El otro extremo de la barra se encontraba atestado; en este extremo, él estaba solo, bebiéndose un gintónic. En el Laurel Rock preparaban un gintónic excelente, pero no lo estaba saboreando. En realidad —pensó—, no estás disfrutando de nada. Entonces, como algunos de nosotros hacemos en uno u otro momento, jugó con la idea de quitarse de en medio.
Podrías hacerlo esta noche —se dijo—. Es una noche apropiada, como cualquier otra. No muy lejos de aquí tienes aguas profundas: las aguas tibias del Caribe. Lo único que te hace falta es atarte algo pesado al tobillo. Pero dicen que es una forma desagradable de palmarla, tanto boquear, ahogarse y llenarse de agua por dentro; la verdad es que es una forma desordenada de morir. Tal vez sea mejor una cuchilla de afeitar. Te sientas en la bañera, cierras los ojos para no ver cómo mana la sangre de las muñecas, y al cabo de un rato te quedas dormido. Sería estupendo —se dijo—. Te hace falta dormir. Dios sabe cuánto tiempo llevas sin descansar como es debido.
Se bebió el gintónic y pidió otro. Al otro extremo de la barra, la gente se lo estaba pasando en grande; conversaban animadamente y, de vez en cuando, se oían enérgicas carcajadas. Intentó odiarlos porque se divertían. Reunió un poco de odio, lo apuntó, y lo lanzó hacia ellos; supo de inmediato que su odio actuaría como un bumerang. Sólo podía odiarse a sí mismo.
Y tal vez a ella —reflexionó—. Por supuesto, incluyámosla también. Pero no sería cortés, y siempre has intentado serlo con todas tus fuerzas. Es uno de tus problemas, tío. Cuando hay que intentar alguna cosa, no te sale. Eso que llaman cortesía tendría que ser algo natural. Pero supongo que no entro en esa categoría —pensó—. Supongo que hemos sido diseñados estrictamente para realizar operaciones fuera de órbita como no poder dormir, no poder comer, no poder hacer nada más que pensar en lo miserable que es la vida y cómo deseas quitarte de en medio.
De acuerdo —se dijo con firmeza—, hagámoslo de una vez y acabemos.
Dio un paso y se alejó de la barra, luego dio otro más, se detuvo y cerró los ojos con fuerza. Un escalofrío le cruzó los omoplatos y le bajó por los brazos. Abrió los ojos y vio que el camarero lo miraba con aire inquisitivo.
—¿Se encuentra bien, señor? —inquirió cortésmente, en voz baja.
Observó al moreno antillano que llevaba un cuello Piccadilly, corbata blanca y una chaqueta de camarero inmaculada.
—Claro que me encuentro bien —repuso con descaro y la voz apagada—. ¿Qué le hace pensar que no me encuentro bien?
—Creí que se sentía mal, señor. Por un momento me dio la impresión de que…
—Verá usted, no estoy borracho —le dijo al camarero inclinándose hacia adelante y sujetándose con las manos al borde de la barra—, si es eso lo que quiere darme a entender.
—No quise decir eso, señor. Sólo quería…
—Me importa muy poco lo que usted quisiera. Está aquí para despachar bebidas, ¿no?
—Bueno, sí, señor, pero…
—Entonces sírvalas, atienda a sus clientes y déjeme en paz.
—Sí, señor —asintió el camarero—. Muy bien, señor.
—Otra cosa —le dijo al camarero—. No me venga con el rollo de «señor». ¿Dónde estamos? ¿En la maldita Marina británica?
El camarero no le contestó. Permaneció detrás de la barra, erguido y con aire digno; el blanco del cuello Piccadilly que destacaba contra la oscuridad de su piel acentuaba su aspecto afrobritánico, estaba orgulloso de su lealtad a la corona, de su condición de ciudadano de Jamaica, de su trabajo en el Hotel Laurel Rock de Kingston. Su rostro se mostró impasible mientras esperaba que el turista norteamericano hiciera otro comentario sobre la Marina británica.
—No me gusta que me llamen «señor» —dijo el norteamericano—. Me exaspera que me llamen así.
La cara del antillano mantuvo la impasibilidad cuando preguntó:
—¿Cómo preferiría que le llamara?
