Cassidy tuvo la sensación de que le habían arrancado la cabeza y le habían colocado sobre los hombros otra hecha de cemento. Tuvo que girarla varias veces para ver dónde se encontraba. Lo último que recordaba era que había quedado atrapado entre unas rocas, y tenía los labios separados por algo metálico; luego había visto a Haney Kenrick con la petaca en la mano, y había oído su voz temblorosa que lo urgía a beber. Recordó cómo le había quemado el whisky al bajarle por el gaznate; salía de la petaca a borbotones y le llenaba la boca y se lo tragaba, hasta que al final se atragantó. Justo antes de volver a desmayarse, había visto a Haney cara a cara.
Una cara se le acercaba ahora. Pero no era la de Haney. Era un rostro estrecho, entrado en años, de labios finos y mandíbula pronunciada. Detrás de aquel rostro había otros. Cassidy vio los uniformes de la policía estatal de autopistas. Se concentró en eso por unos instantes y luego volvió a mirar la cara estrecha del médico setentón inclinada sobre él.
—¿Cómo está? —preguntó una voz.
—Bien —repuso el médico.
—¿Tiene algún hueso roto?
—No, está bien. —Entonces el médico se dirigió a Cassidy—: Vamos, levántate.
—Parece herido —dijo uno de los policías.
—No está herido. —El médico cerró los ojos con fuerza, como si intentara aclararse la vista. Tenía los ojos enrojecidos. Al parecer, había estado llorando. Miró a Cassidy con algo parecido al odio—. Sabes que no estás lastimado. Anda, levántate.
Cassidy se levantó de las rocas. Estaba mareado y tenía resaca. Sabía que había bebido mucho whisky de la petaca de Haney. Se preguntó por qué le habría dado tanto whisky y dónde se habría metido Haney, y dónde estaba el autobús. Sintió un dolor en la nuca.
El sol le dio de lleno en los ojos y tuvo que parpadear varias veces. Entonces vio el autobús accidentado y volvió a pestañear. Vio las motocicletas, los coches de aspecto oficial y las ambulancias. Una multitud de granjeros y gente de campo se había reunido al costado de las rocas y lo miraban fijamente. Todo estaba en silencio; todo el mundo lo miraba.
Entonces vio a Haney. Haney hablaba en voz baja con varios policías. Cassidy comenzó a avanzar, pero una mano se le plantó en el pecho. Era el médico que le decía:
—Quédate donde estás.
—¿Qué pretende de mí?
—Perro. Maldito perro borracho.
—¿Borracho? —inquirió Cassidy tapándose los ojos con la mano. Cuando apartó la mano, vio al médico que sacaba una enorme jeringa de su maletín de cuero.
Un policía con galones de sargento se acercó al médico y murmuró:
—No hace falta que lo haga aquí.
—Lo haré aquí mismo —dijo el médico—. Le haré la prueba aquí mismo.
El médico le sujetó el brazo a Cassidy, le arremangó la camisa y con rabia le clavó la aguja en el antebrazo. Cassidy miró el tubo de la jeringa y lo vio llenarse con su sangre. Vio la satisfacción reflejada en el rostro del médico. La multitud se había aproximado; algunas mujeres lloraban en silencio. Había niños que miraban con los ojos desorbitados como si fuera la primera vez que presenciaban algo parecido.
Cassidy tenía ganas de tomarse una copa. Sabía que la necesitaba más que nunca. Vio alejarse a las ambulancias. Iban despacio, como si no tuvieran motivos para darse prisa. Vio las ambulancias bajar por la carretera. Había muchas, pero ninguna tenía la sirena puesta. Cassidy hizo un esfuerzo por no echarse a llorar.
El médico notó sus esfuerzos y le dijo:
—Vamos, ponte a llorar. Tarde o temprano te vendrás abajo, tanto da que lo hagas ahora.
Con la jeringa en alto, como exhibiéndola ante la multitud, el médico sacó un tubo de ensayo del maletín de cuero, vertió en el tubo la sangre de Cassidy, lo tapó y se lo entregó al sargento.
—Ya está —dijo el médico—. Ahí tiene las pruebas.
