Esperaba que le contestase de inmediato, y se preparó para recibir una violenta reacción. Pero en la habitación se produjo un silencio que parecía más pesado que el sonido de la tormenta. Al cabo de un rato, oyó el tintineo de una botella al chocar contra un vaso. Se apartó de la ventana y miró al centro del cuarto.
Mildred se había sentado a la mesa. Se servía un trago. Se quedó allí cómodamente sentada, con la copa y un cigarrillo. Estaba inclinada ligeramente hacia adelante, con los codos regordetes apoyados en la mesa; los enormes pechos sobresalían como un estante por encima de la mesa; tenía la espalda erguida hasta el comienzo de la enorme y desenfadada redondez, que aparecía pesada, enorme y equilibrada con el resto del cuerpo; aquella redondez descarada y sensual.
Vio que Cassidy la miraba; se inclinó más hacia adelante y retorció el cuerpo un poquitín para dejar a la vista la delgadez de la cintura en contraste con la redondez protuberante de la delantera y el trasero. Luego, muy despacio, levantó un brazo y hundió los dedos en la espesa cabellera negra mientras con el otro brazo jugueteaba con la blusa. Poco a poco, se fue desabrochando. Se inclinó un poco más y la masiva protuberancia de sus senos apareció esbozada por el borde del sujetador.
Cassidy le dio la espalda y fue hasta la cama. Allí permaneció mirando la manta arrugada. Oyó el sonido suave, casi imperceptible de una prenda que cae. Destacó por encima de la tormenta. Le llenó los oídos.
Giró y se dirigió a la mesa sin mirar a Mildred. Sus ojos estaban fijos en la botella, los vasos y los cigarrillos. Se detuvo delante de la mesa y se sirvió una copa. Oyó el sonido de algo suave al caer al suelo; al mirar comprobó que era la blusa de Mildred.
Volvió a alejarse de la mesa. Se llevó la copa y el cigarrillo a la cama y se sentó en un extremo, de cara a la puerta. Posó el vaso de whisky en el suelo, le dio unas cuantas caladas al cigarrillo, y lentamente, bajó la mano para alcanzar el vaso, se lo llevó a los labios y empezó a beber; entonces oyó el ruido metálico de una cremallera al abrirse. El whisky se le derramó por la barbilla.
Le llegó el rumor pesado y definitivo de la falda al rozar contra las caderas. El ruido de la tormenta entró en la habitación con todo su fragor, pareció amortiguarse para dejar que los sonidos del cuarto predominasen y luego volvió a resonar para volver a apagarse. Cassidy empezó a volver la vista hacia el centro del cuarto, giró la cabeza para no apartar los ojos de la puerta, los clavó en el suelo, en cualquier parte menos en la mesa. Pero en ese momento, una cosa de color púrpura brillante voló ante sus ojos y cayó al suelo, a sus pies.
La miró. El color púrpura brillante era el preferido de Mildred y tenía la costumbre de teñir de ese tono toda su ropa interior. Las bragas de rayón que descansaban a los pies de Cassidy eran de color púrpura muy oscuro y cuando las miró, parecían en llamas. Su fulgor púrpura le llenó los ojos, dio un respingo y se mordió el labio con fuerza. Miró el vaso de whisky que tenía en la mano y de repente, notó que el whisky se transformaba. Se había vuelto de color púrpura brillante.
Cassidy se puso de pie y lanzó el vaso de whisky contra la puerta. Se oyó el ruido de los cristales rotos, pero fue un ruido apenas perceptible porque justo en ese momento cayó otro trueno que hizo vibrar la habitación.
Hubo un apagón.
Miró a su alrededor, en la oscuridad, intentando calcular dónde estaría la bombilla. Tal vez hacía falta enroscarla mejor. Tendió los brazos y movió las manos en el aire, pero no encontró el cable de la bombilla. Bajó los brazos y retrocedió hacia el centro del cuarto. Se produjo otro sonido estrepitoso de la tormenta y se restableció el fluido eléctrico.
El borde de la mesa parecía presionarle la espalda. Cassidy estaba de cara a la ventana. Era una rara especie de espejo hecho de cristal negro, plagado de pequeños charcos de agua cantarina. Pero contra la negrura mojada del cristal había un resplandor blanco, y contra el blanco, un fulgor púrpura. Se aferró del borde de la mesa, miró fijamente a la ventana y notó que el color púrpura brillante se movía. Se iba alejando del blanco.