El norteamericano reflexionó un instante y repuso:
—Pelmazo.
—No entiendo esa palabra —comentó en voz baja el antillano.
—La entendería si me conociera. —Miró intensamente más allá del camarero de piel oscura; con aire ausente tendió la mano hacia el vaso alto, se lo llevó a los labios y apuró el resto del gintónic. Le tendió el vaso vacío al camarero y masculló—: Llénemelo.
—¿Está seguro de que quiere otro?
—¡Maldición, no! —repuso el turista norteamericano sin dejar de mirar intensamente hacia la nada—. Es lo último que quiero en este mundo. Pero la cuestión es que se trata de la primera cosa que exijo.
El camarero se alejó. El turista norteamericano se apoyó pesadamente contra la barra. Inclinó la cabeza sobre los brazos cruzados y se dijo a sí mismo: Eres un pelmazo. Un pobre pelmazo.
Se llamaba James Bevan; tenía treinta y siete años. Era de constitución mediana; medía un metro setenta y tres y pesaba unos setenta y cinco kilos; su aspecto era típico de un norteamericano; su pelo color pajizo estaba bien peinado; tenía los ojos grises, una nariz mediana y su tez estaba a medio camino entre el bronceado campestre y el amarillo oficinesco. Vestía un traje de mohair marrón oscuro, hecho a medida por un sastre de Manhattan, cuyo precio no superaba nunca los noventa y cinco dólares; la camisa y la corbata eran de una camisería de la Quinta Avenida especializada en artículos de buena calidad a precios bastante razonables; los zapatos eran de ante marrón oscuro, de buena calidad, aunque no excepcionales. La ropa dejaba entrever más o menos sus ingresos semanales y el tipo de trabajo que hacía. Trabajaba para una agencia de inversiones de Wall Street y ganaba unos 275 dólares a la semana. Normalmente lograba ahorrar una parte de ese salario, pero en los últimos siete meses había estado bebiendo mucho e invitando a extraños, con lo que sus gastos aumentaron en exceso.
Además, en los últimos siete meses había visitado a un neurólogo para buscar solución al insomnio, a la falta de apetito y a sus problemas con la bebida. En Manhattan hay muchos neurólogos; y algunos bastante caros. El especialista de los nervios que trataba a Bevan era verdaderamente caro, y acudir a su consulta varias noches a la semana había representado un serio revés para su cuenta bancaria. Finalmente, el neurólogo admitió que no iban a ninguna parte y le sugirió a Bevan que probara con otra terapia, como por ejemplo, un viaje o un cambio de ambiente. Bevan había vuelto a su casa y se lo había contado a su mujer, y días más tarde habló con su jefe y pidió un mes de permiso. Su jefe se lo cedió gustosamente; Bevan le caía bien y estaba preocupado por su estado. Le dio una palmada en el hombro y le deseó que jugara mucho al golf y volviera con un bonito bronceado.
Bevan consultó en una agencia de viajes y le recomendaron las Antillas, concretamente la isla de Jamaica. Pensó que sería un buen lugar; y los de la agencia le consiguieron pasajes en un DC-6 de la Pan-American para él y su mujer. También se encargaron de las reservas del hotel en el Laurel Rock en la ciudad de Kingston.
El Laurel Rock es un hotel tradicional, de una elegancia nada estridente, y tiene una excelente fama por la comida y el servicio. Es un hotel bastante amplio y los terrenos que rodean el edificio marrón y amarillo están bien cuidados e incluyen un hermoso jardín y una piscina. En su conjunto, el Laurel Rock es un sitio refinado, con un distinguido encanto, muy popular entre los turistas norteamericanos y británicos. Está ubicado en la calle Harbour y uno de sus lados da a las aguas del Caribe. Los otros tres lados del Laurel Rock están rodeados de un cerco que lo separan de las viviendas vecinas, ya que estas son más bien humildes. Desde el Hotel Laurel Rock a los suburbios de Kingston sólo hay un paso, y los suburbios se encuentran entre los más sucios y peligrosos del hemisferio occidental. Normalmente, se aconseja a los huéspedes del Laurel Rock que no se aventuren más allá del hotel al oscurecer.
