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Bevan se preguntó qué podía decirle. No tenía demasiado sentido que dijera o hiciera nada. Si la consolaba con unos golpecitos en el hombro, ni se percataría, de manera que lo único que quedaba por hacer era servir más ron en la taza de latón, bebérselo, y luego beber un poco más.

La taza se llenó, se vació y se volvió a llenar. Así continuó durante un rato; el ron bajaba suavemente y sus vapores le subían flotando hasta el cerebro, formando un remolino que le hacía señas, que le decía que era muy agradable estar ahí abajo, lejos de todo. Sin embargo, mientras descendía hacia la niebla ambarina de la nada inducida por el ron, vio a Winnie levantar la cabeza y mirar más allá de donde él estaba, hacia las ruinas de su establecimiento.

Bevan la miró a los ojos, y supo que aquella mujer veía algo más que sillas, mesas destrozadas y paredes cascarilladas. Veía las ruinas de algo irreparable.

Entonces comprendió por qué había abandonado el bote de pegamento, el destornillador y las demás herramientas. El pegamento y las herramientas no tenían nada que ver con la madera astillada. No había que reflexionar demasiado para entenderlo. Lo comprendió al verle los ojos que le decían: «¿Qué sentido tiene? ¿Para qué tratar de arreglar algo que no tiene arreglo?».

Supo que se refería al hermano menor, e incluso antes de que lo dijera en voz alta, presintió los incontables esfuerzos que había realizado para corregir al niño díscolo que se convirtió en un joven díscolo y después en un hombre díscolo.

Le decía:

—Ese Eustace me ha dado disgustos desde que éramos muy jóvenes y mis padres murieron. Quedamos Eustace y yo; hice lo que pude para cuidarlo. Traté de enseñarle el bien, pero ni caso. Salía a la calle y hacía travesuras. Más tarde empezó a robar y yo le daba en la cabeza con un palo. Le decía: «Llevas dentro al diablo, niño. Te lo sacaré a golpes. Le doy al diablo, no a ti». Pero Eustace tiene la cabeza muy dura. Se reía y decía: «Para el diablo hace falta un palo más grande. Algo grande para que lo sienta. Como un bate de criquet». Un día me llegó a casa con unas tortugas que robó en un puesto de pescado del mercado Coronation, y le di con un bate de criquet. Sí, señor, esa vez sí que le di plenamente. Acabó en el hospital, con conmoción cerebral, me dijeron. ¿Pero logró echar al demonio? No, señor, el demonio se le metió más adentro todavía. Eustace salió del hospital más malo que nunca.

»Y llegó un buen día en que robó más de la cuenta y lo cogieron. Lo metieron en un correccional. Y eso lo volvió peor. Llevaba en libertad menos de una semana cuando volvieron a llevárselo. Y volvió a salir, y volvieron a encerrarlo. Salió, volvieron a llevárselo, y así. ¿Y qué había que hacer entonces? Es una pregunta que me hago muchas noches en la cama, cuando lloro sobre la almohada, porque aunque es malo, sigue siendo mi hermano y el diablo se lo está comiendo.

»Cuando cumplió diecinueve años, se le había pasado la edad para el correccional de menores, y cuando lo agarraron robando en los muelles, lo mandaron a la cárcel. Entonces yo me dije, a lo mejor esta vez aprende. Pero en la cárcel lo único que hizo fue aprender más trucos y perversidades. En la cárcel, el arte de hacer el mal tiene muchos profesores, y los alumnos tienen muchas ganas de que les enseñen. Tenía veintitrés cuando salió, y veinticuatro cuando volvieron a encerrarlo. La siguiente vez que lo soltaron ya tenía veintinueve y volvió a ir a la cárcel a los treinta y uno. Una vez, con un dinero que me había ahorrado trabajando en la fábrica de tabaco, lo fui a visitar a la cárcel y le dije: Pronto tendré dinero como para poner un negocio, me pagaré la licencia y venderé bebidas. Cuando te suelten, te vendrás a trabajar conmigo. Y Eustace me dijo: Es una buena idea, Winnie. Me gusta mucho. Tú y yo juntos en el negocio, venderemos mucho ron y haremos mucho dinero. Me compraré ropa bonita y seré un hombre respetable. Cuando cumplió los treinta y seis, lo soltaron y conseguí la licencia para vender bebidas alcohólicas. La primera noche que abrimos el local, mi hermano Eustace salió con dos hombres y atracaron una tienda.

Bevan cogió la botella y el vaso de agua. Llenó de ron el vaso y se lo ofreció a Winnie. La mujer negó con la cabeza, pero él asintió invitándola a que lo cogiera. Winnie tomó el vaso y se bebió el ron de un solo trago, manteniendo la copa apretada contra los labios y la cabeza bien echada hacia atrás. Se quedó mirando el vaso vació cuando se lo tendió lentamente a Bevan para que volviera a llenárselo.

Bevan se lo llenó y llenó también la taza de latón. Ya se habían bebido las tres cuartas partes de la botella. Durante un rato continuaron bebiendo sin decirse nada. Terminaron la botella y abrieron otra. Bevan dijo que pagaría la segunda botella. Winnie le contestó que no, ella pagaría todo lo que bebieran. Bevan insistió en pagar y se pusieron a discutir; sus voces beodas se mezclaron en un torbellino de frases incoherentes que daba vueltas y vueltas sin llegar a ninguna parte. Finalmente, ella cedió, y Bevan puso el dinero sobre la barra. Se sonrieron y luego se dedicaron diligentemente a dar cuenta de la segunda botella.

