A la mañana siguiente, Cassidy llegó a la terminal y se encontró con un mecánico que revisaba el autobús. El hombre venía de un taller de reparaciones cercano y seguramente le pagaban por horas. Observó al mecánico durante un rato y luego le pidió que se apartara.
Era un problema de carburador. El mecánico lo había exagerado hasta convertirlo en algo serio. Cassidy se pasó casi cuarenta minutos sudando y maldiciendo. Cuando se disponía a realizar los últimos ajustes, vio acercarse al capataz y al mecánico y se preparó para la discusión.
El capataz adujo que Cassidy no tenía derecho a meterse con el mecánico contratado por la compañía. Cassidy dijo que el mecánico debería haber aprendido su oficio antes de permitir que lo contrataran. El capataz le preguntó a Cassidy si buscaba camorra.
Cassidy le contestó que no, pero que a él le correspondía conducir el autobús y que no podría hacerlo si no funcionaba. El mecánico masculló algo y se marchó. El capataz se encogió de hombros y decidió olvidarse del asunto. Se volvió hacia los pasajeros que esperaban y les anunció que el autobús estaba listo.
El vehículo iba lleno y Cassidy se sintió satisfecho porque él y su autobús estaban listos para llevar a toda esa buena gente a Easton. En su mayoría eran mujeres mayores que parloteaban; eran habladurías sin sentido, pero no por eso menos agradables, de un montón de mujeres mayores que se disponían a tomar un autobús. Todas comentaban el bonito día que hacía y cómo esperaban llegar a Easton a tiempo para almorzar en este o aquel restaurante. Y decían que Easton era una bonita ciudad. Y qué alivio sería salir de Filadelfia para variar.
Había también unos hombres mayores que hacían el viaje por ningún motivo en especial. Algunos de ellos iban acompañados de sus nietos, y los niños correteaban por ahí como animalitos. Uno de los niños pedía a gritos caramelos y cuando se los negaron, el crío se negó a subir al autobús. Una señora anciana le dijo al abuelo que debería avergonzarse, que al crío no le haría daño comerse un caramelo. El anciano le dijo que le agradecía que se ocupara de sus asuntos. Se pararon a discutir ante la puerta impidiendo el acceso a los demás pasajeros, y Cassidy les pidió que siguieran discutiendo en el interior del autobús.
La cola de pasajeros avanzó lentamente delante de Cassidy mientras iba recogiendo los billetes. El autobús se estaba llenando y sólo quedaba un asiento libre. Cassidy permaneció en la puerta y vio al último pasajero pasar por el molinete. Era Haney Kenrick.
Haney llevaba un sombrero marrón oscuro de ala ancha con una pluma naranja brillante en la cinta. Vestía un traje cruzado marrón oscuro que parecía casi nuevo. La cara sonrosada le brillaba y daba la impresión de haberse pasado la última media hora en el barbero. Sonrió ampliamente al acercarse a Cassidy y le enseñó el billete.
Cassidy sopesó la sonrisa. Era la alegría exagerada de un hombre que se había pasado las primeras horas de la mañana bebiendo whisky. Haney daba la impresión de haber bebido lo suficiente como para estar alegre.
—Aquí no subes, Haney —le dijo Cassidy negando con la cabeza.
—Pero mira, tengo el billete. Voy a Easton.
—No quieres ir a Easton.
—Claro que sí. Voy a Easton para cuestiones de trabajo.
—Para vender cosas a plazos hace falta coche. ¿Dónde está tu coche? ¿Dónde llevas la mercancía?
Haney se detuvo un instante. Luego dijo:
—Verás, hoy voy a estudiar la ciudad. Echaré un vistazo.
Cassidy vio que el capataz les observaba y que se les acercaba al oír lo que estaba ocurriendo. Sabía que no podía rechazar el billete de Haney. Se resignó a aceptar la situación y dijo:
—Está bien, sube.