Desde su llegada, tres días atrás, Bevan y su mujer poco habían visitado de Kingston. Él se pasaba la mayor parte del tiempo en el bar y ella permanecía en la habitación leyendo o escuchando la radio. Al segundo día, Bevan le preguntó a su mujer si quería ir de excursión y ella le contestó que no. Esa misma tarde le había vuelto a preguntar y obtuvo la misma respuesta. Él le comentó que no tenía sentido que se quedara en la habitación y que deberían ir a la piscina, a tomar el sol. Ella volvió a contestar que no le apetecía, ante lo que él insistió, y finalmente la mujer se llevó las manos a la cara y gimió:
—Déjame en paz. Sal de aquí y déjame en paz.
Él salió de la habitación, bajó y se fue al bar.
Su mujer no había bajado para la cena y Bevan estuvo cavilando si subía o no a la habitación para hablar con ella. Pero hablar con ella se había convertido en una ordalía, y aunque deseaba desesperadamente que lograsen encarrilarse por la misma senda y llegar a un cierto acuerdo, presentía que era imposible, que no estaba en condiciones de hacerlo. Durante la cena se sentó solo a la mesa y apenas probó el jugoso rosbif que suplicaba ser comido con verdadero apetito. Cuando se levantó y se dirigió al bar, dejó casi toda la carne en el plato.
Y era medianoche y no tenía ni idea de cuántos gintónics se había tomado. Fuera cual fuese la cantidad, no bastaba. Levantó la cabeza que tenía apoyada sobre los brazos cruzados y vio que el camarero se le acercaba con un gran vaso lleno en sus tres cuartas partes; las burbujas efervescentes bailoteaban alrededor de los cubitos de hielo.
Tendió la mano para cogerlo e iba a llevárselo a los labios cuando la vio entrar en el salón de cócteles. Avanzó hacia él cual una fina hoja de acero blanco azulado como si fuera a cortarlo en dos. Aquí viene —pensó, mirando desconsolado la silueta de su mujer; y cerró los ojos y deseó mantenerlos así durante mucho, mucho tiempo y se dijo—: Punto uno, no puedes soportar verla. Punto dos, no puedes soportar la idea de perderla. Punto tres, en nombre de Dios, ¿qué diablos te pasa?
Entonces abrió los ojos y mientras ella se acercaba a la barra y se detenía a su lado, le preguntó:
—¿Quieres una copa?
—No, gracias.
—¿Tienes hambre? Puedo pedirte un bocadillo.
—No —repuso ella—. Pero me gustaría fumar un cigarrillo.
Bevan sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo e insistió:
—Anda, deja que te invite a una copa.
Ella no contestó. Bevan le encendió el cigarrillo y se encendió otro para él. Esperó que le dijera algo. Rogaba en silencio que le dijera algo, cualquier cosa que estableciera una línea de comunicación. Pero ella se limitó a permanecer allí de pie, enseñándole el perfil, mientras le daba unas caladas lentas y tranquilas al cigarrillo.
Pues vale —se dijo—. Se encogió de hombros, pero el gesto no le sirvió de nada y, frenético, alzó el vaso del gintónic. Bebió varios sorbos; el alcohol arremetió contra su cerebro con una serie de estocadas estimulantes que le dibujaron en el rostro una apagada sonrisa de satisfacción. La sonrisa se hizo más marcada y se tornó un tanto sardónica cuando dio un paso atrás para lanzarle a su mujer una mirada apreciativa.
Así está mejor —se dijo—. Así está mucho mejor que intentar hablarle. Continuó mirándola de arriba a abajo, como si no fuera su esposa, sino una mujer cualquiera de aspecto interesante, a la que viera por primera vez.
Realmente interesante —juzgó—. Se le nota la educación, de entrada se reconoce que primero tuvo una institutriz y luego asistió a una escuela privada para señoritas de Nueva Inglaterra, seguida de Bryn Mawr o Vassar, o cualquier otro lugar por el estilo. No la dejaron ir a una escuela mixta; se puede apostar a que en eso fueron muy firmes.
