2

Bevan se quedó en la cama hasta bien pasado el mediodía. Tenía el estómago revuelto y le quemaba la garganta. Una muchacha de color le subió una bandeja, intentó comer algo, pero sintió náuseas y dijo que lo que de veras le hacía falta era tomarse otra copa. La muchacha salió y, minutos después, regresó con un whisky doble y una jarrita de agua helada. El whisky le infundió ánimos; le pidió a la chica que le trajera una botella y una jarra grande. Cuando la muchacha se disponía a salir, James cambió de idea y le comentó:

—Veamos si puedo aguantar hasta esta noche.

La muchacha se fue y él se quedó solo en la habitación. Se preguntó dónde estaría Cora. Y acto seguido se dijo que no importaba dónde estaba o qué hacía. Se quedó un rato más sentado en la cama, fumando y mirando la ventana abierta deseando que entrara la brisa. Hacía un calor terrible. Estaba a mediados de febrero y pensó en la gente que se congelaba en Nueva York mientras ahí, en Jamaica, hacía más de treinta y dos grados. Un haz de sol caribeño, amarillo y enceguecedor cortó el percal amarillo pálido que le cubría las rodillas levantadas. Y por la ventana entró algo más; era un mosaico de sonidos suaves y agradables provenientes de la piscina. Saltó de la cama y se asomó por la ventana.

Los vio allá abajo; eran turistas norteamericanos y británicos con gafas de sol y atuendos playeros cuidadosamente seleccionados. Incluso desde esa distancia se adivinaba que eran gente adinerada y de buena educación. Se divertían y su diversión era limpia y tranquila; no había fanfarrones en el trampolín, ni acróbatas aficionados en la arena, ni tampoco taparrabos. La conversación y las risas eran moderadas y se fundían con el diseño sereno de la piscina y sus alrededores. En su conjunto, se trataba de una escena plácida de gente plácida que se lo pasaba bien. Sintió ganas de ponerse el bañador, para bajar y unirse a ellos.

Y mientras miraba desde la ventana abierta, supo que en la escena aquella había algo que no funcionaba. Lo que quieres decir —pensó—, es que hay algo que no funciona en el observador. Que tú no perteneces a ese grupo. Que ese ambiente es estrictamente para individuos sobrios que saben comportarse. Y que este tipo al que le fallan las rodillas y que tiene el cerebro reblandecido por la ginebra es un perfecto ejemplo de autodestrucción, un perfecto fracaso…

—A la mierda con el ruido —murmuró en voz alta. Pero el sonido de su propia voz, quemada por la ginebra y retorcida por la angustia, contrastó tristemente con los sonidos alegres y despreocupados provenientes de la piscina, la arena y el jardín. Se alejó de la ventana y vio la radio que había sobre la mesilla, entre las camas gemelas. La encendió y oyó un cantante de calipso que suplicaba a sus vecinos que dejaran de robarle cosas de la cocina porque su mujer estaba adelgazando mucho. No era un calipso de buena calidad.

El calipso continuó durante unos diez minutos más, se produjo una interrupción en el programa y acto seguido le llegó la transmisión de un partido de criquet entre un equipo jamaicano y otro inglés. El comentarista era muy técnico, y Bevan sabía muy poco de criquet y no tenía ni idea de lo que el tipo decía. Pero continuó escuchando e intentó seguir la retransmisión concentrándose en los jugadores para no pensar en sí mismo.

—Una puntuación espléndida —dijo el comentarista—. Para Baxter significa…

Bravo por Baxter —dijo para sí mientras el comentarista indicaba la puntuación—. Aunque no pueda decir bravo por Bevan. Fumemos otro cigarrillo. No, eso no mejorará las cosas. Probemos una ducha fría.

Se duchó, se afeitó y se vistió. Luego se desvistió y se puso el bañador. Luego se quitó el bañador y volvió a vestirse. Se ató los zapatos primero lentamente, manipulando con maña los cordones, y luego muy deprisa e instintivamente porque su cerebro se había concentrado en otra cosa que debía hacer.

Debía asomarse otra vez a la ventana. Así lo hizo, y dirigió la mirada a lo que había visto antes pero no había querido notar. Reacción retardada, pensó, concentrándose en el bañador naranja pálido que llevaba ella y en su cabello rubio que brillaba hasta parecer blanco bajo el sol de justicia. Estaba sentada en una hamaca, cerca del borde de la piscina y mentalmente le dijo: Hola Cora. La vio volver la cabeza para hacerle un comentario al hombre que estaba sentado en la hamaca contigua. Mentalmente, Bevan le dijo: Hola, Nariz Achatada. Pero supo que el apodo era una exageración, que la nariz de aquel hombre no era tan achatada. Probó a llamarlo Pelo de Zanahoria, pero tampoco le pareció adecuado. El color zanahoria era más bien oscuro, o era ese tono naranja rojizo estridente que automáticamente le hubiera hecho acreedor del mote Pelo de Zanahoria. De todos modos —se dijo—, el nombre no tiene importancia. Lo importante es que están ahí, sentados el uno junto a la otra. Mírala, fíjate cómo le sonríe. Él le habla y ella le presta mucha atención.

Tío, será mejor que bajes y acabes con el asunto antes de que empiece. O tal vez ya haya empezado. Sí, más te vale que lo reconozcas; ha empezado ya. Empezó anoche cuando él intervino para echar una mano, y asistir caballerosamente a la dama llorosa que no podía con el borracho de su marido. En fin, así es como suele ocurrir. En este caso era de esperar que tarde o temprano se produjera. Era lógico que algún día ella se encontrara con Algún Otro. Mejor dicho, con el señor Alguien que pasa a ocupar el lugar del señor Cero. Tiene su lógica; además es funcional. Pues bien, pongámosle fin ahora mismo.

Pero míralos; la cosa sigue su curso. Fíjate qué interesada se muestra ella. No puede quitarle los ojos de encima. Si hasta podrías medir las vibraciones que hay entre los dos. ¿O será tu imaginación? No, no lo creo. Se trata de una vibración con todas las de la ley; es como un dolor que late y late y empeora por momentos. Si no acabamos con esto…

Si no acabo con esto —pensó Cora—, temo que pase algo. Sé que a va pasar algo. Pero si está pasando ya y no puedo romper con ello, a menos que me levante de la hamaca y me aleje de él. No puedo hacer una cosa así. ¿Por qué no? Porque no estaría bien. Sería de muy mala educación. Pero esa no es la respuesta. La respuesta es que estás encadenada a esta hamaca y que no te puedes mover.

Estaba allí sentada, en la hamaca, junto al hombre corpulento de nariz ligeramente achatada y cabello color zanahoria, que estaba sentado con las piernas cruzadas de modo tal que resaltaban al máximo sus muslos musculosos. Llevaba un bañador color azul marino y sandalias de cuero del mismo tono. Su pecho desnudo estaba poblado de pelo así como sus brazos y el dorso de sus grandes manos que al hablar utilizaba con una expresividad moderada.

