Caminó bastante. No era el pasearse casual del turista que contempla el paisaje. En sus pasos había un fin determinado, como si tuviera algo definido en mente, un destino especial. Los nativos le prestaron escasa o nula atención. Tenían la impresión de que se trataba de algún funcionario municipal o del empleado de algún consulado que iba a alguna parte por algún negocio importante. De haber sabido que era turista, se habrían agolpado a su alrededor para venderle recuerdos y postales y los que no tenían nada que vender le habrían pedido una limosna. En las calles de suburbios de Kingston hay muchos mendigos de edades entre los cinco a los ochenta y cinco años. Son muy persistentes, mucho más que las innumerables mujeres que se sientan en los portales a desplegar sus ristras de cuentas de collar, sus sombreros y sus cestas. Aunque no son tan persistentes como los taxistas. Los taxistas de Kingston son famosos por su persistencia. Venden sus servicios como buhoneros de feria y no aceptan una negativa por respuesta. En su mayor parte viven de los turistas, y se ha dicho que han desarrollado un olfato especial para detectarlos; pueden olerles a manzanas de distancia. Esto no pretende ser una reflexión sobre los turistas, aunque muchos nativos están de acuerdo en que, en general, esta raza tiene un olor particular.
Pero este taxista no cazó a Bevan con el olfato. Sino con su aguzada vista. Horas antes había visto pasar al hombre bien vestido; lo había vuelto a ver hacía hora y media, y ahora, al verlo por tercera vez, notó que caminaba con mayor lentitud, sin rumbo.
El taxista estaba recostado contra el maltrecho guardabarros de un Austin muy viejo. Cuando Bevan se acercó, le bloqueó el paso y le preguntó:
—¿Adónde va, hombre?
—No sabría decírselo —repuso Bevan esperando a que el jamaicano se hiciera a un lado—. No tengo la menor idea.
—Busca… —dijo el taxista.
—No sé lo que busco —replicó Bevan, dirigiendo su respuesta a nadie en particular.
—Tal vez pueda ayudarle. —La cara del jamaicano tenía un aire solemne.
—Lo dudo —murmuró Bevan mirando más allá del jamaicano—. Lo dudo mucho.
—¿En qué hotel está?
Bevan se quedó mirándolo y dijo:
—Por el amor de Dios… está bien, de acuerdo. En el Laurel Rock. ¿Y qué?
—Mire que hay una buena caminata desde aquí; una distancia que no es como para ir a pie. Si me permite, lo llevaré al Laurel Rock.
—Puedo caminar —protestó Bevan vagamente—. Me gusta caminar.
—Créame, hombre, no es esa la cuestión. La cuestión es… —el jamaicano apuntó el índice hacia el cielo que oscurecía y agregó—: …que se está haciendo tarde.
—En eso tiene usted razón. —Bevan sonrió débilmente. Por la forma en que lo había dicho, su comentario no guardaba relación alguna con la hora del día. Con voz apenas audible, agregó—: Tiene usted toda la razón.
El jamaicano frunció ligeramente el ceño al detectar algo extraño en el tono y los ojos de aquel hombre. Pero lo más importante era el cliente, por lo que continuó con su charla comercial.
—Créame, hombre, este barrio no es para turistas y menos cuando se hace de noche. Hay muchos bandidos y gente traicionera.
—¿Son muy malos? —inquirió Bevan mostrando una amable sonrisa.
—Muy malos, amigo —repuso el taxista asintiendo con solemnidad.
—No se preocupe, me gustaría conocerlos —repuso Bevan—. Yo también soy una manzana podrida.
—Disculpe usted, ¿pero me está tomando el pelo? —inquirió mirándolo de reojo.
—Jamás he hablado más en serio.
Por unos instantes el jamaicano se quedó en silencio. Se preguntaba cómo manejar el problema. Se trataba definitivamente de un problema, y tenía la sensación de que se encontraba ante algo totalmente fuera de lo corriente.
—Vale, Roscoe —le dijo Bevan—, llévame a dar una vuelta.
—¿Al Laurel Rock?
—No —respondió Bevan—. Lejos del Laurel Rock, tan lejos como pueda.
En silencio el jamaicano se decía: Creo que está chalado y lo mejor que puedo hacer es dejarlo correr. Los locos me hacen sentir incómodo.
—Le diré una cosa —comentó Bevan—. Lléveme al Hallihan’s.
