Más tarde, Cora regresó a la mesa en la que Joyner fumaba un cigarrillo y Bevan bebía un gintónic. Le entregó a Joyner un grueso sobre. Y murmuró:
—Por favor, no lo cuente aquí.
—Claro que no —repuso él, con una sonrisa. Luego se puso de pie y salió del comedor. Al cabo de unos minutos regresó y le dijo a Cora—: Está bien. —Joyner notó cómo le miraba y agregó—: No hace falta que se preocupe, señora Bevan. No volverá a verme. —Cora no hizo ningún comentario. Joyner se despidió—: Adiós, señora Bevan. —Cora observaba a Bevan mientras se bebía el gintónic y se tapó la boca con la mano. Bevan levantó la vista y le sonrió, luego le sonrió a Joyner, y volvió a concentrarse en el gintónic. Joyner sacudió lentamente la cabeza y se alejó.
Al cabo de unos momentos, Cora dijo:
—No me encuentro bien. Subiré a la habitación.
—Vamos, te encuentras estupendamente —dijo Bevan—. Quédate.
—Me duele la cabeza. Estoy cansada. Estoy muy cansada y quiero subir a la habitación.
—¿No quieres ir a navegar?
—No, no quiero ir a navegar —repuso. Observó a Bevan mientras este bebía a pequeños sorbos—. ¿Sabes lo que de veras me apetece hacer? —inquirió en voz baja—. Tengo ganas de vomitar.
—No digas esas cosas. No es tan grave.
—¿No?
Bevan no contestó. Tomó un trago del vaso. Era un vaso alto y ya estaba casi vacío.
—¿Te das cuenta de la cantidad que le hemos dado? Le hemos dado mil quinientos dólares.
Bevan se encogió de hombros, sin mirarla. Tenía la vista centrada en el vaso; medía la cantidad de licor que quedaba.
—Mil quinientos dólares —repitió Cora—. Y no te importa. No te molesta en lo más mínimo. Si le hubiéramos dado hasta el último centavo, tampoco te habrías molestado.
Bevan volvió a encogerse de hombros.
—Me pregunto si has llegado al punto en que nada te importa.
Entonces, Bevan la miró.
Cora inspiraba profundamente a través de los dientes. Al hacerlo, producía un ligero silbido.
—No podíamos permitirnos el lujo de darle esa cantidad. Y lo sabes, ¿verdad?
—Olvídate del tema.
—No. —Sacudió la cabeza con fuerza—. Esta vez no.
—Has dicho que te ibas a la habitación. ¿Por qué no te vas?
—Antes te diré lo que pienso. A menos que prefieras que me calle. Como siempre me he callado, mordiéndome las palabras. Ahogándome con ellas.
—Suelta el rollo de una puñetera vez. ¿Qué te pasa?
—Quiero que hagas algo. Te estás destrozando y has de hacer algo.
—¿Como qué? ¿Tomar pastillas? ¿Inyectarme?
—Dominarte, eso es todo.
—Eso es todo —repitió él, imitándola—. Como si se tratase de un asunto rutinario. Algo así como hacerse un corte de pelo.
—Puedes hacerlo.
—Claro, yo puedo hacer cualquier cosa. Puedo bailar mejor que Gene Kelly, ganarle una pelea a Gavilan y un partido de golf a Ben Hogan. Sólo hace falta que me den tiempo para probarlo. Que me den un poco de tiempo.
—¿Para qué? ¿Para acabar de arruinarte? ¿Y de arruinarme a mí?
Bevan contempló el gintónic y le preguntó al vaso:
—¿Lo has oído? ¿Has oído lo que dice la señora?
—Mírame —le ordenó Cora entre dientes, haciendo un esfuerzo para que no la oyeran—. Te estoy hablando. ¿No puedes darme una respuesta sensata?
—La verdad, no. —Levantó el vaso, se lo llevó a los labios y se bebió hasta la última gota. Lo posó cuidadosamente sobre la mesa y lo estudió durante un largo instante; luego dijo—: Hay que llenarlo otra vez. Eso es lo que hace falta.
