4

A Cassidy le echaron agua en la cara. Lo habían llevado a una de las habitaciones sin amueblar que había en el piso de arriba del bar. Cuando abrió los ojos, vio que todos le miraban con ansiedad. Les sonrió e intentó sentarse. Shealy le dijo que se lo tomara con calma. Cassidy pidió un trago; Spann le alcanzó una botella. Bebió abundantemente. Mientras bebía vio a Mildred. La miró a la cara mientras terminaba de beber. Se levantó del suelo y fue hacia ella.

—Lárgate de aquí —le ordenó.

—Te llevaré a casa.

—¿A casa? —repitió con voz grave—. ¿Quién dice que tengo una casa?

—Vamos —dijo Mildred e hizo ademán de sujetarlo por el brazo.

Cassidy le apartó la mano.

—No te acerques. Hablo en serio.

—Está bien. Como tú quieras.

Se dio media vuelta y salió.

—Has estado mal, Cassidy. No es justo —le dijo Shealy.

—No te metas —le ordenó Cassidy.

—Digo que no es justo. Ella sólo intentaba hacer las paces.

—Cuéntamelo la semana que viene. —Se alejó de Shealy, se metió un dedo en la boca y al sacarlo, estaba ensangrentado. Empezó a sentir los dolores de los golpes. Y dirigiéndose a nadie en particular, preguntó—: ¿Dónde está mi amigo Haney?

—Lo llevaron a ver a un médico —repuso Spann riendo alegremente.

Cassidy se palpó la mandíbula.

—Ese gordo mamón me dio mucha guerra.

Bajaron al bar. Cassidy dijo que aguantaría otra copa.

—Creo que será mejor que des la noche por terminada —le sugirió Shealy, sacudiendo la cabeza—. Te llevaremos a tu casa.

—He dicho que no volvería a casa. —Le hizo una seña a Lundy y el viejo se lo quedó mirando, miró también a Shealy, que volvió a sacudir la cabeza. Cassidy se volvió, miró a Shealy y le dijo—: ¿Quién te ha convertido en mi tío?

—Sólo soy tu amigo.

—Entonces hazme un favor. No me des la lata.

—Es una pena —dijo Shealy.

—¿Qué es una pena?

—Llevas una venda en los ojos. No te deja ver.

Cassidy hizo un ademán abrumado y le dio la espalda al hombre canoso. Tras la barra, Lundy le servía una copa a Cassidy. A Lundy le daba igual que Cassidy hubiera montado el cirio esa noche. Siempre montaban follones en Lundy’s Place. Las peleas y las trifulcas formaban parte del negocio, y la negativa de Lundy a intervenir era uno de los rasgos que lo hacían especialmente popular en la zona del puerto. Otro rasgo que lo hacía popular era su inclinación a servirles copas aunque ya estuvieran cargadísimos. Incluso tenía un cuarto en la trastienda reservado para las rondas de copas posteriores a las refriegas. Al servirle a Cassidy, lo único que quería de él era los treinta céntimos que valía el trago.

Cassidy se tomó tres copas y decidió invitar a todos a beber. Al volverse para formular su invitación, observó que todos se habían marchando excepto una persona que ocupaba el extremo más alejado del bar.

Estaba sentada con una copa vacía delante. Miraba la copa como si se tratara de la página de un libro, como si estuviera leyendo un cuento. Cassidy se acercó a ella intentando recordar su nombre. Dorothy o algo así. Se preguntó si estaría demasiado bebido como para hablarle.

Se quedó pensativo, mirando al centro de la mesa que parecía dar vueltas.

—No me acuerdo de tu nombre.

—Doris.

—Ah, sí, Doris.

—Siéntate —le invitó ella, sonriéndole amable pero impersonalmente.

—Si me siento, me dormiré.

—Pareces cansado —comentó Doris.

—Estoy borracho.

—Yo también.

—No lo pareces —dijo Cassidy frunciendo el ceño.

—Estoy muy trompa. Siempre sé cuándo estoy muy borracha.

