Eran casi las cuatro cuando llegaron a los muelles. La noche había alcanzado su máxima negrura y las farolas de las calles estaban apagadas; las únicas luces que se veían eran diminutas y provenían de los costados de los buques. Cuando entraron en el muelle nueve alcanzaron a oír los sonidos amortiguados de la actividad desarrollada en la cubierta del carguero. Era un buque blanco y naranja, un Liberty reformado. La pintura era nueva y el buque brillaba en la oscuridad.
Un vigilante de muelles se les acercó. Cassidy maldijo por lo bajo. Había visto al vigilante en Lundy’s Place y estaba seguro de que lo reconocería. Se puso tenso y comenzó a alejarse. Shealy lo sujetó por la muñeca y le dijo:
—Calma, calma.
—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó el vigilante.
Cassidy se había subido el cuello de la chaqueta. Tenía la cara vuelta hacia un lado.
—Tenemos un asunto que tratar con el capitán Adams —repuso Shealy.
—¿Ah, sí? ¿Qué clase de asunto?
—¿Está ciego? Soy Shealy. De la tienda de artículos navales Quaker City.
—Ah, claro —dijo el vigilante—. Anda, sube.
El vigilante se dio media vuelta, regresó a su garita y al bocadillo que estaba comiendo.
Subieron la escalerilla que conducía a la cubierta del buque y saltaron la barandilla. Shealy le ordenó que esperara allí. Cassidy se recostó contra la barandilla y miró a Shealy atravesar la cubierta y girar en un extremo. Encendió un cigarrillo y se dijo que no estaba nervioso. Se quedó apoyado en la barandilla, fumando nerviosamente.
Unos cuantos marineros pasaron delante de él sin prestarle atención. Empezó a gustarle la sensación de estar en el barco. Era el mejor lugar en el que podía encontrarse. Pronto zarparía y él estaría a bordo. Con Doris. A bordo del buque y yéndose lejos con Doris. Era lo que quería y estaba completamente seguro de que Doris también lo quería así y que pronto ocurriría, así, sin más.
Shealy volvió a aparecer en compañía de un hombre alto, de mediana edad que llevaba gorra de capitán y una pipa de espuma de mar en la boca. Miró a Cassidy de arriba abajo, luego miró a Shealy y sacudió la cabeza.
Cassidy se apartó de la barandilla, fue al encuentro de los dos hombres y oyó a Shealy que decía:
—Te digo que está bien, es amigo mío.
—He dicho que no. —El capitán miró tranquilamente más allá de la cubierta, hacia el río—. Lo siento, pero así son las cosas. —Se volvió para mirar a Cassidy—. Me gustaría ayudarlo, pero no puedo permitirme el lujo de correr ese riesgo.
—¿Qué riesgo? —murmuró Cassidy—. Miró a Shealy ceñudo. Sabía que le había puesto al capitán todas las cartas sobre la mesa.
—Jim, este es el capitán Adams. Hace años que lo conozco y es un hombre de fiar. Le he dicho la verdad.
—Me dijiste la verdad porque sabes que puedo oler las mentiras —comentó Adams con una sonrisa.
—El capitán es un hombre brillante —le dijo Shealy a Cassidy. Tiene una gran educación y conoce mucho a la gente. Es el tema del que más sabe.
Cassidy sintió que los ojos del capitán lo perforaban al examinarlo. Era como si lo levantaran con un par de pinzas y lo colocasen bajo una lupa; no le gustó. Malhumorado, observó al capitán y le dijo:
—No dispongo de mucho tiempo. Si no podemos llegar a un acuerdo, probaré con otro barco.
—No se lo aconsejo —le dijo Adams—. Creo que lo que debería hacer…
—Ahórrese el consejo. —Cassidy se dio media vuelta y se dispuso a ir hacia la barandilla. Empezó a bajar por la escalerilla cuando sintió una mano en el hombro. Creyó que sería Shealy, se la sacudió de encima y le dijo:
—Si vas a venir, muévete. No me hace falta este tipo de cosas.
