Lo sabías desde siempre —pensó—. Sabías que volverías para verlo otra vez, para revivirlo. Se encontraba de pie, en el caluroso callejón bañado por el sol, delante de Winnie’s Place, mirando la tierra gris oscuro que aparecía a través del asfalto deshozado. Notó que no había cubos de basura ni latas ni desperdicios, y supo que lo habían limpiado todo durante la operación de registro realizada a primeras horas de la mañana, en busca del arma homicida. Pero no la necesitarán —se dijo.
Sin duda, no les hará falta. Como ha dicho el taxista, ya han establecido el móvil, y tienen testigos que señalarán el acusado y con eso bastará, eso acabará con él.
¿Y bien? ¿Entonces qué?
¿Qué vas a hacer tú? ¿Te quedarás ahí parado?
Lo único que puedes hacer es acudir a la policía a informarles de la verdad. Sí, creo que eso es lo que haremos.
Porque es lo correcto, ¿no? ¿Porque es lo justo? ¿O porque te interesa que te tengan por un tipo que respeta la ley?
No es eso. No es nada de eso.
Simplemente es porque no tienes nada que perder. No te importa un pimiento. Lo máximo que pueden hacerte es partirte el cogote con una cuerda, y sería una salida tan buena como cualquier otra. La cuestión es que, como has estado jugando con la idea de quitarte de en medio, si te cuelgan, te estarán ahorrando la molestia.
De acuerdo. De frente, ya. Veamos, nuestro amigo el taxista nos dio la dirección; dijo que la comisaría está en la calle Queen. Pues muy bien, ahora sigamos por la calle Barry hasta la primera intersección y giremos al norte, hacia Queen.
Pero no se movió.
¿Y a qué viene tanta demora? —se preguntó—. La verdad es que no hay prisa, al menos no vendrá de unas horas. Si quieres, puedes quedarte ahí parado y darle vueltas al asunto, hasta pelearte con él.
En definitiva, todo se reduce a un combate de boxeo. Estás sentado junto al cuadrilátero y los ves pelear. Con pantalón negro tenemos a Demonio Enmascarado, conocido también con el nombre de Alma Arruinada, que quiere acabar con todo. Con pantalón blanco, en muy malas condiciones y, sin duda, el que parte como perdedor, una acumulación de tejidos vivos que desea conservar la vida. El del pantalón blanco es un contrincante escurridizo. Esquiva los golpes como una anguila. Pero tarde o temprano perderá fuerza. Podría apostarlo. Digamos que siete contra uno.
O tal vez no. Hablemos en plata. Mejor todavía, dejémonos de payasadas y pongamos manos a la obra. La cuestión está bien clara, ¿vamos a ver a los gendarmes o no vamos a ver a los gendarmes? Supongamos que vas a verlos y les cuentas que has sido tú. Dirás que llevaba una cachiporra.
Y lo primero que te contestarán será lo que tú ya sabes, que no encontraron ninguna cachiporra. Lo cual nos conduce al señor Nathan Joyner. Te verás obligado a contarles el acuerdo al que llegaste con Joyner, aunque no creo que funcione. Estoy casi seguro de que no funcionará. Si citan a Joyner, no le sacarán prenda. Lo negará, y sería un idiota si no lo hiciera. Sería muy tonto si les diera pie para que lo acusaran de chantaje, y arriesgarse a que le caigan de dos a tres años, tal vez más. Creo que estamos de acuerdo en que no tiene sentido mencionar al amigo Nathan.
Por lo tanto, la cuestión de la cachiporra se convierte en un punto extraño. De acuerdo, dejemos ese punto por el momento. El próximo punto de la lista es la botella rota. Querrán saber qué hiciste con ella. Otra vez la respuesta es Nathan. Por lo tanto, no tenemos respuesta. Te quedarás ahí sentado, mirándolos con cara de estúpido.
A esta altura, en la habitación donde te estarán interrogando el aire se volverá irrespirable. Te harán muchas preguntas y cuando intentes contestarles, no encontrarás palabras.
