Cassidy se quedó en la ventana y sacudió la cabeza lentamente. No sentía rabia ni resentimiento. Sólo tristeza; lo que más le deprimía era saber que aquello no tenía remedio. Doris lo había defraudado sin poder evitarlo, y era una pena. Era la única manera de verlo. En fin, de todos modos lo había intentado. No importaba lo que ocurriera a partir de entonces, se acordaría de eso. Lo había intentado con todas sus fuerzas. Sus intenciones habían sido buenas. Pero habían concluido en fracaso, y era una pena, una verdadera pena.
Del otro lado de las paredes del edificio que daba al callejón le llegó la sirena de un barco anclado en el río. En la quietud de la noche, aquel sonido le pareció estrepitoso. Tenía un no sé qué de atrayente, y empezó a pensar en el río, en los barcos anclados en los muelles, en sus posibilidades de viajar de polizón en un carguero. Se apartó de la ventana.
Entonces se dio cuenta de que estaba muy cansado y que le vendría bien un baño caliente y echar una cabezadita antes de irse a los muelles. Se giró, dejó atrás la ventana y se acercó a la puerta.
Estaba abierta, tal como había supuesto. Cuando entró, se preguntó vagamente por qué no lo había hecho desde un principio en vez de golpear a la ventana. Tal vez porque no tenía esperanzas de que contestaran a los golpecitos en la ventana. Era una tontería, pero al menos cuajaba con todos sus actos desde aquella mañana en que el avión cuatrimotor se había estrellado e incendiado.
Era extraño, verdaderamente extraño que justo en ese momento se acordara de esa mañana en particular. No lo entendía. De repente notó el impacto cegador de la catástrofe repetida. En aquella ocasión, el avión. En esta, el autobús. Cientos de vidas borradas en los hornos de un autobús y un avión en llamas. Empezó a contar las vidas que se habían perdido y el horror le produjo un mareo. El hecho de que ninguno de los dos accidentes fueran culpa suya se le escapaba. Sólo se veía a sí mismo tras el volante, en los controles, él, responsable. Cerró los ojos con fuerza y se obligó a no pensar en ello.
Pero ahí estaba. El avión destrozado, el autobús destrozado y Cassidy al mando. Vaya fichaje este Cassidy. Un tío estupendo si lo que se pretendía era contar con un maleficio viviente, un número equivocado, un operario de mala suerte.
Pues bien, ya había concluido todo. Ya no podría repetirse. Esa noche intentaría huir y si lograba subir a un barco seguiría huyendo y se pasaría el resto de la vida en un sitio lejano donde no lograsen encontrarlo. Había muchos sitios lejanos y no importaba cuál eligiese. Con tal de que lograra llegar. Con tal de que lograra ocultarse. Era una idea agradable, algo en qué confiar. Un futuro muy agradable para Cassidy. Por un extraño motivo se preguntó si en aquellas islas lejanas habría somníferos.
En el lavabo se afeitó y luego llenó la bañera con agua caliente. Se metió en la bañera y se quedó allí sentado sintiendo cómo el vapor le envolvía. Al salir del cuarto de baño, se vistió y se sintió un poco mejor. Entonces volvió a pensar en Doris, y en Lundy’s Place y en el cuarto de la trastienda reservado a los clientes que querían seguir bebiendo después del toque de queda de las dos de la madrugada. Pensó en sí mismo, marchándose y dejándola allí sola.
Olvídalo, se dijo. No tiene sentido. Olvídalo. Pero no pudo olvidarlo. Pues bien, ¿qué iba a hacer? No podía ir a Lundy’s Place. Como que hay un Dios que lo cogerían. Sólo le quedaba una salida, olvidarlo.
Encendió un cigarrillo, se tendió de espaldas en la cama e intentó olvidarlo. En su mente surgió otra cosa, pero antes de que tomara forma, le dio un empellón y la obligó a marcharse. Quedó depositada en un estante invisible, mirándolo, entonces notó que eran dos caras mezcladas. La de Haney Kenrick y la de Mildred. Las caras le sonreían. La cara de Haney desapareció y quedó la de Mildred, que empezó a reírse de él. Casi lograba oír su voz que le decía:
—Me alegro. Me alegro. Vamos a celebrarlo. Todos a beber, invito yo. Servidle a Doris un whisky doble. Oye, Haney, ¿adónde vas? Anda, ven aquí, Haney, venga, todo está bien, siéntate conmigo. Estás conmigo, Haney. Claro que lo digo en serio. ¿Que me has oído reír? Pues porque me siento muy bien. Porque a nuestro amigo, el conductor de autobuses, le darán su merecido. El bastardo recibirá su merecido, lo dejarán hecho cisco. ¿Y sabes qué estoy haciendo? Me estoy regodeando. Le has jugado una pasada estupenda, Haney, has hecho un gran trabajo y te mereces una recompensa. Una recompensa que sólo Mildred puede darte. Y la tendrás como nunca en tu vida.