—Muy mal. Eso significa que eres un caso perdido.

—Soy una persona muy enferma —admitió Doris—. Me dicen que si sigo así, me moriré.

Cassidy cogió una silla, se le cayó al suelo, la levantó con dificultad y finalmente logró sentarse en ella.

—Nunca te había visto por aquí. ¿De dónde eres?

—De Nebraska. —Lentamente, levantó la mano y lo señaló con el dedo—. Has tenido un accidente, tienes toda la cara cortada.

—¡Por el amor de Dios! ¿Dónde estabas? ¿Es que no has visto lo que ha pasado?

—Oí una cierta conmoción —admitió Doris.

—¿Pero no lo has visto? ¿No has visto la pelea?

Doris bajó la cabeza y miró la copa vacía. Cassidy se quedó observándola fijamente.

—No sé cómo catalogarte —dijo Cassidy al cabo de un largo silencio.

—Soy fácil de catalogar —dijo Doris con una triste sonrisa—. Soy una enferma, es todo. Lo único que quiero es beber.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete.

Cassidy intentó cruzar los brazos sobre el pecho, pero no logró juntarlos adecuadamente. Los dejó caer a ambos lados de la silla. Se inclinó un poco hacia adelante y preguntó:

—¿Sabías que eres muy joven? Una niña. Una niña pequeñita. Apuesto a que no pesas más de cuarenta kilos.

—Cuarenta y dos.

—¿Lo ves? —comentó, intentando pensar qué decía, intentando abrirse paso a través del muro de la borrachera—. Eres joven, pequeña y es una pena.

—¿Qué es una pena?

—Que bebas. No deberías beber así. —Levantó la mano despacio e intentó cerrar el puño para golpear la mesa. La mano cayó blandamente—. ¿Quieres una copa?

Doris asintió.

Cassidy echó un vistazo a su alrededor en busca de Lundy, pero el tabernero no estaba a la vista. Supuso que estaría en la trastienda; se levantó de la mesa y lo llamó, dio unos cuantos pasos y cayó de rodillas.

—Dios mío, me siento fatal.

Notó que Doris le había posado las manos en los brazos e intentaba ayudarlo a ponerse de pie. Procuró cooperar pero las rodillas le fallaron y Doris cayó con él. Se quedaron sentados en el suelo, mirándose. La muchacha tendió un brazo, se aferró a su mano y, apoyándose en él, se levantó. Intentó levantarlo y, muy lentamente, lo lograron; se incorporaron como animales heridos, ahogados, obnubilados por una selva de humo. Cassidy le rodeó los hombros con un brazo y Doris se dobló bajo su peso mientras avanzaban por el bar hacia la puerta de la calle.

En la calle, en el silencio y la oscuridad de las dos y media de la madrugada, los recibió una neblina que provenía del río. De algunos de los muelles les llegaron luces y ruidos; había cierta actividad; en el medio del río flotaban algunas barcazas. En Dock Street, por el lado del río, un policía los miró pero decidió que no eran más que una pareja de borrachos y los dejó en paz.

Acabó el asfalto y continuaron avanzando por el empedrado con una seriedad que hacía que cada paso representara un problema por analizar, un problema que había que tratar con cuidado, muy lentamente. Era importantísimo que se mantuvieran en pie, que se aferraran a la conciencia y que avanzaran por la calle. Para ellos, aquello era tan importante como lo era para un salmón el luchar para alcanzar su refugio, río arriba. Como lo era para una pantera herida encontrar agua. Sus cuerpos, arruinados, debilitados por el alcohol eran como pedazos de sustancia animal falta de pensamiento y emoción que se movían intentando sobrevivir al horrible viaje que los conducía de una acera a la otra.

En medio de la calzada volvieron a caerse y Cassidy logró agarrarla antes de que fuera a dar con la cabeza contra el empedrado. La luz de una farola le iluminó la cara, y Cassidy vio que carecía de expresión. Su mirada era una mirada muerta, a la que ya nada le importaba, de la que había desaparecido toda preocupación.