Pero no te meterán prisas. Serán muy considerados y amables. No eres un maleante al que han cazado. Eres un respetable ciudadano norteamericano, un turista de primera clase que se hospeda en el lujoso Hotel Laurel Rock. Eso elimina los tratamientos rudos. Sin embargo, preferiría el trato rudo a la amabilidad. Es la amabilidad la que te hace sentir ese lento ahogo. Tragas saliva, y uno de ellos saca un lápiz y apunta ese detalle.
Otro se inclina hacia adelante y coloca las manos planas sobre el escritorio y con una amabilidad increíble te pregunta por qué huiste.
Huyó usted de la escena del crimen, señor Bevan. Nos interesa saber por qué.
No… no resulta fácil explicarlo.
¿Qué quiere usted decir?
Sin respuesta.
¿Había estado bebiendo?
Sí.
¿Estaba borracho?
No estoy seguro.
¿Quiere decir que no lo recuerda?
Supongo que es eso.
¿Cómo regresó al hotel?
Andando.
Entonces no estaba borracho, señor Bevan. No estaba demasiado borracho como para saber adónde iba. Es evidente que fue capaz de tomar una decisión. Decidió huir de allí lo más rápidamente posible y regresar al hotel. ¿Es correcta mi suposición?
Sí.
Cuando llegó al Laurel Rock, ¿lo vieron entrar?
No.
Pero alguien tuvo que verlo. Siempre hay empleados en el vestíbulo. El recepcionista tiene una visión bien clara de la entrada principal. ¿O es que no utilizó usted la entrada principal?
¿Puedo tomar un poco de agua?
Claro que sí. Yo también beberé un poco. Hace mucho calor aquí, ¿no? Tendríamos que poner en marcha el ventilador. Pero lo hemos enviado a reparar. En fin, así son las cosas. Dígame, señor Bevan, ¿qué entrada utilizó?
La lateral.
¿En qué piso está su habitación?
El tercero.
¿Lo vio alguien subir a su habitación?
No.
¿Ni siquiera al ascensorista?
No utilicé el ascensor.
¿Por qué no?
Sin respuesta.
¿Por qué utilizó la entrada lateral? ¿Por qué utilizó las escaleras en lugar del ascensor?
Sin respuesta.
Tal vez yo pueda darle la respuesta, señor Bevan. No quería que lo vieran. ¿No es así?
No sé que se propone.
Lleva usted un bonito traje, señor Bevan. ¿Es el mismo que llevaba anoche?
No.
¿Podría ver el traje que llevaba anoche? Quiero decir, si fuéramos al hotel, ¿me lo enseñaría?
Sin respuesta.
Se deshizo usted de este traje, ¿no es así? Estaba manchado de sangre y no veía usted la hora de deshacerse de él.
Se me estropeó. Estaba hecho un desastre y lo tiré…
También se deshizo de la botella rota. ¿Qué me dice de eso?
Sin respuesta.
Otra cosa, señor Bevan. Ha dicho usted que el hombre iba armado con una cachiporra. Cuando le dije que no había ninguna cachiporra, ni pruebas que indicaran que tenía dicha arma, no pudo usted darme una explicación. ¿Podría explicármelo ahora?
Sin respuesta.
¿Qué ocurre, señor Bevan? ¿Por qué no contesta a estas preguntas? Estoy seguro de que se sentiría mucho mejor si se sincerara y me dijera la verdad.
Está bien, se lo repetiré. Ese tipo intentaba robarme.
Y usted sólo trató de defenderse. Lo cual hace que esto resulté aún más extraño. Sostiene que lo que hizo fue totalmente justificable. Pero su comportamiento después del incidente no corrobora lo que usted sostiene. Perdóneme usted que sea tan directo pero cada uno de sus movimientos fueron los de un fugitivo.
Oiga, que nadie me arrastró hasta aquí. Mire que he venido por mi propia voluntad.
Y le estamos muy agradecidos, señor Bevan. Sin duda, es un punto a su favor. Por desgracia, no se sostiene durante mucho tiempo. Sino que se convierte en otro segmento que encaja en la configuración.
¿Qué configuración?
La de su estrategia.
No entiendo a qué se refiere.
Sí que lo entiende, señor Bevan. Sabe exactamente a qué me refiero.
