Bevan caminó recto callejón abajo hacia la calle Barry, giró por Barry continuó hasta la primera intersección que le permitiera girar hacia el norte, rumbo a la calle Queen. Esta última arteria estaba llena de gente y Bevan se vio obstaculizado por grupos de personas que hablaban y reían, o estaban ocupadas con diversas transacciones que consistían, en su mayor parte, en discusiones ruidosas y vigorosos gestos de negación. Pero no vio ni oyó nada. Pasó a través de estos grupos como en trance. Al verlo venir, la gente se daba cuenta de su estado y se apartaba para dejarle paso; lo miraban al pasar y luego se miraban entre sí en medio del repentino silencio inducido por el asombro y el pasmo.
—Va como un sonámbulo —dijo uno.
—O como hipnotizado —comentó otro—. Parece hipnotizado.
—Os equivocáis —dijo un tercero—. Ese tipo ha bebido demasiado.
—Pero fíjate qué derechito camina —dijo el primero—. Camina demasiado derechito para estar borracho.
—Insisto, ese hombre está borracho —dijo el otro—. No sabe adónde va. Te apuesto algo…
—Perderías —dijo el primero—. Ese tipo sabe muy bien adónde va.
Se quedaron allí mirando al turista bien vestido, que había cruzado a la otra acera de la calle Queen y se dirigía hacia la entrada de la comisaría.
Se lo contó a tres policías de piel oscura, abordándolos donde estaban, justo después de la entrada. Lo escucharon impasibles, y uno de ellos le dijo:
—Acompáñeme, señor —y lo condujo por la antesala hasta un escritorio ante el cual se encontraba sentado, de brazos cruzados, un sargento muy gordo, mientras miraba con aire furibundo a dos mujeres huesudas que llevaban los labios muy pintados y la cara llena de colorete y polvos. La piel del sargento era negra como el carbón, pero reflejaba un tono bermellón, un brillo sulfuroso que se debía más bien al calor de la rabia que al atmosférico.
—La última vez os solté con una advertencia. Pero esta vez… —decía el sargento a las mujeres.
El policía lo interrumpió, se acercó al sargento y le susurró al oído. El sargento abrió lentamente la boca hasta dejarla desmesuradamente abierta y así la mantuvo mientras el policía continuaba susurrándole al oído. Una enorme mosca de alas azuladas se posó sobre la nariz del sargento, pero no hizo ademán de espantarla. Finalmente, el policía dio un paso atrás y esperó un comentario. No hubo ninguno. El sargento se quedó sentado y dejó que la mosca permaneciera sobre su nariz, mientras miraba boquiabierto al turista norteamericano que estaba de pie y sonreía.
Entonces la mosca se marchó. Voló describiendo amplios círculos por encima de la cabeza del sargento. Bevan se quedó mirándola y con la sonrisa fue como si le preguntara: ¿Qué tal se está allá arriba? Y como si la mosca le contestara: Fenomenal, siempre y cuando tengas alas. A Bevan se le borró la sonrisa por un momento. Pero la recuperó cuando una de las mujeres huesudas olvidó dónde se encontraba y le hizo un guiño. Él le correspondió con otro. La mujer le sonrió, invitadora, e intentó menear sus huesudas caderas, pero el policía se le acercó y se cernió por encima suyo señalándole la frente con un dedo que más bien parecía una aguja. Volvió a colocar la cadera en su sitio, se encogió ligeramente de hombros como queriendo decir que la ley había ganado la vuelta y que renunciaba a su cliente. El sargento le hizo un gesto al policía y este con sus manazas aferró por las muñecas a las mujeres y se las llevó. Entonces, el sargento le dijo a Bevan:
—No puedo creer lo que me ha dicho el agente. ¿Podría aclarármelo?
Y se lo contó al sargento. El sargento sacó un pañuelo y se secó la cara sudorosa al tiempo que se levantaba del escritorio.
—Por aquí, acompáñeme —le dijo a Bevan y lo condujo hacia un pasillo. Recorrieron el pasillo hasta una puerta en la que un letrero ponía «Tenientes».
Se lo contó a un teniente y al cabo de un rato a varios más. No supieron qué hacer, por lo que decidieron que aquello requería la intervención de un capitán. Lo acompañaron a la oficina de este que, a su vez, llamó a otro capitán. Los capitanes discutieron en voz baja y finalmente acordaron que no podían manejar el asunto y que lo único que les quedaba por hacer era acudir al inspector.