La reflexión había tomado impulso en su cerebro y así continuó:
Tiene su lógica, proviene de una familia con unos elevados ingresos. No son una de las grandes fortunas del país pero ganan lo suficiente como para tener una casa con un gran terreno, un garaje para dos o tres coches, tal vez algunos caballos, una torre de veraneo en Long Island. Claro que tienen dinero. Pero fíjate en la justa inclinación de su barbilla, por ese gesto se nota que con ella no lo derrocharon. No tiene cara de malcriada o consentida. Tiene todo el aspecto de haber sido guiada y vigilada con cuidado. Seguramente la institutriz era sueca; en general, son las más severas. Y más tarde, cuando empezó a salir con chicos, siempre iba con dama de compañía.
Claro que sí, tenía que haber una dama de compañía. Para ponerles las cosas difíciles a los chicos. Es decir, si iban tras un tipo de mujer frágil, delicada, una dama suave con cabellos color dorado pálido y ojos azul claro y cutis amarfilado muy claro. ¿Buscas eso? Sí, supongo que uno busca eso. Como buscan las polillas la llama blanco-azulada que después resulta ser un carámbano que las congela y las reduce a la nada.
Se quedó mirando fijamente a su mujer con ojos helados y observó su pelo dorado pálido, peinado con raya al medio, que cubría sus orejas delicadas. Y los ojos azul claro, y el cutis amarfilado que armonizaba con su frágil delgadez. Sólo un ligero esbozo de pechos y casi nada de caderas. Pero no era exactamente delgada como una vaina de judías; se le apreciaba un busto y muslos sutilmente moldeados que la hacían interesante.
Dejemos eso —pensó—. Considerémoslo más en términos de estadística. Mide un metro cincuenta y nueve; pesa exactamente cuarenta y nueve kilos. Tiene veintinueve años. Cuántos nueves. Tal vez sea tu número de la suerte. O mejor dicho, tu número de la mala suerte. Porque por ejemplo, nueve son los meses de un embarazo, y ha sido incapaz de darte un hijo. Será mejor que te olvides del número nueve. Probemos con un número que todos saben que trae buena suerte; el siete, por ejemplo. Ese es un buen número. Claro que sí, es un muy buen número. Hace siete meses que no lo haces con ella. Es increíble. Pero es un hecho, tío, un hecho irrefutable.
Y por favor, hagas lo que hagas, no le eches la culpa al tipo que inventó las camas gemelas. Las camas gemelas no tienen nada que ver con este problema. Este problema se basa en la premisa de que ella no quiere y, aunque quisiera, tú serías incapaz. Ya que estamos, hablemos claro y digamos que ella es frígida y que, por consiguiente, tú te has vuelto impotente.
Pues muy bien, chico, eso equilibra la ecuación, y el resultado queda cero a cero. ¿Qué te parece si brindamos?
Pero su copa estaba vacía. Llamó al camarero y pidió otra. Oyó a Cora cuando le dijo:
—Quisiera que no bebieras más.
Bevan se recostó aún más contra la barra y lanzó una sonrisa a la nada.
—Es sólo una forma de pasar el tiempo.
—Por favor, no bebas más esta noche.
—Esto no es beber. Es tomar una medicina.
—James, no digas tonterías. Toda esa ginebra que llevas dentro no te hace bien.
Bevan seguía sonriendo tontamente, con los ojos vueltos hacia la nada.
—Me gustaría encontrar algún sustituto.
—No sé a qué te refieres.
—¿No? Y un cuerno que no lo sabes.
El camarero llegó con la tónica con ginebra y colocó la copa delante de Bevan. Este tendió la mano para recogerla, pero luego decidió dejarla donde estaba durante un momento. Le sonrió al vaso, a los brillantes cubitos de hielo que flotaban en el líquido burbujeante e incoloro. Oyó a Cora que le decía:
—James, te vas a emborrachar. Siempre adivino cuándo te vas a emborrachar.
—Hola —saludó James al vaso—. Hola, amigote.
—Escúchame —le dijo Cora poniéndole la mano sobre el brazo.
—¿Eres mi amigo de verdad? —le preguntó Bevan al vaso—. Si quieres ser mi amigo, deberás aguantarme, ¿vale?