—¿Al Hallihan’s?
—Está muy cerca de aquí —le dijo Bevan. Su voz fue perdiendo fuerza hasta convertirse en un gemido—. Está en la esquina de la calle Cincuenta con la Décima Avenida.
El taxista le dio vueltas a la información durante unos instantes; como vio que no le servía de nada, finalmente dijo:
—¿Sabe usted dónde está? Está usted en Kingston, Jamaica.
—Déjeme que le corrija —le sonrió Bevan—. Estoy exactamente a un kilómetro al sur de ninguna parte.
El jamaicano decidió que había oído bastante. Le dejó el paso libre a Bevan, se dirigió rápidamente al Austin aparcado, entró y puso el motor en marcha.
Bevan se quedó mirando fijamente el viejo coche mientras se alejaba traqueteando. La sonrisa se le fue borrando de los labios y dijo en voz alta:
—A nadie le importa —y encogiéndose de hombros, agregó—: ¿Y por qué diablos debería importarles?
Echó un vistazo a su alrededor buscando algún cartel que indicara que se vendían bebidas.
No vio ninguno en las inmediaciones. No sabía en qué calle estaba. Era una calle tranquila, sin gente. Avanzó lentamente en la calma y la oscuridad creciente. En aquella calle no había farolas y, poco a poco, comenzó a sentir una mezcla de incomodidad y satisfacción de que así tenía que ser. Era una extraña combinación de sentimientos, aunque no se percataba de que era extraña: no intentaba estudiarla ni medirla cuando lo asaltó, porque lo hizo suavemente, como una caricia.
Bevan giró una esquina y se encontró en la calle Barry.
Barry es una vía pública más bien estrecha, ubicada al sur de la calle Queen y al norte de Harbour. Estas últimas son calles más anchas, mejor pavimentadas, y en el plano de la ciudad están indicadas de manera especial. La calle Harbour alberga muchos pequeños comercios, además de almacenes y establecimientos de corretaje; la calle Queen es más o menos la principal, muy ruidosa y por las noches más bien alegre, iluminada brillantemente por sus hoteles locales, sus bares y sus fondas. En comparación, la calle Barry no pasa de ser un callejón de aspecto famélico. Sin embargo, la cuestión reside en que en la calle Barry circula más el dinero. Es el centro de distribución de un comercio especial que no se anuncia en las páginas impresas ni en las vallas.
La actividad nocturna de la calle Barry tiene lugar en su mayor parte en los cuartos traseros. La mayoría de los clientes son marinos mercantes que desembarcan de las naves ancladas en el puerto de Kingston. En las horas grises y desoladas de la madrugada, abandonan la calle Barry con los ojos inyectados en sangre, respirando un aire que sabe a una mezcla de grasa y vinagre. Más tarde, en los bares de los muelles de todo el mundo, esos marineros aconsejan a sus compañeros de borracheras a punto de embarcarse: «Si alguna vez vas a Kingston, Jamaica, ni se te ocurra acercarte a la calle Barry».
—¿Tan mala es?
—Peor que mala. Lo más seguro es que te den una paliza y tendrás suerte si sales con vida.
Pero la publicidad negativa ejerce un efecto magnético en la mayoría de los marinos. Es un desafío, y como grupo, disfrutan aceptando desafíos. Así, se sienten atraídos por la calle Barry y se internan en su oscura calma con ganas de camorra; avanzan con un balanceo que dice a las claras: «A mí no me la haréis, tíos. Este servidor saldrá de aquí victorioso».
Algunos lo logran. Pero la mayor parte no. La mayoría sale de allí con los bolsillos vacíos, las bocas sangrantes y las cabezas magulladas. Muchos salen con las manos apretadas firmemente contra las costillas o los vientres acuchillados. Y la próxima ocasión en que sus barcos anclan en Kingston, van directamente a la calle Barry.
