, casi despreocupada, que hacía que su trabajo pareciera fácil cuando en realidad era muy difícil, a veces más difícil que el golpe en sí. En este golpe, con el que pretendían conseguir esmeraldas por valor de cien mil dólares, Gladden había trabajado durante seis semanas a fin de establecer buenas relaciones con algunos de los sirvientes de la casa y entrar con el pretexto de visitarles cuando la familia hubiese salido, para reunir la información y transmitírsela a Harbin y a Baylock y a Dohmer. Y todo esto lo hacía ateniéndose estrictamente a un plan; recibir instrucciones de Harbin sin hacer preguntas, cumplir escrupulosamente las instrucciones, regresar con los datos previstos y aguantar en silencio los quejidos, gemidos y protestas de Baylock. Baylock decía que les había facilitado una información incompleta, y que sin duda había más alarmas de las que ella aseguraba. Baylock se quejaba de que no cumplía satisfactoriamente con su cometido. Pero es que Baylock siempre las tomaba con Gladden.
En sus ataques no había nada personal. Baylock la apreciaba y cuando no estaban ocupados en un golpe se mostraba amable e incluso, de vez en cuando, tenía algún detalle con ella. Pero los golpes eran lo más importante en la vida de Baylock y él consideraba a Gladden como un estorbo, como una fuerza negativa que se oponía al éxito de sus trabajos. Aun cuando los golpes salían bien, Gladden era una mujer, y las mujeres tarde o temprano traen problemas. Baylock estaba constantemente buscando apartes con Harbin para insistir en este punto. Gladden era el principal motivo de queja de Baylock, aunque nunca lo exponía abiertamente delante suyo. Esperaba a que no estuviera cerca y entonces daba comienzo a su queja favorita, asegurándole a Harbin que no necesitaban a Gladden, que deberían entregarle algún dinero y hacerla marchar, que sería mejor para ella y, desde luego, mucho mejor para ellos.
Harbin hacía siempre todo lo posible para cambiar de conversación, porque este era un tema sobre el que no sólo no le gustaba hablar, sino que incluso le disgustaba pensar. Sabía que no podía explicarle a Baylock las razones por las que debían conservar a Gladden. Eran razones muy profundas, y había veces en que él mismo trataba de entenderlas sin conseguirlo, viéndolas únicamente como elementos vagos que flotaban sobre una siniestra profundidad. Su contacto y su relación con Gladden configuraban un estado de cosas verdaderamente singular, en el que había algo de antinatural; era como un rompecabezas que aparecía ante sus ojos y se quedaba ante ellos, negándose a disolverse, persistente, creciendo siempre. Había pasado numerosas noches sin dormir, contemplando el negro techo de la habitación, con la imagen de Gladden como un martillo que caía desde arriba y le golpeaba en el cerebro. Se diría que casi podía ver el martillo, sus destellos metálicos en la oscuridad del cuarto, la fuerza de su caída, descendiendo hacia él, clavándose en él. Como si estuviera amarrado de pies y manos sin posibilidad de escapatoria. La cosa estaba implantada. Era así. No podía huir de Gladden.
Entonces, al contemplarla y viendo su rostro en el asiento de atrás del coche, hizo un nuevo intento de sonreír. No podía. Pero ella sí le sonreía. Había dulzura en su sonrisa suave y agradable, pero para él era como una afilada hoja que lo desgarraba y tuvo que desviar la mirada. Mordió el cigarrillo deseando poder encenderlo, pero sus normas respecto a encender cerillas durante los golpes eran estrictas. Se paseó el cigarrillo por los labios y consultó su reloj.
Luego se volvió hacia Baylock y observó:
—Creo que ya podemos empezar.
—¿Has comprobado las herramientas?