Gradualmente, la sonrisa se fue borrando del rostro de Winnie. El ron no logró fijársele en la cara, y se puso a hablar otra vez de su hermano.

—La última vez que salió de la cárcel fue hace dos años. Y me dijo: Winnie, he aprendido la lección. Hago una promesa solemne. Yo lo miré y le dije: Me has dicho lo mismo tantas veces que estoy harta de oírlo. Pero él me contestó muy serio: Te lo probaré, Winnie. Ya verás. Y cuando le dije que trajera la ropa aquí, se negó y con mucha formalidad me dijo: Gracias, hermana. Pero no puedo aceptar tu generosidad. Siempre eres tú la que me das, la que se sacrifica por un hermano inservible. Pero en el fondo del corazón soy hombre y ya es hora de que lo demuestre. Y me quedé mirándolo, cuando se dio la vuelta y se fue, caminando muy derechito con la cabeza bien alta.

»Al día siguiente consiguió trabajo en un garaje. Y yo me dije que a lo mejor era una buena señal. Pasaron los meses y las semanas y él siguió trabajando en el mismo sitio. Por las tardes, pasaba delante del garaje y lo veía trabajar más que ningún otro. Mientras tanto consiguió una mujer con la que vivir, una mujer limpia y bonita, y me la trajo para que le diera mi aprobación. De vez en cuando ella viene a visitarme, y me dice que está muy contenta con Eustace, que es amable y que la trata con cortesía y respeto. Que no sale de noche y que se acuesta temprano, y por el brillo de sus ojos sé que está contenta con su hombre.

»El año pasado tuvieron un niño. Y este año, gemelas. En el garaje, Eustace consiguió un aumento de sueldo y se mudaron a unas habitaciones más grandes. Están tan contentos ellos dos y con los niños que por la noche, cuando rezo, le doy gracias al Señor.

»Pero no podía durar. Debí saber que no podía durar. El garaje cerró y Eustace se quedó sin faena. Es una mala época y no encuentra trabajo. Le dije que viniera a trabajar aquí, que necesito ayuda. Y me dijo: ¿Ayudarte con qué? ¿Dónde están los clientes? La respuesta es que no hay clientes, ¿sabe usted?, porque hay mucho paro en Kingston. Y tampoco hay barcos en el puerto. Y cuando pasa eso, hay que pensar mucho y planificar las cosas. Cuando el estómago se vacía uno tiene que usar el cerebro.

»Eustace utilizó el cerebro para apostar. Cogió las pocas monedas que tenía y salió de noche a jugar a los dados y a las cartas. Ganó muchas veces y perdió muy pocas. Ganaba porque es listo con los dados y las cartas. Pero no es tramposo. De tramposo no tiene un pelo. Ganó el dinero honestamente para alimentar a su mujer y a sus hijos. Así y todo, lo que hizo ayer noche no tiene perdón. Intento buscar una excusa y no la encuentro. En el callejón se abalanzó sobre el hombre y le quitó la vida. ¿Y por qué motivo?

»Por una deuda de juego. El hombre le debía dinero y no quería pagarle. La suma sube a un total de una libra y dos chelines.

Bevan estaba sirviendo más ron en la taza de latón y en el vaso de agua.

—Una libra y dos chelines —repitió Winnie.

Se bebió el contenido del vaso de un trago. Estaba llena de ron; la bebida le pegó fuerte, por eso empezó a reír.

—Un pedazo de papel y dos monedas —dijo Winnie, riendo a carcajadas, torturadamente.

—No fue así —dijo Bevan.

Pero Winnie no lo oyó. Sus risas ahogaron aquellas palabras.

—He dicho que no fue así.

No lo entendió; sus carcajadas eran estruendosas.

—Vamos a anunciar la lista de víctimas —decía Winnie—. El hombre que murió en el callejón tenía una mujer y cinco niños pequeños. Agreguemos a ese número las cuatro personas de la familia del hombre que morirá por haberlo hecho. Seis y cuatro son…

—Escúcheme, señora. Escúcheme…

—¿… son nueve? No, son diez. Sí, señor. Son diez víctimas. Ocho niños y dos mujeres. Y cuando visiten las tumbas de sus padres…

—Pero escúcheme…

—… mirarán las tumbas y recordarán por qué ocurrió. Por una deuda de juego de una libra y dos chelines.

Y volvió a reír más ruidosamente. Se ahogaba con la risa. Pero de repente dejó de reírse y lo miró. Notó que tenía los ojos fijos en la puerta abierta.

Volvió la cabeza para ver qué había en el portal. No había nada, sólo la luz del sol; unas cintas sesgadas de amarillo brillante con millones de partículas de polvo flotando hacia abajo a través de la ráfaga luminosa. Entonces volvió a mirarlo a la cara; observó sus ojos fijos en el portal, como si viera algo entrar lentamente, dirigiéndose hacia él.

Bevan dio un paso atrás, luego otro, y otro más.

Pero eso fue todo. Porque no había manera de huir de aquello. Se quedó esperando; sus labios se curvaron gradualmente en una sonrisa torcida; sus ojos vidriosos por el ron decían, ahora ya estoy dispuesto.

Movió ligeramente un brazo, como si una mano lo hubiera aferrado por la muñeca y lo condujera hacia la puerta. Iba hacia la puerta y Winnie le decía:

—¿Qué le pasa, hombre? ¿Por qué se va?

—Se acabó la fiesta —dijo Bevan.

Boquiabierta, Winnie se quedó mirando cómo salía.