Subió detrás de Haney y se dijo que debía olvidarse de él. Se concentró en la idea de que Haney era un pasajero más. Se acomodó en el asiento del conductor y empujó la palanca que cerraba la puerta. Colocó la llave en el arranque y puso el motor en marcha.
A sus espaldas oyó unos forcejeos, echó un vistazo por encima del hombro y vio que Haney estaba molestando a una anciana. La mujer miraba a Haney llena de cólera y le indicaba con el índice que se fuera hacia el fondo del autobús, donde había un asiento desocupado. Haney no le hizo caso y se movió torpe pero rápidamente para poder ocupar el asiento que había detrás del conductor. La señora echó la cabeza hacia atrás, indignada, y se dirigió a la parte posterior del coche.
Cassidy sacó el autobús de la terminal, enfiló hacia el oeste por Arch rumbo a Broad Street, giró a la derecha y se internó en Broad Street, en medio del tráfico ajetreado de la mañana. Cassidy se detuvo ante un semáforo en rojo y una nube de humo le envolvió el rostro. Se giró y vio un enorme cigarro en la boca de Haney.
—Apágalo —le ordenó Cassidy.
—¿No se puede fumar?
Cassidy le indicó el cartel impreso que había sobre el parabrisas. Observó a Haney mientras apagaba el cigarro contra el suelo. Luego sopló las cenizas y se metió el cigarro en el bolsillo de la americana.
—¿Y por qué no se puede fumar?
—Es una norma de la compañía. Y hay otra norma que prohíbe hablar con el conductor cuando el autobús está en movimiento.
—Verás, Jim, tengo que decirte unas cuantas cosas…
—Te las guardas.
—No puedo esperar.
—Pues tendrás que esperar. —El semáforo se puso verde y un Austin adelantó al autobús bruscamente por lo que Cassidy tuvo que frenar de golpe.
—Jim…
—¡Por el amor de Dios!
—¿Qué te pasa, Jim? Creí que anoche lo habíamos dejado todo aclarado.
—Yo también. Pero tú empiezas el día con otra discusión. Y yo estoy trabajando, Haney. No quiero que me molesten cuando trabajo.
—Sólo quiero decirte…
—Cállate la boca. Siéntate ahí y quédate callado.
El autobús se fue metiendo entre la larga fila de automóviles y camiones que iban hacia el norte por Broad Street. Las maniobras eran difíciles y delicadas y exigían toda la concentración de Cassidy y un constante uso de los frenos de aire. Los coches, sobre todo los pequeños, tenían la mala costumbre de colocarse velozmente delante del autobús, adelantando por la derecha para detenerse bruscamente frente al vehículo, como si este fuese una ballena torpe y enorme, y ellos fueran oreas asesinas nadando a sus flancos. El tramo rumbo al norte por Broad Street era siempre el peor quebradero de cabeza del recorrido a Easton, tan parecido a la tarea de enhebrar una aguja con hilo deshilachado que crispaba los nervios.
Los coches siempre se lo ponían difícil. En ciertas ocasiones le entraban ganas de abalanzarse sobre una de aquellas pestes y hundir un par de guardabarros. Lo único agradable de Broad Street por la mañana temprano era la intersección con el Roosevelt Boulevard donde terminaba el tráfico pesado.
Cassidy atravesó la avenida, pasó por varios semáforos en verde, giró hacia York Road y traspuso el límite de la ciudad. En aquella zona, conducir era algo sencillo; puso el autobús a sesenta, avanzando suavemente por la ancha autopista rumbo a Jenkintown. Por encima del rugido del motor lograba oír las chácharas de las señoras ancianas, las risitas, los gritos y los lloriqueos ocasionales de los críos.
Detrás de él alguien tocó el claxon y se desplazó ligeramente a la derecha. Volvieron a pitarle y echó un vistazo por el retrovisor. Cuando sacó la mano para acomodar el retrovisor, vio que un coche lo adelantaba por la izquierda. El coche se alejó, pero Cassidy no apartó la vista del retrovisor porque a través del espejo veía parcialmente a Haney y la petaca que llevaba en la mano.