—Ahora lo hago —respondió Harbin, extrayendo del bolsillo de la chaqueta un pequeño cilindro metálico que habría podido pasar por una estilográfica. Oprimió un extremo y contempló el rayo de luz que iluminó el suelo del automóvil. De otro bolsillo sacó un estuche de franela anudado con un cordón de zapato, deshizo el nudo, extrajo las minúsculas herramientas una a una y se las acercó a un ojo, mientras mantenía el otro cerrado, para estudiar sus finas puntas y afilados bordes, tocando el liso metal con las yemas de los dedos y cerrando ambos ojos para concentrarse en el tacto del frío y preciso metal. Antes de un golpe era prudente comprobar siempre el estado de todos los útiles. Harbin había aprendido mucho antes que el metal es un elemento imprevisible y que, a veces, elige los momentos más inoportunos para estropearse.
Las herramientas parecían en buen estado, de modo que las devolvió a su estuche, metiéndoselo en el bolsillo. Consultó de nuevo su reloj.
—Muy bien. Mantened los ojos abiertos.
—¿Te vas ya? —preguntó Dohmer.
Harbin asintió, abrió la portezuela y salió del coche. Cruzó el amplio y liso asfalto negro y llegó a la acera que bordeaba los arriates del jardín de la mansión. Caminando sobre el césped, se dirigió hacia la ventana que había elegido. El estuche de franela salió otra vez de su bolsillo y de él tomó un instrumento que servía para cortar vidrio. Este cumplió su cometido silenciosamente, mientras Harbin sostenía la palanquita que accionaba su minúscula hoja. Finalmente, logró retirar un pequeño rectángulo de cristal, lo suficiente como para que Harbin introdujera sus dedos y abriera el pestillo de la ventana. A continuación, alzó la ventana lenta y silenciosamente. Se dijo que Gladden ya debía de estar a punto de llegar. Oyó un ruido a su lado y se volvió para verla. Ella sonrió y con un gesto rápido de su mano derecha, algo así como espantar una mosca de la nariz, le indicó que Dohmer y Baylock estaban en los puestos previstos. Dohmer se hallaba en la parte posterior de la casa, vigilando las ventanas del piso alto por si se encendía alguna luz. Baylock estaba en el jardín, al frente de la mansión, en un lugar desde el que podía observar tanto las ventanas delanteras y laterales como la calle y el coche aparcado. Era muy importante no perder de vista el coche. La policía de la Main Line de Filadelfia conocía casi todos los automóviles de aquella zona residencial y sin duda se sentiría inclinada a investigar todos los coches sospechosos.
Harbin alzó un dedo hacia la ventana y Gladden saltó al interior. Cuando Harbin la siguió, un rayo de luz de su pequeña linterna se deslizó bajo el brazo de ella. Luego, Gladden se hizo cargo de la linterna y ambos cruzaron la sala en dirección a la caja fuerte. Aún no se había intentado camuflar la caja, cuando a la luz de la linterna apareció un cuadrado de bronce con un ornado cierre de combinación en su centro. Harbin meneó lentamente la cabeza y Gladden regresó a la ventana, atenta a las posibles señales luminosas de Dohmer y Baylock.
Ante la caja, Harbin volvió a consultar su reloj. La estudió, ignorando la rueda de la combinación y concentrándose en los bordes del cuadrado de bronce. Tras consultar una vez más el reloj, Harbin se concedió un máximo de cinco minutos. Comenzó a mascar el cigarrillo sin encender y extrajo la herramienta conveniente de su estuche de franela. Era una pequeñísima sierra circular accionada por un dispositivo hidráulico del tipo de una jeringuilla hipodérmica. Los dientes de la sierra se hincaron en el panel de roble que rodeaba el cuadrado de bronce. Harbin tenía la cara casi pegada a la madera, pero de vez en cuando la apartaba para comprobar si había una luz verde en la pared más cercana. La luz verde, en el caso de que apareciera, procedería de la linterna de Gladden. Lo más probable era que la viese, pero quería estar seguro, porque su linterna solo emitía un hilo de luz verdosa y, si no la enfocaba con precisión, podía pasarle por alto. Si veía la luz verde, era que Gladden había recibido una alarma de Baylock o de Dohmer, o de ambos. Significaría que Dohmer correría hacia la ventana para entrar en la mansión e interceptar a cualquiera que bajara del piso de arriba, utilizando su técnica especial para neutralizar, silenciosa pero firmemente, a la persona en cuestión. O también podía significar que había problemas en el exterior, y entonces Dohmer y Baylock tendrían que representar un montaje para evitar sospechas. Podía significar muchas, muchas cosas, y Harbin tenía todas las posibilidades presentes en su cerebro.