Le he dicho que…
No me ha dicho la verdad. Al menos no toda la verdad. Aquí falta un elemento. Es más cuestión de móvil que de otra cosa. ¿Le importaría ayudarme a establecer ese aspecto?
Sin respuesta.
Muy bien, señor Bevan. Es todo por el momento.
Más tarde vuelven a intentarlo, pero por supuesto, tú no contestarás. No les leerás en voz alta lo que ves escrito en la valla que apareció en tus sueños, las palabras en enormes letras negras: «Salió a derramar sangre y la derramó, es todo». Es una aseveración simple que cualquiera puede entender; no requiere análisis ni teorizaciones, ni un estudio pormenorizado de mi cerebro. Estas cosas ocurren todos los días. No tienes más que coger cualquier periódico y las verás en primera plana. Hombre asesinado por agresor desconocido. Arrestan a un número de sospechosos y todos tienen una coartada excepto un pájaro con aspecto lamentable, al que le cuesta contestar las preguntas y, al final, se encoge de hombros y dice: «Vale, muchachos, me habéis pescado». Y cuando le preguntan si conocía a la víctima, dice que no, que jamás había visto al hombre. Entonces le preguntan por qué lo hizo y contesta que fue porque tenía ganas de cargarse a alguien, y que estaba de mala uva. Investigan sus antecedentes y averiguan que trabaja en un despacho donde el supervisor le hace la vida imposible, que hace años que le hace la vida imposible, y que fue acumulando rabia, como un explosivo a la espera de que una chispa encienda la mecha. Recuerdo el caso de aquel otro hombre que empleó una almádena y que esperó detrás de un camión estacionado para cargarse al primero que pasara. En la sala del tribunal se descubrió que hacía veinte años que estaba enemistado a muerte con su suegro, y que el viejo era el que armaba el alboroto y asestaba todos los golpes, o mejor dicho, que le soltaba todas las pullas con la fuerza de una almádena. De modo que cuando decidió desquitarse, no podía ser con un martillo, ni con un trozo de tubo de plomo, tuvo que hacerlo con una herramienta que hubiera que sostener con ambas manos.
Pues bien, a ti te provocaron tanto que lo hiciste. Pero te morías de ganas de que te provocaran, y ahí está la cuestión, tío. Y de paso, ya que estamos, atribuyámoslo al hecho de que querías que rompiera la botella con la cachiporra, porque querías atravesarle la garganta con el vidrio roto.
¿Pero es un hecho? ¿Es realmente un hecho?
La respuesta es afirmativa o negativa, no hay términos medios. Y a estas alturas, hay una decisiva falta de motivos para que sea negativa, y existen muchas razones para que sea afirmativa. Y ahí lo tiene, señor investigador. Ese es el elemento perdido que quería que le proporcionase. Ahora que lo tiene, puede soltar al hombre que arrestaron esta mañana, y puede arrojarme dentro de una celda sin temor de que haya reacción alguna por parte del consulado norteamericano. Dígales sencillamente que tiene al asesino bajo custodia y que le ha hecho una confesión que aclara la cuestión del móvil. Dígales que fue premeditado, en base al factor técnico del impulso por destruir. La intención queda indicada claramente por la causa de la muerte de la víctima; la botella rota iba dirigida a una parte vital; entró por la garganta y seccionó la vena yugular. ¿Alguna otra pregunta?
No, creo que no. A menos que sea la pregunta que surgió en primer lugar. Si está o no dispuesto y en condiciones de morir ahorcado.
¿Quiere que lo cuelguen?
No. La verdad es que no. Si me cuelgan, me perderé muchas borracheras. Y me encanta beber. Es el único gozo que existe, es algo placentero que no me gustaría perder.
Lo que quiere decir es que desea seguir con vida.
Más o menos.
¿Entonces no irá a la calle Queen? ¿No se entregará?
Entraré en Winnie’s Place y me tomaré una copa.
Un momento.
Lo siento amigo. Tengo prisa.
Pero escuche. El hombre que han arrestado es inocente. Sabe que es inocente. ¿Qué me dice de eso?
Ahora no puedo hablar con usted. Tengo una sed terrible.
¿No tratará de ayudar a ese hombre?