Pero cuando se fijó, notó que era el capitán. Vio la sonrisa dibujada en el rostro del capitán. Era una sonrisa inteligente, más bien objetiva.
—Es usted un caso interesante. Creo que a lo mejor voy a correr el riesgo.
Cassidy estaba aún cogido de la barandilla. Vio a Shealy que se dirigía deprisa hacia él.
—Es un buen riesgo, Adams. Te doy mi palabra.
—No quiero tu palabra —repuso el capitán—. Sólo quiero que me dejes unos minutos a solas con este hombre.
El capitán se alejó de la barandilla y le hizo señas a Cassidy. Se adentró en la cubierta y Cassidy lo siguió. Se detuvieron cara a cara, junto a una escotilla.
—No puede culparme por tomar precauciones —le dijo Adams. Cassidy no le contestó—. Al fin y al cabo —prosiguió Adams—, soy el capitán de este barco. Soy el responsable.
Cassidy colocó las manos detrás de la espalda. Miró hacia abajo, a la cubierta negra y brillante.
—En una ocasión perdí un barco —murmuró Adams—. En la bahía de Chesapeake. Había niebla y chocamos contra un vapor. Dijeron que no obedecí las señales.
—¿Es verdad?
—No. No había señales. Pero ya se encargaron de arreglarlo durante la investigación. El vapor pertenecía a una gran compañía. Tuve que oír a mis propios hombres declarar en mi contra. Yo sabía que les habían pagado.
Por un momento, Cassidy tuvo la impresión de encontrarse solo. En voz alta se dijo a sí mismo:
—No hay manera de probarlo. No hay nada que puedas hacer.
—Yo sí hice algo —continuó Adams—. Hui. Me fui muy lejos y después, poco a poco, fui regresando. —Se acercó más a Cassidy—. ¿El accidente de autobús fue por culpa suya?
—No.
—Está bien, ese punto está zanjado. Le creo. Pero hay otra cosa que me preocupa. La mujer.
—No me iré sin ella.
—Shealy me dijo que está usted casado.
Cassidy se apartó del capitán, recorrió la cubierta y se acercó a Shealy.
—¿Lo has arreglado a tu manera, no? En otras palabras, me llevará a mí pero no a Doris —le dijo a Shealy.
—Aquí tienes una oportunidad, no la pierdas.
—Al diablo con eso. —Cassidy empujó a Shealy hacia un lado y volvió a la barandilla.
Y una vez más la mano se posó en su hombro. Supo que era Adams. Y lo oyó decir:
—Es usted un estúpido. Y yo también.
—¿Qué es esto? —inquirió Shealy.
—Es un error —repuso el capitán—. Sé que es un error y creo que Cassidy lo sabe. Pero lo haremos de todos modos. —Su mano describió un movimiento lento, cansado, con el que indicó algo que se encontraba más allá de la barandilla—. Anda, trae a la mujer.
Shealy se encogió de hombros, puso las manos sobre la barandilla y empezó a bajar. Pero Cassidy lo sujetó por las muñecas y le pidió:
—Quiero que me lo prometas.
—¿Acaso no ves que voy a buscarla?
—No me basta. Quiero estar seguro.
—Haré lo mejor que pueda.
—Escúchame bien, Shealy, no estoy en condicione de exigir nada. Esta noche has salido en mi defensa quiero darte las gracias. Pero un favor no es favor a menos que sea completo. Si no traes a Doris, me arruinará la vida. Prométeme que me la traerás.
—Jim, no puedo prometértelo. No puedo tomar decisiones por ella.
—No hará falta que decida nada. Sabes tan bien como yo en qué estado está Doris. A estas horas estar sentada en Lundy’s Place borracha perdida. Llévala a su casa, empaca sus cosas en una maleta y tráemela aquí.
—¿Bebida?
—Bebida o sobria la quiero aquí.
Shealy apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. Tragó con fuerza y repuso:
—Está bien, Jim. Te lo prometo.
Cassidy se quedó junto a la barandilla y observó Shealy mientras bajaba la escalerilla.
Poco después, el capitán Adams le abría una puerta y le anunciaba:
—Este es su camarote.