Cora se puso de pie. Iba a decir algo pero no logró expresarlo. Se alejó de la mesa y salió rápidamente del comedor. Había una cierta furia en su partida; Bevan se incorporó y fue tras ella. Luego cambió de idea y regresó a la mesa. Le hizo señas a un camarero que pasaba en ese momento y le pidió otro gintónic.
Una hora después, continuaba sentado en el comedor, bebiendo lenta y metódicamente sin pensar en nada en particular. Las mesas ya estaban vacías. Los camareros habían quitado los platos y estaban atareados limpiando las migas de las sillas y barriendo el suelo. En varias ocasiones pasaron junto a la mesa que ocupaba Bevan, y con la mirada le daban a entender amablemente que estorbaba y que debería marcharse a beber al bar. Finalmente, el jefe de camareros se le acercó y se lo pidió cortésmente. Bevan se levantó de la silla y salió del comedor. Atravesó el vestíbulo y entró en el bar. Todos los taburetes estaban ocupados y buscó una mesa. Había varias desocupadas; se disponía a enfilar hacia la más cercana cuando los vio en una mesita para dos, cerca de la pared opuesta.
Ellos no lo vieron. Se miraban por encima de dos vasos altos y espumosos, que contenían un líquido verde anaranjado; daba la impresión de ser una bebida a base de frutas. Apenas habían probado la bebida y estaban concentrados el uno en el otro. Cora comentaba algo y el hombre asentía seriamente. Entonces, el hombre dijo algo y Cora asintió. Luego sonrieron.
Bevan también sonrió. Episodio número dos —dijo Bevan para sí—. Continuación del de ayer. —Dirigió su sonrisa hacia la nariz ligeramente achatada del hombre y su cabello color zanahoria. En una mesa cercana, varias personas se pusieron de pie, y Bevan se dirigió hacia allí. La ocupó y abrió rápidamente la carta de licores, y se ocultó tras ella. Oyó a Cora que decía:
—… muy amable de su parte, señor Atkinson.
—No era un cumplido —repuso el hombre—. Es la pura verdad. Es usted una chica excepcionalmente guapa.
—¿Una chica? Eso fue hace mucho tiempo. Llevo casada nueve años.
—¿De veras? Pues no se nota. O tal vez…
—¿Tal vez qué?
—Tal vez se le note en los ojos.
—¿Incluso cuando sonrío?
—Sí —respondió el hombre—. Incluso cuando sonríe. Es una sonrisa tan cansada… Me dice mucho sobre usted.
—¿Hace usted esto a menudo, señor Atkinson?
—¿Qué cosa?
—Leer historias en los ojos de las personas.
—No, nunca lo había hecho antes. Porque nunca había estado lo bastante interesado. Es decir, hasta ahora.
—Pero la cuestión es que estoy casada.
—Esa no es la cuestión. Aquí sólo hay un aspecto, y estoy positivamente seguro de que usted sabe cuál es.
—Ojalá no hubiera hecho usted ese comentario.
—Era preciso. Hay muchos comentarios que es preciso hacer.
En la mesa para dos se produjo un silencio. Bevan siguió ocultándose detrás de la carta. Pensaba: el tipo la atrae de veras. O tal vez sea que necesite algo en qué apoyarse y da la casualidad que él está cerca. ¿Prefieres creerlo así? Será mejor que sigas sintonizando este programa. Te permitiré ver el marcador, sea cual fuere el resultado. Me gustaría ver el rostro de Cora. Está ahí sentada, tan calladita, no me gusta ese silencio.
—No puedo negarlo, Cora —le dijo el hombre.
—Para usted soy la señora Bevan.
—No, para mí es Cora. Insisto, es Cora.
—No me parece adecuado.
—Sabía que lo diría. Para usted es muy importante observar un comportamiento adecuado, ¿verdad?
—Sí. Creo que la moderación es importante.
—Siempre y cuando se aplique en el sitio adecuado. Y este no es el sitio adecuado, ni el momento.
—Será mejor que me marche.
—Sabe bien que no se irá —le dijo el hombre—. Sabe bien que quiere estar aquí sentada y hablar conmigo.
—Pero no de eso.
—Tenemos que hablar de eso. En realidad, no existe ningún otro tema del que podamos hablar.
Se produjo otro silencio. Entonces, Bevan le oyó comentar:
—Va usted muy en serio.