Hablaba de teatro. Le comentaba a Cora acerca de una estupenda representación de Ibsen que había visto hacía poco en Nueva York. Le decía que la Bankhead hacía una maravillosa interpretación y, por supuesto, Le Gallienne era siempre superlativa, e incluyó también a Cornell y a Nazimova. Pero el mejor Ibsen que había visto jamás —dijo— era la interpretación de Bankhead en Hedda Gabbler.

—Lo vi por televisión —comentó Cora.

—¿Y surtió efecto en los telespectadores?

—No estuvo mal.

—No me gustaría verlo por televisión. Si quiero ver la obra ha de ser en el teatro. Y por lo menos en la cuarta fila.

—¿Y si no consigue entradas para la cuarta fila?

—Siempre las consigo si me lo propongo.

Permanecieron en silencio durante unos instantes, y luego, él continuó hablando de Ibsen. Lo comparó con algunos de los modernos y dijo que algunos dramaturgos modernos eran bastante buenos, pero que no alcanzaban el nivel de Ibsen. Para expresarlo, dijo que estos autores modernos utilizaban mucho los golpes cortos de izquierda y que de vez en cuando lograban voltearte con un derechazo a la mandíbula. Pero el único que podía darte bien fuerte y dejarte noqueado en el suelo era Ibsen. Le comentó que era la misma sensación producida al oír un disco de John McCormack. Le dijo que tenía muchos discos de John McCormack y que otro de sus favoritos era Chaliapin. Aseveró enfáticamente que ninguno de los cantantes modernos alcanzaban el nivel de esos dos.

Durante un rato habló de cantantes y después volvió a Ibsen, pero ella no lograba seguir lo que le decía. Se quedó allí sentada, mirándolo directamente, sin oír las palabras que salían de su boca, escuchando sólo el sonido de su voz gruesa y retumbante que parecía cernirse sobre ella como un trueno proveniente de todas las direcciones. Y de repente se le olvidó quién era aquel hombre.

Se olvidó de que le había dicho que se llamaba Atkinson y que vivía en Nueva York, así como todo lo demás que le había contado. Era como si careciese de identidad; no era más que un hombre grande, de cara ruda, pecho peludo y manos enormes. Le miró las manos inmaculadamente limpias con las uñas cortas y pulidas. Intentó dejar de mirárselas, pero no pudo; su cerebro era como una pantalla que le mostraba las manos acercándose a ella con los dedos agarrotados y sucios y las uñas ennegrecidas. Oyó el eco lejano de una voz que le decía: «No podrás huir. Es tan grande… tan rudo…».

¿Cuándo oíste eso? —se preguntó Cora—. ¿Quién lo dijo? Y entonces volvió a oír aquella voz. «Por favor no. No, por favor». Era una vocecita, como el piar suplicante de un pajarillo asustado. O de un niño —pensó—, más bien de una niña pequeña. Sí, una niña muy pequeña de unos siete, ocho o nueve años. ¿Podrías ser más específica? No, es inútil que lo intente. Y déjame en paz —se dijo a sí misma.

Entonces oyó a Atkinson que le decía:

—… ese es el problema del teatro en estos días. ¿No le parece?

Asintió mecánicamente.

—Lo siento, señora Bevan —se disculpó con una sonrisa—. No era mi intención interrumpirla.

—¿Interrumpir qué?

—Pues lo que estaba pensando.

—No era nada importante —repuso ella, devolviéndole la sonrisa. Y a modo de disculpa agregó—: Pensará usted que soy terriblemente descortés.

—En absoluto —repuso riendo despreocupadamente—. Se ha marchado usted durante unos instantes para luego regresar.

Cora rio con él. Ahora todo está bien —pensó—. Estás aquí sentada conversando. Eso es todo, no es nada más que una agradable conversación.

Bevan se quedó asomado a la ventana, mirándolos. Gradualmente y por motivos inexplicables, algo le llamó la atención y observó la piedra de un amarillo parduzco que había en el extremo más alejado de la piscina. Era un muro alto que marcaba la línea de separación entre el Hotel Laurel Rock y las moradas de los nativos. Y miró más allá del muro y el panorama le llegó con toda claridad. Vio las calles estrechas atestadas de gentes de piel oscura, sentadas sin moverse en el umbral de las puertas o moviéndose apáticas, sin nada especial que hacer ni ningún sitio especial al que acudir. Estaban muy lejos como para ver sus atuendos, pero tuvo la impresión de que la mayoría vestía harapos y muchos iban descalzos. Algunas mujeres llevaban cestas sobre las cabezas; sus manos no las tocaban, sus piernas y sus torsos se movían a un ritmo continuado para mantenerlas en equilibrio; era todo un arte. Se acordó del folleto de la agencia de viajes con su estridente descripción: «Vea a las pintorescas nativas que cargan cestas sobre sus cabezas». La única diferencia radicaba en que en el folleto, las cestas iban repletas de flores y las mujeres llevaban muchas joyas, dijes y vestidos de vivos colores, y sonreían alegremente desde las páginas satinadas. Se dijo que había poco o ningún parecido entre el folleto de la agencia de viajes y lo que ahora contemplaba. Aquellas mujeres no llevaban joyas, sus vestidos parecían hechos con tela de saco de harina. Las cestas que cargaban sobre las cabezas no contenían flores, sino comida, y a pesar de la distancia, notó que la cáscara de los plátanos se había ennegrecido. Hizo una reflexión de tipo técnico: Será mejor que se den prisa y vendan la fruta o se les pudrirá bajo el sol.

Observó a un grupo de niños desnudos que corrían por un patio trasero lleno de basura que daba al puerto. Llegaron a un muelle destartalado y desierto y se lanzaron al agua espumosa. Los vio nadar hacia aguas más limpias y más azules, donde estaba anclado un yate con camarote. Esperaban llamar la atención de los tripulantes y zambullirse en busca de los peniques que les lanzaran desde la embarcación. Sin darse cuenta de lo que hacía, Bevan se llevó la mano al bolsillo y buscó unas monedas. Al sentir la plata entre los dedos se dijo: No es más que un gesto falso.

Eso se te da muy bien. Eres un actor de primera en lo que a gestos falsos se refiere. Si quieres echar una mirada atrás y analizar los antecedentes, verás cuán falsos son. Pero será mejor que no lo hagas, será mejor que no mires atrás. Si lo haces, te hará falta otro trago, muchos tragos. Así que por favor, no lo hagas, no te pongas a recordar.

Sus ojos siguieron fijos en el suburbio que se extendía al otro lado del muro del hotel. Pero la escena reflejada en la pantalla de su mente no tenía nada que ver con la ciudad de Kingston de la isla de Jamaica. Se trataba de otro suburbio, en Manhattan. Cerca de la Calle Cincuenta y la Décima Avenida.

Ya habían pasado dos años. ¿O serían tres?

Basta ya —suplicó.

Pero su cerebro le decía: No, no puedes dejar de pensar. Lo has intentado muchas veces, pero no existen frenos para este tipo de movimiento. Una vez que empieza, no hay quien lo pare y sigue adelante en marcha atrás, cuesta abajo, y las hojas de los viejos calendarios van pasando velozmente.