Era pequeño pero notó que tenía una cama de matrimonio, que en el suelo había una alfombra y cerca de la portañola una silla. También había una cómoda con espejo y un lavamanos. Se dijo que Doris se encontraría cómoda en él.
Adams encendió la pipa. Sostuvo la cerilla encendida lejos de la tabaquera, examinó el tabaco ardiente inspiró una bocanada de humo y apagó la cerilla de un soplo.
—Cuando la señora suba a bordo, ¿la envío aquí?
—¿Adónde si no? —repuso Cassidy, con una sonrisa.
—No quería dar nada por sentado —comentó el capitán sin sonreír—. Si quería camarotes separados…
—Ella se quedará conmigo —dijo Cassidy—. Es mi mujer.
Adams se encogió de hombros. Se volvió hacia la puerta. Avanzó hacia ella para abrirla pero luego cambió de idea y volvió hasta donde estaba Cassidy. Su mirada era solemne cuando le dijo:
—Es un viaje largo.
—¿Adónde vamos?
—A Sudáfrica.
—Muy bien —comentó Cassidy con una amplia sonrisa—. Me gusta. —De pronto recordó algo y preguntó al capitán—: ¿Cuánto me costará?
—Ya está todo arreglado —respondió Adams con un ademán.
—¿Fue Shealy?
El capitán asintió.
—Puede devolverle el dinero cuando lo tenga. No tendrá prisa.
Cassidy se sentó en la cama y se dijo a sí mismo en voz alta:
—Cuando lo tenga. —Miró al capitán. Su sonrisa era un tanto crispada—. ¿Cómo están las cosas en Sudáfrica?
—Se va tirando. —El capitán sabía que aquello era el inicio de una conversación; pasó delante de Cassidy, tomó la silla que había junto a la portañola y se sentó. Echó un vistazo al reloj de bolsillo y le dijo—: Cuarenta minutos. Hay tiempo de sobra. —Entonces, sus ojos calmos, ancianos y sabios miraron a Cassidy y le dijo—: No importa dónde sea. Sudáfrica o cualquier otro sitio, nunca es fácil cuando se tiene una mujer.
Cassidy no hizo ningún comentario.
—Si fuera solo —prosiguió el capitán—, no tendría que preocuparse tanto por el dinero.
Cassidy miró al capitán y decidió que no le contestaría.
—¿Es una chica sana? —preguntó el capitán—. ¿Seguro que aguantará el viaje?
Cassidy se dijo que debía dejar al capitán que continuara hablando.
Adams le dio una larga chupada a la pipa y continuó:
—Es un viaje duro. Este no es un barco de placer. Mi tripulación hace un trabajo, pero ya sabe usted cómo son las cosas. De vez en cuando se aburren. Se ponen inquietos. Y en ocasiones se vuelven despreciables. Y cuando hay una mujer a bordo…
—Ya me ocuparé yo de eso.
—En realidad, la preocupación es mía, soy responsable de mis pasajeros.
Cassidy miró fijamente el suelo.
—Usted encárguese del buque, Adams, procure que atraviese el océano.
—Sí, eso es lo principal. Cruzar el océano y llevar el buque a puerto. Pero también están todas las demás cosas. Para el capitán del barco, la cosa es así. El capitán es responsable de la tripulación, de los pasajeros. Si algo pasa…
—No pasará nada.
Adams chupó despacio la pipa y dijo:
—Ojalá fuera una garantía.
—Será una garantía —le dijo Cassidy. Se puso de pie. Se estaba enfadando; estaba preocupado y no se sentía feliz. Se dijo que era lógico que se enfadara, pero que sería mejor que se olvidara de la preocupación y de la infelicidad. No eran formas de empezar un viaje. Este viaje era muy importante y significaba mucho, y no debía pensar en los riesgos.
—Al fin y al cabo, cuando hay una mujer a bordo… —decía el capitán Adams.
—Ya vale.
—Sólo estoy diciendo que…
—Está usted diciendo demasiado. —Miró colérico al capitán—. Ha hecho usted un trato, ¿no? ¿Quiere echarse atrás?