—Es algo más que eso. Estoy decidido.
—Suena casi agresivo.
—Me da igual como suene. Si creyera que aquí no pasaba nada, no habría intentado ir más lejos. Y sin duda, no le habría expresado mis sentimientos. Pero aquí ocurre algo y usted lo sabe, los dos lo sabemos.
—Señor Atkinson…
—Ayer también lo sabíamos, cuando estábamos en la piscina, y hablábamos de esto y de lo otro. De libros, de teatro, de viajes y demás. Todo muy tranquilo y calmado en la superficie. Pero por debajo…
—Por favor, no siga.
—¿Por qué no? ¿Tiene miedo de oírlo?
Cora no contestó.
—Hace tiempo serví en la Marina. Era oficial y tenía a mi mando un barco patrulla. Durante tres años realicé diversas campañas por el Pacífico en aquel barco. Era estupendo, y de él aprendí unas cuantas lecciones. Hay una en particular que jamás olvidaré. Y es esta: Cuando sepas exactamente lo que quieres hacer, sigue adelante y hazlo.
—Es una filosofía temeraria, señor Atkinson.
—Es temeraria porque se basa en la verdad. —Entonces, su voz fue como una arremetida de sonido—: Quiero apartarla de él.
Lo dice en serio —pensó Bevan—. No se anda con chiquitas, lo dice en serio.
—No sé qué contestarle —dijo Cora—. Todo es tan precipitado. No ha habido indicio…
—El indicio fue muy claro cuando nos vimos por primera vez. Yo la vi y usted me vio a mí y eso fue todo.
—¿No estará usted dando por sentadas demasiadas cosas de manera un tanto precipitada?
—En absoluto. Es un hecho. Un hecho irrevocable.
—Por favor, no me mire de ese modo.
—No puedo mirarla de ningún otro modo.
—No… —Se le quebró la voz y se hizo casi un murmullo—. No debemos. No sé cómo manejar esta situación. —Lo dijo como hablando consigo misma en voz alta—. Esto es demasiado para mí. En cualquier otro momento, habría sabido qué pensar, qué decir. Pero ahora no.
—¿Le importaría aclararme ese punto?
—No me pida que se lo explique.
Permanecieron en silencio durante unos instantes y luego el hombre dijo:
—Tal vez no necesite explicarse. Tal vez yo la entienda.
Claro que la entiende —pensó Bevan—. Cualquiera la entendería. Cualquiera con ojos. Si se fijaran un momento en el señor y la señora Bevan se darían cuenta del tipo de matrimonio que es. O al menos verían parte de la historia. Ahora el tipo le mira a la cara y ve el resto de la historia. O tal vez no sea así. Sino que ve solamente la versión de Cora. ¿Qué vas a hacer tú? ¿Subirte a un escenario y contar tu versión? Los pasillos se llenarían hasta los topes, hermano. Te ficharían para la comedia de Colgate.
—La vi cuando salió del comedor —le decía el hombre—. Lo dejó sentado a una mesa. Cuando subió al ascensor tenía usted la cara verdosa. Creo que sé por qué subió a su habitación. Tenía ganas de vomitar, ¿no es verdad?
Cora no le contestó.
—¿Por qué bebe tanto?
—No puede evitarlo.
—Querrá decir que no quiere hacer el esfuerzo. ¿Es eso lo que quiere decir?
—No estoy segura. No sé qué le pasa a mi marido.
—Yo sí —repuso el hombre.
—Hágame el favor. Si sólo lo ha visto una vez. Apenas lo conoce.
—Mejor, porque eso aumenta mi percepción. —El hombre hizo una pausa esperando a que el comentario hiciera su efecto. Luego agregó—: Su marido padece de una enfermedad conocida como falta de agallas.
Bevan dio un leve respingo. No notó que había dado un respingo.
—Es una pena —dijo el hombre—. No por él. Sino por usted.
—No hay nada que yo pueda hacer.
—Sí que lo hay —dijo el hombre—. Claro que hay algo que puede hacer.
Cora no dijo palabra. Bevan pensó: se lo está metiendo en la cabeza, logrará venderle la idea. En fin, que la ha cogido en el momento justo.