Bajó la cabeza. Se dejó caer en una silla, junto a la ventana. Tenía el semblante aturdido y apenado cuando se rindió a la marca del recuerdo.

Todo empezó —se dijo—, con una noche de insomnio.

Pero no, en realidad no fue así. Sabía que todo había comenzado al casarse con Cora. Parecía el matrimonio adecuado, adecuadamente romántico, con los factores adecuados de respeto mutuo, ternura y afecto. Durante los siete meses de compromiso, el único contacto físico había sido cuando bailaban y cuando se besaban. Por supuesto que hubiera querido ir más lejos, pero se había hecho el firme propósito de no intentarlo. Sabía que iba a casarse con una muchacha nada mundana, con una educación superior a la corriente, y su castidad era una verdad preciosa que no necesitaba palabras, porque se le veía en los ojos. Por ello se propuso aguardar hasta la noche de bodas, esperando que fuese maravillosa y dulcemente mágica.

La noche de bodas resultó un desastre. Entre sollozos ella le había dicho: «Es horrible. No puedo… es que me resulta imposible». Y siguió así durante toda la luna de miel; después todo se transformó en una deprimente rutina: para ella era un esfuerzo espantoso y él no encontraba en la relación placer alguno. Claro que ella lo intentó, lo intentó de veras, pero aquello no hizo más que empeorar las cosas. Bevan se sentía culpable por forzarla a hacer algo que no quería hacer y que odiaba. Y lo que dificultaba más las cosas era que Cora nunca quería hablar del tema. Una noche lloró mucho y le suplicó que tuviera paciencia, mientras él se mordía con fuerza la comisura de los labios para no lanzar imprecaciones. Cora dijo que seguiría intentándolo, pero no tardó mucho en sugerirle que comprasen camas gemelas.

—¿Pero por qué?

—Sé que para ti es muy difícil. Quiero decir…

—Sí, ya sé lo que quieres decir.

—Lo siento, James. Lo siento muchísimo.

—Está bien —dijo él, esforzándose por sonreír—. No dejes que esto te preocupe, querida. No tienes por qué preocuparte.

Pero durante los tres primeros años, él se preocupó mucho. Luego, poco a poco, se fue acostumbrando a la rutina de dos veces al mes; y más tarde, a la rutina de una vez al mes. Trabajaba mucho en Wall Street; durante los fines de semana se concentraba en el golf, de modo que por las noches se sentía bastante cansado con más ganas de dormir que de otra cosa. Al quinto año de casados, Cora quedó embarazada, y durante un tiempo, Bevan creyó que aquello lo cambiaría todo; el médico le había dicho que después de tener el primer hijo las mujeres suelen cambiar y convertirse en hembras hambrientas, conscientes de su sexo.

Pero no fue así, porque al séptimo mes perdió el niño. Dos años más tarde perdió el segundo niño y pasó varios meses muy enferma. El médico dijo que era muy estrecha de caderas y le recomendó que engordase antes de buscar otro embarazo. Durante la convalecencia aumentó unos cuantos kilos, que perdió en cuanto volvió a retomar la vida normal. Una noche, se metió en la cama de James, lo abrazó y le preguntó:

—¿Me quieres?

—Claro, siempre te he querido —repuso él.

Pero al abrazarla y al acariciarle los frágiles hombros, James notó cómo temblaba, notó el esfuerzo que hacía, cómo se obligaba a darle lo que él necesitaba. Y él se dijo que era una buena mujer, dulce y generosa y era afortunado de tenerla por esposa. Después, la punzada de la culpa le indicó que ya la había mortificado bastante con sus necesidades animales y que no debía herirla más. Pero por el amor de Dios —pensó—, soy de carne y hueso, y lo necesito, tengo que conseguirlo, ¿qué voy a hacer? Ya sé que es un matrimonio hermoso y me preocupo por ella. La adoro. No sabría qué hacer sin ella, es tan buena, tan dulce. Es mi vida, es la música suave de violines que hace que merezca la pena vivir, la delicada criatura color pastel que quita toda importancia a las demás criaturas. Es la poesía murmurada en voz baja que excluye los sonidos vocingleros de una ciudad demasiado ruidosa, de un mundo demasiado ocupado. Lo que ella me ofrece es el mundo plácido en el que veo su adorable rostro y escucho su adorable voz. Eso es lo que aprecio y debería bastarme.

Pero la cuestión es que no te basta, tío.

Oyó a Cora murmurar:

—Ahora… por favor, cariño, ahora.

Pero lo que en realidad le decía era: Date prisa y acabemos de una vez.

Era como cuando estaba en Yale y algunas veces iba a algún fonducho de New Haven, pagaba cinco dólares y la chica le decía: «A ver si te das prisa, estudiante, que me esperan otros clientes». El comentario podía provocarte una carcajada, y tal vez, si uno era lo bastante filósofo, también podía reírse de esta situación. Pero tengo la impresión de que no es cosa de risa. No, definitivamente no es cosa de risa. Hace siete años que estás casado con una chica muy dulce y excepcionalmente guapa; ese es un aspecto del asunto. El otro es el hecho de que por algún maldito motivo, ella no responde a tu virilidad. Más vale que lo reconozcas, sabes que todas las veces que lo has hecho, nunca ha tenido un orgasmo. Es como si fuese de cera. O de hielo.

—¿James? —En su voz había un ligero asomo de impaciencia.

—Escucha, cariño, preferiría…

—¿Qué es lo que preferirías?

—Verás, estoy muerto de cansancio.

Se produjo un largo silencio y luego ella le preguntó:

—¿No estás enfadado?

—¿Enfadado? —Logró lanzar una risita incrédula—. ¿Pero qué dices? ¿Por qué tendría que enfadarme?

—Porque yo… —y no pudo acabar la frase. Suspiró pesadamente y agregó—: Gracias por tenerme tanta paciencia. Eres tan bueno conmigo, James.

—Los dos somos muy buenos —repuso él—. Supongo que es porque nos queremos.

—Sí, nos queremos mucho. Es tan bonito saberlo. Nos admiramos, y creo que eso es sumamente importante, ¿no te parece?

—Ajá —repuso, fingiendo un bostezo.

—Pobrecito mío —susurró ella—. Estás agotado. Te dejaré dormir.

Volvió a su cama. Él se quedó echado de espaldas, con los ojos abiertos, mirando la negrura del techo. Al cabo de un rato oyó la respiración acompasada de su mujer y supo que se había dormido.

No se dio cuenta de que entrecerraba los ojos. No notó que el reptil invisible se acercaba reptando a su mente. Ese reptil era una idea que lo rozaba suavemente y le susurraba: «Lo necesitas, lo necesitas con toda el alma y aquí no te lo dan… pero tal vez puedas encontrarlo en otra parte».

—No —le dijo al baboso animal—. Apártate de mí.

—Estúpido —le dijo el reptil.

—Vete. Sal de aquí. Eres asqueroso. Hueles mal.