Lo oyó caer al suelo. Miró hacia abajo y vio el sujetador púrpura brillante en el suelo.
Apartó las manos del borde de la mesa. Se movió despacio hacia la cama. Se dijo que debía meterse en ella, taparse con la manta, cerrar los ojos e intentar dormir. Se metió en la cama y empezó a subir la manta para taparse. Desde el centro del cuarto le llegó un ruido. Era el sonido de la madera al raspar contra el suelo; el sonido de una silla al arrastrar por el suelo.
Cassidy apartó la manta y bajó las piernas al suelo. Empezó a incorporarse, pero vio ante él algo que le obligó a pestañear y a volver a sentarse en la cama. Era como si le hubieran golpeado en el pecho con una almádena.
Vio a Mildred de pie, en el centro de la habitación. Llevaba los zapatos, las medias y una liga de color púrpura brillante. Tenía las manos apoyadas contra el torbellino de las caderas. Sus pechos estaban erguidos, y los pezones parecían apuntar con precisión.
—Ven aquí —le dijo Mildred.
Intentó apartar la vista de ella. Pero no pudo.
—Ven aquí —repitió—. Quiero decirte una cosa.
Su voz sonó suave, plena, densa. Como arrope. Le sonrió y avanzó hacia él.
—No te acerques —le ordenó Cassidy.
—¿Qué te pasa? —inquirió con su voz susurrante—. ¿No te gusta lo que ves?
—Ya lo he visto antes.
Mildred se llevó las manos a los pechos. Se los sujetó con las manos y comprobó su plenitud y su peso.
—Están más pesados que nunca. ¿No son preciosos?
—Eres una puta barata. —Sintió que lo estaban ahogando.
—Pero míralos.
—¿Sabes lo que debería hacer? Debería…
—Anda, vamos, míralos.
Cassidy se dijo que no tenía que ser difícil. Sólo era cuestión de apartar la mente de lo que veía, de pensar en que aquella mujer era una basura.
Se inclinó en la cama, apoyándose en los codos, inclinó la cabeza de un modo juicioso y le dijo:
—Sí, no están mal. —Dejó que sus ojos expresaran lo que estaba a punto de decirle. Su mirada era brutal—. Tendríamos que reunimos de vez en cuando. ¿Cuánto cobras?
No le entendió, o si lo hizo, no le prestó atención. Mildred no hizo ningún comentario. Avanzó aún otro paso más.
Cassidy movió los músculos de las mandíbulas.
—Me parece que no sirve de nada insultarte. Supongo que lo único que me queda es bajarte a guantazos.
Mildred le sonrió sensualmente; el labio inferior era pleno y le brillaba.
—No lo harás.
Entonces, como un fluir, despacio pero repentinamente, sin violencia, pero con una agresividad que dominó el momento, Mildred se acercó a Cassidy, le rodeó el cuello con los brazos y se le sentó en las rodillas. Lo besó en la boca; sus labios eran gruesos, húmedos; tenían una tibieza aterciopelada que se convirtió en fuego húmedo.
Oyó la pregunta como un susurro afilado.
—¿Todavía quieres a esa otra mujer?
Todo fue muy lento, pero como una oleada poderosa: el cuerpo de Mildred hizo presión contra el suyo; sus manos le sostenían la cara mientras con los labios lo iba encendiendo a besos; luego, sus dedos le tocaron las sienes y se sepultaron en el pelo, llenándolo de caricias.
—¿Todavía quieres a Doris?
Ya era suyo; lo tenía tendido de espaldas en la manta. Cassidy miró la negra llama de aquellos ojos. Notó que sus manos la recorrían y se dijo que aquello debía terminar, que ella no podía continuar. Intentó apartar las manos, pero estas rehusaron obedecer. Le envolvió la cintura con los brazos y se movió de lado, sin llegar a girarse del todo, porque la boca de Mildred le hacía algo a su boca que lo obligó a permanecer inmóvil, volviéndolo loco.
—¿Y bien? —susurró ella—. ¿Todavía la quieres? ¿Estás seguro?
