Era un callejón de chabolas, en su mayoría de madera podrida y astillada; algunas estaban techadas con tela asfáltica, otras con láminas metálicas herrumbradas recogidas en los muelles. La gente que habitaba en estas moradas no pagaba alquiler ni impuestos inmobiliarios. El valor del alquiler era cero y resultaba inútil gravarlos con impuestos, pues no había manera de justipreciar sus propiedades.
Era un trozo de barro seco, cenizas acumuladas y toda clase de basuras, incluidos los huesos de los gatos roídos por los perros callejeros. A veces, los gatos eran devorados por bandadas de ratas que llegaban a esta zona en busca de basura y no encontraban nada; allí se padecía una aguda escasez de comida, por lo tanto, se rascaban los platos hasta dejarlos relucientes. Sin embargo, algunas de estas gentes ganaban dinero.
Lo ganaban vendiendo cierta mercancía que no podía exhibirse al aire libre en el mercado público. Los ancianos vendían sus poderes fetichistas a quienquiera que creyese en ese tipo de brujería y deseara dañar o bien borrar del mapa a un enemigo. Había quienes vendían opio obtenido a precios de ocasión de los marineros que lo habían sacado de contrabando de Asia. Si no era opio, era marihuana, y tenían un método para hacerle alcanzar una calidad extrapotente que llevaba al fumador muy lejos de la tierra, permitiéndole flotar allá arriba, junto a los grandes, al lado de los cantantes y bailarines famosos, de los campeones y los líderes. Esta marihuana especial que vendían en el Morgan’s Alley era un hábito muy placentero si se podía conseguir. Pero cuando no podía conseguirse, la pérdida de altura era repentina, una especie de hundimiento que obligaba al consumidor a llegar hasta el fondo de verdad y a lanzarse desde un muelle. A veces se prendían fuego con cerillas. Otro método muy popular consistía en envolverse la cabeza con una tela bien apretada, de modo tal que boca y nariz quedasen cubiertos y no pasara el aire. Eso era lo único que podía hacer un consumidor cuando no podía conseguir marihuana.
Aunque había otros problemas más fáciles de solucionar. Para los que necesitaban un tipo especial de hembra, Morgan’s Alley cumplía con todos los requisitos. No era una cuestión de aspecto físico. En su mayoría, los especímenes femeninos de esta zona se encontraban en estados lamentables, y habían sido rechazados por los proxenetas y las madames de la calle Barry. Por ello aprendían algunas técnicas inusuales que les colocaran en la categoría especial. Aprendían aquellas travesuras ya de chicas y, cuando se hacían viejas, eran artistas con sus clientes fijos, algunos de los cuales viajaban desde kilómetros con el solo fin de pasar una sola noche en Morgan’s Alley. Por ejemplo, cierto maderero canadiense, cargado de millones, conocido en todo el imperio como un caballero y un deportista distinguido. A los cuarenta y seis años, tenía la constitución de un jugador de rugby, y podía haber servido de modelo a los forofos del atletismo. Tenía una esposa guapa, cuatro hijas guapas, dos de ellas casadas y con hijos. Todas lo adoraban. Dos veces al año viajaba en avión hasta Jamaica, se alojaba en un hotel exclusivo cerca de la Bahía Montego. Pasaba unos días pescando y jugando al golf y después, sigilosamente, alquilaba un coche y salía solo, llevando por todo equipaje una bolsa raída llena de ropa muy vieja. Al llegar a Kingston, solía esperar hasta después de medianoche, luego se vestía con la ropa vieja y se dirigía al Morgan’s Alley, a la casa donde ella había recibido su carta y lo estaba esperando. La mujer pasaba de los sesenta, y medía un metro cuarenta y pesaba unos cuarenta kilos. Lo primero que hacía él era darle el dinero. En billetes americanos la suma ascendía a unos cincuenta dólares. Entonces, ella le ordenaba que le hiciera la manicura y él obedecía. Le lustraba las uñas de las manos hasta dejárselas exquisitamente brillantes, y hacía lo propio con las de los pies. Ella lo recompensaba con una patada en la cara. En realidad no era una patada fuerte, al menos no lo suficiente como para romperle la nariz o partirle los labios, pero lo bastante fuerte como para darle dolor de cabeza, el dolor amortiguado con el que había estado soñando silenciosamente durante seis meses en Canadá. Eso era todo. Sin decir buenas noches, abría la puerta y se iba, y al día siguiente, volvía a tomar el avión rumbo al norte. Por supuesto que ella no sabía quién era su cliente, pero eso no importaba en absoluto. Lo que contaba eran los cincuenta dólares con los que podría vivir durante meses. A la mujer jamás se le cruzó por la cabeza el que su cliente habría estado dispuesto a pagar varias veces esa cantidad. Ignoraba que había buscado en cuatro continentes para encontrar la cara y el cuerpo que se parecieran a la imagen que tenía en mente. La había encontrado hacía nueve años, y desde entonces, esos dos viajes anuales a Morgan’s Alley eran las funciones más importantes de su vida.