Déjeme en paz. Por el amor de Dios, déjeme en paz. Se movió rápida, convulsivamente. Bajó por el callejón hasta llegar a la puerta lateral de Winnie’s Place, aferró el picaporte cual un náufrago que se agarra a una boya salvavidas. La puerta tenía los goznes flojos, y se produjo un estrepitoso crujido cuando la abrió de par en par. La dejó abierta; entró y tropezó con una caja arrugada de cartón, y volvió a tropezar con una silla volcada a la que le faltaban tres patas. Había varias sillas volcadas; la mayoría necesitaba reparación, y algunas de las mesas estaban en condiciones similares. En el suelo había muchos vidrios rotos y la barra estaba sumamente astillada. Se acercó a esta y al apoyarse cedió bajo su peso. Se desprendió una de las tablas del frente, que al caer, a punto estuvo de darle a un ratón apresurado que se escurría por debajo de la barra. Oyó un leve chillido, se giró y vio al ratón que huía atropelladamente por el suelo colmado de basura, esquivando graciosamente las piernas despatarradas de Winnie, que estaba sentada sobre una caja de herramientas, observando sombríamente la nada. Tenía los brazos colgando, como sin fuerza, y en una mano sostenía un destornillador. Los dedos de la otra mano sostenían con desgana y sin mucha eficacia un bote de pegamento. A sus pies había clavos y tornillos de varios tamaños, un par de alicates herrumbrados, y una pequeña sierra para cortar metal con la hoja deformada.
Mientras Bevan la observaba, la mujer lanzó un suspiro y soltó el bote de pegamento. Este salió rodando por el suelo y el pegamento fluyó lenta y pegajosamente. Winnie se quedó mirando cómo se derramaba el pegamento, al tiempo que sus labios formaron gradualmente una sonrisa de contento. Cuidadosamente apuntó el destornillador hacia el chorro de pegamento, lo lanzó por encima de la cabeza y fue a caer sobre el charco denso y ambarino. Se miró las manos vacías, aplaudió como para producir un enfático sonido final y dijo:
—Se acabó.
—Póngame una copa —le pidió Bevan.
Winnie no levantó la cabeza para mirarlo. Fue como si no lo hubiese oído.
Nuevamente, habló en voz alta consigo misma:
—Las herramientas no sirven para nada cuando no se sabe usarlas.
—Eso tiene sentido —observó Bevan—. Pero no hará que consiga una copa. He venido a beber.
Winnie lo miró, luego fijó la mirada en un punto, más allá de Bevan y le preguntó:
—¿Tiene cerillas?
—¿Cerillas? ¿Para qué?
—Para quemar este sitio.
—¿Habla en serio?
—Déme las cerillas y se lo demuestro.
Bevan echó un vistazo a la habitación, con sus mesas y sillas destrozadas, con sus paredes llenas de zonas desconchadas en las que el yeso había cedido, mientras Winnie decía:
—Es la última vez que me destrozan el local. Lo de anoche fue el colmo.
—¿Es así como se siente?
—Sí, me siento exactamente así.
—Entonces los dos necesitamos un estimulante.
Winnie hizo caso omiso del comentario. Observaba ensimismada el pegamento derramado en el suelo.
—Fíjate qué lío. Fíjese lo que le han hecho a mi establecimiento.
—Vamos, tomemos ese estimulante. Abra una botella y emborrachémonos; montemos una juerga.
Winnie le sonrió. Era una sonrisa contemplativa, muy seca, un tanto torcida.
—¿Quiere hacer de esta una ocasión alegre?
—Claro —repuso Bevan con una sonrisa—. Prepare las copas y empezaremos los festejos.
—¿Y qué celebraremos? —Hizo un lento ademán para indicar los muebles rotos, las paredes destrozadas y el suelo lleno de mugre—. ¿Tiene algún motivo para celebrar?
—Lo encontraré. Siempre encuentro motivos para celebrar.
Winnie se levantó de la caja de herramientas. Se acercó lentamente a la barra astillada, se colocó detrás, se agachó y salió con una botella sin abrir de ron. Después buscó unos vasos pero no logró encontrar ninguno que no estuviera roto. Salió de la habitación y regresó con una taza de latón y un vaso de los de agua. Bevan estaba ocupado abriendo la botella.
