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Bevan se reclinó hacia atrás en la silla. Tenía la cabeza ladeada y miraba con aire ausente hacia nada en particular.

El silencio se prolongó durante unos momentos, entonces, Joyner le dijo:

—La cuestión es que le doy una oportunidad de seguir con vida.

Bevan sonrió socarronamente.

—¿He dicho algo cómico? —murmuró Joyner.

—Graciosísimo —repuso Bevan. Lanzó una sonrisa más al jamaicano. Y sin palabras le dijo: Sí, es realmente graciosísimo, Nathan. Hace un par de noches jugaba con la idea de quitarme de en medio. Y ahora apareces tú y en una de esas me ahorras la molestia.

Joyner se mordió ligeramente la comisura de los labios y le dijo:

—Tal vez no lo comprenda. O tal vez no le importe.

—Supongo que es eso —reconoció Bevan en voz alta—. No me importa.

El jamaicano arrugó el ceño.

—He de admitir, señor Bevan, que me confunde.

—No se sorprenda, hombre.

Joyner lo examinó. Arrugó aún más el entrecejo. El silencio duró casi un minuto. Entonces se oyeron unos pasos y ambos levantaron la mirada y vieron a Cora allí de pie. Con una sonrisa inquisitiva miró al jamaicano y luego a Bevan. El jamaicano se había levantado de la silla y asentía amablemente con la cabeza, a la espera de ser presentado.

—Cora, este es el señor Joyner. Le presento a la señora Bevan.

Murmuraron unos saludos y se sentaron.

—El señor Joyner es amigo mío —dijo Bevan—. Es un muy buen amigo mío. Intenta ayudarme por todos los medios.

Cora no dijo nada, se limitó a dar un ligero respingo.

—Vamos, señor Joyner, cuénteselo. Cuénteselo todo.

—Es un poco difícil…

—Vamos, adelante —le instó Bevan—. Lo soportará bien.

—Lo soportaré bien —dijo Cora.

Joyner lanzó un suspiro. Miró a Cora y le dijo:

—¿Le ha contado su marido lo que ocurrió anoche?

Cora asintió.

—Le dije que fue en defensa propia —dijo Bevan. Y sonriéndole a Cora, agregó—: Nuestro amigo Joyner tiene sus dudas al respecto.

—Yo no he dicho eso —murmuró el jamaicano—. He dicho que quienes dudarían serían las autoridades. Le dije que hay muy pocas probabilidades de que acepten su explicación.

—¿Ves cómo están las cosas? —inquirió Bevan volviendo a sonreír socarronamente—. Lo tiene todo pensado. Ha pensado hasta en el último detalle.

—¿Quién es este hombre? —preguntó Cora—. ¿Y qué quiere?

—Es un hombre de negocios —repuso Bevan—. Quiere dinero.

—De acuerdo —dijo Cora mirando al jamaicano—. Le escucho.

Joyner apoyó los codos en la mesa con las manos entrelazadas debajo del mentón. Centró la mirada en la corbata de Bevan. Pero habló como si Bevan no estuviera presente.

—Si lo cogen, lo colgarán. Ya se lo he dicho, pero no parece haberse sorprendido. Tal vez usted sí se sorprenda, señora Bevan. Da usted la impresión de ser una mujer sensata.

—Y vaya si lo es —dijo Bevan—. Es muy sensata. Debería saberlo…

—Cállate, James. Por favor, cállate.

—De acuerdo, pero ¿dónde está el camarero? Quiero una copa.

—Ahora no.

—Sólo una. Te diré una cosa, los tres nos tomaremos una copa. Anda, vamos, tomemos una copa.

—Por favor, James, por favor.

—De acuerdo. Más tarde entonces —dijo encogiéndose de hombros—. Me la tomaré más tarde.

—¿Qué me estaba diciendo? —inquirió Cora dirigiéndose al jamaicano.

—Me estaba imaginando la reacción de las autoridades —repuso Joyner—. Es decir, si arrestan a su marido. Claro que espero que eso no ocurra, porque tendrían muchas pruebas en su contra.

—No tienen ninguna prueba —dijo Cora—. Sólo intentaba protegerse.

Joyner negó con la cabeza y dijo:

—No podrá justificarse, señora Bevan. En primer lugar, no informó del hecho a la policía sino que huyó del lugar del crimen.