Trasponen los portales miserables y destartalados de los que cuelgan unos carteles escritos a mano que dicen: «Licencia para vender bebidas alcohólicas». De modo que en las habitaciones de enfrente todo es legítimo y compran el ron a la tarifa corriente: seis peniques o diez céntimos por una copa de las de agua, llena hasta la mitad. Este bajo precio les permite remojarse el gaznate con considerables cantidades de licor y, al cabo de las horas, los empuja hacia las habitaciones traseras, donde pueden apostar o encontrar mujeres, o tal vez a alguien blandiendo una cachiporra. Como conclusión, o les hacen trampas en las cartas, o las mujeres les roban, o los golpean hasta dejarlos sin sentido. Y aunque lo sepan o lo ignoren, esperan que eso les ocurra. Y si no les ocurre, provocan la situación hasta que finalmente se produce. Una razón metafísica obliga a los marineros en general a comportarse de este modo, y no resulta muy difícil de indagar. Los océanos fueron hechos para los peces, no para las criaturas de dos patas. De modo que el efecto de las largas semanas o incluso meses a bordo de los lentos cargueros es como el lento quemarse de un fusible conectado a un petardo.
Esa noche, cuatro marineros noruegos entraron en el Winnie’s Place, de la calle Barry. Entraron en silencio y así permanecieron mientras ocuparon una mesa. Winnie les echó una rápida mirada desde detrás de la barra, y supo que no se quedarían callados por mucho tiempo.
Suspiró para sí. Tenía jaqueca y un resfriado de pecho. Durante todo el día había abrigado la esperanza de que aquella noche no hubiera jaleos. No es que le molestaran, simplemente le fastidiaba la idea de tener que limpiarlo todo.
Era una solterona de mediana edad que durante toda su vida había trabajado mucho y se había divertido poco. Su relación con los hombres era más bien aburrida; aunque deseaba que le gustaran, no le daban muchas ocasiones. Probablemente sería por su aspecto.
Su piel color moscatel estaba grabada por la viruela y prácticamente carecía de mentón. Otro factor que la mantuvo soltera, y más o menos intacta, era el cuerpo sin curvas. Era decididamente plana por delante y por detrás: un metro sesenta y siete y ochenta kilos de mujer muy poco atractiva.
Pero eso no le importaba demasiado. Hacía mucho tiempo había decidido que no dejaría que le importase. Lo único que realmente le preocupaba era limpiar después del jaleo de botellas rotas y sillas destrozadas, quitar del suelo las flemas y la sangre. Le echó otro vistazo a los cuatro noruegos y se preguntó cuánto tardarían en armarla.
Además de los noruegos, en el bar había una docena de clientes más. Tres de ellos eran cocineros chinos desembarcados de una nave procedente de Australia, los demás eran nativos, a excepción de Bevan, que ocupaba un taburete, junto a la ventana, y tenía un vaso de ron apoyado en ella. Cuando entró, lo había mirado con curiosidad. Pero ahora que llevaba allí varias horas, se habían cansado de preguntarse quién sería y qué buscaría en aquel lugar. Poco a poco, llegaron a la conclusión de que, quienquiera que fuese, lo único que quería era beber, y en grandes cantidades.
Los noruegos permanecieron tranquilos durante algo así como un cuarto de hora. Luego, uno de ellos se levantó, se acercó a Winnie y le preguntó en inglés:
—¿Dónde está la música?
—No hay música —respondió Winnie—. El flautín está estropeado.
—¿Qué flautín? ¿Quién toca el flautín?
—Es la máquina de música —le explicó Winnie—. La llamamos flautín. Hay que repararla y por eso se la llevaron a la fábrica.
El noruego sopesó la información durante unos momentos, y a punto estuvo de aceptarla, pero luego negó la cabeza decididamente y dijo en voz alta:
—Esa no es excusa.
Winnie no dijo palabra. Centró su atención más allá del noruego, en los tres chinos que le decían por señas que querían más Red Stripe. Apartándose del noruego, Winnie abrió el compartimiento del hielo y se disponía a sacar tres botellas de cerveza cuando el marinero se inclinó sobre la barra y la aferró por el brazo. Winnie se sobresaltó. Se le cayeron dos y agarró la tercera a medio camino del suelo, sujetándola firmemente por el cuello; su brazo libre descansaba rígido al costado del cuerpo cuando oyó decir al noruego:
—Cuando le hablo a alguien, exijo el respeto de ser escuchado.
Le apretó el brazo con más fuerza. Winnie se quedó inmóvil, mostrándole el perfil, con el otro brazo suelto al costado. Sus dedos aferraban con fuerza el cuello de la botella de Red Stripe.
—Además —continuó el noruego—, cuando le hablo a alguien, exijo que me mire a la cara.
Winnie no se movió. Esperó que la soltara. Era un hombre corpulento, de dedos gruesos y fuertes. Le hundía el pulgar en la vena del codo y le estaba haciendo daño.