El sargento se guardó el tubo de ensayo en el bolsillo de la chaqueta, avanzó y sujetó a Cassidy por el brazo.
—Vamos, hombre.
Se acercó otro policía; el sargento asintió y los dos condujeron a Cassidy hasta un coche patrulla aparcado fuera de la carretera, junto a las rocas. El sargento se sentó al volante, le hizo señas a Cassidy de que se sentara a su lado. El coche bajó por la carretera. Cassidy abrió la boca para decir algo, supo que no tenía nada que comentar, supo que no tenía sentido que dijese nada.
Llevaron a Cassidy hasta un edificio de ladrillo con un gran cartel al frente que decía que era un destacamento de la policía estatal de autopistas. El sargento se dirigió a un escritorio y se puso a hablar con un hombre que llevaba la insignia de teniente. El otro policía llevó a Cassidy a una pequeña habitación y le indicó una silla.
Cassidy se sentó. Miraba al suelo; se mesó los cabellos. Vio las botas de cuero negro del policía. Brillaban mucho. Parecían caras. Probablemente al policía le gustaban las botas caras y prefería comprárselas de su bolsillo que aceptar las más baratas que calzaban los otros policías motoristas. Cassidy se dijo que debía concentrarse en las botas, y pensar en ellas. Empezó a pensar en el autobús accidentado y se dijo que debía volver a concentrarse en las botas.
No pudo soportar más el silencio, levantó la cabeza, miró al policía y le preguntó:
—¿Qué ocurrió? Por favor, dígame qué ocurrió.
El policía encendía un cigarrillo. Era joven, alto, y se había quitado la gorra dejando ver el cabello negro bien peinado. Le dio una buena calada al cigarrillo, se lo quitó de la boca y miró la brasa encendida.
—Se encuentra usted en un buen lío.
—¿Cómo lo sabe? —Cassidy sintió la urgente necesidad de empezar a defenderse.
—Estaba borracho. Tenemos muestras de su sangre como prueba. En el tubo de ensayo habrá más whisky que sangre.
El policía se dirigió a una silla que había junto a una ventana, se sentó y miró por la ventana.
—No estaba borracho cuando conducía —adujo Cassidy.
—¿Ah, no? —El policía siguió mirando por la ventana.
—Tomé el whisky después del accidente.
—¿De veras?
—Antes del accidente no había probado ni una gota. —Cassidy se levantó de la silla y fue hacia el policía—. Tengo testigos.
—No me diga. —El policía se volvió lentamente y miró a Cassidy—. ¿Qué testigos? ¿El gordo del traje marrón?
—Ese mismo —repuso Cassidy asintiendo con la cabeza.
—No es su testigo —le comentó el policía—. Es nuestro. Declaró que estuvo bebiendo durante todo el trayecto desde Filadelfia. Dijo que incluso le convidó a él.
—Ah —dijo Cassidy con un hilo de voz—. ¿Y qué hay de los otros?
—¿Los otros? —El policía enarcó las cejas—. No hay nadie más.
Cassidy levantó la mano despacio y se la apretó con fuerza contra el pecho.
El policía lo observó. Cassidy se olvidó de la necesidad de defenderse y continuó presionándose el pecho con la mano.
—De acuerdo, hable.
—Están todos muertos.
Cassidy regresó a la silla y se dejó caer en ella.
—Todos muertos. Hasta el último. Hombres, mujeres y niños. Veintiséis seres humanos.
Cassidy bajó la cabeza muy despacio. Se cubrió los ojos con las manos.
—No pudieron salir del autobús —le dijo el policía—. Se quemaron vivos.
Cassidy tenía los ojos cerrados con fuerza, pero los párpados eran como una especie de pantalla en la que vio proyectada la tragedia. Vio cómo rodaba el autobús saliéndose de la carretera, hasta precipitarse contra las rocas. Vio abrirse de golpe la puerta y cómo él y Haney Kenrick salían catapultados para caer sobre el césped tierno, lejos del autobús, cerca de las rocas. Seguramente habría navegado por el aire, para caer dando tumbos sobre el césped y acabar en las rocas; y Haney debió de haber caído cerca de él. El autobús había aterrizado de lado con todas las salidas bloqueadas; la explosión se había producido rápidamente y el fuego había devorado el autobús impidiendo la salida a los pasajeros; nadie logró salvarse.
