De inmediato sintió deseos de violencia. Quiso abrir la puerta y bajar como una tromba las escaleras para hacerles tragar aquellas risas. Levantó la mano y encontró el cordel que encendía la luz; avanzó luego unos cuantos pasos hacia la puerta. Entonces pensó que no valía la pena. Aquellos dos no merecían que se arriesgase a llamar la atención de la policía, porque si eso ocurría, él acabaría esposado y tras las rejas. Se concentró en el aspecto práctico de la cuestión y supo que ahí se jugaba algo así como diez, veinte o quizá treinta años de cárcel.
Las carcajadas continuaban llegándole desde abajo pero ya no las oía. Se dirigió a la ventana. La abrió muy despacio y comprobó que había dejado de llover. El aire era cálido y húmedo. Se asomó y vio el tejado inclinado que había justo debajo de la ventana. No representaría problema alguno bajar hasta el tejado, y descender hasta el borde, para dejarse caer al callejón que daba a la parte trasera de Lundy’s Place.
Cuando estuvo en el callejón, las risas le parecieron muy cerca. Se giró y quedó delante de la ventana de la habitación de la trastienda. Estaba parcialmente abierta y se quedó allí observándolos y escuchando lo que decían.
Se dijo que no había nada que oír, nada que ver. Si utilizaba la cabeza, se alejaría de aquel barrio a toda prisa. Enfilaría hacia los muelles de los buques de carga. O tal vez se lanzaría al agua directamente y nadaría hasta Camden. Y de allí emprendería la huida. Iría a cualquier parte. Pero no debía deambular por esa zona. Aquí estaba todo el veneno, y las caras de sus amigos de Lundy’s Place eran los rostros de unos idiotas sonrientes. Sus queridos y loados amigos eran un conjunto morboso que formaba una escalera que iba hacia abajo.
Le sonreían, le hacían señas, y podía oír la decadencia en sus voces quebradas por el alcohol. Comenzó a apartarse de la ventana.
Pero había algo que se lo impedía y entonces volvió a la ventana y miró hacia adentro. Los vio allí, en el cuarto lleno de humo. Ocupaban sus respectivas mesas, algunos estaban recostados contra las paredes, y uno de ellos se había dormido en el suelo. Tras la cortina de humo de los cigarrillos y los vahos del alcohol sus rostros aparecieron grises y sus ojos sin luz.
Cassidy advirtió que las carcajadas se habían diluido, para dar paso a un pesado silencio. En el fondo de su mente oyó el eco de las risas de momentos antes; al cabo de un rato también se diluyó el eco. Siguió delante de la ventana y vio a Pauline y a Spann mirándose fijamente y luego a Pauline sacando un cigarrillo del paquete de Spann. Vio a Shealy y a Doris levantar sus copas para brindar inexpresivamente por la nada. Vio a Mildred con los brazos tendidos y las manos sobre la mesa; con las puntas de los dedos golpeteaba suavemente mientras Haney Kenrick la observaba, fruncía el ceño y mascaba un cigarro apagado.
Se concentró en Haney y lo oyó preguntar:
—¿Qué pasa aquí? ¿A qué viene este repentino muermo? —Nadie dijo nada.
—¿Qué pasa con la fiesta? —inquirió Haney—. ¿Es que no estamos dando una fiesta?
—Claro —asintió Mildred—. Nos hace falta llenar otra vez las copas, es todo.
Haney batió palmas ruidosamente.
—Nunca mejor dicho —gritó—. Otra vuelta, invito yo.
—¿Has oído lo que acaba de decir? —preguntó Mildred dirigiéndose a Lundy—. Copas para todos.
Haney sonrió con inseguridad. Echó un vistazo al cuarto contando las caras. Habría unas veintitantas; Haney aferró a Lundy por la manga y le dijo:
—Espera…
—Nada de esperar —dijo Mildred—. Aquí quedan todos invitados a una ronda y paga Haney. —Se puso de pie y todos los presentes la miraron—. Y yo seré quien pida. Lundy, tomaremos whisky. Una botella para cada mesa.