Una vez descorchada, sirvió ron en el vaso limpio y en la abollada taza de latón. Winnie tendió mecánicamente la mano hacia la taza y el turista norteamericano la apartó y le ofreció el vaso.
—Yo bebo en la taza —dijo Winnie—. Me está bien.
Pero no logró hacerse entender. Bevan no le prestaba atención. Se había llevado la taza a los labios y estaba bebiendo un largo trago de ron.
Winnie miró el vaso que tenía delante y no hizo ademán de cogerlo.
—¿Disfruta con la fiesta?
—Mucho —repuso Bevan, sonriéndole—. Es una gran fiesta.
—Sería mucho mejor si pudiera proporcionar algún entretenimiento.
—¿Como un programa de espectáculos, por ejemplo?
—Sí —repuso ella—. Con mucho ruido. Mucha actividad. Como el que vio anoche.
Bevan bebió otro trago de ron. No dijo palabra.
—Le recuerdo de anoche —le dijo Winnie—. Es el mismo hombre. El mismo turista de cara limpia y camisa limpia que vino a ver la exhibición.
—¿Exhibición?
—Sí, hombre. La exhibición cómica de la gente cómica. Espero que le gustara la actuación.
Bevan dejó de sonreír. Y en voz muy baja dijo:
—Llama usted al número equivocado.
Winnie se fijó en el dinero que Bevan había dejado sobre la barra y le dijo:
—Guárdeselo en el bolsillo. La botella es invitación mía.
—Usted manda, es la jefa.
Cogió los billetes, los guardó en la cartera y la metió en el bolsillo. Winnie le decía:
—Me llama usted jefa. Pero sabe que no soy la jefa. En el hotel donde está usted, me pondrían a fregar lavabos.
—Corte el rollo, mujer, que me estropea la fiesta.
—Tiene razón. No debería estropearle la fiesta. Debería hacer lo posible por montarle un jolgorio al turista. ¿Quiere que baile?
Salió de detrás de la barra y simuló una pose de baile. Bevan miró aquel cuerpo sin formas, que reflejaba todo el esfuerzo y el cansancio de cincuenta y tantos años pasados en los campos de azúcar y las fábricas de tabaco; observó los surcos endurecidos por el trabajo, tallados profundamente en la piel oscura. Su cara manchada y casi sin mentón estaba crispada con una sonrisa fingida de falsa alegría; Bevan se dio cuenta de que era una imitación de las «alegres y pintorescas nativas», tal como danzaban en las páginas de los folletos de las agencias de viajes.
—Al turista le gusta ver cómo se sacuden los hombros, y los pies haciendo el merengue, el beguine, el calipso; y a la nativa medio desnuda o completamente desnuda, como se supone que tiene que estar para complacer al forastero. Él hace palmas para que baile más rápido. Y más rápido. Y más rápido. Saca unas monedas del bolsillo y las tira al suelo. «Baila, nena», le grita, entonces ella baila con todas sus fuerzas, para darle gusto al turista de cara limpia. Ella necesita esas monedas, ¿sabe usted? En su casa, los niños están enfermos, necesitan medicinas. O en este caso particular, es su hermano menor el que se ha metido en líos y necesita un abogado.
Algo muy frío le dio a Bevan en los ojos. Y entonces ardió hasta la incandescencia, para tornarse frío otra vez.
—No hay dinero para abogados —la oyó decir—. Y aunque lo hubiera, sería dinero tirado. Porque ningún abogado puede salvarlo. Nada puede salvarlo.
Había abandonado la pose de baile. Arrastrando los pies, con los hombros caídos, se colocó otra vez detrás de la barra.
Levantó el vaso de ron y dijo:
—¿Brindará usted conmigo?
Bevan asintió. Fue un gesto lento, un tanto mecánico.
—Brindemos por mi hermano menor. Anoche le cortó el cogote a un hombre, y lo mató. Fue en el callejón ahí fuera. Esta mañana la policía lo ha atrapado, por eso ahora bebemos a su salud y le deseamos un feliz viaje a la cárcel.
El ron jamás le llegó a la boca. El vaso se le cayó de la mano y el licor se derramó sobre la barra. Entonces, Winnie agachó la cabeza y se cubrió la cara con las manos.