Vio cómo destapaba la petaca y se la llevaba la boca para tomar un trago largo.
Se giró ligeramente y le ordenó:
—Guarda esa petaca.
—¿No se puede beber?
Esperó a que Haney guardara la petaca.
—No he visto ningún cartel que lo prohíba —adujo Haney.
—Guarda esa maldita petaca o pararé el autobús.
—Está bien, Jim, no te ofendas, hombre.
Haney metió la petaca en el bolsillo interior de la chaqueta.
El autobús alcanzó la cima de una colina y comenzó a bajar por un tramo de curvas para internarse entre unas laderas verdes; el sol bañaba el camino hasta dejarlo blanco y sobre los campos relucía con tonos verde dorados. El camino de bajada era uniforme; levemente inclinado, y el autobús cogió otra curva y siguió por la autopista.
—Jim, será mejor que volvamos a hablar.
—He dicho que ahora no.
—Es importante. Anoche no pegué ojo pensando en esto.
—¿Qué quieres, Haney? ¿Qué carajo quieres?
—Me parece que hay una forma de que tú y yo nos hagamos un mutuo favor.
—Escúchame, sólo hay un favor que me puedes hacer. Deja de hablarme.
Por el espejo, Cassidy vio la cara gorda y masajeada de Haney. Sudaba y tenía los bordes del cuello de la camisa mojados. Llevaba el cigarro apagado en la boca y lo masticaba.
—Está en tus manos. Tú puedes arreglarlo o todo lo contrario.
—¿Arreglar qué? —inquirió Cassidy.
—La situación.
—No hay ninguna situación. No hay nada que discutir. Al menos por mi parte.
—Te equivocas. No sabes cuánto te equivocas. Estás metido en un buen lío.
Cassidy pensó que no eran más que palabras, que aquello no significaba nada. Pero lo embargó una sensación de aprensión que le obligó a preguntar:
—¿Qué clase de lío?
—De la peor clase. Cuando una mujer empieza a odiarte. Cuando te la tiene jurada. Estoy en el dormitorio de Mildred. Ella está sentada en la cama. Habla en voz alta como si estuviera sola en el cuarto. Y empieza a decir de ti las peores barbaridades…
—Eso no tiene importancia —le interrumpió Cassidy. Y sonrió—. La he oído decirme hasta el último insulto que trae el diccionario.
—Pero no la oíste como yo. —Haney adoptó un tono serio, casi solemne—. Te lo digo de verdad, Jim, quiere causarte problemas. Problemas serios.
Cassidy siguió sonriendo para borrar la aprensión. Esta se esfumó y entonces preguntó alegremente:
—¿Y qué trama?
—No lo sé. No me dijo qué planes tenía. Pero habló mucho de ti y de esa flacucha, la tal Doris.
A Cassidy se le borró la sonrisa.
—¿De Doris? —Apretó el volante con las manos—. Hay una cosa de la que estoy seguro. Será mejor que Mildred se lo piense bien antes de hacerle daño a Doris.
—Mildred no es de las que se piensan bien las cosas. Es salvaje, malvada…
—No me lo cuentes a mí. Ya sé lo que es.
—¿De veras? Tal vez no. Tal vez yo la conozca mejor que tú. —Haney se quitó el cigarro de la boca, lo sostuvo delante de la cara y lo miró cuan largo era—. Mildred golpea fuerte. Es como un boxeador agresivo. Puede causar mucho daño.
—Eso también lo sé. Dime algo nuevo.
—Está dispuesta a despedazarte, a hacer que te arrastres. Eso es lo que quiere. Ver cómo te arrastras. Te dejará hecho polvo, quiere reducirte a nada. Y no me gusta imaginar lo que le hará a Doris.
Cassidy miró fijamente el trozo de pavimento ancho y blanco que avanzaba delante de sus ojos.
—Vamos a ver, me parece que no entiendo nada. Si estás intentando provocarme, Haney, no lo lograrás.