—Oye, un momento —protestó Haney—. Por el amor de Dios…
Cassidy observaba el episodio. Vio a Lundy moverse con más velocidad y energía que de costumbre. En cada mesa había una botella llena y Mildred seguía de pie, y todos continuaban mirándola. Haney Kenrick no le apartaba los ojos de encima. Lundy esperó detrás de Haney, este sacó un fajo de billetes y pagó la consumición; sus ojos pasaron rápidamente de la cara de Mildred al dinero para volver a posarse en Mildred.
Entonces, Mildred levantó la botella lentamente, le dio la vuelta y dejó que el whisky se derramara en el suelo.
—¿Qué haces? —rugió Haney. Se puso en pie de un salto, porque en las demás mesas todos habían cogido las botellas y las estaban vaciando en el suelo.
—¿Qué es esto? —gritó Haney.
Mantuvieron las botellas vueltas hacia abajo hasta que quedaron vacías. El único cliente que no participaba en el episodio era Doris. No entendía lo que ocurría y tenía la boca entreabierta mientras observaba cómo Shealy agitaba la botella para asegurarse de que cayera al suelo hasta la última gota de whisky.
Haney tenía la cara roja y brillante.
—Esta noche nos hemos estado divirtiendo —dijo—, y me gusta pasármelo bien, como a todo el mundo. Pero esto es demasiado. No tiene ninguna gracia.
—Para mí sí —dijo Mildred volviéndose lentamente hasta quedar cara a cara con Haney.
Haney tragó saliva. Abrió la boca para decir algo, la cerró con fuerza y volvió a tragar saliva. Finalmente, dijo:
—Bueno, supongo que seré tonto o…
—¿Tú? —murmuró Mildred. Negó con la cabeza y agregó—: No tienes un pelo de tonto. Eres un ingeniero muy listo.
Haney se llevó el cigarro a la boca, lo sacó y volvió a colocárselo entre los labios.
—Por eso tienes dinero —continuó Mildred—. Por eso vistes bien. Porque aquí —con la mano se tocó el costado de la cabeza—, tienes algo. Eres mucho más listo que nosotros. Mucho mejor que nosotros. Para ti está chupado, ¿no?
—¿Qué es lo que está chupado? —inquirió Haney aferrando el cigarro y quitándoselo de la boca de golpe.
—Vender una idea.
—¿A quién? ¿A ti? —Giró la cabeza y miró a todos los presentes.
—Mírame, Haney —le ordenó Mildred.
Haney se puso el cigarro en la boca. Y miró a Mildred. Mascó con fuerza el cigarro como buscando apoyo.
—Está bien, ya te estoy mirando. ¿Tengo cara de preocupado?
—No, no tienes cara de preocupado. Tienes cara de estar muerto de miedo.
—¿Yo muerto de miedo? ¿Y de qué?
—Tú sabrás —repuso Mildred.
Haney se sentó. Sacó del bolsillo de la chaqueta unas cerillas sueltas. Eligió una, la frotó contra la suela del zapato y se puso a encender el cigarro. Un silencio mortal se cernió sobre el cuarto mientras lo encendía. Le dio unas violentas caladas y luego se puso en pie para dirigirse a la puerta que conducía a la sala exterior.
Los que ocupaban las mesas estaban en silencio y no se movieron. Haney volvía la cabeza con pequeños movimientos nerviosos mientras se acercaba a la puerta. Puso la mano en el pomo. La giró, empezó a abrir la puerta y notó que nadie le iba a impedir que se marchara. Respiraba pesadamente y su rostro pasó del rojo a un tono púrpura rojizo. El sudor le goteaba de la barbilla. Le temblaban los labios y no lograba asir el cigarro, por lo que tuvo que sujetarlo con la mano. De repente, soltó una ristra de maldiciones, dio un portazo y se apartó de la puerta.
—¿Creéis que tengo miedo? —preguntó a todos los presentes—. Cuando un hombre tiene miedo, huye. ¿Acaso estoy huyendo? —Atravesó la habitación yendo de mesa en mesa—. No pienso huir por nadie. Puedo miraros a todos a la cara. Directamente a los ojos. Y puedo deciros que tengo la conciencia limpia.