—Me estás enseñando la mitad de la cara —le dijo el noruego—. Quiero verte toda la cara cuando te hablo.
Winnie se moría de ganas de golpearlo con la botella. No estaba enfadada. En realidad, el tipo le daba pena. Por la voz se le notaba que se sentía triste, lleno de morriña. Además, era más bien joven, y siempre le daban lástima los jóvenes que se encontraban lejos de su tierra natal. Pero si ella no lo golpeaba, ya lo haría otra persona, y así empezaría el jaleo. Sopesó técnicamente las opciones que le permitirían impedir el jaleo. El tipo le clavaba el pulgar con más fuerza; entonces Winnie decidió que lo más factible era ceder. Se dio la vuelta y le mostró toda la cara.
—Pues muy bien, hombre. Ya lo escucho.
—Bien —dijo el noruego. Asintió con la cabeza; sus ojos grises azulados se mostraron fríos y autoritarios—. Lo único que pido es una cantidad razonable de amabilidad.
El hombre se dejó llevar por el entusiasmo y se olvidó de soltarle el brazo.
Uno de los jamaicanos se acercó al noruego y le dijo:
—Justamente lo que a ti te falta, amabilidad.
—Apártate de mí, negro —dijo el noruego sin mirar al jamaicano.
—¿Qué has dicho? —inquirió el jamaicano en voz baja—. ¿Cómo me has llamado?
Antes de que el noruego tuviera ocasión de contestar, uno de sus compañeros se levantó de la mesa y se acercó rápidamente hablándole en su idioma:
—Te estás portando mal.
—No te metas —le dijo el otro, también en su lengua.
—Te estás portando como un imbécil —insistió el otro noruego. Miró al jamaicano, luego a Winnie, intentando decirles con los ojos que se avergonzaba de la conducta de su compatriota.
El noruego corpulento soltó a Winnie. Se giró lentamente, se encaró con su compañero y le dijo:
—Sí que la has hecho buena. Has herido mis sentimientos.
—¿Y cómo podemos remediarlo?
—No estoy seguro, tendré que pensármelo.
Los dos noruegos que seguían sentados a la mesa se levantaron y se acercaron a sus compañeros. De repente, varios jamaicanos se dirigieron a la barra; esta estaba ahora muy concurrida. Winnie todavía no había soltado la botella de Red Stripe. Les dijo:
—Ya vale. Que todo el mundo vuelva a las mesas. Se acabó.
—¿Qué es lo que se acabó? —inquirió el noruego corpulento.
—He dicho que se acabó —insistió Winnie levantando la voz. Subió el brazo y enseñó la botella que llevaba en la mano—. Yo soy la presidenta de la conferencia y he dicho que se acabó.
—Claro que no se acabó —dijo el noruego corpulento—. No puede haberse acabado porque todavía no ha empezado.
—Es lógico —reconoció el jamaicano—. Es muy lógico.
—¿Tú crees, negro? —preguntó el marinero corpulento con una sonrisa. Era una sonrisa socarrona y justo cuando empezó a dibujársele en el rostro, el otro negro noruego le dio un puñetazo en la boca. Cayó hacia atrás, contra el jamaicano con el que había discutido. El jamaicano le lanzó un puñetazo a la cabeza, pero falló y le dio justo entre los ojos a otro noruego. Y así empezó el jaleo; al ver a un jamaicano sacar un cuchillo de entre los pliegues de la camisa, Winnie revoleó la botella haciéndole describir un arco lateral, y el proyectil fue a estrellársele en la cara. El tipo soltó el cuchillo justo cuando caía al suelo con trozos de vidrio clavados en la mejilla; la sangre le manaba profundamente manchándole la boca crispada. Uno de los marineros se agachó para recoger el cuchillo y un jamaicano cogió de la barra una botella de cerveza y se la partió en la cabeza. Varios hombres pelearon por alcanzar el cuchillo y otros por llegar hasta las botellas que había en el estante, detrás de la barra. Entre los jamaicanos afloraron ciertos rencores personales y la emprendieron a puñetazos. El noruego corpulento se estaba dando de cabezazos con el noruego que le había llamado imbécil. Mientras ocurría todo esto, los tres cocineros chinos intentaron acercarse a la puerta lateral que conducía al callejón. Uno de ellos lo logró pero los otros dos vieron bloqueado el camino por el enredo de combatientes: algunos rodaban por el suelo, otros caían al recibir el impacto de puños o codos, al tiempo que todos jadeaban, gruñían y lloriqueaban en su enloquecida necesidad de golpear algo, lo que fuese.