—James…
—Tendrás que ser leal de principio a fin —le dijo al vaso—. Nada de ser amigo mío cuando las cosas van sobre ruedas. Lo que necesito es un compañero de verdad, alguien con quien pueda hablar. Ese ha sido mi problema, no tengo con quién hablar. De modo que lleguemos a un acuerdo, amigo. No hay nada en este mundo como llegar a un acuerdo.
—¿Quieres hacer el favor de escucharme? —le pidió ella tirándole de la manga.
—¿No ves que estoy ocupado? Estoy ocupado hablando con mi amigo.
—No soporto que estés bebido.
—Y yo no soporto no estar bebido.
Se encontraba prácticamente recostado sobre la barra. Cora lo sujetó por la cintura e intentó enderezarlo. Bevan se apartó tambaleando. Entonces, ella le dijo:
—James, hay otras personas en esta sala. Te están mirando.
—¿A mí? —inquirió agarrándose del borde de la barra para no caer al suelo—. ¿Por qué quieren mirarme? No soy nadie.
—Me gustaría que dejases de demostrarlo.
—No tengo que demostrarlo. Aquí mismo tienes la prueba viviente —dijo señalándose a sí mismo—. Envuelta, sellada y lista para enviar por paquete postal. Muchachos, manejadla con cuidado, que podría hacerse pedazos.
Acto seguido tendió la mano para levantar la copa, perdió asidero y resbaló por la barra; cayó con la cabeza de manera que fue a golpear con la barbilla sobre la lustrosa superficie de madera dura. No se levantó y oyó a su mujer que le decía:
—Levántate, James. Ponte de pie.
—Hace años que lo intento. Pero no me sale. No doy la talla.
—Anda, deja que te eche una mano —sugirió ella aferrándolo por los hombros.
—No necesito ayuda —dijo él, apartándola—. Lo que necesito es otra copa.
Desde el extremo opuesto de la barra llegaron unas risitas apagadas e incómodas. Cora realizó otro intento por enderezarlo y él volvió a apartarla. Cerró los ojos durante un momento y luego dijo en voz muy queda:
—Al menos podrías pensar en mí.
—Mi adorable y querida niña, siempre pienso en ti —y riéndose, casi comiéndose las palabras y lloriqueando, añadió—: No puedo dejar de pensar en ti.
Trató de incorporarse, pero al levantar la cabeza le fallaron las rodillas. Cora le agarró y James cayó contra ella haciéndole perder el equilibrio. Tambaleando, los dos se separaron de la barra, al tiempo que un hombre abandonaba el grupo ubicado al otro extremo del bar y se dirigió hacia ellos a toda prisa. Cogió a Bevan por debajo de las axilas, lo enderezó, lo condujo hasta las mesas que había junto a la barra y lo sentó en una silla. Bevan dejó caer la cabeza sobre los brazos cruzados. Oyó un monótono murmullo dentro de sí y luego Cora que le daba las gracias al hombre. Este dijo:
—No hay de qué.
—Estoy terriblemente avergonzada —se disculpó Cora.
El murmullo se hizo más fuerte, pero a través de él James oyó al hombre comentar:
—Supongo que ha bebido demasiado.
Bevan levantó la cabeza, y miró al hombre y le preguntó:
—¿Cómo diablos lo ha adivinado?
El hombre le lanzó una sonrisa entre tolerante y divertida. Bevan decidió que se trataba más bien de una sonrisa socarrona, aunque no podía estar seguro, porque el hombre se había convertido primero en mellizos y después en trillizos vistos a través de una pared de celuloide manchado de pegamento. La pared se le acercó, se inclinó abruptamente y James se vio encima de ella y resbalando hacia abajo. Se dijo que aún no estaba en condiciones de perder el sentido. En su fuero interno, la emprendió a puñetazos con la ginebra que pugnaba por vencer a su cerebro, también a puñetazos. Eso le ayudó; logró sentarse más o menos derecho. Volvió a centrar la atención en el hombre. Vio que era de estatura media pero más bien pesado; tenía tez rojiza y cabello rizado color zanahoria. Sus ojos eran verde grisáceos y tenía la nariz ligeramente achatada. Vestía un traje beige de pesada seda italiana y calzaba zapatos de ante color mantequilla. Daba toda la impresión de ser un tipo bastante próspero y, tal vez, un importante exuniversitario, probablemente de alguna Facultad de la Ivy League.