En otra chabola vivía una mujer joven cuyo cliente más cumplidor era un australiano llamado Hainesworth. Era segundo oficial de un buque mercante que atracaba en el puerto de Kingston por lo menos cinco veces al año. Tenía unos cuarenta y tantos años, medía poco más de metro ochenta y pesaba unos ciento cincuenta kilos. La mujer pesaba alrededor de cincuenta y cinco. El marinero le pagaba el equivalente de diez dólares para que saliera de la choza y volviera a entrar y fingiera estar terriblemente asustada de su presencia, mientras él sonreía ávidamente y avanzaba hacia ella. Entonces, ella debía simular que luchaba mientras él le arrancaba la ropa y la arrojaba al suelo; habían acordado que ella podría luchar como quisiera, utilizando los dientes, las uñas o lo que fuera, e infligiéndole todo el daño que deseara. A él no le estaba permitido devolver los golpes; al menos no con los puños. Las reglas establecían que él podía luchar cuerpo a cuerpo con ella e intentar dominarla con su peso; naturalmente, siempre lograba inmovilizarla, de modo que se parecía bastante a una verdadera violación. La mujer era muy buena actriz y, en cierta medida, no actuaba. Disfrutaba intentando quitárselo de encima y haciéndole daño. Una noche, hacía varios años, lo había marcado de por vida al arrancarle de un mordisco un trozo de mentón. Había sangrado mucho. Pero no se enfadó con ella. Al fin y al cabo, formaba parte del acuerdo.
Esa noche, estaba muy enfadado con ella. Al llegar, no la había encontrado. Y ahora esperaba en el callejón, mirando con rabia la puerta cerrada; maldecía a la mujer por llegar tarde, y se preocupaba porque tal vez no fuera a presentarse, y volvía a maldecirla porque sabía cuánto lo necesitaba y que no podía vivir sin eso. Pensó en las largas semanas en alta mar; pensó en las noches en que se retorcía en su litera devorado por la impaciencia de que el buque llegara a Kingston, porque eso significaba que podía ir al Morgan’s Alley, único solaz permitido a sus ciento cincuenta kilos de carne fofa y cara bulbosa, que las mujeres no soportaban mirar.
Hainesworth levantó la palma de la mano sudorosa y se la llevó a la cara empapada; se pasó los dedos temblorosos por los labios inquietos. Sacó un enorme reloj del pantalón blanco de dril y miró la hora: eran las cuatro y cinco. Luego miró el cielo negro que en un par de horas comenzaría a aclararse. Suspiró pesadamente y se recostó contra el portal de la chabola; apretó los labios y volvió a maldecirla. Pero los juramentos no le sirvieron de nada. Simplemente le hicieron sudar y temblar más. No vendrá —pensó—. Se habrá ido a alguna parte y no se presentará. Maldita manera de tratarme a mí, que he sido tan bueno y decente con ella. Con todas las libras que le estuve dando. Y el collar que le mandé desde Melbourne. Y otra vez, también desde Melbourne, le envié una pulsera. Y desde Tórtola, me lo juego todo y le envío por correo una caja de caramelos junto con la nota en la que le anuncio mi llegada dentro de una semana. Ya ves, la has acostumbrado mal, maldita sea. Un collar, una pulsera, una caja de caramelos. Tendrías que echar la puerta abajo.