Cuando lo dijo, Haney estaba junto a la mesa de Spann y este miró meditabundo al centro de la mesa.
Daba la impresión de que todos se hubieran abalanzado contra Haney aunque nadie se había movido. Haney se apartó de la mesa de Spann y fue hacia el centro de la habitación.
—Escuchadme. Escuchad atentamente lo que os voy a decir. Si no tuviera la conciencia limpia, ¿habría venido aquí esta noche?
Mildred abandonó su mesa y se acercó a Haney.
—Has venido a convencernos con engaños.
—¿Convenceros? —repitió Haney con los ojos muy abiertos—. ¿Qué quieres decir con eso de convenceros? Pero si me he pasado la noche contando chistes.
—Y haciéndonos reír —agregó Mildred—. Divirtiéndonos. Como si fuéramos un puñado de animales, de débiles mentales. Como si careciéramos de sesos y sentimientos.
Se acercó más a Haney y este comenzó a retroceder.
—Has cometido un grave error —le dijo Mildred—. Nos has catalogado como gente demasiado barata.
Entonces su brazo se convirtió en garrote y su mano en un puño que le dio de lleno en la boca. Volvió a golpearlo; Haney se agachó y lanzó un grito. Mildred levantó el brazo y volvió a golpearlo. Vio que Shealy sacudía la cabeza, como dándole una señal. Cassidy lo observaba desde la ventana y entonces, dio la impresión de que Mildred aceptaba el consejo de Shealy. Se apartó de Haney y volvió a su mesa.
Se sentó, encendió un cigarrillo, se reclinó en el respaldo y saboreó el pitillo. Se comportó como si nada hubiera pasado. Haney inspiró profunda y ruidosamente. Se dirigió hacia Mildred con los brazos tendidos en una especie de gesto suplicante. Pero entonces fue como si se le acabara de ocurrir algo, se giró y fue hacia la mesa que ocupaban Shealy y Doris. En ese mismo momento, Lundy pasaba junto a la mesa y se interpuso en el camino de Haney. Se produjo una ligera colisión.
Haney agarró a Lundy y lo lanzó a un lado. Lundy cayó contra la mesa, tropezó y fue a parar al suelo; lanzó un gañido, como un animalito, y se sentó en el suelo, y su gañido quedó ahogado por los gruñidos que se alzaron de las demás mesas.
Cassidy vio a los hombres levantarse lentamente. Vio a Spann sonreír con amabilidad a la larga hoja que entraba y salía del mango a toda velocidad como la lengua de un oso hormiguero. Vio a Haney volverse para enfrentarse a los hombres y notó el terror reflejado en sus ojos.
Entonces Cassidy vio que Shealy hacía una señal a los hombres indicándoles que se sentaran. En ese mismo instante, Haney lanzó una mirada a Shealy, notó el gesto y el terror desapareció, dando paso a una mueca torcida de provocación. Haney se acercó más a Shealy y le dijo:
—No me hagas favores. Si quieren pegarme, deja que lo intenten. Aquí no hay ningún hombre del que no pueda encargarme. —Supo que había quedado como un valiente y le pareció estupendo. Miró a todos los hombres y les dijo—: Si alguno quiere probar, aquí estoy. No me voy a esconder.
—Cálmate —le sugirió Shealy—. Podemos arreglarlo tranquilamente.
Haney frunció el ceño. Sin palabras interrogaba a Shealy y este le contestaba también sin palabras. Cassidy estuvo observando mientras mantenían aquella charla silenciosa. La conversación se alargaba y, poco a poco, los ojos de Cassidy abandonaron la mesa y dejaron de mirar a Haney y a Shealy. Observaba a Doris y vio la forma en que sostenía la copa vacía en la mano. Todos miraban a Haney excepto Doris que observaba su copa vacía y esperaba a que alguien se la llenara. El único contacto entre Doris y el mundo era la copa. Cassidy comprendió claramente ese y otros hechos mientras estaba en el callejón y miraba a través de la ventana.