—¿Y a mí que? —masculló Bevan—. Yo estudié en Yale.
—Será mejor que lo lleve a su habitación —dijo el hombre mirando a Cora.
—Lamento causarle tantas molestias —dijo ella.
—No es ninguna molestia.
—En tu lugar, no apostaría nada… —le dijo Bevan, sonriéndole amistosamente. El hombre le devolvió la sonrisa.
—Estamos en la tres, cero, siete —le informó Cora.
El pelo color zanahoria y la nariz achatada se acercaron lentamente hacia Bevan; este sonrió más ampliamente y le preguntó:
—¿Cree usted que podrá llegar?
—Los dos llegaremos —repuso el hombre. Le sonó como un jefe de tropa de niños exploradores—. Llegaremos juntos, hijo.
—Hijo —repitió Bevan—. No me venga con ese rollo.
—Vamos —murmuró el hombre gentilmente, acercándose a Bevan y haciendo ademán de cogerlo—. Intentémoslo al viejo estilo universitario. Marquemos un tanto por Old Eli.
—Oh, vamos, apártese de mí —suplicó Bevan, fatigado—. Apártese de mí de una puñetera vez.
—Tranquilo, hombre —le dijo, sujetándolo por los brazos y levantándolo de la silla—. Procuremos que esto nos salga lo mejor posible.
Bevan se dejó enderezar y cuando tuvo la certeza de pisar suelo firme, se dio media vuelta y se liberó del hombre. Tendió la derecha y disparó un gancho largo que resultó demasiado largo, el impulso lo llevó más allá del hombre y terminó aterrizando sobre una mesa que quedó patas arriba. Cayó de cara y la cabeza fue a descansar sobre el borde de la mesa volcada; esta salió rodando y él se quedó dormido.
Se están riendo —se dijo Cora—. ¿Los oyes cómo se ríen? No son unas risas roncas y burlonas, sino apagadas, llenas de tacto; intentan refrenarlas. Pero no lo logran, es que es un espectáculo tan cómico. Sí, es tan cómico. Es como una comedia bufa. ¿Pero te das cuenta? Ojalá pudieras.
Se quedo allí de pie, escuchando las risas amortiguadas provenientes del otro extremo de la barra. Miraban al borracho que dormía con la cabeza apoyada contra la mesa volcada. El hombre corpulento se acercó al borracho, lo levantó del suelo y cargó con él como si fuera una manta enrollada: un brazo debajo de los hombros y el otro debajo de las rodillas. Le resultaba fácil aguantar su peso y, sonriendo plácidamente a Cora, le preguntó:
—¿Y la llave de la habitación?
—La lleva en el bolsillo del pantalón.
—Bien —dijo el hombre sonriendo un poco más—. No se muestre usted tan preocupada. Su marido se encuentra bien.
Cora no contestó.
—Se encuentra muy bien —insistió el hombre—. De maravilla.
Bevan masculló algo en sueños, y se revolvió en brazos del hombre: este siguió sonriéndole a Cora y le dijo:
—Lo único que le hace falta es apoyar la cabeza en una almohada.
—¿Y por qué no lo lleva arriba? ¿A qué espera?
El hombre enarcó las cejas ligeramente pero no dejó de sonreír.
—Lo siento —murmuró Cora—. No debería haberlo dicho de ese modo.
—No se preocupe —comentó el hombre amablemente—. Es comprensible.
Entonces se volvió, sacó del bar al borracho dormido, atravesó el vestíbulo y se dirigió hacia la fila de ascensores. Cora se quedó mirándolo desde la puerta que separaba el bar del vestíbulo y observó cómo esperaba con la carga en brazos a que llegara el ascensor. Entretanto pensaba: Quienquiera que sea, es un bruto. Muy amable y considerado, pero un bruto. Fíjate que grandote es. Mira qué hombros. Qué hombros más anchos. Es muchísimo más corpulento que el hombre que lleva en brazos. Justamente es lo que quiere que vea. Por eso se quedó ahí sonriéndome, dándome a entender que es más grande, más grande y mejor. Sólo le falta enseñarme el pelo del pecho. ¿Tendrá el pecho peludo? ¿Por qué lo preguntas? No lo sé. Y deja de preguntar. ¿Pero tendrá de veras el pecho peludo? ¿Quieres dejar de temblar? No estoy temblando. Sí, estás temblando: tienes frío, mucho frío. Pero es como si en alguna parte hubiera un horno que se acercara; está muy caliente, al rojo vivo, y se acerca más y más, pero no es un horno, es una mano, la mano de un hombre. La mano de…
¿De quién? ¿De qué?