—¿Y quién no lo haría? Fue una experiencia horrenda. Mi marido se encontraba en estado de shock.

—De acuerdo —reconoció Joyner asintiendo lentamente con la cabeza—. Pero el hecho sigue siendo que no puede probar que fue en defensa propia. El otro hombre no iba armado.

—Y un cuerno que no iba armado —farfulló Bevan.

Cora miró a su marido. Con los ojos lo retó a que continuara, a que se levantara de la nada y volviera a pisar terreno firme.

—Llevaba una cachiporra —dijo Bevan.

—Las autoridades no lo saben. —En ese momento, los labios de Joyner dibujaron una sonrisa lenta y delicada.

—Llevaba una cachiporra y la policía la encontrará —dijo Cora.

—Nunca la encontrarán —murmuró Joyner.

Cora abrió mucho los ojos.

—¿Captas el panorama? —le pregunto Bevan—. ¿Te das cuenta de lo que está pasando aquí?

Cora miró fijamente al jamaicano y vio cómo le sonreían aquellos ojos color verde espinaca.

—Nuestro amigo es todo un ingeniero —dijo Bevan—. Un tipo genial. —Le sonrió al jamaicano—. Un inteligente hijo de puta.

Joyner miró a Cora y le preguntó:

—¿Qué le pasa a su marido? ¿Se encuentra enfermo?

—Claro que estoy enfermo —dijo Bevan ampliando la sonrisa hasta convertirla en mueca—. Estoy enfermo y me siento estupendamente.

—No estás enfermo —le dijo Cora. Hablaba lentamente, sopesando las palabras—. No admitiré que digas que estás enfermo.

—Vale, entonces es el mundo el que está enfermo. Todo el mundo está enfermo y yo me encuentro en plena forma. ¿Qué te parece?

Joyner volvió a fruncir el ceño y le dijo a Cora:

—Parece un poco ido.

—Un cuerno que parezco ido —dijo Bevan sonriéndole—. Lo sigo bien de cerca, Nathan. Lo tengo fichado hasta el último movimiento. Primero, tiene la botella rota que prueba que yo lo hice. Y segundo, recogió la cachiporra para que no tuviera pruebas de que el tipo iba armado. De ahí en adelante, para usted es cuestión de coser y cantar. Habrá testigos que dirán que me vieron en el bar, que me vieron beber ron y emborracharme. Y después está su testimonio, claro. Probablemente será una versión antojadiza como esta: invité al hombre a salir conmigo y el tipo salió pero después cambió de idea y yo me indigné y cogí la primera cosa que encontré.

Joyner asentía lentamente con la cabeza y dijo:

—Así es.

—Pero es mentira. —Cora respiraba agitadamente—. Es una sucia mentira.

—¿Y a él qué le importa? —inquirió Bevan lanzando una carcajada—. Míralo.

Cora miró la cara del jamaicano. Los ojos verdes titilaron en una mezcla de hielo y fuego. Después, su mirada fue puro hielo.

—Podemos zanjar este asunto por cinco mil dólares —dijo Joyner.

Cora inspiró profundamente y contuvo el aliento.

—Dejémoslo en cinco céntimos y entonces empezaremos a hablar —sugirió Bevan.

Se hizo un silencio. Joyner estaba sentado relajadamente con los brazos caídos a los costados. Bevan se encontraba muy reclinado sobre la mesa, lanzándole una sonrisa vacía y un tanto idiota a la reluciente cafetera de plata. Cora tenía la cabeza gacha y la cara apoyada en las palmas de las manos.

—Estoy esperando. Creo que deberían decidirse ahora mismo. No tendrán otra oportunidad —dijo Joyner finalmente.

—Es usted estupendo —admitió Bevan, sin dejar de sonreírle a la cafetera—. Tendría que vender seguros.

—Esto es un seguro —comentó Joyner con una sonrisa—. Es el mejor seguro que pueda contratar jamás.

—¿Y quién le ha dicho que voy a contratarlo?

—Claro que lo contratará. Estoy seguro de que lo hará.

Cora se quitó las manos de la cara. Tenía los ojos cerrados firmemente, y los abrió y dijo:

—No podemos pagarle cinco mil dólares. Ni siquiera podemos acercarnos a esa cifra.