El inspector se llamaba Archinroy; era el producto de una mezcla de razas ocurrida hacía varias generaciones. Tenía la piel de un amarillo grisáceo; parte de la tonalidad amarilla era consecuencia de un problema hepático, pero en su mayoría se debía al hecho de que su tatarabuela había nacido en Sumatra y se había casado con el heredero británico de una plantación de caucho. Como consecuencia del matrimonio, el heredero fue desheredado, cosa que no le importó demasiado. Poco a poco perdió su acento de Oxford y desarrolló un cierto gusto por el arroz y el pescado desecado. Tuvieron siete hijos y uno de ellos fue a África, donde se casó con una muchacha nigeriana que le dio tres hijos negros, uno de los cuales resultó ser un muchacho ambicioso que viajó a Inglaterra, estudió derecho y se casó con una mulata proveniente de Honduras Británica. Tuvieron un único hijo que también quiso ser abogado, pero en la guerra fue herido durante la primera batalla del Marne. Meses más tarde su joven viuda dio a luz a un niño pequeñajo, de ojos ligeramente achinados y piel de un amarillo grisáceo.
El inspector Archinroy conservó los ojos ligeramente achinados a través de los años en que se crio en la zona del Limehouse londinense; allí fue donde por primera vez lo metieron en la cárcel por un robo de poca cuantía; como consecuencia de aquella experiencia, se estrecharon aún más al aprender todos los trucos. Más tarde, cuando decidió hacerse policía, sus excolegas intentaron acabar con él, pero sus ojos achinados eran a la vez telescópicos y microscópicos, permitiéndole ver a través de cada uno de sus movimientos. Astutamente, los engañó a diestro y siniestro y alcanzó una cierta reputación por las detenciones logradas y por hacer que las acusaciones se mantuvieran en pie. Obviamente, lo ascendieron y lo volvieron a ascender, y los ascensos continuaron a lo largo de los catorce años que pasó en New Scotland Yard. Finalmente, la necesidad de oficiales de alta graduación para reforzar la ley en ciertas colonias de la corona en las que la actividad criminal se había desbocado, acabó apartándolo de New Scotland Yard. Generalmente se trataba de homicidios, y la especialidad de Archinroy era el interrogatorio de sospechosos, jugaba con ellos como si se tratara de una partida de billar, los engañaba haciéndoles creer que ganaban puntos con sus respuestas, para después, casi acariciándolos, lanzarles una pregunta que tiraba por tierra sus coartadas y los enviaba a la horca o a la cárcel, donde permanecían por el resto de sus vidas. En eso consistió su trabajo en Georgetown, Guayana Británica, y en San Fernando, en Trinidad, donde periódicamente se producían brotes de homicidios, como una epidemia. Pasó once años en Trinidad, y luego lo trasladaron a Kingston, en Jamaica. Las autoridades consideraron que su talento especial hacía mucha falta en Kingston. La policía efectuaba detenciones pero no lograba la condena de los detenidos, y la situación requería de alguien que pudiera obtener confesiones rápidas para que los periódicos anunciaran la fecha de los ahorcamientos, haciendo saber de ese modo a los kingstonianos que ya no era fácil cometer un homicidio sin ser castigados. Por aquella época se producían gran cantidad de homicidios en Kingston.
Llevaba ya seis años en esa ciudad. Tenía cincuenta y seis y podía haber dado la impresión de tener por lo menos diez más, considerando el tipo de trabajo que hacía, pero en realidad parecía tener veinte menos. Las únicas arrugas que surcaban su cara eran las de unas cuantas cicatrices. Dos de ellas eran de cuchillo y la otra de las uñas de una mujer que había ahogado a sus hijos y que había enloquecido durante el interrogatorio. Trances como aquel deberían haberle dejado unas cuantas canas, o hacerle caer el cabello. Pero no tenía ni una sola cana y conservaba toda la cabellera, peinada con raya en medio, aplastada sobre las sienes y ligeramente untada con brillantina para que resaltara el color negro. Lo mismo podía decirse de sus zapatos. Nunca brillaban en demasía. Daba la impresión de que sabía exactamente cuándo dejar de frotarlos. Lo mismo ocurría con sus comidas y el tabaco, el grado de moderación jamás cambiaba. Era como si utilizara un dispositivo de medición invisible que le indicara exactamente cuándo y dónde detenerse.