Luchó con ella y volvió a incorporarse. Siguieron un sendero sin dirección, apartándose de la acera para volver a ella, moviéndose en círculos, retirándose, avanzado y así, finalmente, lograron llegar a la otra acera para apoyarse pesadamente contra la farola.

Al descansar así agarrados, el aire húmedo que venía del río les revivió un poco; lograron mirarse y reconocerse.

—Lo que me hace falta es otra copita.

—Vamos a tomárnosla —dijo ella. De sus ojos había desaparecido la mirada muerta.

—Volveremos a Lundy’s, y nos tomaremos otra copa.

De repente, Doris se echó a temblar y Cassidy sintió aquel cuerpo frágil, tierno, agitarse contra el suyo; notó el enloquecido esfuerzo que hacía por no volver a caerse. La sostuvo y le dijo:

—Estoy aquí contigo, Doris. Tranquila, todo pasará.

—Me parece que me iré a casa. ¿Debería irme a casa?

—Te llevaré —dijo él, asintiendo con la cabeza.

—No puedo…

—¿Qué es lo que no puedes?

—No puedo acordarme de la dirección.

—A ver, intenta acordarte. Si nos quedamos aquí, vendrá el furgón de la policía y acabaremos en chirona.

Doris miró fijamente los adoquines que brillaban bajo la luz de la farola. Bajó la cabeza y se llevó la mano a la frente. Al cabo de un rato, logró recordar su dirección.

Hacia las cinco de la madrugada, descargó una tormenta proveniente del noreste; un martilleo de viento y lluvia que atacó toda la ciudad y centró su furia en el puerto. El río se arremolinó partiéndose en dos y lanzando indómitas olas contra los muelles; algunas de estas olas rompían por encima de los muelles más bajos lanzando pelotones de espuma que bañaban Dock Street. La cascada de lluvia era una ciega embestida violenta, como millones de remaches caídos del cielo. En los puestos de Dock Street y Front Street y en las terminales de camiones de la avenida Delaware cesó toda actividad, y la gente corrió a refugiarse porque sabía que ese día no se trabajaría.

El fragor de la lluvia despertó a Cassidy, que se sentó de inmediato se dio cuenta de que había estado durmiendo en el suelo. Se preguntó qué estaría haciendo en el suelo. Luego decidió que no importaba dónde se encontraba, porque no podía haberse sentido peor. Tenía la cabeza como si alguien que lo odiara le hubiese introducido tubos por los globos oculares hundiéndoselos en el cerebro y vertiendo metal hirviendo a través de ellos. Sentía como si el estómago se le hubiera caído a las rodillas. Cada célula nerviosa padecía su propia agonía. Se dijo que era un caso perdido. Se dio media vuelta, quedó de costado y volvió a dormirse.

A eso de las diez y media volvió a despertar y oyó la lluvia. La habitación estaba bastante a oscuras, pero había luz suficiente como para permitirle ver el ambiente. Se restregó los ojos e invocando a Dios se preguntó qué hacía en una habitación en la que jamás había estado. Al levantarse del suelo, vio a Doris durmiendo en la cama. Entonces recordó cómo se había desmayado en una de las calles secundarias, y cómo había cargado con ella hasta allí, para ponerla en la cama y perder el conocimiento.

Echó otro vistazo al cuarto. Era muy pequeño y viejo, pero olía a limpio y había una puerta que daba a un baño y otra que llevaba a una pequeña cocina. Decidió que primero iría al lavabo. Al salir del lavabo se sintió un poco mejor. En la cómoda encontró un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas; se sirvió y luego se dirigió a la cocina pensando en un café caliente.

En la cocina había un reloj; al ver la hora soltó un gemido, era demasiado tarde como para presentarse en el trabajo. Pero entonces recordó que era domingo. Y notó que llovía a cántaros y que las calles y los caminos no estaban en condiciones para conducir. Miró a través de la ventana de la cocina y fue como si se hubiese asomado a la tronera de un barco sumergido. El sonido de la lluvia era como un cañonazo apuntado en todas direcciones; se dijo que era un día perfecto para estar a cubierto.