La sierra terminó con un lado del cuadrado. El ritmo de la sierra producía un sonido semejante al de un hombre que gruñera guturalmente. Era un sonido nocturno y podía tomarse por el de algún insecto en el aire primaveral. O bien por el ruido de un automóvil lejano. Era un ruido que Harbin había comprobado muchas veces en la base, haciendo que Gladden utilizara la sierra en el piso de abajo mientras él escuchaba con la cabeza sobre la almohada, tratando de desechar toda idea preconcebida, hasta que al fin había decidido que era un ruido tolerable. En la base siempre estaban realizando este tipo de comprobaciones y practicaban constantemente. Todos ellos detestaban las prácticas, sobre todo Harbin, pero era este quien rápidamente sofocaba todas las protestas.
Había cortado ya tres lados del cuadrado y estaba trabajando en el cuarto, cuando sus ojos percibieron el resplandor. Se volvió y vio la llama verde brillante de la linterna de Gladden. La luz verde se encendió, se apagó, se encendió de nuevo, permaneció encendida y, por fin, emitió tres destellos, anunciándole a Harbin que había problemas en el exterior, que Baylock había dado la señal, que se trataba de la policía y que estaban inspeccionando el coche. Harbin abrió ligeramente la boca y el cigarrillo masticado se deslizó de entre sus dientes, rebotó en su codo y cayó al suelo. Se agachó y lo recogió con la mirada fija en la ventana, esperando nuevas señales de Gladden. Su silueta se recortaba de perfil, enmarcada por la ventana. Para ser una chica tan delgada, se dijo, su estatura era razonable; algo así como un metro sesenta. Pero debería ganar peso. Comía como un pajarillo. La policía, imaginó, estaría atisbando por las ventanillas del coche. Se imaginó su potente automóvil de persecución detenido junto al suyo, y los policías rodeándolo, mirándolo sin decir nada. A continuación se meterían dentro. Inspeccionarían el interior. Eran tremendos estos policías, porque lo próximo que harían sería mirarse el uno al otro. Después echarían una ojeada alrededor, hacia el aire de la noche. Se quedarían ahí parados. La policía, se dijo, era magnífica cuando se trataba de quedarse ahí parada. A veces, iban un poco más lejos y se echaban la gorra atrás y adelante. Nadie era capaz de echarse la gorra atrás y adelante con la perfección de un policía. Siguió mirando a Gladden y esperando nuevas señales de su linterna, pero esta permanecía apagada. Harbin miró la hora. Cuando volvió a consultar su reloj, habían pasado ocho minutos y comprendió que tenía que hacer algo, porque la falta de noticias de Gladden significaba que la policía todavía estaba allí.
Cruzó la habitación y se fue hacia Gladden.
Se detuvo junto a su rostro de perfil y le habló al oído.
—Voy a salir.
Los únicos movimientos de ella eran los de la respiración. Mantuvo la vista fija en un muro del jardín, donde se reflejarían las otras linternas en caso de ser encendidas.
—¿Qué les dirás?
—Que se ha estropeado el coche —respondió—. Había ido en busca de un mecánico.
Por unos instantes ella no dijo nada. Harbin esperó a que hiciera alguna observación. Era una auténtica emergencia, y nada de lo que ella pudiera decir tendría consecuencias prácticas para él, pues pensaba salir de todos modos. Pero le gustaba saber que sus decisiones eran buenas, y quería que ella se lo confirmara. Le entregó las herramientas y la linterna. Esperó.