—Es posible —contestó el reptil—. Pero aparte de eso, soy tu amigo. Y te doy buenos consejos.

—Vete con tus consejos a otra parte. No me interesan.

—Claro que te interesan. Eres todo oídos, hermano. Hace siete años que aguantas este desastre que es vivir con una mujer que se excita poco o nada, que no responde como debiera hacerlo. Siete años de frustración. Ya va siendo hora de que le busques una solución.

—¿Como cuál?

—Ven conmigo —le dijo el reptil.

Estaba en su interior, enroscado firmemente en sus nervios. Lo sacó a rastras de la cama, diciéndole que se moviera muy despacio para no despertarla. Por la ventana entró la luz de la luna, y en el resplandor azul plateado se vistió, deteniéndose un instante para echar un vistazo a la esfera luminosa del despertador que había sobre la cómoda. Las agujas marcaban las doce y veinte de la noche.

James se dijo que su mujer tenía el sueño profundo y que no abriría los ojos hasta que sonara el despertador, a las siete de la mañana. A esa hora ya habría regresado. Lo sabía con certeza. Sus labios esbozaron una ligera sonrisa cuando salió del apartamento y atravesó el pasillo hacia el ascensor.

El ascensor bajó los once pisos y lo dejó en la planta baja. Había un corto trecho hasta la avenida Lexington, y en menos de un minuto estuvo sentado en un taxi.

—¿Adónde lo llevo? —inquirió el taxista.

No le contestó.

El hombre se dio la vuelta y le miró la cara. El coche se había detenido ante el semáforo en rojo y, bajo el resplandor rosado Bevan notó la mirada inquisitiva dibujada en el rostro del conductor.

—No estoy seguro —repuso—. No sé bien adónde ir.

—Ah —repuso el conductor. La pausa se prolongó un momento y se convirtió en un silencio lleno de significado. Entonces, el taxista murmuró—: ¿Sólo quiere dar un paseíto? ¿Es eso?

—No exactamente.

—¿O sea que quiere ir a alguna parte, pero no sabe dónde? ¿Es eso lo que quiere decirme?

—Más o menos.

El taxista miró detenidamente al hombre que ocupaba el asiento trasero y le preguntó:

—¿Hacemos un trato?

—De acuerdo.

—¿Cuánto cree que cuesta la carrera hasta ese sitio?

—No sabría decírselo.

—La vida es dura en esta ciudad —comentó el taxista—. Pero hay que seguir adelante. Para mí es como una apuesta, supongo que se hará usted cargo de eso.

—¿Le parecen suficientes diez dólares?

—Sí, me parecen suficientes —repuso el taxista.

Era una tabernucha sucia de la Décima Avenida, cerca de la calle Cincuenta. El taxista le pidió que esperara en el coche y entró. Poco después, volvió a salir y le indicó que la mujer estaba sentada sola en un reservado y que llevaba un vestido verde.

Le entregó al taxista un billete de diez y dos de un dólar como propina y entró en la taberna. En la barra habían unos hombres barbudos que tenían todo el aspecto de camioneros o estibadores. Había una mujer gorda, sin formas, de cabellos gris, que bebía cerveza en compañía de un hombre que parecía hispano y cuyas ropas necesitaban un planchado. En uno de los reservados había un par de marineros muy jóvenes acompañados de unas chicas. En otro reservado había unas mujeres de mediana edad; dos de ellas llevaban cortes de pelo varoniles, vestían camisas de cuadros y monos de tela gruesa. Dejó atrás ese y otros reservados vacíos y llegó al que ella ocupaba en solitario; su vestido verde brillante resaltaba contra el marrón grisáceo del reservado sin barnizar.

Era más bien delgada, pero no tenía cuerpo de palo de escoba. No era una delgadez frágil ni chupada y, sin duda, tampoco era la flacura de la puta barata. Las líneas de su cuerpo eran como una etiqueta en la que estaba marcado el precio e indicaba que costaba más que el promedio. También se le notaba en la cara. Tenía una cara bonita, nada ornamental, pero sin duda podía posar para los pintores serios que preferían destacar la profundidad. Tenía el pelo negro, los ojos castaño oscuro y una boca seria que indicaba una mayor tendencia a pensar que a conversar.

Bebieron unas cuantas copas. Mientras bebían, fumaron de los cigarrillos de Bevan y se dijeron muy poco. Hablaron del precio; ella le informó que tenía una habitación en la calle Cincuenta, justo a la vuelta de la esquina, y que si quería pasar allí un rato, le costaría quince dólares. Por la forma en que lo dijo, Bevan supo que era la tarifa fija, que no habría regateos. Y sin embargo, el tono fue más amistoso que profesional. En cierta forma no parecía una profesional. Le dijo que era mitad francesa y mitad portuguesa, que se llamaba Lita, y que tenía tres hijos que vivían con una hermana suya en Baltimore. Se mostró dispuesta a contarle más cosas sobre el particular, pero a él se le notaba tanto la ansiedad que ella le dijo:

—Vamos, te enseñaré mi cuarto.

Se lo hizo pasar muy bien. Hubo algo que le hizo olvidar que se trataba de un arreglo comercial. Le había pagado por adelantado y una vez zanjado ese asunto, lo que siguió fue una actividad puramente física, y muy placentera porque no había nada forzado ni mecánico en lo que ella hacía. Daba la impresión de que cada uno de sus movimientos estaba dirigido a provocarle el máximo placer, como si él representara una especie de oportunidad que no se conseguía con demasiada frecuencia, y ella quisiera sacarle el máximo provecho.

Cuando terminaron, Bevan no quiso marcharse. Echó un vistazo en la cartera y vio que sólo le quedaban nueve dólares. Ella le dijo que por el momento bastaba esa cantidad, que le podía pagar los seis restantes cuando volviera. Y se quedó con ella cuarenta minutos más.

Mientras él se vestía, la mujer le preguntó:

—¿Te queda dinero para el taxi?

Bevan sonrió tímidamente y negó con la cabeza.

—Toma, llévate esto —le dijo la mujer, colocándole un billete de cinco dólares en la mano.

—Eres muy amable —murmuró Bevan.

La mujer se encogió de hombros sin decir palabra. Salieron juntos de la habitación; ella regresó a la taberna, a esperar a otro cliente. En la esquina de la Décima Avenida y la calle Cincuenta, Bevan paró un taxi y se fue a casa.

Unas cuantas noches después, volvió a estar con ella. Ya tomó como norma ir dos veces por semana y así siguió durante un par de meses. Después, empezó a verla tres veces por semana. Una noche, le sugirió en broma que le hiciera una tarifa especial. Ella lo miró y le dijo muy seria:

—He estado pensándomelo. Tal vez convendría que llegásemos a un arreglo.

—Tranquila, mujer, que era broma.