Adams se quedó cómodamente sentado, con un pie sobre el otro, los hombros relajados, apoyados contra la pared del camarote.
—He hecho un trato y voy a cumplirlo. A menos que usted cambie de idea, se sobreentiende.
Cassidy respiró profundamente.
—¿Quiere que cambie de idea? ¿Por qué pretende que haga una cosa así? —Con los brazos hizo un ademán confundido, desesperado—. Por el amor de Dios, hombre. Si ni siquiera me conoce. ¿A qué viene tanto interés fraternal?
—Interés paternal.
—Al diablo. —Se volvió. Respiraba entrecortadamente; un tropel de pensamientos le pasaron por la mente e intentó aferrarlos para ver de qué se trataban. Pero corrían muy deprisa.
—Intento encaminarlo bien.
—Pues olvídelo. Porque ni siquiera le estoy escuchando.
—Claro que me escucha y sabe que lo que digo tiene sentido. Lo que le molesta es que no sabe cómo contestarme. No tiene usted argumentos. Es como me dijo Shealy. Me comentó que la tal Doris es una borracha, una alcohólica sin remedio que está en muy mala forma. Me dijo que…
—Al infierno con lo que le haya dicho.
—¿No podemos hablar de ello?
—No. —Cassidy le señaló la puerta—. Es mi problema.
Adams se puso de pie y fue hacia la puerta.
—Sí, supongo que en eso tiene razón —dijo aferrando el picaporte. Lo giró y abrió la puerta—. Es su problema.
Es una pena; me parte el corazón. Pero si usted lo quiere así, pues así será.
Cassidy se volvió para contestarle, pero Adams ya se había marchado y la puerta estaba cerrada. Se quedó allí, mirándola. Era una puerta corriente, de madera, pero se dijo que era la puerta de un camarote de un buque que iba a Sudáfrica. Eso la convertía en especial. Era una puerta muy importante porque pronto se abriría y Doris entraría por ella, entonces estarían juntos en el camarote de aquel barco que atravesaría el Océano Atlántico, rumbo al sureste hasta llegar a Sudáfrica. Con él. Con Doris. Huirían juntos.
Era la verdad. Así ocurriría. Tenía que ocurrir, y estaba bien. Y Shealy se equivocaba y el capitán también. Se equivocaban porque eran débiles. Un par de viejos débiles, gastados, que hacía mucho tiempo habían perdido el vigor, la chispa, el valor.
Pero él, Cassidy, él no los había perdido. Todavía conservaba esas cosas enterradas muy hondas dentro de sí, y sabía que allí estaban. En su mente, en su corazón; se decía que no había perdido ni el valor, ni la chispa, ni el vigor, que nunca los perdería. Eran la maravillosa sustancia, el fuego, las ganas y mientras tuviera todo eso, mientras no se consumieran, había esperanza, habría una oportunidad.
Se dirigió a la portañola, y miró hacia el agua oscura. El río fluía suavemente indicándole la extensión de agua más amplia que había más allá. Sabía que allí cerca estaba el océano, y que pronto estaría con Doris, en el camarote, los dos juntos mirando el océano a través de la portañola.
Y cruzaría el océano. Con su mujer, con Doris. Irían a Sudáfrica. Ocho o nueve días en aquel barco atravesando el océano y llegarían a Sudáfrica. Probablemente a El Cabo. Y saldría a buscar trabajo, tal vez en el puerto. No tendría dificultad en encontrar trabajo en el puerto. Se fijarían en su corpulencia, en sus músculos, y conseguiría un trabajo. No ganaría mucho, pero con eso pagaría el alquiler y la comida, y más tarde se buscaría un empleo mejor. Después de todo, Sudáfrica era un gran país y la gente viajaba de ciudad en ciudad. Tenían autobuses…
Sacudió la cabeza; se dijo que no debía pensar en ello. Pero ahí estaba, vio cómo ocurría, el autobús saliéndose de la carretera para quedar sobre dos ruedas y después sobre ninguna, y acabar estrellándose contra las rocas e incendiándose. En la pantalla de su mente, las llamas eran verde brillantes; gradualmente vio en el verde una tonalidad plateada, el color plateado de algo que no era un autobús. Era un fuselaje. Era parte del enorme avión cuatrimotor que se había estrellado en un extremo del aeropuerto de La Guardia, cerca de la pequeña bahía, para incendiarse en los pantanos.