En el otro extremo de la habitación, Bevan había apoyado la cabeza sobre el alféizar de la ventana; tenía los ojos entrecerrados; a través de ellos, y en medio de la nebulosa empapada de ron, le llegó un primer plano del vaso vacío. Oyó los puñetazos, los golpes, los martillazos y el fragor general, pero esos ruidos no le decían nada. Estaba concentrado en el vaso vacío. No debía estar vacío. Tenía que tener dentro un poco de ron.
Levantó la cabeza ligeramente y balbuceo:
—Estamos listos para otra.
En ese momento, un jamaicano se disponía a lanzar una silla a otro jamaicano que hacía semanas le debía cuatro chelines y que no había dado señales de querer pagarle. La silla fue navegando hacia la cabeza del hombre justo cuando se hizo a un lado graciosamente. La silla continuó su recorrido, no le dio a Bevan en la cabeza de milagro, y acabó saliendo por la ventana después de hacer añicos el cristal. Bevan parpadeó varias veces y dijo:
—No he pedido eso. He pedido una copa.
Un momento después, uno de los noruegos recibió un puñetazo en plena cara que le hizo atravesar la sala. Chocó con Bevan; este cayó del taburete y acabó sentado de golpe en el suelo. El noruego se levantó inmediatamente, y respirando entrecortadamente y sollozando, continuó con la refriega.
Bevan se quedó sentado en el suelo; tenía la camisa, la corbata y el traje de mohair manchados de la sangre que le manaba al noruego por la boca y la nariz. Se miró la ropa manchada de sangre y sacudió la cabeza en señal de solemne desaprobación.
—Esto sí que esta mal —murmuró—. La ocasión exige otra copa.
Se quedó ahí sentado a la espera de que alguien le sirviera un vaso de ron.
En el otro extremo de la sala, la pelotera general cobraba vigor. Atrás había quedado la fase de la furia inducida por el ron para pasar a la inducida por la sangre. Cuanta más sangre derramaban, más deseaban derramar.
Winnie había decidido que no había nada que hacer, salvo buscar refugio. Estaba medio acurrucada detrás de la barra, esperando que esta se viniera abajo de un momento a otro. Algunas de las tablas habían cedido ya. La madera debilitada y astillada crujía y chirriaba cada vez que los cuerpos tambaleantes, inseguros y mareados de los contendientes caían sobre ella. Winnie calculaba cuánto le costaría montar una nueva barra, o pagar a un carpintero para que se la arreglara. Se sentía estafada y el labio inferior le colgaba malhumorado.
No habrá forma de pedir daños y perjuicios —pensó—. Es una de las desventajas de este negocio. Winnie, lo que tendrías que hacer es dejar el bar. ¿Y dedicarme a qué? ¿Volver a una fábrica? ¿A los campos? ¿Sentarme en un puesto del mercado para vender mangos y limas? ¿Para acabar el día con la cara empapada de lágrimas al ver la fruta y las verduras sin vender, porque sabrás que no hallarás ningún consuelo, ni siquiera el de otras caras llorosas? No, no es lo que quieres. Ya lo has probado una vez; la fábrica de tabaco y los campos de azúcar y el mercado, y llegaste a la conclusión de que eso es para los tontos, Winnie, tú también eres una tonta. Procuras tratarlos bien y fíjate lo que le hacen a tu bar. Fíjate lo que le hacen a este establecimiento decente por el que sudas la gota gorda para mantenerlo limpio, para lavar siempre los vasos, y quitar el polvo de las mesas y las colillas del suelo. Sí, insisto en que es un establecimiento decente, no como los otros de la calle Barry, con el sucio trapicheo de las salas traseras. En las salas traseras de esta casa no hay chicas, ni apuestas, ni matones de alquiler que esperan con algo pesado en la mano. ¿Pero qué dividendos sacas de tu honestidad? ¿Y cómo te demuestran su agradecimiento? Mírate. Te escondes como un ratón solo y asustado, y si levantas la cabeza un centímetro más acabarán fracturándotela.