—No, creo que lo decías en serio —repuso ella en voz baja y mucho más seria—. Al fin y al cabo te está saliendo muy caro. Nunca menos de treinta dólares la noche, y hay noches en que me das cuarenta y cinco. Eso sin contar las copas que nos tomamos en Hallihan’s. Claro que si puedes permitírtelo…

—Por supuesto que puedo permitírmelo. —En ese momento se le ocurrió pensar que no podía permitírselo. Frunció ligeramente el ceño y ella siguió mirándolo fijamente.

Se produjo un silencio y al cabo de un rato ella le dijo:

—¿Qué me dices entonces? ¿Quieres retirarme?

Bevan no sabía a qué se refería. Y con una sonrisa se lo dio a entender. La sonrisa se transformó en un ceño fruncido.

—Sabes que no puedes seguir pagándome tal como están las cosas ahora. Tampoco ganas tanta pasta. Calculo que unos diez de los grandes al año, a lo mejor un poco más.

—Es un cálculo bastante aproximado —admitió, sin dejar de sonreír y fruncir el ceño a la vez. Dejó de mirarla.

—Me parece que te tengo calado, George. Sé que no te llamas George. Pero a mí me da igual, si quieres llamarte George, por mí vale. Tienes unos treinta y cinco, estás casado y vives en un bonito apartamento con criada, y cuando tu mujer va a la peluquería nunca se gasta menos de diez pavos. ¿Me equivoco?

—No. Es más o menos así —murmuró con aire ausente—. Creo que al peluquero le paga siete cincuenta.

—No te importa lo que gasta. Todo lo que ella hace te va bien.

El ceño se le arrugó aún más. Se preguntó por qué le diría una cosa así. Se preguntó por qué no podía mirarla a la cara.

—¿Qué haces, Lita? ¿Intentas sacarme información?

—No exactamente. Tal y como están ahora las cosas, no es asunto mío. Pero incluso así, tengo ojos y me doy cuenta de muchos detalles aunque tú no me lo cuentes. No es que me haya puesto a investigar. A mí no me van esas mierdas. Lo que pasa es que algunas putas llegamos a conocer a los hombres con sólo irnos a la cama con ellos. Por ejemplo, nunca me dijiste nada pero sé que te molesta que tenga otros clientes.

Bevan no le contestó.

—Te diré que me gusta el detalle —prosiguió Lita—. Me refiero a que te lo guardaras y no dijeses nada porque sentías que no tenías derecho a hablar del tema. La verdad, George, es que hay muchos detalles de ti que te convierten en un tipo especial. A lo mejor no hace falta ni que te lo diga, porque supongo que ya lo sabes.

Bevan la miró. Ya no fruncía el ceño. Tampoco sonreía.

—Eres una persona estupenda, Lita.

—No siempre —repuso ella—. A veces puedo llegar a ser muy mala y tener mal genio. Pero trato de ser amable cuando la gente lo es conmigo. Como tú. La semana pasada por ejemplo, me regalaste unos pendientes; y hace un par de semanas una caja de caramelos. Y de las caras. Mira, George, te voy a decir una cosa. Estoy dispuesta a dejarlo todo, es decir, si tú quieres. Estoy dispuesta a dejar a los demás clientes. Serán los únicos pantalones que entren en esta habitación. ¿Qué te parece?

—Me parece bien… —Pero lo dijo sin entusiasmo.

Lita lo miró de reojo y frunció ligeramente el ceño.

—Quiero decir que para mí está bien —insistió Bevan—, pero y ¿tú que? Perderás dinero.

—No te preocupes por eso. Me las arreglaré con lo que tú me des a la semana. ¿Qué te parecen sesenta? ¿Cincuenta?

—Dejémoslo en setenta.

—No podrás pagarme setenta dólares por semana.

—Creo que podré arreglármelas.

—Te diré una cosa —lo interrumpió rápidamente—. Déjalo en sesenta y ya veremos qué tal me va.

—De acuerdo.

Acto seguido, Bevan hizo ademán de sacar la cartera para pagarle esa noche por adelantado. Cuando sacó el billete de diez y el de cinco, ella negó con la cabeza y le dijo:

—Ya no eres un cliente… Eres mi…

—¿Tu novio? —Sonrió.

—¡Ostras! —exclamó con una sonrisa—. Mi novio. Suena genial. —Empezó a quitarse la ropa. Mientras se bajaba la cremallera de la falda le dijo—: Esta noche, yo invito a las copas. Voy a celebrarlo. Me he conseguido un novio guapo.

La cosa funcionó muy bien. Todos los lunes por la noche Bevan le daba sesenta dólares. Se reunía siempre con ella en el Hallihan’s, de la Décima Avenida, tomaban unas copas y luego se iban a la habitación. Nunca eran menos de tres noches por semana, y en ocasiones, lograba sacar una hora por la tarde entre las citas de negocios. No tenía más que telefonear a Hallihan’s y ellos avisaban a Lita. En Hallihan’s se mostraban muy colaboradores; y los camareros y los parroquianos eran muy discretos. Aparte de ofrecerle una sonrisa amistosa o un espontáneo «Hola, George, ¿qué tal van las cosas?», nunca se metían con él y se cuidaban mucho de guardar las distancias cuando estaba en el bar en compañía de Lita. Era como si Bevan contara con su tácita aprobación, como si todos ellos estuvieran contentos de que Lita hubiera abandonado la profesión para ser su novia fija.

Otro aspecto que lo hacía bonito era que no tenía problemas con Cora; por extraordinario que pareciera, el motivo era bien simple: Cora no se había enterado. A veces le costaba trabajo creérselo, pero la cuestión era que lograba ocultarle esa nueva relación. Evidentemente para ello tenía que faltar a la verdad en más de una ocasión; decirle que tenía citas de trabajo por las noches, o debía ver clientes de otras ciudades. Ella jamás cuestionó esas explicaciones. Se limitaba a comentarle:

—Trabajas mucho, sobre todo por las noches.

A Bevan no le costaba nada responder con una sonrisa:

—No me importa, cariño. Me sienta bien trabajar tanto.

—Está bien, señor Hombre de Negocios —replicaba ella con una sonrisa fácil y agradable—. Tú eres el jefe. Lo único que me preocupa es que no duermes lo suficiente.

Se trataba, en suma, de un arreglo conveniente y así siguió durante cinco meses. La ruina se produjo un domingo por la mañana temprano; había pasado con Lita gran parte de la noche del sábado y había regresado al apartamento para encontrarse con Cora sentada en la cama, leyendo una revista. Bevan se fijó en las tapas de la revista. Era Harper’s Bazaar. Y le preguntó:

—¿Qué te pasa?, ¿por qué no estás durmiendo?

—Me he enterado, James —le dijo sin apartar la vista de las páginas—. Anoche te seguí.

Bevan siguió mirando fijamente la cubierta de Harper’s Bazaar. Se veía a una joven con un abrigo de chinchilla, reclinada contra uno de los leones de piedra que hay delante de la biblioteca de la Quinta Avenida.

—Lo siento, James, supongo que la culpa es mía.

—No digas eso —repuso él rápidamente.

—Sí, sé que yo tengo la culpa —prosiguió ella—. No puedo darte lo que necesitas. La verdad es que no puedo culparte por ir a buscarlo a otra parte.

