5

Era mediodía cuando Cora lo despertó. Bevan notó que ya estaba vestida. Le dio la impresión de que llevaba de pie y en actividad desde hacía horas. Le preguntó qué había estado haciendo. Ella le contestó que había desayunado y que luego había escrito cartas y postales. Y que ya se había deshecho de la ropa manchada de sangre. Lo mencionó de un modo natural, como si las manchas fueran de zumo de fruta o de tinta y no de sangre. Cuando se lo dijo, no lo miró a la cara, y él no hizo comentarios.

Bajaron juntos y entraron en el comedor. Casi todas las mesas estaban vacías. Todavía no habían anunciado el almuerzo y sólo había unas cuantos rezagados desayunando. Se acercó un camarero y les entregó un menú. Bevan tenía mucho apetito y pidió higos con crema, huevos revueltos y riñones, panecillos tostados y café. Cuando el camarero se alejó, Cora le dijo:

—Me alegra mucho que comas algo. Te sentará bien.

—¿Tomarás conmigo el café? —inquirió él con una sonrisa.

—De acuerdo.

—Hacen buen café.

—Sí, es muy bueno.

—Mucho mejor que el instantáneo.

—Tomaré nota de eso. —Cora le sonrió—. Cuando volvamos a casa, compraré una cafetera de filtro.

—Dirán que eres anticuada, ya no están de moda.

—No es del todo así, todavía las venden.

—Pero no como antes. Ahora lo que va es el café instantáneo. Se tiende a la velocidad. Todo es instantáneo o ultracongelado. Tenemos siempre tanta prisa…

—Es cierto —comentó ella asintiendo con la cabeza. Miraba fijamente más allá de su esposo—. Estaríamos mucho mejor si nos tomáramos nuestro tiempo, ¿no te parece?

—Eso depende.

—¿De qué?

—Del tiempo que tengamos.

—¿Te refieres a las bombas que inventan?

—Es una parte del asunto. Pero no me refería a eso. Es más una cuestión individual. Hay personas que a los dos años son más ancianas que a los ochenta y dos.

—¿Y eso? —inquirió Cora mirándolo.

—El niño de dos años quizá nunca llegue a cumplir tres, mientras que el abuelo puede llegar a los noventa.

Cora sonrió y frunció el ceño a la vez.

—Nunca se me había ocurrido enfocarlo de ese modo.

—Ni a mí. Al menos hasta hace poco: hasta este mismo momento, para ser exacto.

—¿Y qué te ha hecho verlo de ese modo? —Cora giró ligeramente la cabeza y lo miró de soslayo.

Bevan permaneció en silencio durante unos momentos. Luego, mientras encendía un cigarrillo, repuso:

—No lo sé, se me ha ocurrido. Tal vez sean ideas que flotan en el aire hasta que alguien se interpone en su camino y le golpean.

Cora se dio unos golpecitos en el mentón con el dedo.

—Si es así, cualquiera tiene la oportunidad de hacer historia.

—Me imagino que viene a ser más o menos eso. Lo único que pasa es que antes de que uno logre dar con algo nuevo ha de asimilarlo. O mejor dicho, ha de estar en condiciones de aceptarlo. Como eso que dice de la manzana que cayó del árbol… este muchacho Newton se encontraba exactamente en el lugar adecuado. Lo golpeó justo en aquella parte del coco que reaccionó descubriendo la teoría de la gravedad.

—No le haces demasiada justicia al pobre.

—Al contrario, le hago toda la justicia. Le concedo un título summa cum laude por excelencia.

—Pero acabas de decirme que no fue más que suerte.

—La suerte quizá constituya el treinta por ciento. El otro setenta se compone de diligencia e iniciativa, más largas horas y trabajo duro.

—Llámalo fuerza de voluntad.

—Probablemente sea eso. Todo se reduce a la fuerza de voluntad.

Cora abrió la boca para comentar algo y después decidió no decir nada.

Bevan asintió, como si su mujer lo hubiera expresado en palabras.

—En lo que a fuerza de voluntad se refiere, soy un jugador de segunda.

—No pensaba…

—Pensabas que no existe la más mínima oportunidad de que ponga en práctica esta teoría. Me refiero a la teoría de que la duración máxima de la vida es la que nos indica que no se puede saber cuánto tiempo nos queda. Y tienes razón. Jamás desarrollaré la teoría, jamás la pondré por escrito, como hizo Newton. Soy demasiado holgazán para hacerlo. Lo único que haré quizá será utilizarla como guía.