—¿Se da cuenta de lo que ha hecho? —le preguntó el policía en voz muy baja—. Los ha asesinado.
—¿Puedo acostarme en alguna parte?
—No se mueva de donde está.
Cassidy buscó en el bolsillo de la chaqueta y encontró los cigarrillos. Se llevó un cigarrillo a la boca. Buscó las cerillas pero no logró encontrarlas por lo que le preguntó al policía:
—¿Puede darme fuego?
—Claro. —El hombre se le acercó y encendió una cerilla. Dejó que su llama brillante ardiera ante los ojos de Cassidy—. Mírela bien. Mire cómo arde.
Cassidy acercó el cigarrillo a la llama. Aspiró el humo. El policía permaneció donde estaba y dejó que la cerilla continuara quemándose ante los ojos de Cassidy.
—Vaya justicia. Para ellos, el fuego lo acabó todo. A usted, le sirve para encender el cigarrillo.
—No sea infantil.
—Tuvieron una muerte horrible.
—Cállese. —Cassidy se aferró de los bordes de la silla—. Si tuviera la culpa, le permitiría que me moliera la cara a golpes hasta convertirla en pulpa y no me movería. Pero no fue culpa mía. Le digo que no fue culpa mía.
—No me lo diga a mí. Dígaselo a usted mismo. Y siga repitiéndoselo; tal vez termine por creérselo.
Se abrió la puerta y apareció el sargento. Le hizo señas. El policía sujetó a Cassidy por el brazo y salieron de la pequeña habitación para dirigirse a la oficina principal, donde el teniente hablaba con un grupo de policías y hombres de paisano y Haney Kenrick. Haney llevaba un trozo de esparadrapo en el costado de la cara, y tenía una manga de la chaqueta rota. Cassidy se plantó delante de Haney, lo aferró por el cuello con una mano y empezó a ahorcarlo. Haney soltó un grito y los policías se abalanzaron sobre Cassidy. Tuvieron que aferrado por los dedos para que soltara a Haney.
—Sujetadlo —ordenó el teniente—. Si vuelve a moverse, disparadle. —El teniente se puso de pie, rodeó el escritorio y se dirigió hacia Cassidy—. Tal vez yo mismo le pegue un tiro.
Cassidy no miraba al teniente. Se comía a Haney con los ojos.
—Di la verdad, Haney.
El teniente clavó un dedo en el pecho de Cassidy y le comentó:
—Ya nos ha dicho la verdad.
—¿Y cómo diablos lo sabe usted?
—No se me ponga duro.
—Seré tan duro como usted —le espetó Cassidy al teniente—. Ha ordenado a sus hombres que sujeten a la persona equivocada. Será mejor que les pida que me suelten.
El teniente vaciló un instante y luego ordenó a los policías que soltasen a Cassidy.
—¿De qué se me acusa? —inquirió Cassidy.
—De conducir un vehículo público estando borracho —repuso el teniente acercándosele mucho. Eso por un lado. Por el otro, le acusamos de asesinato.
—¿Y qué dijo este hombre? —inquirió Cassidy señalando hacia Haney.
—¿Quiere saber lo que nos dijo?
—Sí, con lujo de detalles.
—Es usted un tipo duro, ¿verdad? —El teniente sonrió con dureza—. Declaró que estaba sentado justo detrás de usted. Dijo que tenía usted una botella y que mientras conducía no paraba de beber. Que le ofreció un trago y que él también bebió, pero que usted se bebió la mayor parte.
—Es mentira. —Cassidy miró a Haney y este le devolvió la mirada con una expresión neutra. Cassidy le mostró los dientes—. Diles lo de la petaca.
—¿Qué petaca? —preguntó Haney frunciendo el ceño con maestría.
—Llevabas una petaca —le dijo Cassidy después de inspirar profundamente—. Yo estaba desmayado, sobre las rocas, cuando te me acercaste y me ayudaste a recuperarme del desmayo. Y me obligaste a beber media petaca.