Desde la cubierta de la revista, el león de piedra lo miró y le dijo sin palabras: «Maldito hijo de perra, mira que la sacarás barata». Y vio a Cora que lo miraba y le decía:

—¿Qué quieres que haga, James? ¿Quieres que me vaya?

—No, por favor, ni se te ocurra.

Lo miró con una sonrisa patética; la pena iba por los dos.

—¿Por qué no? —inquirió en voz baja—. Tienes otra mujer. A mí ya no me necesitas.

Bevan cerró los ojos con fuerza y los mantuvo cerrados durante un largo instante. Después, mirándola de frente procurando que no le temblara la voz le dijo:

—Te necesito. Y no hay otra mujer. Es algo que ocurrió. Fue un error y lo lamento. No permitiré que vuelva a repetirse.

Al día siguiente, rompió con Lita. Fue por la tarde. Telefoneó a Hallihan’s y ellos le pidieron que se pusiera. Antes de que él hablara, Lita le preguntó si ocurría algo. Bevan quiso contestarle que no ocurría nada malo y que la vería esa noche.

Pero en realidad le dijo:

—Mi mujer se ha enterado. Supongo que ya sabes lo que significa.

Lita se quedó callada.

—Significa que no podremos vernos más.

Al otro lado de la línea continuó el silencio.

—Escúchame —continuó él tragando saliva—. Escúchame, Lita, lo lamento mucho. No sabes cuánto lo siento.

Hizo la pausa para que ella dijera algo, pero el silencio continuó.

—Espero que trates de entenderlo.

Hizo otra pausa. Al cabo de un rato ella le dijo:

—Vale, George. No te deprimas por esto.

Vaya por dónde —pensó—. Es mucho más difícil de lo que creía. Y en voz alta agregó:

—Te enviaré un giro por… —Pero se interrumpió porque le pareció fuera de tono, un detalle barato.

—Ni se te ocurra. Por el amor de Dios no me mandes dinero. Y ya que estamos, te lo voy a decir George. No era por el dinero. Era porque… Mira, mejor olvídalo. Dejémoslo correr. Pero… —Vaciló, lo intentó otra vez y por fin logró decir—: Te echaré de menos.

Bevan cerró los ojos. Deseó tener una botella a mano para echar un trago rápido. Era la primera vez en su vida que sentía unas ganas locas de tomarse una copa. Pero entonces no se dio cuenta. Entonces, lo único que sabía era que necesitaba un estimulante.

Estaba concentrado en la necesidad que tenía de tomarse una copa y no se dio cuenta de que ella lo dejaría en paz, le decía adiós brevemente y colgaba. Bevan colgó el receptor, salió de la cabina, abandonó rápidamente la farmacia y cruzó la calle para dirigirse a un bar, donde pidió un bourbon doble de cuatro años.

En las semanas siguientes, se fue olvidando gradualmente de Lita. Mejor dicho, gradualmente fue borrando las imágenes en las que Lita aparecía desnudándose, o sentada en el borde de la cama con las manos posadas sobre los muslos desnudos. La imagen que permaneció durante más tiempo en su mente fue la de Lita sin ropas, apoyando el codo contra la pared, cerca de la cama, de pie con la mano sepultada en el pelo negro que le caía sobre los hombros delgados. La pared era de color gris oscuro y su cuerpo tenía un tono amarillo cremoso que resaltaba contra la oscuridad. Era terriblemente delgada pero de cuerpo flexible, suave, y despedía una electricidad salvaje; el voltaje le llegaba hasta donde se encontraba reclinado en la cama, mirándola, y lo golpeaba con una llamarada que nunca dejaba de encenderse, llena de emoción, cuando ella se plantaba desnuda delante suyo.

Al desaparecer aquella imagen, Bevan intentó centrar sus intereses físicos en Cora. Pero obviamente la cosa no podía funcionar: no había nada que le permitiera funcionar. Era como siempre: Cora intentaba hacerlo lo mejor posible; jadeaba y gemía; producía los sonidos forzados y dolorosos del placer enceguecedor. Aquellos sonidos eran absolutamente patéticos, y más de una vez, Bevan sintió tal lástima que no pudo continuar con la función, y tuvo que abandonar. En el instante en que sus brazos la soltaban, y ella sabía que la cosa quedaba suspendida por esa noche y que él volvería a pedírselo otro día, la oía jadear otra vez. Aunque más que un jadeo era un suspiro. Un suspiro de alivio.

Y así estaba la cuestión cama con Cora. Bevan lo soportó durante nueve, diez semanas; promediada la undécima, ya no pudo aguantar más. Recordó que había ocurrido un jueves por la noche; el despertador marcaba la una y cuarto de la madrugada y Cora dormía profundamente en la otra cama mientras él estaba despierto, mirando fijamente los números verdes del despertador. El verde cobró vida, su fosforescencia circular se enroscó y salió del despertador como un reptil que emerge de un agujero. Reptó hacia él, se le metió en el cuerpo y lo obligó a levantarse de la cama y a vestirse.

Media hora después, un taxi lo dejaba en la esquina de la calle Cincuenta y la Décima Avenida.

Entró en Hallihan’s y se acercó a la barra. No había muchos clientes. Vio un pequeño número de los parroquianos habituales; al hombrecito con aspecto hispano cuyas ropas necesitaban un planchado, a la gorda sin formas de cabello gris que bebía cerveza, a unos cuantos tipos de mediana edad, pertenecientes al Sindicato de Camioneros que llevaban unos distintivos del sindicato, y en uno de los reservados había dos hombres con aire preocupado que vestían trajes de líneas angulosas y tela barata que daban la impresión de haber salido de una partida de dados itinerante con los bolsillos vacíos. En otro reservado había una sola persona, una rubia entrada en carnes, de nariz respingona, con la cara muy pintada; daba la impresión de ser una profesional en busca de un cliente. El tabernero se quedó esperando el pedido y Bevan pidió un bourbon de cuatro años. El hombre se lo sirvió, registró la venta en la caja, le dio el cambio y se alejó. Bevan le dijo:

—Espera, Mike.

El tabernero se dio la vuelta y lo miró.

—¿Qué tienes, Mike? ¿Qué te pasa? —inquirió Bevan.

El tabernero se encogió de hombros sin decir palabra.

—¿No te acuerdas de mí? —preguntó Bevan con una sonrisa.

—Claro, te tengo fichado —repuso el tabernero.

A Bevan se le borró la sonrisa. Sabía que ya no le servía de nada, que su efecto no era nada positivo. Y en el silencio que pareció espesarse y cernirse sobre él como la niebla, notó que los demás parroquianos le estaban mirando.

—¿Tienes algún problema? —preguntó el tabernero.

—Busco a Lita.

—No está por aquí —repuso el tabernero.

—¿Puedes decirme dónde está?

—Seguro —respondió el tabernero—. En el cementerio.

El silencio se hizo muy denso y presionó sobre él. Tuvo la sensación de que lo aplastaría si no lo rompía con alguna frase.