Cora se inclinó hacia adelante mirándole con ojos llenos de ferviente esperanza.

Bevan continuó con el tema, hablando más consigo mismo que con ella.

—Una guía que dice: «No sabes cuánto tiempo tienes. Sólo sabes que estás aquí, y mientras estés aquí, ya que estás, podrías sacar el máximo provecho. Sacar el máximo provecho e intentar ser amable. Es lo más importante. Ser amable».

—Estupendo —susurró ella—. Es realmente estupendo. Sigue pensando así.

—Lo intentaré.

—¿Harás de ello una resolución?

—Supongo que será algo por el estilo.

El camarero les trajo los higos con crema y los platos cubiertos de plata y la cafetera con cuello de cisne. Bevan se colocó la servilleta sobre el regazo, al tiempo que le sonreía a Cora y veía un no sé qué de maternal en su expresión mientras observaba la comida que le dejaban delante. Entonces, sus ojos se encontraron, y sin palabras, Bevan le dijo: Soy tu hombre y tú eres mi chica, y no importa el infierno que podamos crear entre los dos, siempre habrá momentos como estos en los que nuestra unión sea muy real y tú me resultes conmovedoramente preciosa. Cuando las cosas son así, esto no tiene nada que ver con las obligaciones; es tan tierno, tan delicado y, sin embargo, percibo una especie de deleite en nuestra unión. Como una fiesta que no necesita ni confeti ni globos ni sombreritos de cotillón. Cuando las cosas están así, me resultan demasiado idílicas. Como aquella ocasión en la que…

Recordó una ocasión igual a esta, una ocasión que le acariciaba la memoria con una ternura suave y dulce que lo hacía suspirar. Había ocurrido en verano, hacía un par de años. Había sido al inicio de un fin de semana; Nueva York los asfixiaba y habían decidido reunirse con unos amigos en un lugar de veraneo en las montañas de Adirondacks. Pero nunca lograron llegar. Al coche se le averió la bomba del combustible y no había mecánicos disponibles. Bevan se preocupó mucho, pero ella le sonrió y le dijo que no lo hiciera. Le señaló el lago y los campos de margaritas y tréboles y le dijo:

—Esto es muy bonito. Es tan bonito y tranquilo que podemos quedarnos en el motel que acabamos de ver en el camino. Está más o menos a un kilómetro de aquí. Y mientras tú te inscribes, yo llamaré a los de ayuda en carretera.

Esa noche y la siguiente se quedaron en el motel. Y durante el día nadaron en el lago, pasearon por los campos y recogieron flores. No ocurrió nada fuera de lo común, pero fue un fin de semana realmente maravilloso. Cuarenta y ocho horas en las que se alejaron flotando de todos y sólo se tenían el uno al otro, y se sentían tan unidos que se hablaban prácticamente con los ojos, diciéndose: Lo eres todo para mí, no me importa nada más; sólo tú.

Existieron otros momentos como aquel, pero recordaba especialmente esa ocasión mientras la miraba y le decía con los ojos: Lo eres todo para mí.

Antes, ahora y siempre —le decía con la mirada—, eres mi diosa griega que me aleja del mundo ajetreado en el que todo se viene abajo. Cora, mi adorada, procura permanecer a mi lado mientras lo intento otra vez. Esta vez intentaré de verdad dejar de beber y de devanarme los sesos con mis problemas. Te juro que lo intentaré de veras.

Cora asintió lentamente y le sonrió. Y luego, en voz muy queda le dijo que comenzara a desayunar.

La comida era excelente y dio cuenta de ella con avidez. En poco tiempo los platos quedaron vacíos. Cora sirvió más café para los dos. Se quedaron allí sentados, bebiendo café y fumando.

—Mira por la ventana. Fíjate qué sol.

—Es como si fuera verano —comentó él.

—En Nueva York debe de hacer un frío que pela.

—Es un pensamiento agradable.

—Pero algo egoísta —admitió ella—. No debemos desearles mal tiempo.

—Vamos a tomar el sol. ¿Qué tal si hoy salimos? ¿Adónde podríamos ir?

—No lo sé. ¿Qué te apetecería?

—No hemos visto mucho de la isla.

—Ni de la ciudad.

—Yo sí la he visto —dijo él jovialmente—. He visto bastante de la ciudad.

—¿Te gustaría ir a navegar? Hay barcos que parten del hotel.

—De acuerdo, vayamos a navegar.

