Durante la noche un cambio brusco de los vientos alejó de la ciudad las nubes tormentosas y por la mañana las calles ya se habían secado. Cassidy tenía que presentarse en la terminal a las nueve y, mientras desayunaba un café con tostadas, le refería a Doris sus quejas sobre cómo trataba la compañía a sus conductores, obligándolos a presentarse dos horas antes del primer viaje. Le dijo que la empresa tenía la desfachatez de esperar que los conductores repararan los autobuses y limpiaran la terminal, además de realizar toda clase de trabajos que nada tenían que ver con la conducción de un autobús. Pero sus quejas no iban en serio. Eran típicas de los lunes por la mañana. Una vez que las hubo formulado y Doris hubo manifestado su acuerdo con un gesto afirmativo de cabeza, Cassidy se olvidó por completo de aquello y estaba más que dispuesto a iniciar la jornada de trabajo.
En la puerta, antes de partir, le preguntó qué planes tenía para aquel día. Doris buscó una respuesta adecuada y mientras lo hacía, Cassidy le comentó que no le importaba lo que hiciese con tal de que no se acercara a la botella ni a Lundy’s Place. Doris prometió cumplir con sus órdenes. Le dijo que posiblemente daría un paseo por Market Street para ver si lograba encontrar trabajo en uno de los grandes almacenes. Cassidy le pidió que no se preocupara por conseguir trabajo. Que a partir de ese momento no tendría que preocuparse por nada. La besó, y al alejarse de la puerta, le lanzó otro beso.
De camino al tranvía de Arch Street, pasó por la tienda de artículos navales donde trabajaba Shealy. Atisbo la melena blanca a través de la luna del escaparate y decidió entrar y saludar a Shealy. Por motivos desconocidos sentía ganas de charlar con Shealy, aunque no tenía idea de qué iba a hablarse.
Shealy estaba ocupado con una nueva entrega de jerséis marineros y pantalones de fajina. Estaba encaramado a una escalera, colocando la mercancía en un estante. Al oír la voz de Cassidy, bajó de inmediato, sin mirarlo. Salió de detrás del mostrador y, preocupado, le puso las manos sobre los hombros.
—Por el amor del cielo, ¿dónde te habías metido? Ayer te esperé todo el día en Lundy’s. Creí que al menos irías para decirme lo que había ocurrido.
—No pasó nada —le dijo Cassidy encogiéndose de hombros.
Shealy se alejó para apreciar el aspecto de Cassidy en perspectiva.
—Sabemos que no fuiste a tu casa. Le preguntamos a Mildred y dijo que no apareciste.
Cassidy se apartó, fue hacia uno de los mostradores laterales y se puso a mirar un juego de gafas de sol. Colocó las manos en el borde del mostrador, se inclinó sobre él y dijo:
—Estuve con Doris.
Esperó y luego, al cabo de unos momentos, oyó decir a Shealy:
—Ya. Tiene sentido. Debí imaginármelo.
Cassidy se volvió. Miró a Shealy. En voz baja le preguntó:
—¿Qué te pasa?
Shealy no contestó. Miraba fijamente a los ojos de Cassidy e intentaba adivinar sus pensamientos.
—De acuerdo. Venga, déjame oír la triste melodía.
El hombre canoso se cruzó de brazos, miró más allá de Cassidy y repuso:
—Déjala en paz, Jim.
—¿Por qué?
—Es una chica indefensa, está enferma.
—Ya lo sé. Por eso no la dejaré. Por eso me quedo con ella. —No había pensado revelar completamente sus planes, pero como Shealy lo provocaba, aceptó el reto y dijo ciegamente—: No volveré con Mildred. Jamás. De ahora en adelante, viviré con Doris.
Shealy se dirigió a la escalera y miró el estante superior donde estaban apilados los jerséis y los pantalones de fajina. Su mirada fue crítica pero finalmente pareció conformarse con la disposición de la mercancía. Sin apartar los ojos del estante, le preguntó a Cassidy:
—¿Por qué no ir más lejos? Si has decidido ayudar a todos los pobrecitos del mundo, ¿por qué no fundas una misión?
—Vete al infierno —le dijo Cassidy y se dirigió a la puerta.
—Espera, Jim.
—No. Vengo a saludarte y tú me das la lata.
—No viniste a saludarme. —Shealy se plantó ante la puerta y no le permitió abrirla—. Viniste a buscar mi aprobación. Quieres que te diga que haces bien.
—¿Tu aprobación? ¿Que necesito tu aprobación? —Cassidy ensayó una sonrisa sarcástica. Apenas logró una mirada amenazante y añadió—: ¿Qué te hace tan importante?