Sólo tenía cincuenta y seis años y pesaba unos sesenta y cinco kilos, pero no parecía menudo sentado ante el escritorio, mientras sus ojos achinados despedían un brillo amarillo que parecía rodearlo y agrandarlo, haciéndolo aparecer más alto de un metro sesenta y cinco y más pesado que sus sesenta y cinco kilos.
—¿Eso es todo? —le preguntó a Bevan.
—Sí.
—¿Está seguro?
—¿Para qué quiere que le diga más? Le he dicho todo lo que necesita —repuso Bevan encogiéndose de hombros.
—Probablemente —murmuró Archinroy. Entonces, hizo algo que podía considerarse como un gesto negativo o un gesto sin sentido alguno o bien un intento de ajustar los mecanismos de su mente. Se colocó las manos bien planas sobre la cabeza y apretó con fuerza.
Estaban solos en la habitación. Era un despacho pequeño, amueblado con unas cuantas sillas colocadas frente al escritorio, un par de archivadores, un ventilador eléctrico de pie que giraba muy deprisa, pero apenas producía ruido. Era un ventilador muy bueno y refrescaba la habitación en la justa medida. Tal vez no sea el ventilador —pensó Bevan—. Tal vez el frescor provenga del inspector.
Es un tipo frío ese inspector. En fin, se supone que han de serlo. Es una característica de su oficio. Pero este tipo es como un pepino, un modelo perfecto para un anuncio de trajes de tela ligera. ¿Y las glándulas sudoríparas? ¿Es que no tiene glándulas sudoríparas? Los demás estaban muy sudados, los capitanes, los tenientes, sobre todo el sargento gordo. ¡Vaya si los he hecho sudar! Apuesto a que nunca habían oído nada igual. Este también tendría que estar sudando. Aquí es el capo y le corresponde tomar una decisión, pero fíjate qué frialdad la suya. Salvo por la forma en que aprieta la cabeza con las manos: es como si tuviera migraña o algo por el estilo. Sin embargo, en la cara ni señales, no se le mueve ni un pelo, no se le ve nada. Es como si estuviera solo, durmiendo la siesta con los ojos abiertos.
Pero entonces, Archinroy salió del trance o lo que fuese. Bajó las manos y las puso sobre el escritorio; sus dedos juguetearon ligeramente sobre el papel secante. Así estuvo durante unos instantes, observando el juego de sus dedos, como si ensayara una pieza para ejecutarla al piano. Finalmente, miró a Bevan y le sugirió:
—Intentémoslo otra vez.
—¿Quiere decir que quiere que cambie mi versión?
—No, a menos que haga falta.
—¿Qué quiere decir?
—Tal vez sea preciso cambiarla —repuso Archinroy—. Si se lo piensa…
—No tengo nada que pensar. Le he dicho lo que ha pasado, cómo ha ocurrido y por qué. Le he hecho a usted una confesión completa si quiere que se la ponga por escrito y se la firme, lo haré encantado.
—¿Y por qué?
Bevan dio un respingo. Después sonrió aviesamente al inspector, y le preguntó:
—¿Me está usted provocando?
—Tal vez —murmuró Archinroy—. Depende cómo se lo tome.
—No me preocupa. —Su sonrisa fue más allá del inspector. No se dirigía a él cuando dijo—: Nada me preocupa. Estoy hecho a prueba de preocupaciones.
—¿Cómo ha dicho?
—Que estoy hecho a prueba de preocupaciones —respondió Bevan. Y mirando al inspector, agregó—: Es algo nuevo en el mercado. Se trata de un tratamiento especial al que uno se somete en casa. Es muy fácil de tomar una vez que se le coge el tranquillo. Nada del otro mundo.
—Puede que algún día lo pruebe —comentó Archinroy. Sus dedos volvieron a pulsar las teclas del piano invisible. Sin apartar la vista del papel secante, agregó—: Quiero que repita su confesión.
—De acuerdo —dijo Bevan—. Pero me gustaría que hubiese un magnetófono. Me estoy cansando de tantos bises.
Archinroy se reclinó en el respaldo de la silla.
—¿Listo? —le preguntó.