Entonces sintió que la rabia lo golpeaba de lleno, con saña, muy cerca. Se levantó de la cama, quedó mirando la puerta, con los puños ligeramente levantados, los nudillos tirantes. Avanzó hacia la puerta; supo que se dirigiría a Lundy’s Place, a la mesa que ocupaban Mildred y Haney Kenrick. Mientras se imaginaba a sí mismo abalizándose sobre la mesa, bajó los brazos, abrió las manos. Se apartó de la puerta y se dijo que no debía pensar de ese modo. Que aquello era algo del pasado, de un pasado sucio y mugriento que había transcurrido junto a una furcia llamada Mildred. Que más le valía pensar en el mañana, en todos los mañanas imprevisibles que pasaría junto a un fugitivo llamado Cassidy.
Dios santo, necesitaba una copa. Miró a su alrededor pero no encontró ni una botella; se preguntó si en la cocina habría alguna. Se dirigió a la cocina sonriendo con desdén. Se sonreía a sí mismo. El noble reformista que había montado el número a Doris porque había permitido que Shealy le llevase una botella. Y ahora era él quien iba a la cocina a ver si la encontraba.
Entraba en la cocina cuando oyó ruido. Era la puerta principal. Se había abierto. Se volvió y vio a Shealy.
Se miraron y el silencio le pareció duro, como si el aire se hubiera vuelto tenso.
Shealy cerró la puerta tras sí y se recostó levemente contra ella. Se cruzó de brazos y miró a Cassidy de arriba abajo.
—Sabía que estarías aquí.
—¿Qué quieres? —preguntó Cassidy con tono gélido.
—Soy tu amigo —repuso Shealy encogiéndose de hombros.
—No tengo amigos. No los necesito. Sal de aquí.
—Lo que te hace falta ahora es pensar un poco. Planear algo. ¿Tienes algún plan? —inquirió Shealy sin prestar atención a lo que acababa de decirle Cassidy.
Cassidy entró en la sala y comenzó a pasearse. Se detuvo, miró al suelo y luego dijo:
—Nada definitivo.
Volvieron a callar. De repente, Cassidy frunció el ceño, se quedó mirando al hombre canoso y le preguntó:
—¿Cómo te has enterado? ¿Quién te lo ha dicho?
—Los diarios de la noche —repuso Shealy—. Ha salido en primera plana.
La mirada de Cassidy se apartó de Shealy, iba dirigida a la nada.
—Primera plana. Supongo que es donde tenía que aparecer. Un accidente de autobús en el que veintiséis personas se queman vivas. Sí, supongo que la primera plana está bien.
—Tranquilízate.
—Claro. —Cassidy siguió mirando a la nada—. Estoy muy tranquilo. Estupendamente. Mis pasajeros son un montón de cenizas muertas. Y yo estoy aquí. Estoy tranquilo, estupendamente.
—Será mejor que te sientes —le sugirió Shealy—. Pareces a punto de desplomarte.
—¿Qué más decía el periódico? —preguntó Cassidy mirándolo.
—Te están buscando. Hay mucho jaleo.
—Claro, es lógico. Pero no me refería a eso. —Inspiró profundamente, abrió la boca para decir a qué se refería, luego hizo un gesto abrumado como para indicar que no tenía importancia, que daba igual.
Shealy lo analizó y le dijo:
—Ya sé a qué te referías. Y la respuesta es que no existe ninguna posibilidad de que te crean. Creen en lo que Haney Kenrick les ha dicho.
—¿Cómo sabes que Haney mentía? —inquirió Cassidy abriendo mucho los ojos.
—Porque conozco a Haney. —El hombre canoso se dirigió a la ventana, miró a la calle, luego al cielo, luego otra vez a la calle. Bajó la persiana despacio y dijo—: Déjame oír tu versión.
Cassidy se la refirió. No tardó mucho. Sólo era cuestión de explicarle lo del accidente y la estrategia de Haney Kenrick.
Cuando terminó, Shealy asintió lentamente.
—Sí, ya sabía yo que sería algo así. —Se pasó los dedos por el cabello canoso y brillante—. ¿Y ahora qué?
—Me voy. Desaparezco.
—No te veo a ti desapareciendo —dijo Shealy inclinando la cabeza y entrecerrando un poco los ojos.
—He venido aquí a tomar un baño y a descansar un poco —replicó Cassidy poniéndose rígido.
—¿Es todo?
—Venga, hombre, dejemos el tema.
—Jim…
—He dicho que dejemos el tema. —Se dirigió al otro lado de la habitación, encendió un cigarrillo y le dio unas cuantas chupadas. Por decir algo, agregó—: Te debo lo de la ropa que me has traído. ¿Cuánto es?
—Olvídalo.
—No. ¿Cuánto te debo?
—Unos cuarenta dólares.
Cassidy abrió la puerta del armario, levantó unos pantalones arrugados que colgaban de una percha, metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes. Contó ocho billetes de cinco dólares y se los entregó.
Shealy se guardó el dinero, miró el fajo que Cassidy tenía en la mano y le preguntó:
—¿Cuánto te queda?
Cassidy pasó el pulgar por el fajo y repuso:
—Ochenta y cinco.
—No es mucho.
—Me alcanzará. Tal como voy a viajar, no compraré billetes.