—Cuéntamelo, Mike —pidió al tabernero.

—Claro que te lo contaré —replicó el tabernero, en voz más alta, con un tono más bien de oratoria, como si quisiera que los demás lo oyesen—. Quedó destrozada, eso fue lo que le pasó. Se dio a la bebida como nunca he visto en mi vida. La sacamos de aquí a patadas tantas veces que perdí la cuenta. Pero no sirvió de nada. Si no conseguía bebida aquí, iba a buscarla a otra parte. Una noche, hace de esto un par de semanas, cuando estaba como una cuba, intentó cruzar la Décima Avenida justo en el momento en que pasaba un camión enorme. El camionero dijo que se había abalanzado directamente hacia las luces.

—¿Quieres decir que…?

—Quiero decir que estaba borracha, eso es todo. Estaba tan borracha que no sabía adónde iba.

Se produjo otro silencio. Pero esa vez fue un silencio tenue, exento de presión, vacío.

—¿Qué, te sabe mal? —preguntó el tabernero.

Bevan no le contestó.

—Tendría que saberte mal —dijo el tabernero y se alejó.

Bevan se llevó la copa a los labios, la bajó y lentamente, se giró para ver al tabernero que, en ese momento, llenaba una jarra con cerveza de barril. Esperó a que acabara de llenar tres jarras para los organizadores del Sindicato de Camioneros. Y luego le preguntó:

—¿Qué has dicho?

El tabernero no lo miró. Uno de los hombres de mediana edad estaba pagando las cervezas. El tabernero registró la venta en la caja y luego se acercó a Bevan por detrás de la barra, sin mirarlo. Cuando vio que iba a seguir de largo, Bevan alargó la mano por encima de la barra y le tocó el brazo tapado por la camisa blanca. El hombre se detuvo, y sin mirarlo, le dijo:

—Será mejor que te vayas a casa, tío.

—Quiero otra copa.

—Ni hablar —le dijo el tabernero mirándolo a la cara.

—Escúchame, Mike…

—Otra cosa más, tío. No me llamo Mike. A mí se me llama por mi nombre cuando se me conoce. Y tú a mí no me conoces. Aquí no conoces a nadie.

—La conocía a ella —dijo Bevan para sí.

—No la conocías —dijo el tabernero—. No la conocías nada. Era como esa bebida que tienes en la copa, algo que se saborea de vez en cuando.

Bevan miró al tabernero. Era un tipo medio pelado, más bien rechoncho, con cara de boxeador profesional: tenía la nariz maltrecha, los labios gruesos y una oreja hinchada y torcida. Se quedó ahí, esperando a que Bevan dijese algo, pero a este le resultó imposible articular palabra. Inspiró profundamente y continuó mirando al tabernero.

—Lamento haber dicho eso. —El tabernero habló sin levantar la cabeza—. No ha estado bien. —De repente, espasmódicamente, volvió la cabeza y le gritó a los demás clientes—: ¿Qué miráis puñeteros? ¿Por qué no os ocupáis de vuestros putos asuntos?

—A nosotros también nos sabe mal —dijo lloroso el hombrecito con aspecto hispano—. A todos nos sabe muy mal lo de Lita.

—Pobre chica —dijo la gorda, de pelo gris—. Pobrecita niña.

—Callaros la boca —gritó el tabernero—. ¿Qué os creéis que es esto, una funeraria? —Se mordía los labios. Movió la mano convulsivamente y la metió debajo del delantal blanco buscando el bolsillo del pantalón. Sacó cambio y a ciegas, lanzó las monedas de plata sobre la barra; estas fueron rodando hacia los parroquianos que ocupaban el extremo opuesto—. Por el amor de Dios, que alguien ponga una polka o algo por el estilo. A ver si ponéis una moneda en la maldita máquina tragaperras.

El hombrecito de aspecto hispano sacó una moneda de cinco centavos de entre las que había sobre la barra y se dirigió a la máquina tragaperras. Durante unos instantes, la habitación permaneció en silencio mientras la máquina recogía el disco de su ranura y lo colocaba en su sitio. Después, la atmósfera de la taberna se vio invadida por la música caliente y movida de jazz; las trompetas chillaban y los platillos ensordecían. Uno de los hombres de mediana edad del Sindicato de Camioneros gritó:

—Eso no es una polka.

—Es Stanley Kenton, y toca buena música —gritó el hombrecito de aspecto hispano.

El representante de los camioneros golpeó estruendosamente la barra con la palma de la mano y dijo:

—Desafío a cualquier crítico musical a que me diga que eso es música. —Y así siguió protestando, pero Kenton sonó con más fuerza y ahogó sus gritos.

El tabernero le sirvió un bourbon doble a Bevan y se sirvió otro para sí. Hizo un ademán para indicar que invitaba la casa. Chocaron las copas y bebieron; luego, el tabernero se inclinó sobre la barra, acercó la cara a la de Bevan y le dijo en tono confidencial:

—Tenemos una nueva, George. ¿Quieres verla?

—¿Te refieres a la del reservado? ¿A la rubia?

—Sí —respondió el tabernero—. No está mal. La he probado un par de veces y la verdad es que no está nada mal.

—A lo mejor voy y le hablo.

—Como quieras —replicó el tabernero—. Anda, vete a hablar con ella.

¿Y qué le voy a decir? —se preguntó Bevan—. Has venido aquí para hablar con Lita. Y Lita no está aquí. Lita no está en ninguna parte. Es un hecho y no hay nada que tú puedas hacer. Vale, digamos que es una pena y dejémoslo así. Pero eso nos lleva a otro hecho. No podrás salir de esta fácilmente. De modo que lo que aquí hace falta es otra copa. Aunque claro, nuestra primera necesidad es que Mike te meta un buen derechazo en plena cara. Eso nos haría sentir mucho mejor, y sin duda, disminuiría la culpa. Bevan, basura, hipócrita, hijo de perra, ella yace en una caja de madera y todo es obra de tu ingeniería. Porque la trataste como si fuera mercancía. Nunca se te ocurrió pensar que era un ser vivo, con mente, alma y sentimientos. ¿Quieres empezar a recordar? Pues anda, adelante, recuerda la noche en que te dijo que de acuerdo con sus normas, en su libro ocupabas un primer puesto. Y según tus normas, para ti ella no era más que una fulana de la Décima Avenida, pura y exclusivamente material de suburbio al que no se podía llevar a cenar a Longchamps, porque no combinaba con el decorado. De modo que lo que hiciste, tú, el perfecto caballero, el ciudadano respetable, el asqueroso hipócrita, fue salir de tu barrio de alquileres caros y venir a este coto de caza de alquileres baratos, donde te resultó tan fácil y conveniente…

—Mike —dijo, ahogándose casi—, sírveme otra copa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó el tabernero mirándolo a los ojos.

—Fantásticamente —repuso asintiendo rápida y convulsivamente—. Date prisa y ponme otra copa.