El teniente se volvió a mirar a Haney. Se produjo un breve silencio. Haney se encogió de hombros y dijo:
—Este tipo está como una regadera. Reconozco que a veces llevo una petaca. Pero hoy no.
A Cassidy se le crispó la boca.
La mirada del teniente fue de Cassidy a Haney y de este a aquel.
—¿Ustedes dos se conocen?
—Un poco —contestó Haney.
—Algo más que un poco —apuntó Cassidy avanzando hacia Haney pero el teniente le bloqueó el camino como si fuera un muro de granito.
Los ojos enfurecidos de Cassidy miraban a Haney.
—Es una idea brillante, pero no te dará resultado. Tarde o temprano, tendrás que soltar la verdad.
Haney no tuvo respuesta. El teniente frunció el ceño y con cara preocupada le preguntó a Haney:
—¿De qué está hablando?
—Supongo que intenta protegerse —repuso Haney con una débil sonrisa—. Quiere hacerles creer que le he tendido una especie de trampa. —Haney hizo un gesto tolerante, relajado—. No lo culpo, pobre tío. Si estuviera en sus pantalones me sentiría tan nervioso como él. Incluso intentaría venderles una historia alocada.
El teniente asintió con seriedad. Se volvió hacia Cassidy y levantó los labios por la comisura.
—La cuestión es que soy muy mal comprador —dijo el teniente. Señaló a Cassidy con el pulgar y ordenó a sus hombres—: Enciérrenlo.
Cassidy tembló por dentro. Sabía que no podía permitir que lo encerraran porque una vez que lo hicieran todo acabaría ante un tribunal, y supo que ocurriría allí. Se dio cuenta de que no contaba con una defensa adecuada ni nada que se le pareciera. Probarían que era un bebedor, que tenía un pasado dudoso y que en los últimos años, su vida no había sido nada edificante. Las pruebas se encargarían de dejar sentado que sólo había una manera de que un autobús perdiera el control y rodara por la ladera de una colina, tal como había hecho su autobús, y la razón, sin asomo de duda alguna era que el conductor estaba borracho. El testimonio del único testigo corroboraría perfectamente las pruebas, y ahí acabaría todo.
Se dijo que no iba a dejar que lo encerraran, que no permitiría que lo condenasen a tres, cinco o quizá siete años o más de cárcel. Una rabia animal se apoderó de su cerebro y, de repente, comenzó a moverse como un animal.
Arremetió contra el policía que tenía más a mano y lo lanzó contra el escritorio del teniente. Intervino otro policía, pero Cassidy lo detuvo de un puñetazo en pleno rostro; detuvo a un tercero con un empellón en el pecho y saltó por encima del escritorio del teniente. Durante un instante, el teniente observó la escena sin comprender, luego agarró a Cassidy de las piernas. Cassidy le apartó las manos de una patada, le encajó otra fuerte patada a la ventana que había detrás del escritorio y los cristales salieron despedidos cual lluvia en la que Cassidy se zambulló; salió por la ventana y oyó los gritos que dejaba atrás y oyó también el golpe seco que dio su hombro al golpear el suelo.
Se levantó y salió corriendo; sus pies avanzaban raudos por la grava, luego por el césped; sus ojos observaban las motocicletas aparcadas y los coches patrulla, pero no vio policías, porque todos estaban en el edificio. Se dirigió hacia la autopista; vio los matorrales que crecían al otro lado y más allá una espesa cortina de árboles. Al dirigirse a toda carrera hacia ellos logró ver el brillo metálico del Delaware y más abajo, las orillas color púrpura de la costa de Nueva Jersey, frontera entre el agua y el cielo.
Corría muy deprisa; se internó en los árboles zigzagueando, mientras con los brazos procuraba apartar las ramas que se interponían en su camino. No se volvió a mirar atrás, pero supo que lo seguían; oyó los gritos roncos del teniente, que trataba de maldecir e impartir órdenes al mismo tiempo. Se dijo que debía correr más deprisa, aunque sabía que le sería imposible. Se dijo que iban a alcanzarlo, que sin duda lo alcanzarían, que era un idiota si se creía que lograría huir. Y mientras corría más deprisa siguió repitiéndose que lo atraparían; entre los árboles notó que el terreno se inclinaba hacia abajo y entonces vio muy cerca el Delaware.
