11

Se dijo que aquella no era Mildred. No podía ser Mildred. Retrocedió hasta que sus hombros chocaron contra el reborde metálico de la portañola y la vio cerrar la puerta despacio. Observó la forma en que apoyaba las manos sobre la plena redondez de sus caderas envueltas en una falda ajustada; la vio apoyarse ligeramente, con desenfado, sobre una pierna mientras lo miraba de arriba abajo.

Cassidy intentó librarse de la sorpresa y el desánimo de aquel interminable momento. Parpadeó varias veces; abrió y cerró la boca, y luego se quedó allí mirando a Mildred.

La mujer echó un vistazo al camarote. De la pared colgaba un pequeño adorno marinero, un ancla de bronce; Mildred se dirigió hacia donde colgaba el adorno, jugueteó con él y en voz baja le preguntó.

—¿Adónde crees que vas?

Estaba de espaldas a Cassidy. El pelo negro le brillaba al caerle sobre los hombros.

—A hacer un viaje en barco —respondió Cassidy.

Mildred se giró y quedaron frente a frente. Inspiró con fuerza; sus enormes pechos se hincharon hasta el punto de hacer estallar la tela de la blusa.

—¿Tú crees?

—No es que lo crea, lo sé.

—Pero te equivocas. No es así. No es así en absoluto.

—¿No es cómo? —preguntó Cassidy con mirada colérica.

—No es tan fácil. —Se giró y miró el pulcro cobertor que cubría la cama de matrimonio. Se agachó, le dio unas palmadas como para comprobar la calidad del colchón.

—¿Cómo supiste dónde estaba?

—Shealy me lo dijo —repuso sin dejar de palpar el colchón.

—Mientes. Me has hecho seguir.

—¿Eso crees? —Se estaba acomodando en la cama; se había sentado y reclinado sobre los codos—. Pues muy bien, piensa lo que quieras.

Cassidy sentía ganas de pasearse, pero el camarote era demasiado pequeño. En voz alta se preguntó a sí mismo:

—¿Dónde está Shealy?

Mildred había sacado un paquete de cigarrillos del bolsillo de la falda. Y mientras encendía un pitillo, le dijo:

—Tu amigo Shealy está en Lundy’s Place.

—¿Qué hace allí?

—Lo de siempre. Beber.

Cassidy se le acercó y le cogió el brazo con fuerza.

—He dicho que eres una mentirosa. —Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor del brazo de Mildred—. Me dirás la verdad…

Mildred le enseñó una sonrisa mortalmente peligrosa y le dijo:

—Suéltame el brazo o te meteré el cigarrillo encendido en el ojo.

La soltó. Se dirigió al extremo opuesto del camarote y la observó mientras fumaba el pitillo con deleite. En la mesa, cerca de la cama, había un cenicero de grueso cristal tallado; Mildred tendió la mano, tomó el cenicero y lo colocó en la cama, junto a ella.

—Me terminaré el cigarrillo y luego nos iremos.

—¿Cómo has dicho?

—He dicho que nos iremos.

—¿Adónde iremos? —inquirió con una sonrisa abiertamente sarcástica.

—Ya lo verás.

La sonrisa se convirtió en carcajada.

—Ni falta que me hace. Ya lo sé.

—Te crees que lo sabes. Ese es tu gran problema.

De repente se sintió confundido e indefenso, y no lograba entender por qué. La miró ceñudo y le dijo:

—Quiero saber qué estás haciendo aquí. ¿A qué juegas?

—A nada —repuso encogiéndose de hombros—. Simplemente ocurre que las cosas son así. Tú me perteneces, eso es todo.

—Escúchame, ya hemos hablado de eso y te he dicho que hemos terminado. Será mejor que lo olvides.

—Ya me has oído. He dicho que me perteneces.

De pronto, Cassidy dejó de sentirse indefenso; la rabia lo invadió con fuerza.

—Será mejor que salgas de aquí antes de que te haga daño.

Le dio una buena calada al cigarrillo. Y mientras expelía el humo por la boca, le dijo:

—Si me voy, tú vienes conmigo.

Cassidy controló la rabia, intentó no impacientarse y le anunció:

—Será mejor que te ponga al tanto de un par de hechos. En primer lugar, no quiero ir contigo. En segundo lugar, no estoy en condiciones de ir a ninguna parte que no sea este barco. Tal vez no te has enterado de lo que ha pasado hoy…

—Me he enterado. Por eso estoy aquí. —Miraba el cenicero de grueso cristal mientras depositaba en él las cenizas—. Estás metido en un buen follón, pero estoy segura de que podré sacarte. Si me escuchas, si haces lo que te digo…

—Si te escucho seré un perfecto imbécil. Si hago lo que me dices, me mereceré lo que me ocurra. Que me maten.