—No es provocación. Te estoy poniendo todas las cartas sobre la mesa. Sabes que quiero a Mildred. Y me muero de muerte lenta por no poder tenerla. Y creo que sólo hay un modo de llevármela al huerto.
—Eso es lo que no entiendo —le dijo Cassidy—. Estás que ardes por esta mujer, la quieres más que a nada en el mundo. Pero entonces vienes, te sientas aquí y me dices que será mejor que vuelva con ella.
—Yo no he dicho eso.
—Pero si está más claro que el agua. Me dices que Mildred quiere que vuelva.
—Arrastrándote —le recordó Haney—. He dicho que eso es lo único que quiere. No te quiere a ti. Sólo hay una cosa que se muere por ver. Quiere verte echado por el suelo, boca abajo, volviendo a ella a rastras. Para que así pueda patearte la cara y hacer que te alejes también a rastras. Lo único que quiere es una satisfacción.
—Pues muy bien. ¿Sabes cuándo la obtendrá? Cuando se seque el Océano Atlántico.
Entonces, en el espejo retrovisor vio que Haney sacudía la cabeza.
—Lo conseguirá, Jim —dijo Haney—. Es de ese tipo de mujeres. Buscará el modo de conseguir exactamente lo que quiere.
—¿Y qué se supone que debo hacer?
—Facilitarte las cosas. —Haney se inclinó hacia adelante. Susurraba de un modo pegajoso—. Por tu propio bien. Y si de veras te importa esa chica, la tal Doris, lo harás por el bien de ella.
—Vamos, Haney, suéltalo de una vez.
—De acuerdo. —El susurro se hizo más audible, y más pegajoso—. En mi opinión tendrías que volver con Mildred. Pero no como un hombre, sino como un gusano. Vuelve de rodillas, arrastrándote sobre el vientre. Y cuando te arroje por la puerta, todo habrá terminado, ella estará satisfecha y eso lo concluirá todo.
En ese mismo instante, un enorme camión naranja y blanco avanzó a toda velocidad hacia el autobús. El autobús subía una colina y el camión acababa de tomar una curva en la cima de la colina y se había abierto demasiado. El autobús se arrimó al arcén y el camión viró hacia el otro lado del camino. No parecía quedar espacio suficiente. Dio la impresión de que el autobús temblaba y se encogía pero el camión pasó muy cerca, casi rozándolo.
—Por poco —comentó Cassidy.
—¿Jim?
—Sigo aquí. Ya te he oído.
—¿Qué me dices?
Cassidy le contestó con una carcajada, dura, seca, de sabor ácido.
—No te rías, Jim. Por favor, no te rías. —Haney sacó la petaca y se puso a beber—. Tienes que hacerlo, Jim. No te queda alternativa. Si no lo haces…
—Joder, tío, ¿por qué no cortas el rollo?
Haney tomó otro trago.
—Yo digo que es la única manera. Es lo único que se puede hacer. —Y bebió más whisky. Ya llevaba tanto alcohol encima que se había vuelto subjetivo y dijo—: Necesito a Mildred. Y es la única forma de conseguirla. En estos momentos, ella tiene una sola cosa en mente. Quiere esa satisfacción. De modo que hazlo, Jim. Por favor, hazlo. Vuelve con ella y deja que te eche. Entonces sé que se fijará en mí.
Cassidy volvió a reírse.
—Tengo dinero en el banco —comentó Haney después de tomarse otro trago.
—Te he dicho que cortaras el rollo.
—Tengo aproximadamente unos tres mil dólares.
—Escúchame. Quiero que cierres la boca. Y que guardes esa puñetera petaca en el bolsillo.
—Tres mil dólares —farfulló Haney. Le puso una mano en el hombro—. La cifra exacta es dos mil setecientos. Son mis bienes. Los ahorros de mi vida.
—Quítame la mano de encima.
Haney dejó la mano apoyada en el hombro de Cassidy.
—Te pagaré, Jim. Te pagaré para que lo hagas.