Los árboles quedaron atrás, y la pendiente se tornó suave y arenosa; había piedras aquí y allá, más adelante algunas rocas. Hacia un costado, la ladera acababa abruptamente y vio una saliente de roca afilada. Fue hacia la roca trepó y trepó, rogando porque la saliente fuera lo suficientemente pronunciada como para permitirle zambullirse en el Delaware. Alcanzó la saliente, se arrastró durante un tramo y al mirar hacia abajo vio el agua.
Estaba muy abajo. Se dijo que no le quedaba mucho tiempo para estudiar el agua. La saliente se encontraba a unos dieciocho metros por encima del nivel del agua; allá abajo, el agua golpeaba contra el costado del precipicio. En ese punto, daba la impresión de ser bastante profundo, en contraste con las zonas en las que el río bañaba la arena. Se dijo que aquello de allá abajo era una especie de laguna y que no ocurriría nada. Le quedaba muy poco tiempo, por lo que más le convenía dejar de pensárselo y saltar.
Miró hacia abajo y se sintió caer con los pies por delante por encima del costado de la saliente. Bajó muy deprisa en el aire, el agua se fue acercando rápidamente y el aire le silbó en los oídos. Golpeó contra el agua; esperaba encontrar las puntas aguzadas de las piedras, esperaba morir allí mismo. Pero sólo sintió el agua, su profundidad, la seguridad de aquella profundidad. Salió a la superficie, miró a lo ancho del Delaware, vio Nueva Jersey a más de un kilómetro de distancia, se preguntó si lograría llegar antes de que salieran a perseguirlo en barca o telefonearan a Nueva Jersey para que lo atraparan cuando alcanzase la orilla. Sabía que no lo lograría. Giró la cabeza, advirtió que se encontraba a sólo veinte metros de la pared del precipicio, vio allí unas aberturas, algunas de gran tamaño. Parecían el inicio de unas cuevas.
Aquella era su única oportunidad. Nadó los veinte metros, sacó los brazos del agua, se aferró de la roca, subió a la pared del precipicio, buscó otro punto de sujeción y continuó subiendo poco a poco hasta alcanzar una de las aberturas. No era lo bastante ancha. Miró hacia arriba, y a unos tres metros, a mitad de camino entre el río y la cima del precipicio, había una abertura que parecía más grande. Escaló hasta ella en diagonal y desde lo alto le llegaron unos gritos. Apenas se oían, pero logró descifrar las palabras. Estaban allá arriba, en la ladera del lado izquierdo del precipicio, diciéndose que el hombre debía andar por allí cerca, que tenía que estar cerca y que no podía estar en el río, porque no se veía a nadie allí. La voz del teniente sonó un tanto histérica; ordenaba a sus hombres que no se quedaran allí parados, que bajaran por la ladera y que registrasen cada palmo del terreno.
Cassidy siguió escalando. Contempló el agujero en la pared del precipicio, intentó alcanzarlo pero falló, volvió a intentarlo y falló otra vez. Metió la pierna derecha en una fisura que había en la roca, se arrodilló, volvió a tender los brazos, y esta vez tanteó el borde del agujero. Se aferró con fuerza, izó medio cuerpo hasta entrar en el agujero y luego se internó en él a rastras.
Se arrastró hasta el fondo. Respiraba entrecortadamente; de pronto se dio cuenta de la proeza que acababa de realizar y se sintió extenuado. Se tendió en el suelo de la cueva y cerró los ojos. A lo lejos oyó los gritos del teniente.
Más tarde encontró un enorme peñasco en la cueva, lo empujó hacia la entrada para obstruirla, de modo que desde fuera, desde el río, pareciera que la abertura era demasiado pequeña como para permitir el paso de un hombre. Se acurrucó detrás del peñasco y oyó que unas voces se aproximaban por ambos lados del precipicio. Aquello continuó así al menos durante una hora. Cassidy sabía que pronto pondrían fin al registro de las laderas y comenzarían a examinar la pared del precipicio. Se preguntó con qué intensidad examinarían la pared del precipicio. En ese mismo instante oyó el sonido de motores en el río y espió desde detrás del peñasco.