—Para lo que mande —repuso Bevan. Y volvió a mirar más allá del inspector, como si le hablara a un público—. Me hospedo en el Hotel Laurel Rock. Ayer por la tarde salí a dar un paseo. Pero no para contemplar el paisaje, ni para hacer ejercicio. Fue más bien como si estuviera cumpliendo con una tarea que me hubiesen asignado, aunque no estaba muy seguro de adónde me dirigía. No sé cuánto caminé ni adónde fui, aunque recuerdo que giré muchas esquinas y que la caminata fue muy larga.
»Entonces, cuando oscureció, me encontré en la calle Barry, y entré en un establecimiento llamado Winnie’s Place. Me senté a una mesa y tomé un poco de ron. Era de muy buena calidad y pedí más copas. Y muchas más. Me lo estaba pasando en grande allí sentado, bebiendo ron, cuando entre los demás parroquianos se produjo un cierto desacuerdo y comenzaron a pegarse y a lanzar cosas. Yo quería más ron, pero había tanta actividad y, como nadie venía a servirme, decidí salir de allí e irme a otra parte donde me sirvieran más ron. Pero en realidad no era ron lo que quería.
»En realidad, lo que quería era ver sangre.
Lo estaba repitiendo casi palabra por palabra, tal como se lo había contado al sargento, a los tenientes y a los capitanes, y como se lo había contado anteriormente al inspector.
—Quería ver sangre —prosiguió Bevan—. Quería verla derramada y esperaba una ocasión de darle a algo. Entonces, en el callejón que hay al salir de Winnie’s Place oí aquel ruido y cuando me di la vuelta, ahí estaba él. Cogí una botella del suelo e intenté darle. La botella se rompió y supongo que ya se imaginará qué pasa cuando se tiene una botella rota en la mano y se está de tan malhumor como para utilizarla y ver cómo sale la sangre. Uno está a malas con el universo por una serie de motivos y tiene que desquitarse con algo vivo. Se lo explico de este modo porque quiero que sepa que yo sabía perfectamente lo que estaba haciendo cuando le hundí la botella rota en el cuello.
—¿Y entonces, qué pasó? —murmuró el inspector.
—Entonces me di a la fuga —repuso Bevan. Se encogió de hombros y agregó—: Hoy me he puesto a pensar sobre lo ocurrido, y he vuelto al Winnie’s Place para echarle otro vistazo al callejón. Ya sabe usted cómo son las cosas, la rutina de siempre, siempre se vuelve al lugar de la fiesta. Total que he acabado compartiendo una botella con Winnie y ella me ha contado que han arrestado ustedes a su hermano.
—¿Y ha venido aquí por ese motivo? ¿Para proteger al hermano de Winnie?
—He venido a contarle la verdad.
—Entonces cuéntemela. —Los ojos entrecerrados del inspector se entrecerraron todavía más—. ¿Qué pasó en realidad?
—Dejémoslo tal como está. No intente tergiversarlo, no hay manera.
—Supongo que no —admitió Archinroy en voz alta, como hablando consigo mismo. Y dirigiéndose a Bevan, le dijo—: Cree de verdad en lo que dice. Si intentara contradecirlo, sería como hablarle a la pared. Está usted ahí sentado, pero en realidad es como si no estuviera. No tiene sentido que le haga más preguntas.
—¿Por qué no? Estoy dispuesto a contestarlas.
Archinroy sonrió. Era una sonrisa amable, con un deje de piedad.
—De acuerdo, sometamos su confesión a una serie de pruebas. Veamos si logramos asentarla sobre una base sólida. Para empezar, ¿qué ocurrió con la botella rota?
Bevan no contestó.
Archinroy se reclinó en el respaldo de la silla y esperó.
Bevan le sonrió y luego apuntó la sonrisa hacia el suelo.
El inspector continuó sonriendo amable y piadosamente. Sin apartar la mirada del papel secante, le dijo:
—Veamos una cosa, señor Bevan. ¿Se ha sometido alguna vez a tratamiento?
—¿Tratamiento para qué?
—Para el desequilibrio emocional.
Bevan parpadeó varias veces.
—Bueno… —Con los dedos se frotó la frente con fuerza. Bueno, sí. He ido a un neurólogo.
—¿Y qué le diagnosticó?
—Pues que… al diablo con su diagnóstico.
—En Kingston tenemos muy buenos neurólogos —le dijo Archinroy sin dejar de mirar el papel secante—. Le puedo recomendar a…
—Ahórrese el esfuerzo. —Bevan notó que la mueca enfermiza le volvía al rostro y que nada podía hacer para impedirlo. Con los dientes apretados dijo—: No se haga el gracioso conmigo. Hágame preguntas, pero no se haga el gracioso conmigo.