—Creo que ha llegado el momento de que le dé ciertas cifras estadísticas. Tengo treinta y nueve años. Hace tres que estoy divorciado. A mi exmujer le paso cuatrocientos dólares mensuales en concepto de alimentos. Mejor dicho, como limosna, porque el tribunal no me obligó a nada. Le doy el dinero porque le tengo lástima. Está realmente muy mal. Es patológicamente incapaz de permanecerle fiel a ningún hombre. Cuando la descubrí; le partí la mandíbula. Siempre me supo mal haberlo hecho.
Se produjo una pausa, al cabo de la cual, Cora le preguntó:
—¿Tiene niños?
—Tres hijos de ocho, nueve y doce años. Están en una escuela militar. Por supuesto que yo tengo su custodia. Procuro verlos por lo menos una vez al mes. Son unos chicos estupendos y sacan muy buenas notas. Me gustaría verlos con más frecuencia, pero por motivos de trabajo tengo que viajar mucho.
—¿A qué se dedica?
—Soy ingeniero de minas. Preferentemente, de minas de cobre. Existe una gran demanda de cobre y me pagan bastante bien.
—No me interesan sus ingresos, señor Atkinson.
—Ya lo sé. Si creyera que le interesaban no le estaría hablando de ello. Gano unos cuarenta mil dólares al año.
Estupendo —pensó Bevan—. Es un buen salario. Y seguro que no lo malgasta. Lo sé por el tono de su voz. El tono de su voz me dice muchas cosas. Una voz gruesa y profunda de barítono que hace juego con esa nariz ligeramente achatada. De modo que en vez de frecuentar clubs nocturnos el tío se acuesta temprano todas las noches, y en vez de ir a las carreras se va de caza o de pesca. Y lee libros, claro está. Probablemente a Steinbeck y Melville, y tal vez a Walter Scott, aunque diría que quizá es demasiado sofisticado para Scott. Pero no es una afectación simulada. Al menos no posee las filigranas que siempre te indican que si rascas un poco no sale nada. Este tío lleva muchas cosas debajo de la capa exterior.
¡Oye! ¿Qué estas haciendo? ¿Le aplaudes las gracias? No, me parece que lo que hago es aplaudirle a ella. Por eso estás analizando al candidato. Quieres estar seguro de que se lleve algo que valga la pena. Espero que responda a los requisitos, señor Atkinson. Espero que sea bueno con ella y la haga feliz. Es una buena chica y se merece un poco de felicidad, sobre todo si consideramos que ha tenido tan poca.
Me parece que esto se merece otro gintónic. Sería una buena idea llenar la piscina de ginebra y zambullirse en ella. Pero la ginebra no combina bien con esta disposición de ánimo. ¿Y qué te parece que puede combinar entonces? Lo de zambullirse está bien. Que sea una zambullida desde muy alto. Desde unos treinta metros hacia un fondo rocoso; un fondo rocoso y puntiagudo. La cuestión es que para ese tipo de acrobacias hacen falta agallas. Y como ha dicho el hombre, es justo lo que te falta, hermano. Como ha dicho él, se trata de una enfermedad conocida como falta de agallas. Pidamos una votación a mano alzada. Ganan los votos afirmativos.
Desde la mesa para dos le llegó el ruido de las sillas al rozar el suelo. Oyó pasos que se alejaban de la mesa. Bevan bajó la carta de licores y los vio salir juntos. Al traspasar la puerta que comunicaba el bar con el vestíbulo, vio el rostro de Cora de perfil. El hombre le hablaba y ella estaba ensimismada escuchándole con atención. Tenía los labios ligeramente separados y su expresión era pasiva y un tanto soñadora, como la de una niña. Entonces, dejó caer ligeramente los hombros, muy poco, aunque el gesto pareció mucho más marcado. Era casi como un gesto de rendición.
¿Estoy cediendo? —se preguntó Cora—. ¿Estoy de verdad cediendo y diciéndole que sí a este hombre? No lo sé. En estos momentos no estoy segura de nada. Ni siquiera sé dónde estamos, ni adónde me lleva. ¿Adónde me llevará?