El tabernero se encogió de hombros y obedeció; y siguió obedeciendo durante una hora en la que Bevan se bebió unos catorce bourbons dobles, sin moverse ni un ápice de su porción de barra. Aunque realizaba un extraordinario esfuerzo por emborracharse, la nube ligera del alcohol se negaba a llegar. Se parecía más a un yugo de hierro que le pesaba sobre los hombros y que se hacía más pesado con cada trago, sepultándolo en el pasillo mal ventilado y sin luces, en el que la única cosa que se oía era la voz de una mujer que venía de muy lejos y decía:

—No me dejes. Por favor, no me dejes.

Era la voz de Lita que le decía ahora lo que ansió decirle entonces, cuando se despidieron por teléfono. Entonces, él le contestaba sin palabras con esta pregunta: «¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Qué más puedo hacer?». Y ella no lograba responderle. Y lo más natural, lo único que le quedaba por hacer, era pedir otra copa doble e invitar a los parroquianos a una ronda.

Veinte minutos después, su torrente sanguíneo no aguantó más y se quedó dormido. El tabernero lo arrastró hasta un reservado vacío y dejó que durmiera hasta la hora de cerrar. Cuando lo despertó, Bevan fue al lavabo y vomitó. Salió del lavabo sonriente y le preguntó al tabernero:

—¿Adónde ha ido la rubia? Quiero ver a la rubia.

—¿Crees que puedes llegar a tu casa?

—Quiero a la rubia, eso es lo que quiero.

El tabernero lo acompañó hasta la puerta de la calle.

—Vamos, hombre, ya está bien. Te meteré en un taxi.

—¿No hay rubia? ¿Por qué no puedo tener a la rubia?

El tabernero lo miró detenidamente y vio que no estaba borracho. Era otra cosa, algo que no tenía nada que ver con una borrachera.

—Exijo que me traigas a la rubia. Lo necesito. Lo necesito de mala manera. No te puedes hacer una idea de cuánto lo necesito. —Se apoyó pesadamente sobre el hombro del tabernero—. ¿Por qué voy a irme a casa? ¿Qué sentido tiene que me vaya a casa? Ahí no hay nada, nada que pueda usar. ¿Entiendes lo que quiero decir? No, no entiendes lo que quiero decir. Vale, intentaré explicártelo claramente. Busco a la rubia y no me refiero a la rubia que tengo en casa. La rubia que tengo en casa es una chica muy guapa, de calidad excepcional. El único problema que tiene es que no es mujer. Es decir, no es mujer en el pleno sentido de la palabra. O en el sentido fundamental de la palabra, si prefieres que te lo diga así. De modo que a esta situación le hace falta la rubia con la que querías que hablase.

—Ha salido con un cliente —le explicó el tabernero.

—¿De veras? —Parpadeó varias veces—. ¿Por qué haría una cosa así? ¿Por qué no me esperó?

—Te verá otro día. —El tabernero le dio unas palmaditas de consuelo en el hombro—. Te diré una cosa, vuelve esta noche y…

Bevan negó con la cabeza, muy lentamente al principio y con más rapidez luego.

—No —dijo—. Esta noche no voy a volver. Ni esta noche ni nunca. —Miró hacia el techo; frunció el ceño, pensativo, y con aire técnico. Y luego, como si se dirigiera a una audiencia de caras solemnes, agregó—: Caballeros, tengo toda la impresión de que nos encontramos ante una causa perdida.

Se encontraban ante la puerta de la calle y el tabernero la abrió. Se sonrieron, se dieron la mano y Bevan se marchó.

Cumplió con su palabra: nunca más regresó a Hallihan’s. A partir de aquel día bebía en establecimientos conservadores, tranquilos, donde no se permitía la entrada de mujeres solas. Su costumbre de beber por las noches no tardó en convertirse en un hábito diurno, pero logró manejarlo con discreción, logró caminar derecho, con la vista bien enfocada, y sujetar bien la copa, manteniendo la voz firme para que nadie notara que tenía el cerebro empapado de alcohol. Le costaba bastante esfuerzo lograrlo, pero no le importaba. Disfrutaba casi del terrible esfuerzo que le suponía encubrir su hábito, como si ello fuera parte del precio que debía pagar por ser un borracho. A veces, cuando el estómago ya no aguantaba más, y el hígado empezaba a reaccionar, también disfrutaba de esos síntomas. Le encantaba la idea de estar pagándolas.

Tenía el hábito de beber, y bien arraigado. O mejor dicho, mal, aunque a él le gustaba pensar que lo tenía bien arraigado. Cora lo descubrió un día en que Bevan olvidó mascar un chicle de clorofila antes de entrar en el apartamento. Le preguntó si había estado bebiendo y él le contestó que sí. Le dijo también que tenía intenciones de continuar bebiendo y que esperaba que no le importara demasiado. Le explicó que necesitaba beber del mismo modo que un club de béisbol necesita a un bateador suplente, y que si quería que se lo explicase, lo haría gustosamente. Pero Cora no le pidió que se lo explicara. Después, las únicas veces en que ella se refería a la bebida eran cuando Bevan no podía comer, entonces le daba sermones pacientes y tranquilos, enunciando los aspectos fisiológicos sobre los que había leído en las columnas de salud de diarios y revistas.

Su hábito empeoró cuando llegó al punto en que intentó refrenarlo. Aquello ocurrió después de una noche especialmente difícil en la que Cora le lanzó uno de sus sermones sobre la salud. De repente, vaciló en mitad de la perorata y se puso a llorar cayendo de rodillas a sus pies y aferrándole los puños, le rogó que dejase de beber, que al menos redujera la cantidad a un nivel razonable. Bevan le prometió que lo intentaría. Y se esforzó mucho por mantener la promesa.

Era una promesa sumamente dolorosa. Cuanto menos bebía, peor se sentía. Y con el tiempo, tuvo que ir al neurólogo, quien no logró hacer otra cosa que recomendarle un cambio de ambiente.

Vaya cambio —pensó, mientras estaba sentado en la silla, junto a la ventana—. Aquí estamos, en el Hotel Laurel Rock, de la ciudad de Kingston, en la isla de Jamaica. Aquí estamos, en las Antillas Británicas, a más de mil kilómetros de Manhattan. Pero es como si nada hubiera cambiado. Es la misma escena sombría. Una escena en la que vas cuesta abajo.

Se levantó de la silla, echó otro vistazo por la ventana. Miró durante un instante la piscina, los colores alegres de las sombrillas y las cabañas. Después, se dedicó a mirar más allá del muro que separaba al Laurel Rock de la zona atestada, de alquileres baratos, en la que vivían los negros. Mientras observaba las calles sucias y las míseras barracas que jamás aparecían en los folletos de viaje, reflexionó. Tal vez tú pertenezcas a ese lugar.

Entrecerró los ojos con astucia. Las comisuras de sus labios se elevaron lo justo como para formar una débil sonrisa confabuladora, como si estuviera ideando una broma pesada para gastársela a alguien.

Esta bien —se dijo—, intentémoslo. Pongamos esta vida miserable en un lugar en el que se sienta como en casa.

La sonrisa se le endureció en los labios cuando salió de la habitación.