Continuó enfurruñada por la situación, oculta tras la barra. Un jamaicano sangrante voló por encima de la barra y fue a aterrizar junto a ella, como si fuera un saco. Cuando perdió del todo la conciencia, utilizó la cabeza de Winnie como almohada. Sin pensárselo dos veces, la mujer lo rodeó con el brazo, como acunándolo. Así se sentía menos sola, aunque todavía no tuviera con quién hablar.
Poco después, uno de los noruegos hizo una extraña pirueta que lo lanzó detrás de la barra. Fue a descansar al otro lado de Winnie, con los pies levantados en el aire. La mujer le dio un empujón que lo enderezó y, semiinconsciente, fue a caer contra ella. De modo que ya no se sentía sola, y ya no tenía esa expresión enfurruñada, llena de pucheros. Ahí estaba ella, sentada entre el jamaicano dormido y el noruego desmayado, abrazándolos por los hombros. Los labios de Winnie dibujaron una sonrisa leve, nostálgica, parecida a la de una virgen. Sus pechos secos y planos parecieron hincharse; Winnie sintió fluir la serena corriente de sentimientos que le indicaba que aquellos hombres la necesitaban de veras.
Era una sensación muy agradable y se dejó arrastrar por ella, se perdió en su interior y no oyó los ruidos de la batalla que le llegaban con todo su fragor desde el otro lado de la barra. Ni siquiera oyó al cliente que aporreaba la barra pidiendo otra copa.
—Vamos, tengo sed —se quejó Bevan. Golpeó la superficie de madera con el puño cerrado—. ¿Qué pasa aquí? ¿Es que hay huelga de taberneros?
Ya no esperaba que apareciera una camarera; había logrado ponerse de pie y avanzar lentamente, tambaleante, hasta cruzar la habitación, sorteando el caos del combate que lo envolvía, lo golpeaba, pero milagrosamente, no lograba voltearlo. Vagamente, notó que a su alrededor ocurría algo turbulento, pero aquello no tenía demasiado sentido para su cerebro empapado en alcohol. Quería otra copa y eso era todo.
Volvió a golpear la barra con los nudillos.
—¿Qué pasa? ¿Os pensáis que soy un…? —Un puñetazo lanzado hacia la cara de otro lo alcanzó en el costado de la cabeza. Se tambaleó y a punto estuvo de caerse, pero se aferró con las manos al borde de la barra. Parpadeó unas cuantas veces y volvió a intentarlo—: ¿Os pensáis que soy un holgazán? ¿Creéis que…? —En ese momento, lo golpearon violentamente por el otro costado; era un jamaicano que caía hacia atrás después de recibir un buen puñetazo en la boca. Casi en el mismo instante, un codo le dio en las costillas, y la pata de una silla rota, lanzada a la cabeza de algún otro, se estrelló contra el hombro de Bevan. Suspiró fastidiado y dijo—: Por el amor de Dios, dejadme en paz, ¿queréis? ¿Por qué no os vais a jugar al patio? —Luego, reanudó sus esfuerzos por pedir otra copa—: Examinemos los hechos. He dicho que no soy un holgazán. ¿Me oís? No he venido a calentar sillas. Soy un cliente con dinero. Ya os lo voy a enseñar yo. —A tientas se buscó la solapa; después de varios intentos, su mano logró dar con ella. Buscó el bolsillo interior de la chaqueta y sacó la billetera. La abrió y exhibió los billetes verdes gritando indignado—: Aquí lo tenéis. ¿Lo veis? ¿Lo veis?
Pero no logró conseguir la copa. Ni siquiera una respuesta. Volvió a suspirar, cerró la billetera y se la guardó en el bolsillo.
—Vale —dijo más apenado que indignado—. Si así están las cosas, me iré con la música a otra parte.
Lo decía en serio. Muy en serio. Tenía que tomarse esa copa, y la necesidad le latía en el cerebro cuando miró a su alrededor buscando la salida más próxima. Vio la puerta lateral en el fondo del bar y empezó a abrirse paso hacia ella, forcejeando entre el hervidero de hombres de fiera mirada. Por algún motivo lo habían catalogado de neutral, y sin pensárselo más se abstuvieron de pegarle cuando lo vieron avanzar.
Pero hubo un jamaicano al que le habían llamado la atención la billetera y el grueso fajo de billetes verdes exhibidos por Bevan. Los ojos del jamaicano se tornaron fríos y calculadores. Se separó del torbellino de la batalla y, con expresión felina, siguió al turista borracho hacia la salida que daba a un oscuro callejón.