Cora se puso en pie y le dijo:

—Subiré a la habitación a ponerme unos pantalones. Vuelvo en seguida.

Bevan se quedó sentado mirando cómo salía del comedor. La sala hervía a medida que llegaban los comensales para el almuerzo. Algunos le sonrieron y lo saludaron con una inclinación de cabeza; él les devolvió el saludo, feliz de poder hacerlo sin sentirlo como algo forzado. Se dijo que comenzaba a estar como en casa en el Laurel Rock, más como participante que como observador. Era un pensamiento reconfortante; le invadió una sensación de amistad hacia los que ocupaban las demás mesas. Entonces se le ocurrió pensar que había algo más, que empezaba a sentirse más amigo de sí mismo.

Supongo que es todo lo que hace falta —pensó—. Es tan fácil ser aceptado si uno se acepta a sí mismo. Si logras seguir así, por el camino que va hacia arriba, en vez del que va hacia abajo, tal vez logres salir a flote. O al menos mirarte al espejo y ver en él a un compañero en lugar de a un contrincante. Estaba dándole vueltas a esa idea cuando una mano se le posó ligeramente sobre el hombro.

Volvió la cabeza y levantó la vista. El hombre se quedó ahí, sonriéndole desde su altura. Era una sonrisa blanda. Muy blanda, casi gentil. Pero de repente su significado quedó claro y la percibió dura y terriblemente fría, como la transparencia real de un pastel de hielo.

Era jamaicano. Tenía la piel del color del tabaco. Era delgado, de estatura mediana y resultaba obvio que llevaba en las venas algo de sangre caucasiana, porque tenía el pelo lacio y la nariz fina, un tanto estrecha en la base. Los labios eran muy delgados y, en su conjunto, daba la impresión de seguir una dieta basada principalmente en las verduras. Hasta los ojos tenían el color verde profundo de las espinacas crudas.

Vestía ropas baratas, aunque pulcras. La camisa de algodón era inmaculada, y llevaba la corbata gris anudada con cuidado. El traje era de una mezcla de algodón y rayón, de color gris oscuro. Daba la impresión de haber sido planchado hacía poco, y probablemente en casa; las mangas y los pantalones llevaban las rayas afiladas como una cuchilla. En suma, su aspecto indicaba que se había vestido para lo que él consideraba una ocasión muy especial.

Sin dejar de mostrarle a Bevan aquella sonrisa blanda, le dijo con mucha suavidad:

—Discúlpeme. Usted es el señor…

Bevan se quedó callado.

—Me llamo Nathan Joyner.

—¿En qué puedo servirle?

El jamaicano se dirigió al otro lado de la mesa y preguntó:

—¿Puedo sentarme?

—Adelante.

Joyner se sentó y le preguntó:

—¿Me recuerda?

—No. Jamás lo había visto.

—Me vio anoche —le explicó Joyner.

Bevan se dijo que lo único que podía hacer era permanecer callado.

—En la calle Barry —dijo el jamaicano—. En Winnie’s Place.

Vale —pensó Bevan—. Date prisa y acaba de una vez.

—Tal vez debería expresarlo de otro modo —dijo Joyner—. Usted no se acuerda de haberme visto. Estaba un poco borracho.

El jamaicano tenía acento británico. Bevan se dijo: Será empresario. Tal vez hizo algún curso de gestión empresarial en Cambridge o alguna buena facultad de Londres. Sea cual fuere la Facultad a la que haya ido, seguro que se ha graduado en promoción de ventas.

—Ahora no estoy borracho. Tengo la mente bien despejada.

—Espléndido —dijo Joyner—. Porque este asunto exige tener la mente despejada al máximo. —Se reclinó ligeramente hacia adelante—. Probablemente conozca el motivo que me ha traído aquí.

—No resulta difícil adivinarlo —repuso Bevan encogiéndose de hombros.

—No hace falta que lo adivine —le dijo Joyner—. Sabe que no estaría aquí de no haber visto lo que ocurrió en el callejón.

Se produjo un silencio que duró varios instantes.

—Lo vi desde la puerta —le dijo Joyner.

—¿Qué hacía usted en la puerta?

—Pues estar ahí y mirar.

—¿Sabía que intentaba robarme?

Joyner asintió.

—¿Por qué no intentó impedírselo? —inquirió Bevan.

—No era asunto mío. Tengo por norma no meterme en estas cosas.

—¿De veras? ¿Y cómo es que ahora sí se mete?

—Esto no es meterme. Simplemente estoy discutiendo el tema.