Es una pregunta sin respuesta —pensó—. No es nada, en realidad, no es nada. Un lapsus momentáneo. Sabes que puedes deshacerte de él si lo intentas, porque ya te ha pasado otras veces y siempre has logrado deshacerte de estos lapsus. ¿Pero qué serán? ¿Por qué me ocurren?
Permaneció inmóvil, observando al hombre mientras entraba en el ascensor con la carga dormida entre los brazos. La puerta se cerró; Cora miró el indicador de pisos y vio que la aguja se movía lentamente hacia el dos, pasaba el dos y se dirigía al tres. Se detuvo en el tres. Sus ojos se clavaron en el número tres grabado en el bronce del indicador. Tres —pensó—. ¿Qué significaba el número tres? Me recuerda aquel dicho: tres pequeñas palabras. Y ese otro que dice que tres es una multitud. Y también está lo que nos enseñan en aritmética en primer grado, tres y tres son seis, seis y tres son nueve ¿Nueve? ¿Qué significa el nueve?
Ya te lo diré. Estás pensando igual que los niños. Igual que un niño de nueve años. Por favor, intenta recordar que eres adulta, que tienes veintinueve años y no nueve… nueve años…
Volvió a temblar. Era un temblor convulsivo y mientras duró sintió frío y luego ese horrendo calor que se transformaba en la mano de un hombre. Dio un paso atrás para apartarse de aquella mano, y otro más, y se tapó los ojos y con las palmas hizo presión sobre ellos y no vio más que oscuridad. Era una negrura espesa, grasienta, terriblemente sucia; era como la negrura de una cloaca que bajaba y bajaba, y ya sentía la humedad y sabía exactamente dónde estaba. Procuró creer que no estaba allí, pero sí estaba. Estaba allí, esa humedad quemante que la hacía gemir y boquear mudamente.
De modo que ha ocurrido —reflexionó—. Ha vuelto a ocurrir. Hacía tiempo que no te pasaba, pero esta noche algo lo ha provocado, aunque estamos de acuerdo en que las circunstancias son bien distintas de la última vez, hace ya más de un año, aquella tarde lluviosa cuando no conseguías taxi y tuviste que ir en metro. Fue a la hora punta, el vagón iba repleto y estabas de pie junto a aquel hombretón con casco de estibador. Era tan grande y tan feo, y llevaba la camisa desabrochada y le viste el pelo del pecho. ¡Qué bestia tan horrible!; se dio cuenta de que lo mirabas y fue como si adivinara lo que estabas pensando. O mejor dicho, lo que no te dabas cuenta que estabas pensando. Porque te sonrió como si quisiera decirte: «A mi no me engañas, nena. Por fuera das toda la impresión de estar aterrorizada, helada de miedo. Pero por dentro te estás quemando». ¿Era cierto? Claro que era cierto. Lo primero que hice cuando volví a casa fue tomar un baño caliente. Pero no necesitas un baño, te bañaste hace una hora. Te sientes como si hiciese una semana que no te bañas. Esto es un lío terrible. Ojalá hubiera un jabón especial para lavar mentes.
Atravesó el vestíbulo y se sentó en un sillón, de espaldas a las puertas del ascensor. Pasaron unos minutos y oyó abrirse las puertas del ascensor. Se acurrucó en el sillón y abrigó la esperanza de que no la viese, y luego de que la viese, y luego de que no la viese.