Se sentó plácidamente a la mesa de la cocina, disfrutando del cigarrillo y esperó a que hirviera el café. Junto a la cocina, en un estante, vio varios libros; se levantó y echó un vistazo a los títulos. Al leerlos se mordió ligeramente el labio inferior. Eran libros sobre la ciencia de la autorrehabilitación del vicio de beber. Abrió uno y vio que Doris había escrito algunas notas en los márgenes. Su letra demostraba una cierta inteligencia, una determinación que más bien se parecía a un esfuerzo frenético. En los capítulos de la mitad concluían las notas, y las últimas páginas parecían no haber sido tocadas.

El café hirvió y se sirvió una taza; dio un respingo cuando el líquido negro y caliente le quemó la boca. Pero lo hizo sentir bien por dentro; siguió bebiendo y luego se sirvió una segunda taza. Se sentía mucho mejor; de la cabeza le fue desapareciendo aquel peso enorme, metálico.

Estaba a punto de comenzar la tercera taza, cuando la oyó moverse por la habitación. Luego oyó cerrarse la puerta del lavabo y el sonido de un grifo abierto.

Era un sonido agradable. Un sonido fuerte, positivo, el del grifo de la bañera; probablemente Doris hacía lo mismo cada mañana. Era bonito saber que se bañaba todos los días. La mayoría de los que vivían en el puerto usaban colonias baratas y se untaban los sobacos con diversas cremas, pero rara vez se bañaban.

Encendió un cigarrillo y tomó más café. Se quedó allí sentado, escuchando los sonidos mezclados de la tormenta y el chapoteo del baño. En su interior sintió una sensación de placentera expectación que nada tenía que ver con los sentidos, sino que era una sensación relajante, abrigada. Era agradable estar allí. El café y el tabaco le supieron a gloria.

Oyó abrirse la puerta del lavabo y los pasos de Doris dirigiéndose a la cocina. Al entrar en ella, le deseó buenos días con una sonrisa. La muchacha se había cepillado el pelo y llevaba un vestido limpio, de algodón amarillo pálido con un estampado sencillo.

—¿Cómo te sientes? —inquirió ella devolviéndole la sonrisa.

—Me estoy recuperando.

—Me he dado un baño frío. Siempre me sienta bien. —Se dirigió a la cocina, se sirvió una taza de café y la llevó a la mesa. Levantó la taza, frunció el ceño, la volvió a posar y miró a Cassidy—. ¿Dónde has dormido?

—En el suelo —repuso con entusiasmo. Quiso asegurarse de que no lo interpretase mal.

Entonces se dio cuenta de que ella no había pensado en eso, porque la preocupación que vio reflejada en sus ojos era motivada sólo por su comodidad.

—Estarás duro como una tabla. Supongo que habrás dormido poco.

—Me quedé roque en seguida.

—¿Seguro que te sientes bien? —insistió; la preocupación no se había borrado en sus ojos.

—Estupendamente.

Se concentró otra vez en el café. Después de beber unos cuantos sorbos, le preguntó:

—¿Te gustaría tomarte una copa?

—Joder, no —repuso Cassidy—. No me lo recuerdes siquiera.

—¿Te importa si me tomo una?

Iba a contestarle que no, que no le importaba, que por qué tenía que importarle. Pero los labios se le quedaron tiesos, y los ojos solemnes, como paternales. Y le preguntó:

—¿De veras la necesitas?

—Mucho.

—Intenta aguantar —le sugirió sonriéndole suplicante.

—No puedo. No puedo aguantar. Necesito animarme.

—¿Cuánto hace que has vuelto a beber? —le preguntó inclinando la cabeza y estudiándola.

—No lo sé. Nunca cuento los días.

—Las semanas, querrás decir —comentó Cassidy. Sonrió cansinamente—. De acuerdo, adelante. No podría impedírtelo aunque te atara con una cuerda.