—El hecho de que no estoy metido en el asunto —repuso Shealy—. No participo en la obra. Simplemente hago de público, y observo desde la barrera. Por eso veo bien el panorama. Lo veo desde todos los ángulos.
—Déjate de rodeos, ¿quieres? —exigió Cassidy con una mueca de impaciencia—. Habla claro.
—Está bien, Jim. Intentaré hablarte tan claro como me sea posible. No soy más que un borracho gastado, que se pudre lentamente. Pero en mí todavía queda una cosa viva, algo que funciona y que me mantiene firme. Mi cerebro. Y es mi cerebro el que te dice que dejes en paz a Doris.
—Ya está, ahora me vienes con sermones —dijo Cassidy dirigiéndose a la pared.
—¿Sermones yo? —Shealy se echó a reír—. No, Jim, yo no. Cualquier otro menos yo. Hace tiempo que perdí el sentido de los valores morales. Mi credo de hoy se basa en pura aritmética. Todos sobreviviremos y nos mantendremos a flote si sumando uno más uno nos da dos.
—¿Y eso qué tiene que ver con Doris y conmigo?
—Si no la dejas en paz, no sobrevivirá.
Cassidy dio un paso atrás. Entrecerró los ojos.
—Vamos, Shealy, baja de ahí, por favor, tienes la cabeza en las nubes.
Shealy se cruzó de brazos otra vez y se apoyó contra el mostrador.
—Jim, conocí a esa chica la otra noche. Pero la observé bien, vi cómo se tomaba una copa. Y con eso lo supe todo. Doris sólo tiene una necesidad, el whisky.
Cassidy inspiró profundamente. Dio una patada en el suelo y dijo:
—Tendrías que montar un despacho y colgar un cartel que ponga «Doctor Shealy, cinco pavos la visita. Aquí le enseñaremos a arruinarse la vida».
—No tengo nada que enseñar a nadie —admitió Shealy—. Lo único que puedo hacer es mostrarte lo que tienes delante de las narices. —Sujetó a Cassidy por el brazo y lo condujo hasta la luna del escaparate. Tras el cristal, la calle empedrada era un sendero estrecho, serpenteante, cubierto de polvo, bordado de paredes de edificios decadentes. El aire se veía gris por la mugre gaseosa proveniente del puerto.
—Ahí la tienes. Esa es tu vida. Mi vida. Nadie nos obligó a venir aquí. Nosotros lo hicimos por nuestro propio pie. Era lo que buscábamos. Sabíamos lo que queríamos; sabíamos que aquí estaríamos cómodos. Como cerdos que se revuelcan en el barro…
—Es una porquería, es basura —dijo Cassidy—. Estoy harto. Me voy.
—Ya estamos otra vez los sueños —suspiró Shealy. Sacudió la cabeza con pesar—. Llevo dieciocho años viviendo aquí y he oído miles de sueños. Todos iguales. Me voy. Levantaré la cabeza. La tomaré de la mano y juntos encontraremos el camino. El camino fulgurante que apunta hacia arriba.
—¿Para qué gasto en vano mis palabras? —inquirió Cassidy haciendo un ademán fatigado—. Hablando contigo no iré a ninguna parte.
Le dio la espalda a Shealy, se dirigió a la puerta, la abrió y salió. Estaba irritado consigo mismo por haber ido a visitar a Shealy, por haberle permitido adoptar el papel de consejero. Pero al mismo tiempo estaba satisfecho de saber que había rechazado por completo su punto de vista. Se prometió que continuaría rechazando ese tipo de pensamientos, que los superaría y se mantendría alejado de ellos. En ese sentido, convendría que no volviera a ver a Shealy. Y tampoco volvería a acercarse a Lundy’s Place.
Era algo así como colocar sus propósitos en el borde de un trampolín, hacerlos botar un poco para que tomasen impulso y dejarlos caer. Eran unos buenos propósitos, lo sabía, y flotaban en la mente. Se imaginó junto a Doris, empacando maletas, para huir de aquel estancamiento gris del puerto y mudarse a una casa de alquiler barato de la zona alta, de esas que tienen un pequeño jardín en la parte de adelante. Le pediría a los de la empresa de autobuses que le aumentaran el sueldo; sabía que no se negarían. Se merecía un aumento y en ese momento los tenía más o menos contra la pared. Los chóferes acababan por enfadarse y marcharse, y últimamente habían perdido a dos buenos conductores, y de los que quedaban él era el único de fiar. Quizá le subieran a sesenta la semana; era bastante, era una suma aceptable.