El momento de la comprensión fue casi tangible, como una página en la que se expresa una verdad. Comprendió la futilidad de su intento por rescatar a Doris. No había posibilidad de rescate. No deseaba ser rescatada. Sus esfuerzos por apartarla de la bebida se habían basado en una falsa premisa, y sus motivos, ahora que los veía objetivamente, habían sido más egoístas que nobles. Su piedad por Doris había sido el reflejo de la piedad que sentía por sí mismo. Su necesidad de Doris había sido la necesidad de encontrar algo galante y que valiera la pena dentro de sí mismo.
Supo entonces que había conducido sus sentimientos en la dirección incorrecta. Había estado a punto de jugarle una mala pasada a Doris. Ella era lo que era y jamás sería otra cosa. Estaba perfecta y permanentemente casada con su amante: la botella.
El momento concluyó y para Cassidy significó borrar a Doris. Entonces, en su mente se abrió paso otro descubrimiento, pero antes de que pudiera concentrarse en él, Haney Kenrick llamó su atención.
Vio a Haney apartarse de la mesa y moverse de un modo confiado, un tanto pomposo, hacia el centro de la sala.
Pero la habitación se había convertido en la sala de un tribunal y hubo algo de ceremonioso en la manera en que Shealy se puso de pie, inclinándose sobre la mesa y señalando a Haney con el dedo:
—Has mentido a la policía. Pero a nosotros no podrás mentirnos.
Haney se estremeció. No lograba moverse. Dando la espalda a Shealy le dijo:
—No sé de qué estás hablando.
—Esa es otra mentira.
Tenía el cigarro aplastado entre los dientes. Lo mascaba con afán. Reunió fuerzas y arrogancia y preguntó:
—¿Por qué me llamas mentiroso?
Mildred volvió a ponerse de pie y le dijo:
—Sabemos la verdad.
—¿Ah, sí? —Haney logró sonreír socarronamente—. ¿Qué tal si me la cuentas?
Mildred apretó los puños y dio un paso hacia Haney. Pero esta vez logró contenerse.
—Ahí tienes un teléfono —le dijo, señalando al otro lado de la habitación donde había un aparato colgado de la pared—. ¿Lo ves, Haney?
Haney miró fijamente el teléfono. Luego miró a Mildred. Y después otra vez el aparato.
—Te diré lo que queremos que hagas —prosiguió Mildred—. Queremos que vayas a ese teléfono y que metas una moneda.
Mientras hablaba retrocedió lentamente hacia la mesa que ocupaban Spann y Pauline.
—Que pongas una moneda y llames a la policía.
—¿Qué? —farfulló Haney, sin dejar de mirar el teléfono—. ¿Pero qué dices?
—Que llames a la policía —repitió Mildred. Estaba de pie, delante de Spann. Llevó el brazo derecho hacia atrás. Para que Haney no pudiera ver lo que hacía.
Cassidy siguió observando y vio que Mildred movía los dedos hacia arriba y hacia abajo y entonces entendió lo que estaba haciendo. En silencio, le pedía a Spann que le diera el cuchillo.
Spann deslizó el arma blanca en la palma de Mildred y esta la sujetó por el mango.
—Llama a la policía —le dijo Mildred a Haney—, y cuéntales la verdad.
Haney la miró y se sonrió. Aquella era una sonrisa extrañamente torcida y en sus ojos apareció un raro brillo.
—Da la impresión de que me estuvieras suplicando.
—De acuerdo —admitió Mildred—, te suplico que lo hagas.
—Eso no es lo que yo entiendo por suplicar. —Haney respiraba pesadamente entre dientes—. Ya sabes tú cómo suplico yo. —Respiraba pesadamente, produciendo un sonido siseante. Miraba a Mildred como si se encontrasen solos en la habitación—. Cuando suplico, me pongo de rodillas. ¿Te acuerdas, Mildred? ¿Te acuerdas de cómo me ponía de rodillas?