Las barcas iban y venían por el río, al pie del precipicio. Los policías estaban de pie en las barcas y miraban hacia arriba, a la pared del precipicio. Notó que no empleaban prismáticos y empezó a sentir un cierto optimismo. En el agua no había demasiadas barcas; iban y venían en círculos y al cabo de un rato se dio cuenta de que la flota tenía un aspecto un tanto tonto. Se estorbaban unas a otras. Cassidy supo que los engañaría.
Por el lado de Nueva Jersey aparecieron más barcas. El sol caía implacable sobre el agua, y Cassidy vio el brillante impacto de sus rayos sobre los botones metálicos de los uniformes policiales, las caras enrojecidas, brillantes y sudorosas de los policías que estaban de pie en las barcas. Se produjo un tumulto considerable, muchos gritos, y todas las barcas se alejaron de las paredes del precipicio. Asomó la cabeza por la estrecha abertura que dejaba el peñasco y vio que las barcas se dirigían a la angosta franja de arena que había a la derecha. Reconoció al teniente, que en ese momento bajaba de la barca; lo vio gesticular hacia la ladera, donde había árboles, y vio a los policías trepar por ella. Algunos habían desenfundado los revólveres. Iban tras alguna persona que habían visto allí, o entre los árboles, y estaban seguros de que sería su presa. Poco a poco, todas las barcas fueron aproximándose a la franja de arena y los policías se bajaron para subir la ladera. Al cabo de un rato, los policías bajaron a conferenciar sobre la arena. La discusión parecía un tanto acalorada; Cassidy oyó al teniente que se defendía a gritos del violento ataque verbal de un hombre enorme que llevaba un sombrero de paja y un traje color tostado. El hombre enorme parecía dominar la situación, levantaba ambos brazos, se alejaba del grupo, volvía para decir algo a gritos y volver a alejarse. La discusión se prolongó durante un buen rato y Cassidy vio las sombras extenderse por el río, entonces supo que se ponía el sol.
Al cabo de unos minutos vio que los policías se marchaban en sus barcas. Algunas regresaban a Nueva Jersey. Otras formaron un desfile enfurruñado que iba río abajo a algún muelle cercano del que habían salido. Con la oscuridad creciente las barcas se perdieron gradualmente en las sombras; luego todo fueron sombras y Cassidy vio cómo el río se tornaba negro. Volvió a arrastrarse hasta el interior de la cueva.
Sus ropas seguían mojadas. No era una humedad incómoda, la brisa seca y cálida que entraba por la abertura lo calentaba; le dio sueño. Se tendió en el suelo de la cueva, apoyó la cara sobre un brazo flexionado y se dispuso a dormir. Casi se había dormido ya cuando un pensamiento cortó de un tajo la agradable neblina; levantó la cabeza y miró el reloj. A pesar del chapuzón en el Delaware, el reloj seguía funcionando. Su esfera luminosa indicaba las ocho y diez.
El reloj marcaba las doce y veinte cuando Cassidy abrió los ojos. Levantó la cabeza, estudió el reloj, se volvió y miró por la boca de la cueva. No había más que negrura. Se arrastró hasta la abertura, miró hacia abajo, vio el agua negra y brillante, miró hacia arriba y vio la luna. Se dijo que ya era hora de marcharse.
Se preguntó adónde debería ir. Lo lógico era que se marchara lo más lejos posible. Tendría que comenzar a pensar en términos de grandes distancias. Automáticamente, le asaltó la idea de ir hasta un puerto cualquiera, meterse en un barco y marcharse a otro país. Pero por algún motivo, la idea no le seducía, y le dio rabia que el estado de cosas lo obligara a cavilar. No quería abandonar el país. Porque había empezado a construir algo, y quería seguir haciéndolo; quería estabilizarse y reforzar los cimientos que había empezado con Doris. Tenía que volver con ella. Tenía que contarle la verdad de lo ocurrido.