La única complicación era Mildred, podía causarle problemas. Aunque con toda probabilidad le cerraría la boca con dinero, quizá lograra pagarle a plazos hasta que acabara lo del divorcio. Pensándolo mejor, tal vez podría eludir el aspecto financiero si Haney Kenrick pagaba los gastos. Y lo más probable era que Haney estuviese más que dispuesto a hacerlo.
Llegó al final de la estrecha calle lateral que conducía a Front Street y enfiló por allí hacia Arch. Unas cuantas manzanas más adelante, la calle aparecía atestada de camiones que descargaban su mercancía, pero allí todo estaba vacío y tranquilo, había una fila quebrada de propiedades abandonadas, de casas condenadas. Por debajo de un cerco destrozado, salió un gato en persecución de una rata; Cassidy se detuvo por un momento a observarlos. La rata era casi tan grande como su perseguidor. Tenía mucho miedo de que la cogieran, pero al alcanzar la otra acera, la confusión la embargó y se encontró acorralada entre una pila de ladrillos. El gato se acercó a toda carrera, se colocó contra la pared y se preparó para saltar sobre ella.
Eso fue todo lo que Cassidy logró ver, porque en ese mismo momento, sintió un zumbido aproximarse hacia él, como si de pronto, el aire que rodeaba su cabeza se hubiese comprimido y tornado pesado. Movió mecánicamente la cabeza; oyó un zumbido y un siseo y vio pasar volando una forma rectangular. El ladrillo se estrelló contra la pared de un almacén abandonado y en el mismo instante, Cassidy se dio media vuelta para descubrir quién se lo había arrojado.
Vio a Haney Kenrick escabullirse hacia un callejón. Su reacción inicial fue salir en su persecución y continuar la batalla. El jaleo de la noche del sábado tendría que haber puesto fin a la discusión, pero al parecer, Haney se sentía en la necesidad de replicarle. Cassidy dio unos cuantos pasos hacia el callejón y luego se detuvo, se encogió de hombros y decidió que no merecía la pena. De todos modos, Haney debía enterarse de que lo habían visto y de que había cien posibilidades contra una de que no volviera a intentar jamás nada parecido.
Cassidy siguió hacia Arch Street. Al llegar a Arch, cruzó la calle dirigiéndose hacia el este, rumbo a la Segunda, en una de cuyas esquinas había un grupo de gente esperando el tranvía. El sol ya estaba alto y calentaba bastante; supo que haría mucho calor. Ya sentía la presión del sol y vio su fulgor reflejado en los escaparates de las tiendas de Arch Street. Se dijo que sería de lo más sensato revisar las ruedas traseras del autobús. La semana anterior, otro conductor había salido en un día caluroso y la fricción de los neumáticos contra el asfalto hirviente le produjo un reventón. A punto estuvo de acabar todo en un serio accidente, y si el autobús hubiera hecho una mala maniobra, habría resultado fatal. Cassidy se repitió solemnemente que en un día tan caluroso como aquel, era muy importante revisar los neumáticos. Cruzaba la Primera y pensaba en los neumáticos cuando alguien lo llamó por su nombre.
Era la voz de Mildred. La vio de pie, en la acera opuesta de Arch. Tenía los brazos en jarras. Llevaba una blusa, una falda y zapatos de tacón. Algunos de los hombres que pasaban a su lado se volvían para mirarla. Otros eran más descarados y se detenían un momento para echarle una buena mirada. Era un ornamento enorme, llamativo, que se erigía en la esquina de la Primera con Arch.
—Cassidy —le gritó; su voz rica, plena, era como un proyectil de sonido que perforaba el rumor monótono de las primeras horas de la mañana—. Ven aquí. Quiero hablarte.
Cassidy no se movió. Se dijo que le hablaría cuando se sintiera dispuesto a hacerlo.
—¿Me has oído? —gritó Mildred—. Ven aquí.
Cassidy se encogió de hombros y decidió que le valía más decírselo en ese momento y acabar con el asunto. Se prometió tomárselo con calma y, hiciera lo que hiciese, aunque le llamara de todo, no debía perder la paciencia. Debía mantenerse frío, como el hielo.
Cruzó la calle y se acercó a ella.
—¿Qué te pasa?
—Te estaba esperando.
—¿Y?
—Quiero saber dónde has estado —anunció Mildred pasando el peso del cuerpo a una cadera.
—Llama a información.
—Escúchame bien, hijo de perra… —comenzó a decir.
—Estamos en la calle.
—Me da igual.
—Está bien. Veámoslo de otro modo. Es muy temprano.
—Para mí no. Para mí nunca es muy temprano.
Mildred giró la cabeza y miró a su alrededor; Cassidy supo que buscaba una botella de leche o algo por el estilo, cualquier tipo de arma pesada.
—Se acabó.
—¿Qué se acabó? —inquirió pestañeando varias veces.