Y siguió haciéndole lo mismo. Y algo más. Y así siguió. Cassidy oyó el clic y el sonido seco de los zapatos al caer al suelo. El sonido sonó magnificado en sus oídos y le perforó el cerebro multiplicándose allí en miles de ecos. Era el eco de todas las veces que se había quitado los zapatos mientras estaban juntos en la cama y afuera llovía.
—¿Quieres que hagamos algo? —le preguntó con voz grave, aterciopelada, de color púrpura subido—. ¿Te gustaría quitarme la liga?
Cassidy llevó las manos a la banda de elástico que le rodeaba la cintura.
—Hazlo despacio —le pidió ella.
Cassidy comenzó a bajarle el liguero por los muslos.
—Más despacio. Quiero que lo hagas muy, muy despacio. Y suavemente.
Le bajó el liguero lentamente y lo dejó a la altura de los tobillos. Lo deslizó más abajo y lo dejó caer al suelo. Entonces se sentó en la cama y observó cómo estaba allí, acostada de espaldas, sonriéndole. Inclinó la cabeza sobre la sabrosa plenitud de sus pechos.
—Tómalos —susurró con los ojos entornados; a través de las pestañas se los veía brillar.
Después todo fue plenitud y sabor salvaje y así continuó hasta que de repente, algo lo apartó. No tenía idea de qué era lo que lo estaba apartando. Era algo tangible y lograba sentirlo, no había duda, pero no podía aceptar la verdad de aquello. No podía creer que las manos de Mildred estuvieran apoyadas contra su pecho y lo obligaran a apartarse de ella.
—¿Qué te pasa? —farfulló.
—Levántate.
—¿Por qué?
—Porque sí.
Cassidy intentó recuperar la razón.
—¿Por qué? —Supo que ella lo decía en serio. No estaba jugando, lo estaba apartando.
Lo empujó con firmeza, y rodó hasta el otro extremo de la cama. Se levantó, dio una vuelta a su alrededor, y se dirigió a la mesa que había en el centro del cuarto. Levantó el paquete de cigarrillos y sacó uno. Se llevó el pitillo a los labios y encendió una cerilla.
Al encenderse la cerilla, se giró y le sonrió a Cassidy a través de la llama. Aspiró profundamente y cuando el humo le fue saliendo por la boca, le dijo:
—Devuélveme el liguero.
Cassidy miró al suelo y vio el liguero color púrpura brillante. Se agachó despacio y lo recogió.
—¿Tengo que llevártelo?
—Dámelo.
—Creo que quieres que te lo lleve. Quieres que me arrastre en cuatro patas hasta donde tú estás.
Mildred no se movió; siguió fumando.
—Es lo que quieres. Quieres que me arrastre.
No le contestó. Le dio una calada al cigarrillo y lanzó el humo en dirección a Cassidy.
Cassidy observó cómo el humo se fue acercando a él y la vio a ella tras la nube. El liguero le quemaba en las manos, lo lanzó contra la pared y cayó al suelo.
—Pues no me voy a arrastrar.
No le bastó con decirlo. Sabía que debía hacer algo para impedirlo. Estaba mareado, débil, casi sin sentido de las ganas que tenía de tenerla en ese momento. No había nada más, sólo la necesidad de poseerla. Cassidy recordó que ella había dicho que no, que lo había echado de su lado. Y en un instante fulminante no era él al que habían echado de su lado, sino a Haney Kenrick, y Mildred sacudía la cabeza y decía no, no. Pero entonces, volvió a ser él, Cassidy. Y a quien le decía que no era a Cassidy.
—Al diablo contigo —gruñó, se levantó de la cama y se abalanzó sobre ella. Mildred lo dejó acercarse y cuando estuvo a tiro le clavó las uñas. Él ni lo notó. Le plantó el cigarrillo encendido en el pecho desnudo, pero no lo sintió. Volvió a arañarlo; pateó, lo golpeó pero él no sintió nada; la levantó del suelo. Y la soltó sobre la cama. Mildred intentó levantarse pero él la empujó hacia abajo. Volvió a intentarlo, pero él le puso la mano sobre la cara y la empujó. Intentó morderle la mano; él la apartó de su cara y la aferró por las muñecas. Luchó como una salvaje, pero las rodillas de Cassidy empujaban con fuerza contra sus muslos. Gritó, pero sus gritos se confundieron con el rugido de la tormenta y el salvaje repiqueteo de la lluvia. Después todo se redujo a un solo sonido. El de los truenos.