—¿Qué me dices del whisky? —preguntó Shealy.
—No beberé.
—Claro que sí. Vas a beber mucho. Calculo que casi un litro por día. Ese es el promedio cuando se huye.
Cassidy le dio la espalda a Shealy. Miraba la puerta del armario y le dijo:
—Eres un canoso hijo de puta.
—En mi habitación tengo algún dinero. Unos doscientos o así.
—Métetelos donde no te dé el sol.
—Si me esperas aquí iré a buscarlo.
—He dicho que te los metas donde no te dé el sol. —Aferró la puerta del armario y la cerró de un golpe—. No quiero favores de nadie. Estoy solo y quiero seguir así. Solo.
—Eres un caso perdido.
—Mejor. Me encanta estar acabado, hecho polvo. Me lo paso en grande.
—Como todos —comentó Shealy—. Todos los borrachos, los fracasados. Llega un punto en que nos gusta lo de ir cuesta abajo. Hasta el fondo, donde todo está blando, donde está el barro.
Cassidy no se había dado la vuelta. Siguió mirando la puerta del armario.
—Eso dijiste el otro día. No te creí.
—¿Me crees ahora?
Se produjo un silencio en la habitación, interrumpido por el sonido siseante producido por Cassidy al respirar entre dientes. En lo más hondo de su ser, lloraba. Se volvió despacio y vio a Shealy de pie junto a la ventana; le sonreía. Era una sonrisa enterada, amable, triste.
Los ojos de Cassidy miraron más allá de Shealy, a través de la persiana, observaron las paredes de los edificios vecinos, la mugre negra y gris de la zona portuaria.
—No sé qué creer. Una parte de mí dice que no debería creer en nada.
—Es lo sensato. No hacer otra cosa que despertar por la mañana y pase lo que pase, dejar que ocurra. Porque no importa lo que hagas, ocurrirá de todos modos. De modo que más te vale dejarlo correr. Dejar que se apodere de ti.
—Y me hunda —murmuró Cassidy.
—Sí, y dejar que te hunda. Por eso es fácil. No hace falta esforzarse. No hace falta trepar ni escalar. Basta con dejarse llevar hacia abajo y disfrutar del viaje.
—Claro —dijo Cassidy, con una sonrisa sarcástica—. ¿Por qué no iba a disfrutar?
Pero la idea no era agradable. Aquella idea era todo lo contrario a lo que quería pensar. Un recuerdo veloz pasó por su mente; vio el campus de la universidad, vio un bombardero del ejército, vio el aeropuerto de La Guardia. Y una imagen rápida de sí mismo en uno de los restaurantes más caros de Nueva York. Se vio allí sentado, con las manos limpias, una camisa limpia, el cabello cortado pulcramente. La muchacha que estaba sentada al otro lado de la mesa era dulce y delgada, una graduada de Wellesley; le decía que era muy agradable. Le miraba las manos inmaculadas…
—No —dijo mirando a Shealy—. No te creo.
Shealy dio un respingo.
—Jim, no digas eso. Escúchame…
—Cállate. No te escucharé. Búscate otro cliente.
Dejó atrás a Shealy, y se dirigió a la puerta principal. Shealy fue rápido y se plantó ante la puerta para impedirle el paso.
—Maldito seas, apártate de mi camino.
—No dejaré que vayas.
—Iré para hablarle. La traeré aquí y haré que recupere la sobriedad. Y después me la llevaré conmigo.
—Estúpido. Te cogerán.
—Correré el riesgo. Apártate de la puerta.
Shealy no se movió.
—Si te llevas a Doris de aquí, la matarás.
—¿Qué diablos quieres decir? —inquirió Cassidy dando un paso atrás.
—¿No te lo había comentado? Procuré hablar claro. No hay nada que puedas ofrecerle a Doris. Lo que pretendes es quitarle la única cosa que la mantiene viva. El whisky.
—Es mentira. No soporto que hables así. —Avanzó hacia Shealy.
Shealy no se movió.
—Lo único que puedo hacer es advertírtelo. No puedo pelear contigo.
Esperó a que Shealy se apartara. Se dijo que no debía pegarle. Con la cara crispada, le dijo:
—Asqueroso borracho. Eres un fracasado. Debería reventarte la cabeza.
Shealy suspiró, inclinó la cabeza despacio y dijo:
—Está bien, Jim.
—¿Lo verás a mi manera?
Shealy asintió. Su voz sonó desganada y muy cansada cuando le dijo:
—Es una pena no haber logrado convencerte. Pero lo he intentado. Desde luego que lo he intentado. Lo único que me queda ahora es realizar los arreglos necesarios.
—¿Como qué?
—Te embarcaré en algún barco y luego te llevaré a Doris.
Cassidy miró a Shealy de soslayo y le preguntó:
—¿Es asunto tuyo? Será mejor que no.
Shealy abrió la puerta y le dijo:
—Vamos, en el muelle nueve hay un carguero. Parte a las cinco de la mañana. Conozco al capitán.
Salieron y recorrieron rápidamente el callejón rumbo a Dock Street.