No la vio. Cora oyó los pesados pasos de aquellos zapatos de gruesa suela bajo la corpulencia de aquel hombre que atravesaba el vestíbulo en dirección contraria, hacia el bar. Se volvió y lo vio de reojo cuando entraba en el bar. Observó su perfil, su cabello rizado color zanahoria, su nariz ligeramente achatada, sus amplios hombros, su pecho protuberante. Y lo perdió de vista, pero en su imaginación sintió moverse hacia ella la fuerza bruta de la presencia de aquel hombre. Y volvió a temblar.
La puerta del ascensor quedó abierta; Cora se puso de pie y fue hacia él. En la habitación 307 se desvistió rápidamente, con prisas por meterse en la bañera. Pero cuando se disponía a dirigirse al lavabo, echó un vistazo a la cama gemela donde el borracho dormía echado de espaldas. Tenía la pierna doblada, al costado de la cama, en un ángulo más bien incómodo. Le levantó la pierna y se la colocó sobre la cama y, al hacerlo, su semblante adquirió un aire tierno de esposa devota. Se quedó inmóvil, mirándolo fijamente; suspiró y pensó: No tiene la culpa de beber tanto. La culpa es tuya. Sabes que la culpa es tuya. En momentos como estos comprendes claramente que eres culpable. Eres su carga y su pena, eres el rompecabezas andante que no puede resolver. ¿Por qué no le das la respuesta?
No puedes darle la respuesta. Porque no la hay. Desearías tenerla. Cómo te gustaría vislumbrarla o, al menos, que se te acercara para que pudieras tender la mano y sujetarla. Pero la respuesta está muy, muy lejos. Es un bufón danzarín que te explicaría los porqués, las razones de todos estos años angustiantes, estrangulados, retorcidos.
¿Cuántos años han pasado?
¿Cuándo ocurrió?
¿Cuándo ocurrió qué? ¿Qué fue? No tienes ni idea. Fuera lo que fuese, seguro que fue algo desagradable. Debe de haber sido tan desagradable que no pudiste contárselo a nadie. Seguramente te prometiste no contárselo a nadie. De modo que ahora lo llevas sepultado dentro, muy hondo, cada vez más hondo hasta que navega y se aleja en las profundidades conocidas de la memoria. Supongo que es lo que querías. Querías que se fuera, deseabas olvidarte de ello. Te concedieron el deseo, aquí estás, como una niña a la que se le escapa el globo y mientras se aleja flotando, desea que vuelva, pero claro, el globo no va a volver.
El globo. Una niña pequeña. ¿Será una pista?
La verdad es que no. Pero quedémonos con la niña pequeña. ¿De qué están hechas las niñas pequeñitas?
De azúcar, especias y cosas bonitas. Es lo que mamá solía decirme. Te decía que no lo olvidaras nunca, que fueras siempre delicada y limpia, y lo más importante de todo, que no te ensuciaras. Es como si la oyera repetirlo: «De acuerdo, sal a jugar al jardín, pero no te ensucies».
No te ensucies. Eso me recuerda que tendría que abrir el grifo de la bañera. Pero no necesitas un baño. Claro que sí. Te hace falta mucha agua y jabón, pequeña. Debes…
Un momento. El jardín. ¿Qué pasa con el jardín? Ahora me acuerdo; vivíamos en esa enorme casa de Long Island, y había un jardín muy grande, y yo tenía siete, u ocho o nueve años, o quizá cinco o seis u once. Si lograra acordarme… Sí, si lograras acordarte. Pero claro, lo único que recuerdas es cuando mamá te decía: «No te ensucies».
Pero el jardín, creo que había algo en el jardín…
¿Las flores? ¿Qué flores? No, no eran las flores. ¿Sería aquello de mármol? ¿El estanque para los pájaros? No, no era el estanque para los pájaros. ¿Qué más había allí? Una especie de lago, creo. Un lago. Era muy pequeño, y había peces. Sí, ya me acuerdo, era un lago para peces de colores.
Un lago para peces de colores. Un lago para peces de colores. Repítelo. Por favor, sigue repitiéndolo. Creo que significa algo. Estoy segura. Tiene que significar algo. ¿En relación con qué? ¿Con quién? ¿Con la cara de quién? ¿Con la voz de quién?
No me acuerdo. La única voz que recuerdo es la de mamá cuando me decía: «No te ensucies».
Entró en el lavabo y abrió el grifo del agua caliente de la bañera.