—Ya no hay más preguntas —dijo el inspector en voz baja.
—Entonces coja el teléfono y dígales que entren. Dígales que me pongan las esposas y que me encierren.
—Le gustaría que lo hiciese, ¿verdad? —inquirió Archinroy con una sonrisa un poco más amplia.
Bevan no contestó.
—Le gustaría muchísimo —dijo Archinroy—. Pero me temo que no podré darle el gusto.
—Escúcheme…
—No acepto su confesión —le interrumpió Archinroy.
Bevan volvió a parpadear. La mueca enfermiza se hizo más profunda. Oyó un gemido y se preguntó si habría salido de su propia garganta.
—¿Quiere irse ahora? —le preguntó el inspector.
Bevan se quedó mirando fijamente el escritorio. Vio el papel secante de color verde y notó que sobre la mesa no había ningún papel, sólo el tintero y la pluma prolijamente colocada a un lado.
Ni siquiera se ha molestado en tomar nota.
—Porque no me ha dado usted nada que pueda utilizar en su contra. —El inspector le hablaba en voz baja, con amabilidad—. Tengo por norma tomar notas, pero sólo cuando oigo algo que viene al caso, algo que tenga sentido al llegar al tribunal.
—Gracias —dijo Bevan—. Muchas gracias.
Archinroy permaneció callado durante unos instantes. Intentaba encontrar las palabras exactas, que no fueran demasiado crueles, que no golpearan con demasiada fuerza. Finalmente, dijo:
—Es usted un hombre perturbado. Sumamente perturbado y, sin duda, no es responsable de lo que dice. Se trata de un estado nervioso conocido como…
—Todos quieren ser médicos —le interrumpió Bevan.
—Le decía que…
—No me decía nada —volvió a interrumpirlo Bevan—. Mi estado nervioso. ¿Qué sabe usted de mi estado nervioso?
Archinroy cogió la pluma y jugueteó con ella.
—Me he encontrado con muchos casos parecidos. Al fin y al cabo, hace mucho tiempo que trabajo en este campo. Treinta y seis años, para ser exacto.
—Tal vez esté agotado y necesite un descanso.
—Lo dudo mucho —dijo el inspector—. A mi metabolismo no le pasa nada malo. El único problema que tengo es una dolencia hepática, producida por una herida de bala que no cicatrizó correctamente. Pero estoy seguro que no me ha afectado la azotea. —Se dio un golpecito en la sien—. Estoy seguro de que los mecanismos están enteros y en condición de tomar decisiones. En este caso no es una venta a precios especiales.
—Pero he sido yo. Le digo que yo lo hice.
—Lo único que ha hecho usted es beber demasiado. Anoche tragó demasiado y hoy ha estado bebiendo otra vez. Ya sabe usted que eso nunca ayuda. Lo que hace falta es un especialista de primera que lo someta a una buena terapia que le impida al menos presentarse en las comisarías a hacer declaraciones irracionales.
Y allí concluyó todo. El inspector le hizo un ademán amable pero no por eso menos decidido indicándole que se marchara.
Bevan se levantó de la silla. Quiso decir algo pero no logró encontrar las palabras. Salió de la habitación sacudiendo lentamente la cabeza.
El inspector Archinroy abrió el cajón del escritorio y sacó unos papeles relacionados con un caso en el que estaba implicada una curandera de Obeah, una vieja cuya brujería, fingida o genuina, había provocado tres muertes entre conocidos de sus clientes. Echó un vistazo a los papeles y decidió que lo tenía todo lo suficientemente atado como para conseguir una condena. Dobló los papeles, los metió en un sobre, se levantó del escritorio y lo llevó al archivador que se encontraba en el otro extremo de la habitación. Había tres cajones; abrió el superior que llevaba la siguiente etiqueta: «C. C.», que significaba «casos cerrados». En la mente del inspector, esas iniciales indicaban que los casos estaban lo suficientemente cerrados como para no requerir ulteriores investigaciones. Con lápiz garabateó rápidamente en el sobre el nombre de la anciana y la inicial del apellido, y luego metió el sobre en el cajón. En aquel cajón no había índice alfabético, y el sobre en el que acababa de anotar «Matilda B.» descansó cómodamente junto a otro que ponía «Eustace H.».
El inspector Archinroy cerró el cajón del archivador y regresó a su escritorio.