Atravesaban el vestíbulo. Atkinson la condujo hacia la puerta lateral que daba a la zona de la piscina. Salieron; Cora pestañeó con fuerza bajo el reluciente sol caribeño. La zona de la piscina estaba atestada y le oyó decir.
—Alejémonos de esta multitud. Demos un paseo por el jardín.
Sin articular sonido, Cora inquirió: ¿Jardín? ¿Qué jardín?
—Tienen un jardín maravilloso —le dijo él—. Las flores son un espectáculo digno de ver.
Pero no quiero verlas —pensó Cora—. No quiero ir al jardín. Intentó decirlo en voz alta, pero era como si hubiera enmudecido. Lo único que podía hacer era caminar a su lado, cruzar el césped aterciopelado rumbo a un sendero de grava que bordeaba un parterre circular de arbustos y flores. Era un jardín espacioso, y parte de él se encontraba hundido; un tramo de escalones de piedra se internaba por el centro de una pendiente multicolor que brillaba como una colección de piedras preciosas. Era el jardín de rocas. Las rocas eran de color verde plateado, rosa plateado y amarillo ámbar, y las flores eran de tonos púrpura, azules oscuros, azules brillantes y naranjas brillantes. Algunas de las rocas más voluminosas estaban adornadas de laureles.
—… de aquí viene el nombre de este lugar —le decía él—. ¿Lo ve ahí? ¿El laurel en las rocas? —Por un momento, él se alejó de ella para poder mirar de cerca las plantas—. Sí, son laureles. Provienen del sur de Europa.
Pero Cora no lo oyó. En ese momento había perdido el equilibrio en las escaleras, y cuando iba a caer, él se volvió rápidamente y la sujetó. Le rodeó los brazos con sus gruesos dedos, y cuando la ayudó a incorporarse, ella se apoyó en él. Luego se irguió y él la soltó y se miraron. Cora sintió la presión de sus ojos quemándole en la cara. Era como un fuego incandescente que la invadía. Le hervía el cerebro y la sangre. Me estoy mareando —pensó—. Me siento muy mareada.
Pero no puede ser eso —se dijo—. Es por el sol, hace un calor terrible. Necesitaría una sombrilla. Sí, todo se solucionaría si tuviera una sombrilla, porque son los efectos del sol. Basta ya, por favor. Deja ya de mirarme así.
Bajaron juntos los escalones de piedra; entre ambos había una cierta distancia, pero era como si él la estuviese tocando. Era como si la tuviera en sus brazos, aferrándola con fuerza, mimándola, apretándola con sus gruesos dedos, amasándole la carne, derritiéndola. Cora oyó una voz que podría haber sido la de él, pero que ella sabía que no lo era; venía de muy lejos y le decía: «No te ensucies». Cora le contestó a aquella voz; tenía los nervios tensos, cargados de todo el desafío del que fue capaz, y le dijo: Déjame en paz, déjame en paz. ¿No puedes dejarme en paz? ¿No lo comprendes? Lo quiero. Lo necesito. Sé cuánto lo necesito y he de conseguirlo. Pero no puedes tenerlo, le tienes miedo. ¿Pero por qué? ¿Por qué tienes tanto miedo? Porque es sucio, es vergonzoso y horrendo. Contamina, eso es lo que hace. Ni siquiera puedes hacerlo con el hombre cuyo anillo llevas. Por algún motivo…
Por algún motivo asqueroso, aterrador…
Se echó a temblar. Por un instante, su mente se convirtió en una lente enfocada en el tiempo y ella espiaba a través de un túnel muy largo cubierto por la oscuridad de los años, de todos los años. Está allá al fondo —pensó—. Algo ocurrió hace mucho tiempo. Me agarró y nunca me soltó. Son como unos dedos de uñas afiladas que se me clavan en el cerebro, que me sujetan los pensamientos y los retuercen impidiéndoles crecer. Sí, eso es lo que te ha hecho. Te ha impedido crecer. ¿Pero qué quiere decir, qué significaba? Sabes bien lo que significa. Significa que no eres mujer, que no eres mujer de verdad. Sino una niñita asustada.
Pues no permitiré que me asuste —se dijo—. Tengo veintinueve años y soy razonablemente inteligente, al menos lo suficiente como para analizarlo en su justa perspectiva. ¿Pero qué es, pues?