Se alejó de la puerta desvencijada de la chabola y apuntó hacia ella toda su corpulencia, tomando impulso para la arremetida que lo haría traspasar estruendosamente la débil barrera. Pero entonces cambió de parecer. Lo único que quería encontrar allí dentro era la hembra, y no estaba. Lo que podrías hacer —pensó—, es irte hasta Hannah’s, al fondo del callejón, donde podrás sentarte a tomar una cerveza y pagar unos cuantos chelines más para echarle otro vistazo a los cuadros. Pero esa noche ya había estado varias veces en Hannah’s; además, estaba cansado de ver la colección de cuadros de Hannah: los dibujos a lápiz hechos por su sobrino, que había asistido a una escuela de arte, pero que como no podía vender sus paisajes se había dedicado al tipo de obras que jamás exhiben en las galerías autorizadas. El sobrino de Hannah había vendido muchos de estos cuadros antes de que las autoridades lo detuvieran y el juez lo condenara a dieciocho meses. Pero Hannah había logrado salvar parte de su obra, e insistía en que se trataba de los mejores cuadros; cobraba sólo un chelín por quince minutos de alquiler y hacía el precio especial de tres chelines la hora. Y por favor no me ofrezca comprarlos, porque no están a la venta. Una vez un hombre trató de robármelos y ahora tengo dos de sus dedos en un frasco de vinagre. Mire, venga que se los muestro. Guardo el frasco para que todo el mundo recuerde que estos cuadros son míos, y que aunque sea una vieja enferma reumática, soy muy capaz de vérmelas con cualquier malhechor que trate de…
Hainesworth se ahogó de risa al pensar en Hannah. La vieja tenía setenta y tres años y pesaba unos treinta y cinco kilos, porque comía muy poco y, según se decía, también dormía muy poco. Durante un rato se divirtió con el recuerdo de Hannah, pero entonces, sus pensamientos volvieron a centrarse en los cuadros, en uno en particular, en el que aparecían un gorila y una chica. Se trataba de un dibujo hecho en la escala exacta y con mucho detalle. El gorila era inmenso y la chica pequeña y de formas delicadas; sus piernas pateaban enloquecidamente al tiempo que se retorcía entre los brazos peludos. En la mente de Hainesworth, el cuadro se movía y la escena era real, con la única diferencia de que el gorila llevaba una gorra de segundo oficial y en el brazo izquierdo tenía un ancla tatuada. Oyó un siseo; era su propia respiración, el aire silbó al entrarle por los dientes espasmódicamente, se llevó las manos a los bolsillos de los pantalones. No buscaba lo que había en ellos, sino que sus manos se hundieron un poco más; la cara llena de bultos se retorció cuando se dijo que debería parar. Logró parar, y el esfuerzo lo obligó a morderse el labio; cuando sacó las manos de los bolsillos se recostó pesadamente contra el portal de la chabola. La madera podrida crujió bajo el peso de su cuerpo. Aquel sonido hizo de contrapunto al gemido que lanzó desde lo más profundo de su ser. Tío, estás en muy mala forma —pensó—. Muy mala forma, y la cosa se pone peor. Esto de esperar aquí no te servirá de nada. Será mejor que vuelvas al Albergue de Marineros y te metas en la cama hasta que te recuperes.
Pero con eso tampoco arreglas nada. Sabes que serías incapaz de dormirte. Morderías la almohada hasta hacerla pedacitos, igual que hiciste aquella vez en Melbourne, cuando seguiste a aquella mujer no sé cuántas manzanas y al final, cuando te vio, echó a correr y tú volviste a tu habitación y destrozaste la almohada y el relleno se esparció por todas partes, y al día siguiente, la patrona te montó un cirio. De modo que será mejor que no vuelvas al Albergue de Marineros. Esperemos aquí un rato. Un rato más. Aparecerá. Seguro que tarde o temprano aparecerá. Y cuando aparezca…
Se frotó las palmas de las manos sudadas una contra la otra y se pasó la lengua por los labios; la sonrisa húmeda se hizo más amplia cuando oyó unos pasos.
Pero no era la mujer. Ante los ojos de Hainesworth apareció un cero a la izquierda viviente, cubierto de barro. El australiano lanzó un gruñido de disgusto y desengaño. Miró ceñudamente al extraviado que se valía de la luz de la luna que bañaba ese lado del callejón e iluminaba con un reflejo azul plateado los portales. El hombre miraba de reojo las puertas como si buscara una dirección. En algunas, los números estaban marcados con tiza, pero en esa en particular, no había ningún número y varias de las chabolas vecinas también carecían de él.
—¿Qué número busca? —inquirió Hainesworth.
—El diecisiete.
—Está al fondo del callejón.
—Ya lo sé. He contado las casas, pero perdí la cuenta.
—Este es el veintinueve —le informó Hainesworth.
—Gracias —repuso Bevan y se alejó de inmediato.