—Las discusiones. Los follones. Todo.
Se lo quedó mirando. Frunció los labios al decir:
—Míralo al señorito respetable. ¿Quién te ha llevado a la iglesia?
—No ha sido la iglesia.
—¿Qué ha sido?
Cassidy no le contestó.
—¿Te crees listo, eh? —inquirió Mildred avanzando hacia él—. Te crees que me obligarás a aceptarlo, ¿eh? Pues te diré un par de cosas. A mí no se me engaña así como así. Tengo ojos en la cara y sé lo que está pasando.
Le hundió un dedo en el pecho, luego lo empujó con ambas manos, y se disponía a empujarlo otra vez pero Cassidy la aferró por las muñecas y le ordenó:
—Suéltame. Te lo advierto, suéltame.
—Suéltame las manos.
—¿Para que me pegues?
—He dicho que me sueltes. —Intentó desasirse—. Te arrancaré los ojos. Te destrozaré la cara…
—No harás nada de eso. —La calma con que lo dijo la obligó a dejar de luchar, y cuando le soltó las muñecas, Mildred no se movió. Cassidy agregó—: Te lo diré una vez y no pienso repetirlo. Hemos terminado.
—Escúchame, Cassidy…
—Déjame hablar. ¿No me has oído? He dicho que hemos terminado.
—¿Quieres decir que te vas de casa?
—Exactamente. Cuando acabe de trabajar, pasaré por el apartamento a recoger mis cosas.
—¿Así como así? —inquirió chasqueando los dedos.
—Así como así —repuso él asintiendo con la cabeza.
Durante un largo instante, Mildred no dijo palabra. Se quedó mirándolo. Luego, en voz baja, sentenció:
—Pero volverás.
—¿Tú crees? Siéntate a esperar.
Hizo caso omiso del comentario.
—¿Qué pretendes, Cassidy? ¿Que monte el número? ¿Que rompa a llorar? ¿Que te ruegue que te quedes? ¿Que me ponga de rodillas? Eres un, un… —Levantó el puño, lo mantuvo un momento delante de su cara y luego bajó la mano.
Cassidy se dio media vuelta y comenzó a alejarse de ella. Mildred fue tras él, lo agarró y lo obligó a volverse.
—Suelta. He dicho que se acabó. Que no tiene arreglo.
—Maldito seas —siseó Mildred—. ¿Acaso he dicho que quiero arreglar las cosas? Lo único que quiero es…
—¿Qué? ¿Qué?
—Que me lo digas. ¿Quién es?
—Esa no es la cuestión.
—Eres un mentiroso. —Levantó el brazo y lo abofeteó en plena cara—. Eres muy mal mentiroso. —Volvió a abofetearlo y con la otra mano, lo sujetó por la camisa y volvió a abofetearlo por tercera vez—. Eres un sucio hijo de perra —aulló.
—La gente nos mira —murmuró frotándose la mejilla.
—Que mire —gritó Mildred—. Que se harten de mirar. —Observó colérica a la gente que estaba presenciando la escena—. Idos al infierno —les dijo.
—Es una vergüenza —dijo una mujer robusta, de mediana edad—. Una desgracia.
—Vete a hacer puñetas —le dijo Mildred a la mujer. Y dirigiéndose a Cassidy gritó—: Sí, así soy yo. Una borracha. No tengo educación, ni modales. No soy más que una tía cachas. Una falda. Pero tengo privilegios. Sé que tengo ciertos privilegios. —Se abalanzó sobre Cassidy y con ambas manos lo aferró por el pelo obligándole a bajar la cabeza—. Tengo derecho a saberlo. Y vas a decírmelo. ¿Quién es ella?
Cassidy la sujetó por los brazos y se soltó. Retrocedió y repuso:
—Está bien. Se llama Doris.
—¿Doris? —Miró hacia un lado—. ¿Doris? —Luego miró a Cassidy—. ¿Esa pobre infeliz? ¿Esa flaca borrachina? —La mirada de Mildred reflejó su azoramiento—. Dios santo, ¿esa tía? ¿Esa es mi competidora?
Cassidy se contuvo para no golpearla. Sabía que si la golpeaba le haría mucho daño. Se mordió el labio con fuerza y le dijo:
—Lo tengo decidido, voy a casarme con Doris. ¿Pedirás el divorcio?
Mildred siguió mirándolo fijamente.
—¿Pedirás el divorcio? Contesta.
Y le contestó. Se inclinó hacia él y le escupió en plena cara. Cuando la saliva fue bajándole por la mejilla, la vio darse media vuelta y marcharse. Oyó a la gente murmurar; algunos se echaron a reír y hubo un hombre que exclamó:
—¡Ostras!