Se asomó a la abertura de la cueva y vio que la luz de la luna iluminaba la pared del precipicio, brillando en los bordes escarpados de la roca. Hacia el lado izquierdo, logró ver que la roca formaba una especie de escalera que conducía a la cima. Avanzó de lado, tanteando el camino. Se acercó a la saliente más próxima, subió a la que había más arriba y notó que avanzaba con relativa facilidad. La escalera de piedra lo condujo a la cima del precipicio. Desde allí, bajó por la ladera, se internó en los árboles y de allí llegó a la autopista.
Tenía la ropa húmeda y la brisa nocturna era fría. Se detuvo al borde de la autopista y comenzó a temblar. A lo lejos, los faros de un coche perforaron la negrura; se ocultó entre los árboles, sabedor de que no podía permitirse el lujo de dejarse ver con su uniforme de conductor. Se mantuvo oculto entre los árboles y observó cómo el coche pasaba raudamente. Se quedó donde estaba durante unos minutos; pasaron varios coches y unos cuantos camiones. Finalmente, comprendió que no podía quedarse demasiado tiempo en esa zona. Avanzó por el bosque, paralelo a la autopista, en dirección a Filadelfia. Conocía el camino lo suficiente como para calcular que se encontraba a unos cuarenta y cinco kilómetros de Filadelfia.
Caminó durante una hora, descansó, volvió a caminar y así pasó otra hora. Casi todos los coches habían desaparecido de la autopista; dominaban los enormes camiones que viajaban toda la noche desde y hacia Filadelfia. Pasaban rápidamente por la autopista; sus faros solitarios iluminaban la negrura. Contempló cómo avanzaba un pesado camión; sus ojos lo siguieron hambrientos cuando pasó delante de él a toda velocidad. Tomó una curva y el sonido del motor varió. Daba la impresión de estar aminorando la marcha. Vio una zona iluminada más allá de la curva y recordó que allí había un restaurante que permanecía abierto toda la noche, donde los camioneros paraban a comer algo y a tomar café.
La música del juke-box le llegó junto con el brillo del letrero luminoso; cruzó la autopista y se internó en los altos matorrales que había al otro lado. Poco después logró ver el restaurante y los enormes camiones aparcados en un amplio semicírculo de grava que bordeaba la carretera. Avanzó por los pastizales, estudiando los camiones hasta que eligió un camión con remolque que pertenecía a una empresa de transportes cuya sede se encontraba cerca del puerto de Filadelfia. La parte trasera del remolque estaba abierta. Agazapado, avanzó por la grava, subió a la parte trasera y se metió dentro.
El camión transportaba tomates, lechugas y pimientos. Sabía que aquello no sería una cena, pero le ayudaría a llenar definitivamente el hueco vacío que sentía en el estómago. Se sentó en el remolque, a oscuras, y se sirvió unas cuantas verduras. Poco después oyó que el conductor se sentaba al volante. El camión se dirigió a la autopista.
En Filadelfia, el camión dejó Broad Street y fue hacia el este hasta la Quinta y desde allí hasta la intersección con Arch, luego tomó hacia el este por Arch hasta la Tercera. En la Tercera, tuvo que detenerse ante un semáforo en rojo y Cassidy aprovechó para bajarse y cruzar la calle. Había descansado y se sentía confiado. Pensó en Doris y en lo cerca que estaba; cada minuto que pasaba se iba acercando más.
Caminó deprisa por Dock Street y luego por un callejón, entonces vio la luz en la ventana de su cuarto. Subió y golpeó suavemente la ventana. La sala estaba vacía; probablemente estaría en la cocina, volvió a golpear. No hubo respuesta.
La falta de respuesta era algo que superaba el mero silencio. Era como un símbolo, un mensaje que le fuera enviado desde una región desconocida inexistente en términos de tiempo. Expresaba algo completamente negativo, una especie de pesimismo deprimente que le indicaba que por más que se esforzara, por más que lo intentara, no llegaría a ninguna parte. El doloroso vacío de la futilidad fue casi tangible, como si se sintiera sangrar por dentro. Sabía que en ese momento Doris estaría en Lundy’s Place. Tenía una cita con su novio, el whisky.