Bevan llegó a la puerta, la abrió y salió. El callejón estaba muy oscuro y lleno de basura, latas y botellas vacías. Se detuvo un momento; pestañeó y frunció el ceño intentando orientarse. Lo que tenía que hacer era regresar a la calle Barry, y encontrar otro establecimiento donde le sirvieran una copa. En voz alta farfulló:
—¿Por dónde se va a la calle Barry? —De inmediato decidió que tenía que ser hacia el lugar de donde provenía el débil resplandor de una farola que llegaba hasta él perforando la oscuridad. Dio unos cuantos pasos en esa dirección, tropezó con un cubo de basura y cayó al suelo cuan largo era. Se levantó con dificultad, dejó atrás el cubo de basura volcado, pateó unas cuantas botellas vacías y declaró, por si alguien decidía escucharlo—: ¿Dónde están los basureros? ¿Por qué no se ponen a trabajar?
Por toda respuesta le llegó el sonido de unos pasos que no logró oír, y un momento después, una cachiporra bajó en dirección a su cráneo. Pero resultó muy mal blanco, porque se tambaleaba beodamente, por lo que la cachiporra apenas le rozó el hombro. Creyó que se trataba de algún pájaro nocturno que pasaba volando y se volvió para comprobar si venía otro. La luz de la farola que provenía de la calle Barry le reveló la silueta de un garrote forrado de cuero, y por encima del garrote, la cara negra del jamaicano. Se encogió de hombros y dijo:
—Vamos, llévame a un bar. Te invito a una copa.
El jamaicano describió un arco lateral con la cachiporra apuntando a la sien de Bevan. Este levantó instintivamente el brazo y recibió el impacto justo debajo del codo. El jamaicano se impacientó y volvió a intentarlo. Bevan volvió a recibir el golpe en el antebrazo; el impacto le recorrió el brazo, las costillas y lo hizo caer de lado. Aterrizó sobre la cadera; levantó la mirada y vio los ojos del jamaicano que le decían que aquello iba en serio. Bevan pensó que tenía que hacer algo, que no podía quedarse ahí sentado y aguantar los golpes.
Cuando la cachiporra volvió a bajar, esquivó el golpe y luego rodó con todo su peso hasta chocar contra las piernas del jamaicano. El moreno cayó al suelo pero se levantó deprisa, sin soltar la cachiporra. Bevan miró a su alrededor, vio una botella vacía, tendió la mano y la aferró con fuerza. En ese momento, el jamaicano se acercó a Bevan blandiendo la cachiporra. Bevan levantó la botella a manera de escudo. La cachiporra golpeó la botella y la partió en dos cerca de la base. La botella rota brilló en manos de Bevan con una importancia repentina que hizo vacilar al jamaicano. Pero volvió a arremeter contra Bevan con el garrote en la mano derecha, mientras con la izquierda procuraba alcanzar el interior de la chaqueta de Bevan. Al tratar de hacer dos cosas al mismo tiempo; la cachiporra no alcanzó el blanco y la izquierda del jamaicano resbaló por encima del hombro de Bevan. El impulso de la arremetida acabó con su vida. El borde cortante de la botella rota se le hundió en el cuello y le cortó la vena yugular. Lo único que logró hacer fue emitir unos sonidos guturales mientras se desangraba.
Bevan se incorporó. Miró el cuerpo inmóvil tendido en el suelo. Descansaba boca abajo.
—¿Te encuentras bien? —inquirió.
Por unos instantes esperó la respuesta. Entonces, de alguna manera, comprendió que no recibiría respuesta alguna, pero aun así, se dijo: Será mejor que te asegures. Se inclinó sobre el cuerpo, le dio la vuelta y lo colocó de espaldas. Se quedó mirando fijamente los ojos protuberantes y desmesuradamente abiertos que le devolvían la mirada. Fíjate lo que has hecho —se dijo—. Fíjate lo que me has hecho a mí.
Se apartó del cadáver y, a ciegas, se dirigió a cualquier parte que le permitiese alejarse de allí. Fue callejón abajo, en dirección contraria a la calle Barry. Llegó a otro callejón y luego a otro más. Finalmente, fue a parar a la calle Harbour. En la distancia divisó las ventanas iluminadas del Hotel Laurel Rock.