Y aunque el brillo, el calor y las llamas ardientes le hacían gemir silenciosamente, se dijo que tenía que superar aquello, dejarlo atrás, darse prisa y escapar, pensar en Sudáfrica.
Volvió a pensar en Doris y en él en Sudáfrica. Pudo pensar también que en Sudáfrica hay autobuses y que, con el tiempo, conseguiría un buen empleo como conductor. Pero un momento, alto ahí, con calma, considera por un momento el hecho de que en Sudáfrica hay aeropuertos, y líneas aéreas…
Claro.
Lentamente cerró la mano hasta formar un puño y muy despacio, como a cámara lenta, se golpeó la palma de la mano.
Claro, claro. Era posible, claro que era posible. Cuando se alejó de la portañola, tenía los ojos cerrados y veía un avión enorme surcar los cielos sudafricanos. Veía a los pasajeros del avión, a la pulcra azafata que hablaba con acento británico. Porque estaba claro que todos hablaban con acento británico y eran amables y tenían esa virtud estupenda de ocuparse de sus propios asuntos. En fin, estaba seguro de que se ocuparían de sus propios asuntos hasta tal punto que no harían demasiadas preguntas. Y si las cosas iban así, si tenía un poco de suerte, el piloto de aquel enorme avión sería Cassidy.
Tenía que ser Cassidy. Iba a ser Cassidy. El capitán que estaba al frente, el hombre que llevaba el mando, el capitán J. Cassidy. Y tendría el pelo bien cortado, iría afeitado y duchado y sus manos olerían a jabón y llevaría las uñas inmaculadas. El enorme avión aterrizaría y se produciría el sonido pesado, sólido y maravilloso de las enormes ruedas de caucho al rodar firmemente por la pista. Allí estaría; el enorme avión llegaría a horario y los pasajeros descenderían por la rampa mientras el capitán J. Cassidy realizaba las últimas anotaciones en el informe de vuelo.
Y al dirigirse hacia el edificio de la terminal, vería a Doris. Lo saludaría con la mano. Vería el brillo y la dulzura y la maravilla iría creciendo con cada paso que se acercara a ella. Esa noche cenarían fuera; sería una cena muy especial para celebrar su primer año en las líneas aéreas sudafricanas.
Estaban en el lujoso restaurante de El Cabo y el camarero les entregaba los menús. Él consultaría la carta de vinos. Luego miraría a Doris y le preguntaría si le apetecía un cóctel. Ella le sonreiría y le contestaría que no le importaría tomarse una copa de jerez seco. Cassidy pediría al camarero que les sirviera dos copas de jerez seco. Cassidy oía a Doris decirle que era una persona agradable, una muy buena compañía. Sentados a la mesa disfrutaban de una maravillosa cena. Tomaban langosta y mientras partía una pinza le preguntaba casualmente a Doris si le apetecería beber vino blanco con la langosta; ella le respondía que no necesariamente, pero que más tarde, después del café le gustaría beber un poco de moscatel.
Claro que sí. Así sería todo. Así bebería ella cuando estuvieran en Sudáfrica. Un jerez seco de vez en cuando. Una copita de moscatel. Y él haría otro tanto. No habría necesidad de beber del otro modo. En Sudáfrica la vida sería tranquila y alegre, llena de los tranquilos placeres que tenían un sentido porque siempre tendría a Doris a su lado, viviría con Doris y todo sería brillante y bueno. Sería lo adecuado, lo justo.
Claro que sí. Entonces miró la puerta del camarote. Sonrió con ansia, porque oyó pasos por el corredor. Eran unos pasos femeninos; se preparó delante de la puerta para abrazar a Doris en cuanto entrara en el camarote.
La puerta se abrió; Cassidy dio un paso adelante, luego otro hacia atrás y se quedó tieso. Mildred estaba frente a él.