Cassidy notó la forma en que Mildred sopesaba el cuchillo, cómo lo palpaba mientras lo sostenía detrás de la espalda. Se aferró a los costados de la ventana y se dijo que debía entrar en ese mismo momento para quitarle el cuchillo a Mildred.
—Quiero verte suplicar —dijo Haney—. Quiero ver cómo te arrodillas y me suplicas. —Lanzó una risita gutural—. Ponte de rodillas…
—Lo haría si supiera que mi iba a servir de algo.
La risa de Haney se quebró.
—Aquí no hay nada que pueda servirte. —Avanzó hacia ella—. Por fin lo he logrado. Me estoy vengando de ti. ¿No? —Perdió la ecuanimidad y levantó el tono de voz—. Ya verás cómo voy a dártela, te la haré tragar.
Haney soltó otra risotada, pero se le atragantó cuando Mildred movió el brazo y le mostró el cuchillo con la hoja apuntándole al estómago.
—Esto va en serio —le dijo Mildred—. Has metido a mi hombre en un lío y ahora lo sacarás o te mato.
Haney Kenrick permaneció inmóvil cuando vio a Mildred avanzar hacia él con el cuchillo en alto. Por un momento no fue más que un bloque helado de miedo, pero de repente le invadió el temblor y se convirtió en una furia. El resultado de aquello fue demasiado. Para Cassidy fue demasiado descubrir que él todavía contaba en la vida de Mildred, y que Haney Kenrick no era más que una mole de grasa, un blanco indefenso para aquel cuchillo.
La furia se desató y Haney escogió el riesgo más enloquecido. Se abalanzó sobre Mildred lanzando los brazos hacia abajo. Aferró a Mildred por la muñeca y se la retorció hasta que el cuchillo cayó al suelo. Cerró la otra mano y la levantó hacia el hombro. Se dijo que iba a aplastarle la cara. Iba a destrozar la hermosa cara que había adorado. Por un momento se regodeó imaginando la cara magullada.
Fue el momento que Cassidy aprovechó para entrar de un salto por la ventana abierta y abalanzarse sobre Haney aferrándole la cabeza con ambas manos. Haney retrocedió sorprendido y Cassidy volvió a golpearlo lanzándolo al suelo; lo levantó y volvió a la carga. Haney intentó permanecer en el suelo, pero Cassidy le rodeó el cuello con los brazos, lo levantó y lo arrastró por la habitación hasta el teléfono que colgaba de la pared.
Shealy estaba ya junto al teléfono, había metido una moneda y le ordenaba a la operadora que le pusiese con la policía.
—No —murmuró Haney.
—No. —Cassidy le apretó el cuello con más fuerza.
Haney volvió a hacer gorgoritos y logró decir:
—Está bien.
Se puso al teléfono. Al otro lado de la línea, un sargento de policía le pedía que hablase más claro. A Haney le resultaba muy difícil hacerlo. Sollozaba, hablaba entrecortadamente.
Todos habían abandonado sus mesas y se arremolinaron a su alrededor; cuando dio la impresión de que no iba a tenerse en pie, todos se le acercaron y lo sostuvieron para que pudiera seguir al teléfono. Cuando Haney logró por fin hablar claro, Cassidy se separó del grupo y buscó a Mildred.
Estaba sola, sentada ante una mesa, cerca de la ventana de atrás. Con un brazo rodeaba el respaldo de la silla y estaba allí sentada, descansando. Cassidy ocupó la silla que había frente a ella.
—¿Dónde vives ahora? —le preguntó sin mirarla.
—Volví al piso —repuso Mildred encogiéndose de hombros. Jugueteaba con una cerilla apagada, utilizando el extremo carbonizado para hacer un dibujo sobre la mesa—. Lamento haber tirado tu ropa al río.
Cassidy no la miró. Algo enorme y pesado le obstruía la garganta. Bajó la cabeza hacia un lado y se mordió el labio.
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella—. ¡Eh, Cassidy, mírame! ¿Qué ocurre?
—No, nada. —Tragó saliva y logró eliminar la pesadez, pero continuaba sin poder mirarla—. Me pondré bien en un minuto. Entonces te diré lo que me pasa.