—Siempre has subestimado a la policía —dijo finalmente.
No era la primera vez que se lo decía. No le molestó. Quizá fuese cierto. Quizá esto representaba una grave debilidad en su trabajo y alguna noche le causaría problemas. Pero no dejaban de ser quizás, y a él nunca le afectaba lo posible, ni siquiera lo probable. Lo único que le importaba era lo seguro.
—Vigila lo que comes —contestó él, por decir algo antes de marcharse. Salió por la ventana y echó a andar sobre el césped en dirección a la parte posterior de la casa, manteniéndose pegado a los muros. Aparecieron arbustos ante su cara. Los rodeó y vio a Dohmer agazapado junto a los peldaños de piedra que conducían a la puerta de la cocina. Emitió un ruidito por la comisura de los labios. Dohmer se volvió. Le dirigió una breve sonrisa y siguió andando hacia el otro lado de la casa, atravesando el jardín, hasta ver a Baylock pegado a una pared del garaje, en el otro extremo del césped. Salió detrás del garaje y se acercó cautelosamente a Baylock, haciendo apenas el ruido necesario para que Baylock le oyera llegar. Baylock se agitó un poco y le miró. Harbin asintió con un movimiento de cabeza y Baylock repitió el mismo gesto. Se giró y volvió sobre sus pasos para llegar al otro lado del garaje. Allí había otros arbustos. Cruzó entre ellos. Otro seto le condujo hasta cerca del extremo de la calzada, hacia una calle en curva que descendía por el lado norte de la mansión. Una vez allí, se quitó la chaqueta, se desabrochó el cuello de la camisa, se metió un cigarrillo en la boca y prendió una cerilla.
Con la chaqueta colgada del brazo y el cigarrillo encendido, echó a andar calle arriba hasta que llegó a la curva en el punto más alto de la cuesta. Desde ahí se veía su coche negro aparcado y el coche rojo de los dos policías.
Ambos permanecieron allí parados, esperando que llegara. Harbin suspiró y meneó lentamente la cabeza al llegar junto a ellos. Uno de los policías era un hombre corpulento de más de cuarenta años, y el otro un joven apuesto con ojos de color azul claro, como aguamarinas.
El policía corpulento preguntó:
—¿Es suyo este coche?
—Ojalá no lo fuera. —Harbin lo contempló y sacudió la cabeza.
—¿Qué está haciendo aquí? —quiso saber el más joven.
Harbin frunció el ceño, sin dejar de mirar el coche.
—¿Saben si hay algún mecánico por aquí cerca que tenga el taller abierto?
El policía corpulento se frotó la barbilla.
—¿Está de broma?
El joven estudió el coche negro. Era un sedán Chevrolet de 1946.
—¿Qué le pasa?
Harbin se encogió de hombros.
—Déjeme ver sus papeles —pidió el policía de más edad.
Harbin le tendió su cartera y contempló al joven policía, que daba vueltas al Chevrolet y lo examinaba como si fuera un bicho raro en el zoo. Harbin se apoyó en un guardabarros y siguió fumando su cigarrillo, mientras el otro policía verificaba los papeles y se cercioraba de que coincidieran con la matrícula del coche. El policía joven abrió la portezuela del otro lado y se sentó al volante.
El policía corpulento le devolvió la cartera y Harbin observó:
—He caminado al menos tres kilómetros. Nada. Ni siquiera una estación de servicio.
—¿Sabe usted la hora que es?
Harbin miró su reloj.
—Dios mío.
Desde el interior del coche, el policía joven preguntó:
—¿Dónde están las llaves?
—¿Cómo dice?
—Digo que dónde están las llaves. Quiero probarlo.