—¿Cuál es la máxima cantidad que puede darme? —inquirió Joyner sonriendo amablemente.

Cora miró a su marido. Esperó a que él dijera algo. Pero fue inútil. Bevan estaba concentrado en la cafetera; su plateada redondez le devolvió la imagen distorsionada de su cara sonriente. Frunció el ceño con aire taciturno y luego volvió a sonreír. Empezó a hacerle muecas a la superficie plateada y brillante de la redonda cafetera.

—Usted tiene la última palabra, señora Bevan —le dijo Joyner—. Con él no se puede hablar.

—Yo tampoco —comentó Cora sin poder contenerse. Con los dedos se presionó con fuerza la frente y luego le dijo—: Le daremos mil dólares.

—No podemos darle más de mil. Entiéndalo, no somos ricos —dijo. Joyner negando con la cabeza.

—Dejémoslo en dos mil —sugirió Joyner.

—No podemos. —La voz de Cora sonó suplicante—. De veras no podemos.

—Analicémoslo un momento —murmuró el jamaicano—. ¿A qué se dedica su marido?

—Soy exterminador —repuso Bevan—. Voy por ahí exterminando. Es divertidísimo.

—Vende títulos de inversión —contestó Cora.

—Es un trabajo a tiempo parcial —masculló Bevan, sin dejar de mirarse en la cafetera—. Porque en realidad me dedico a trabajar en un circo. En la cuerda floja. Es una cuerda floja especial. Da vueltas en círculos.

—¿Siempre habla así? —inquirió Joyner.

—Sólo los días libres —susurró Bevan con tono de confidencia, ahuecando la mano al costado de la boca—. Libro siete días a la semana.

Joyner suspiró, y le lanzó una mirada piadosa a Cora. Era una verdadera pena. Y le dijo:

—Lo lamento mucho. Sé que no tiene una vida fácil.

—¡Cállese la boca! —le ordenó Bevan—. Váyase a paseo y cállese la boca.

—Ya veo que tiene usted un gran problema —le dijo Joyner a Cora—. ¿No puede hacer nada por él?

Bevan lanzó una clamorosa carcajada. Las personas que ocupaban las demás mesas miraron en su dirección. Al ver de quién se trataba se encogieron de hombros. Alguien dijo:

—Ha vuelto a las andadas.

Cora tenía la cabeza gacha y los ojos firmemente cerrados.

—Señora Bevan, tiene usted una pesada carga —le dijo Joyner—. No quiero dificultarle las cosas. Pero no me queda alternativa. Es una cuestión de suprema necesidad. Soy pobre. Muy pobre.

—¿Intenta justificar su postura? —le preguntó Cora mirándolo a la cara.

—En cierto modo —repuso el jamaicano sosteniéndole la mirada—. Es una cuestión de economía. Es la ley de la oferta y la demanda. Usted quiere que su marido siga con vida y yo le ofrezco la garantía. No puede comprarla usted a ninguna otra persona.

—Eso simplifica las cosas —comentó Bevan dirigiéndose a nadie en particular—. Eso simplifica mucho las cosas.

—¿Podríamos estirarlo hasta mil quinientos? —inquirió Joyner sin dejar de mirar a Cora.

—Está bien —contestó ella.

—Lo quiero en libras.

—De acuerdo. —Cora parecía muy cansada.

—¿Podríamos arreglarlo ahora?

—Supongo que sí —repuso ella—. Mi marido y yo tenemos una cuenta conjunta. Iré al mostrador y le extenderé un cheque. Tardarán un poco en verificar si en Nueva York hay fondos.

—Esperaré —dijo Joyner.

Cora se levantó de la mesa. Intentó mantener los hombros erguidos cuando atravesó el comedor rumbo al vestíbulo. Bevan había levantado la cabeza y mientras la observaba, pensó: Bonito espectáculo. Se la ve tan delicada y frágil con esos pantalones. Realmente encantadora, a su manera elegante y nada llamativa. Son muy pocas las que pueden llevar pantalones de ese modo. Los lleva con tanta gracia. Fíjate en su cabello dorado pálido. Sí, señor, todo un espectáculo, y no me importaría salir con ella. Tal vez logre invitarla a navegar. Hace un bonito día para navegar.