—¿A quién busca? —le preguntó el australiano, yendo tras él.
—A un amigo —respondió Bevan y siguió caminando.
Hainesworth lo alcanzó y poniéndose a su lado le preguntó:
—¿Qué prisa tienes, chico?
Bevan no le contestó. Ni siquiera miró al corpulento y fofo australiano. Contaba los portales.
Entonces, Hainesworth se detuvo delante de él, bloqueándole el paso y le vociferó:
—¿Quién vive en el diecisiete?
—Winston Churchill.
—¿Te crees gracioso, chico?
—No —respondió Bevan. Se disponía a rodear al australiano, pero este se movió y volvió a bloquearle el paso. Bevan suspiró y dijo—: No puedo quedarme a hablar con usted. Tengo prisa.
—¿Por qué? —Hainesworth se había cruzado de brazos. Miraba al extraviado de arriba abajo; vio el cabello color de paja y los ojos grises y se dijo que debajo de todo aquel barro iba un hombre blanco, con ropas bastante caras. Un turista, concluyó. Un turista norteamericano. Sería interesante charlar con él. De todas maneras, es una forma de pasar el tiempo mientras espero a mi chica. Pero el tipo no parece con ganas de charlar. Diría que es más bien insociable. ¿Me aparto y lo dejo pasar? Dijo que tenía prisa. Pero es más pequeño que tú, considerablemente más pequeño. Me parece que nos vamos a divertir con este tío.
El australiano repitió la pregunta, pero no obtuvo respuesta. Sonriéndole al norteamericano le preguntó:
—¿Por qué no puedes decírmelo? ¿Tienes miedo?
—No —respondió Bevan—. Estoy cansado. Me está cansando, amigo.
—¿De veras? —La sonrisa de Hainesworth se tensó hasta desaparecer; ensanchó el pecho y le dijo—: Chico, lo que acabas de decir no me ha gustado nada.
—Entonces lo retiro y le pido disculpas.
—Así me gusta.
—Me alegro. Pero ¿sabe una cosa? Es usted muy aburrido, y me gustaría que se apartara de mi camino.
—¿Y si no lo hiciera?
—Si no lo hace, lo sentirá mucho —le dijo Bevan.
Hainesworth se echó a reír. Era una risa ronca, burlona y su sonido le gustó; volvió a reír, esta vez con más fuerza.
Bevan lo empujó.
No fue un empujón muy efectivo. El australiano retrocedió apenas uno o dos pasos. Pero la risa se le atragantó y le costaba respirar. Vio al hombre más pequeño dirigirse hacia él, entonces retrocedió un paso y luego otro más. Y continuó retrocediendo a medida que el hombrecito caminaba hacia él muy lentamente.
—¡No! —jadeó—. ¡No!
En los ojos de aquel hombre vio algo que le decía que lo único que podía hacer era darse media vuelta y salir corriendo. Al girarse, perdió el equilibrio y cayó de lado en medio del barro seco del callejón. Volvió a jadear, pero no pudo decir nada. Intentó rodar para apartarse, pero no logró moverse. Tenía los ojos cerrados firmemente, por lo que no vio venir la patada en la cara o algo peor. Mucho peor —se dijo, sintiendo que su grueso estómago temblaba contra el barro apisonado del callejón.
Pero nada ocurrió. Oyó el sonido de unos pasos que se alejaban; rodó hasta quedar boca arriba y al mirar, vio el hombre más pequeño caminando lentamente en la oscuridad mientras el pelo color paja le brillaba bajo la luz de la luna.
Hainesworth se incorporó y caminó rápidamente en dirección contraria. De buena me he librado —se dijo—. He tenido suerte. Pero cuando se acercó al portal de la chabola de la mujer, se vino abajo, cayó de rodillas y soltó un sollozo demoledor. Asquerosa medusa —se dijo—. ¿De qué tenías miedo? Era sólo un hombre. Tal vez ahí resida la cuestión. Estabas frente a un hombre. Un hombre de verdad. ¿Y tú? Tú no eres más que un…
Pero olvidémonos de eso. Pensemos en algo agradable. Como por ejemplo, saber que hay otra forma de demostrar tu masculinidad, una forma mucho más fácil y, ciertamente, mucho más placentera. Repíteme que no tardará en venir, y entonces… Sus ojos vidriosos miraron las anchas manos, el sudor que brillaba en las palmas ahuecadas, los dedos gruesos doblados arañando el aire con avidez.