Harbin abrió la portezuela del conductor, tendió su mano hacia el contacto y no halló ninguna llave. Frunció el ceño ante la nariz aguileña del policía joven. Se apartó unos pasos del coche y se llevó la mano al bolsillo de atrás de sus pantalones. Acto seguido, comenzó a buscar las llaves por toda su ropa, mientras se decía que los ojos del policía joven no le gustaban nada.
El policía joven salió del coche y cruzó sus musculosos brazos, observándole mientras buscaba las llaves.
—¡Maldita sea! —exclamó Harbin, registrando los bolsillos de la chaqueta.
—¿Cómo puede haber perdido las llaves? —inquirió el policía joven.
—No las he perdido —respondió Harbin—. Han de estar por alguna parte.
—¿Ha estado bebiendo? —El policía joven se le acercó un poco.
—Ni una gota.
—Muy bien. Entonces, ¿dónde tiene las llaves del coche?
En vez de responder, Harbin se agachó y metió la cabeza bajo el volante para mirar en el suelo, entre los pedales. Oyó que el policía más joven preguntaba:
—¿Has comprobado sus papeles?
—Están en orden —respondió el policía corpulento.
Una mano se posó en el hombro de Harbin, y oyó la voz del policía joven diciéndole:
—¡Oiga!
Harbin se incorporó y se volvió hacia el policía.
—Hay noches en que es mejor no salir de casa —se quejó.
El policía joven había vuelto a cruzar los brazos. Sus ojos como aguamarinas lo escrutaban con frialdad.
—¿A qué se dedica?
—Venta a plazos —contestó Harbin.
—¿De puerta en puerta?
Harbin asintió.
El policía joven miró de reojo al policía corpulento y, en seguida, volvió su apuesto rostro hacia Harbin.
—¿Y cómo le va?
—Voy tirando. —Harbin forzó una débil sonrisa—. Ya sabe cómo son las cosas. Hay que luchar.
—¿Y quién no? —intervino el policía corpulento.
Harbin se frotó la nuca.
—Debía llevar las llaves en la mano cuando he salido del coche. Supongo que se me caerían mientras andaba. —Esperó a que los policías dijeran algo, y al ver que no lo hacían añadió—: Será mejor que me eche en el asiento de atrás y trate de dormir un poco.
—No —replicó el policía joven—. Eso no se puede hacer.
—¿Pueden acompañarme hasta la ciudad?
El policía joven señaló su potente automóvil rojo.
—¿Se ha creído que esto es un taxi?
Harbin embutió las manos en los bolsillos del pantalón y contempló con abatimiento la calle desierta.
—Podría quedarme a dormir en el coche —insistió.
Se produjo una larga pausa. Harbin mantuvo la vista apartada de sus rostros. Tenía la impresión de que el policía joven estaba mirándole fijamente. Sabía que estaba en el punto en que los policías habían de tomar una u otra decisión, y lo único que podía hacer era esperar.
Finalmente, le habló el policía corpulento.
—Vamos, métase en su automóvil. La noche ya está muy entrada.
Harbin pasó ante los ojos de color aguamarina del policía joven. Abrió la portezuela de atrás, subió al coche, se tendió sobre la tapicería y cerró los ojos. Al cabo de un minuto, más o menos, oyó arrancar el motor del coche rojo y cómo se alejaba.
La manecilla más larga de su reloj recorrió siete minutos antes de que Harbin alzara la cabeza para atisbar por la ventanilla. Tras bajar el cristal escuchó atentamente, pero el aire nocturno no transmitía ningún sonido. Absorbió el silencio, disfrutándolo. Después, salió del Chevrolet, se metió otro cigarrillo en la boca y echó a andar hacia la mansión.
Cuando llegó, Gladden seguía en la ventana. Harbin le dirigió una sonrisa mientras ella le devolvía las herramientas. Conectó su linterna, la enfocó hacia la caja fuerte y siguió el rayo de luz blanca hacia el otro extremo de la habitación, hacia el cuadrado de bronce. Y, tras el bronce, las esmeraldas.