Cassidy aferró la mano de Haney y se la apartó.
—Jim, ¿has oído lo que te acabo de decir? He dicho que te pagaré.
—Termina de una vez.
—Te vendrá bien el dinero. Es dinero limpio —dijo Haney después de tomarse otro trago.
—Olvídalo, ¿quieres? Corta el rollo.
—Quinientos. ¿Qué te parecen quinientos?
Cassidy se mordió el labio inferior. El autobús volvía a subir una cuesta y la cima ardía bajo el sol quemante. Le costó llegar a la cima.
—Dejémoslo en seiscientos —sugirió Haney—. Estoy dispuesto a pagarte seiscientos dólares al contado.
Cassidy abrió la boca, inspiró profundamente y luego la cerró con fuerza.
—Setecientos —dijo Haney. Se llevó la petaca a los labios y echó la cabeza hacia atrás. Bebió un largo sorbo y tuvo que apartar la petaca de su cara para poder hablar otra vez. Con voz ronca y gritando, dijo—: Sé lo que estás haciendo. Te crees que me tienes dominado. Está bien, hijo de puta. Reconozco que me tienes en tus manos. Te daré mil dólares.
Cassidy torció la cabeza, iba a decir algo, advirtió que no tenía tiempo y que debía concentrarse en la carretera. Pero cuando volvió a mirar hacia la carretera, sintió que Haney se le echaba encima con todo su peso y olió el aroma dulzón del whisky en su aliento. El autobús había alcanzado la cima de la colina y comenzó a descender.
La carretera de bajada tenía muchas curvas, hacia un lado, el Delaware se adentraba en ella con sus sinuosidades de modo tal que la unión de carretera y río formaban una especie de fórceps, el río bordeaba el camino con otra cinta de agua, la fina cinta del canal del Delaware. Y más abajo, el canal quedaba separado del camino mediante una barrera de enormes rocas. Más allá de la barrera había otra colina muy alta. Para poder subirla, el autobús tenía que coger mucha velocidad al bajar. El vehículo bajó a toda velocidad. Cassidy sintió cómo temblaba el autobús y oyó el rugido del motor.
A medida que el autobús iba alcanzando mayor velocidad, Cassidy oyó los gritos de alegría de los niños, y por el espejito los vio saltar en sus asientos. Vio también las caras serias de los pasajeros mayores y la forma en que se sujetaban de los costados de sus asientos. Entonces, en el espejito vio una sola cara, la de Haney Kenrick. Se apoyaba sobre él y le gritó que se sentara.
Haney estaba demasiado borracho como para hacerle caso, demasiado bebido como para enterarse de lo que ocurría. Entonces, intentó inclinarse más y al hacerlo, perdió el equilibrio. Tendió ambas manos. Con la derecha, buscó el poste que había al costado del asiento del conductor y con la izquierda aferraba la petaca medio vacía. No sabía que tenía la petaca en la mano, ni que la tenía boca abajo, por lo que derramó el whisky sobre la cabeza, los hombros y la cara de Cassidy. Su mano derecha no atinó a aferrarse del poste por lo que lanzó la izquierda para sujetarse, con lo que la petaca fue a estrellarse contra la cabeza de Cassidy.
Cassidy perdió el conocimiento y cayó hacia adelante, sobre el volante. Un brazo le quedó colgando, y con el otro seguía sujetando el volante en posición de giro. Tenía el pie apoyado con fuerza en el acelerador. El autobús bajó la colina a toda velocidad.
Al llegar al pie de la colina, el autobús siguió girando sobre dos ruedas, tocó el arcén y continuó su carrera descendente. Siguió su recorrido sobre dos ruedas y luego volcó, fuera de la carretera. Salió rodando por la ladera de la colina. Dio varias vueltas. Y siguió cayendo hasta que se estrelló contra las enormes rocas que había cerca del canal del Delaware. El depósito de gasolina se incendió y explotó.
Las llamas se elevaron y formaron una mancha naranja y negra sobre las rocas iluminadas por el sol.