—No lo dices en serio. —Frunció el ceño y sonrió de mala gana.

—Y un cuerno.

—¡Al diablo! —Mildred se puso en pie—. ¿Sabes lo que creo? Creo que estás colocado, o loco, o algo por el estilo. ¿Qué diablos te pasa?

—Nada —repuso Cassidy—. Ocurre que tengo los ojos bien abiertos. Sé lo que quieres. Quieres ver cómo me arrastro. Harías cualquier cosa por ver cómo me arrastro.

Mildred se llevó una mano a la cadera y la otra a la cabeza. Se pasó los dedos por la densa cabellera negra. Se quedó donde estaba, mirándolo sin decir palabra.

—Sabes que he dado en el clavo. No me quieres, nunca me has querido. Querías pasártelo bien, eso es todo. Y cuanto más enfurecido estaba yo, más te gustaba. O a veces cuando volvía a casa tan cansado que ni podía moverme, te divertías poniéndome cachondo. Metiéndome esos enormes globos en la cara. Sí que te lo pasabas bien…

—¿Y tú qué? Nunca oí que te quejaras.

—¿Me oyes ahora? —Avanzó hacia ella—. Ya no me fastidiarás más. ¿Lo entiendes? Puedes montar aquí un cirio que a mí me da igual. Lo único que veo es una foca gorda bailando el shimmy.

—¿Foca gorda? ¿Me has llamado gorda? —inquirió inclinando la cabeza, pensativa—. ¿Te parece gordura la forma en que estoy distribuida?

Cassidy se alejó pero ella lo sujetó y lo hizo volverse.

—No te consiento que me llames foca. Retira lo que has dicho.

Estaba claro que no quería que lo retirase, quería pelea, y se dijo que si se producía la batalla, podía acabar de un modo desastroso para él. En ese momento, la naturaleza exacta del desastre le resultaba oscura, pero sabía que no podía permitirse el lujo de entablar otra batalla con Mildred. La miró y se dio cuenta de algo más. Que era cualquier cosa menos una foca gorda. Era absolutamente todo lo demás, pero no una foca gorda.

—Está bien, retiro lo dicho. —Pronunció estas palabras en voz baja, casi con mansedumbre. Vio a Mildred morderse el labio desilusionada, consternada.

—¿Ves cómo son las cosas? —prosiguió Cassidy en tono relajado—. Se ha roto el interruptor. No funciona el arranque. Ya no puedes encenderme ni apagarme.

—¿Que no puedo? —Tenía la cabeza agachada de modo que sus ojos lo miraban desde abajo a través de las largas pestañas negras.

—No, no puedes.

—¿Estás contento?

—Claro. Me siento mucho mejor. Como cuando te quitan las cadenas.

—No te creo. Me parece que no es así. —Se mordió el labio con fuerza. Volvió el rostro de lado y frunció el ceño. Como si no se encontrara en el camarote, como si no lo dijese en voz alta, comentó—: Eres un personaje, Cassidy. Un personaje maldito y difícil de predecir.

—Tal vez. —Le dio la espalda y se puso a mirar por la portañola—. No puedo evitarlo. Así soy yo.

—De acuerdo. Así eres tú. Y así soy yo. ¿Y ahora qué?

En el cielo negro había jirones de gris; Cassidy supo que ya eran casi las cinco.

—Podrías hacerme un último favor.

—¿Como qué?

Cassidy se dijo que debía volverse a mirarla. Pero no lograba apartar la vista del río y del cielo.

—Sal de este barco.

—¿Es todo?

En aquella voz detectó algo extraño, casi siniestro; frunció el ceño sin dejar de mirar a través de la portañola y murmuró:

—Es todo lo que puedo pedirte.

—Puedes pedirme algo más. Vamos, inténtalo. Tal vez me convenzas.

—Escúchame, Mildred…

—Vamos, vamos, no te lo pienses tanto. Habla, pídemelo.

Cassidy inspiró profundamente y contuvo el aliento. Luego le dijo:

—Trae a Doris.

Una vez efectuada la petición, se dio cuenta de que le habían tendido una celada para que cometiera un grave error. Allí lo que contaba era que trataba con una hembra feroz; instintivamente se giró y levantó un brazo para protegerse la cabeza. Al hacerlo vio el arco brillante descrito por el grueso cenicero de cristal. Mildred lo aferraba con fuerza y con él le golpeaba el brazo. Cuando dejó caer el brazo, Mildred le dio otro golpe con el cenicero. El pesado cristal cayó con furia contra su cabeza. Vio unos triángulos de fuego verde y círculos de fuego amarillo. Vio cintas ondulantes de color naranja brillante y sintió el calor de esa tonalidad. Después, todo fue oscuridad.