Sea lo que fuere, no debe asustarme. Sin duda, no hay motivos para que tema a Atkinson. La verdad es que es un tanto brusco, y creo que debajo de esos modales de saludable boy scout esconde a un desagradable provocador. Por ejemplo, mira que pegarle a su mujer en la cara y romperle la mandíbula… No tenía por qué contártelo, pero daba la impresión de que disfrutara haciéndolo. De todos modos, estoy segura de que es más caballero que lo contrario, y que no habrá ningún problema. Comencemos por esa premisa, ¿de acuerdo?
Pero lo quiero —se dijo.
No, no lo dices en serio.
Sí, lo digo en serio. Quiero que me…
Basta ya —se dijo—. Acaba con esto de una vez.
De acuerdo, procuraré ponerle fin.
—Me gustaría tener una sombrilla —dijo Cora en voz alta.
—Es verdad, hace un calor que quema.
—Es sofocante —dijo Cora. Y con voz insegura, agregó—: ¿Por qué… por qué no volvemos?
—Hay una sombra ahí cerca —señaló en dirección a un grupo de árboles y arbustos—. Quizá encontremos un banco para que pueda descansar y refrescarse un poco.
Llegaron al pie de las escalinatas de piedra y se dirigieron hacia los árboles y arbustos. Un sendero estrecho atravesaba el espeso follaje y se internaba entre los árboles. Cora iba delante suyo y sentía su presencia muy cerca. Se decía que estaba muy cerca de ella, y que el sendero era demasiado estrecho y el follaje demasiado denso. Volvió a estremecerse. Se dijo que tenía que dejar de temblar y continuar andando; recorrió lentamente el sendero que serpenteaba entre los árboles hasta conducirla ante un pequeño estanque, Era muy pequeño y se encontraba entre los arbustos. Era un lago con peces de colores.
Lanzó un torturado grito y se echo a correr. Entonces se desmayó. Cuando él la levantó del suelo, Cora respiraba entrecortadamente y le decía:
—Sáqueme de aquí… sáqueme de aquí.
Un camarero se acercó a la mesa y le dijo a Bevan:
—¿Qué le sirvo, señor?
—Cualquier cosa. Lo que usted quiera.
—¿Algo con ron?
—Ron —murmuró Bevan, meditativo. Miró la cara oscura del camarero y le preguntó—: ¿Qué clase de ron?
—El mejor, señor. En nuestro establecimiento sólo servimos el mejor.
—No quiero el mejor. Quiero el peor.
El camarero sonrió, paciente.
—El peor —repitió Bevan—. La marca cuya etiqueta pone: «Sólo para fracasados incurables».
—Me temo que no servimos esa marca, señor.
—Claro que no sirven de esa marca en este local. Sus clientes son gente decente, sana, respetable. ¿Es así?
—Sí, es así.
—¿Lo ve? Eso me excluye, entonces.
Se puso de pie, le sonrió con amabilidad al camarero. Sacó la billetera y le entregó un billete de un dólar.
—Pero señor…
—Guárdeselo. Guárdeselo como recuerdo. Un regalo de despedida.
—¿Quiere decir que deja el hotel?
—Con muchísimo gusto. —Le dio una afable palmadita en el hombro al camarero, salió del bar y cruzó el vestíbulo rumbo a la puerta principal que daba a la calle Harbour. Ante el portón exterior se encontraban agrupados unos cuantos taxistas, y, al acercarse Bevan, se apiñaron a su alrededor, hablando deprisa y señalando cada uno su respectivo coche, como si tuviera algo más que ofrecer que los demás. Se metió en el que le quedaba más a mano, y cuando el taxista estuvo ante el volante, le dijo:
—Vamos a Winnie’s Place.
El taxista se giró y lo miró boquiabierto.
—Ya me ha oído —le dijo al conductor—. Le he dicho que vamos a Winnie’s Place.
—Disculpe usted, señor capitán, pero… ¿está usted seguro…?
—Estoy muy seguro.
—Pero señor capitán…
—Oiga, ¿quiere hacer la carrera o no?
El taxista se volvió de cara al parabrisas y puso el motor en marcha.