—De acuerdo, estoy dispuesto a discutirlo con usted. No hay ningún motivo para no hacerlo. ¿Quiere café?

—No, gracias —repuso Joyner. Se fijó en la taza vacía que Cora había dejado sobre la mesa y le lanzó a Bevan una mirada inquisitiva.

—Es de mi esposa —le dijo Bevan—. Subió a nuestra habitación a cambiarse de ropa, a ponerse unos pantalones. Nos vamos a navegar.

—Hace un bonito día para navegar.

—Sin duda, hace un día perfecto para navegar —reconoció Bevan—. A propósito, me llamo Bevan. James Bevan.

—Encantado de conocerle, señor Bevan.

Se sonrieron amablemente. Entonces, Bevan acentuó un poco la sonrisa y le preguntó:

—¿Cómo supo dónde encontrarme?

—Supuse que estaría en el Laurel Rock. La mayoría de los turistas vienen a este hotel.

Bevan echó un vistazo a las demás mesas. Estaban todas ocupadas y los camareros muy atareados.

—Muy buena temporada para el hotel.

—Así es, las habitaciones siempre se llenan en esta época del año —dijo Joyner—. Supongo que es el clima. ¿Le gusta el clima de la isla, señor Bevan?

—Mucho. Es estupendo.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar?

—Unas semanas.

—Espero que disfrute de su estancia.

—Gracias, señor Joyner.

Volvieron a sonreírse y Joyner le dijo:

—Estoy seguro de que tendrá una agradable estancia. Es tan fácil divertirse en Jamaica. Es decir, cuando uno se hospeda en un buen hotel como el Laurel Rock.

Bevan se quedó callado.

—Es de veras un excelente hotel —continuó Joyner—. Claro que es sólo para quienes pueden pagarlo.

Ahora me lo suelta —pensó Bevan—. Ahora me vendrá con lo de Dun and Bradstreet. O tal vez lo que pretende es mosquearme, inmovilizarme para que cuando me lo suelte, quede noqueado. En fin, sea lo que fuere, desearía que se dejase de rodeos y me lo dijera. Esto de esperar con el corazón en la boca es como observar al dentista cuando se dispone a usar el torno. Veamos si puedo darle un empujoncito.

Sin dejar de sonreírle al jamaicano, Bevan le dijo:

—Es una cuestión de suerte. Algunos la tienen y a otros les falta.

—Usted la tiene —dijo Joyner.

—En cierta medida —reconoció Bevan encogiéndose de hombros.

—¿Podría ser más concreto?

—¿Qué quiere, un informe financiero?

—Sería de utilidad —admitió Joyner. Y su sonrisa se diluyó un poco—. ¿Cuánto puede pagar?

—¿Por qué? ¿Qué me quiere vender?

—Un desliz de la memoria —repuso Joyner—. Estoy dispuesto a olvidar lo que vi anoche.

Bevan rio jovialmente, sin ruido.

—Está bien, Nathan. Quiere jugar a las damas, pues jugaremos a las damas. —Apoyó las manos en la mesa, se inclinó hacia adelante y agregó—: ¿Puede probar lo que vio?

Joyner asintió. Su cara carecía de expresión cuando le dijo:

—Tengo en mi poder una botella rota. Está manchada de sangre. Y por supuesto que tendrá sus huellas digitales.

—Muy bien, Nathan. Un punto a su favor. Pero hay un detalle: eso no significa nada. Si abre la boca y me cogen, les diré la verdad. Diré que el hombre intentó robarme.

—¿Cree usted que lo aceptarían?

—Claro que lo aceptarán. ¿Por qué no?

—Por varios motivos —repuso Joyner. Y volvió a sonreír. Sus ojos verdes espinaca se entrecerraron lentamente, como si desearan reducirlo todo a sombras; sus párpados cayeron como una cortina sobre el objeto viviente que estaba mirando.

Bevan sintió que aquella cortina caía sobre él. En realidad era como una cortina que cae, y, de repente, no tenía ninguna relación con Nathan Joyner, sino que era algo en su interior lo que la hacía caer. En la cortina había unas palabras impresas, las mismas que había visto en las vallas que aparecían en la oscuridad de sus sueños agitados. Y volvió a leer el anuncio: «Este hombre destruyó a un ser humano y no fue por accidente, no le creáis cuando diga que fue en defensa propia…».

—Si alguna vez llevan el caso ante un tribunal, no tendrá alternativa —le dijo Joyner—. Lo enviarán a la cárcel.