—¿Y por qué querrías impedírmelo? —inquirió Doris reclinándose hacia atrás y mirándolo con infantil seriedad.

Cassidy abrió la boca para contestarle y descubrió que no encontraba la respuesta adecuada. Miró al suelo. La oyó levantarse de la mesa y dirigirse al dormitorio. Pensó en lo que estaba ocurriendo; vio a Doris acercarse a la botella, vio la terrible calma reinante mientras la levantaba y el espantoso compañerismo que existía entre ella y la botella. Logró ver la botella elevándose a sus labios, y sus labios al rozar el borde, como si la botella fuera algo vivo y estuviera haciéndole el amor.

Cassidy se sintió recorrido por un escalofrío, y en los profundos surcos de su mente, vio la botella como una criatura odiosa, grotesca, que había seducido a Doris, capturándola para buscar su propio placer al ir succionándole la vida mientras le transmitía la podredumbre contenida en su interior. Vio la botella como algo venenoso, completamente aborrecible, y a Doris como algo indefenso en aquellas garras.

Entonces sintió un mareo, los ojos se le pusieron en blanco; se levantó lentamente de la mesa y por un momento se quedó parado, no muy seguro de lo que quería hacer. Pero cuando se dirigió hacia el dormitorio, en su andar se apreciaba una cierta inflexibilidad; al entrar en el dormitorio, la inflexibilidad aumentó, se acercó a Doris, que se encontraba de cara a la ventana, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, y la botella en los labios.

Cassidy le arrebató la botella, la sujetó bien alta por encima de la cabeza y luego, con todas sus fuerzas, la estampó contra el suelo. Se hizo pedazos y los vidrios y el whisky formaron una fina lluvia de color plateado y ámbar.

Se produjo un silencio; Cassidy la miraba y ella se quedó mirando los vidrios rotos desparramados por el suelo. El silencio duró casi un minuto.

Finalmente, Doris miró a Cassidy y le dijo:

—No entiendo por qué lo has hecho.

—Para ayudarte.

—¿Y para qué quieres ayudarme?

Cassidy se acercó a la ventana y miró la lluvia cegadora.

—No lo sé. Estoy intentando averiguarlo.

—No puedes ayudarme. No hay nada que puedas hacer.

La lluvia golpeaba contra el cristal. Brillaba y se arremolinaba al bajar por la pared del edificio que había al otro lado del callejón. Cassidy quiso hablar pero no tenía ninguna idea específica que expresar. Vagamente se preguntó si llovería todo el día.

—No hay nada que puedas hacer. Nada de nada.

Cassidy miró fijamente a través de la ventana y a través de una abertura que había entre las paredes de los edificios del otro lado del callejón. La abertura se extendía hacia Dock Street y más allá aún, y por encima del río vio el cielo negro cargado de lluvia.

—Tres años —siguió diciendo Doris—. Hace tres años que bebo. En Nebraska estaba casada y tenía hijos. Teníamos una pequeña granja de unos cuantos acres. No me gustaba. A él lo cuidaba y lo quería con toda mi alma, pero odiaba la granja. Por las noches no lograba dormir, entonces leía y fumaba en la cama. Él me dijo que era peligroso fumar en la cama.

Cassidy se volvió lentamente. Notó que Doris estaba a solas consigo misma, hablando en voz alta.

—Quizá lo hice expresamente. No lo sé. Si Dios que está en los cielos me dijera que no lo hice expresamente… —Se llevó los dedos a los labios como si intentara cerrarlos para impedir que brotaran las palabras. Pero sus labios siguieron moviéndose—… y no saber si lo hice adrede. No saber. Sólo sé cuánto aborrecía esa granja. Nunca había vivido en una granja. No lograba acostumbrarme. Esa noche, mientras fumaba en la cama, me quedé dormida. Y cuando me desperté, un hombre me llevaba en brazos. Vi a toda la gente. Vi la casa en llamas. Busqué a mi marido y a mis hijos pero no logré encontrarlos. ¿Cómo iba a encontrarlos si estaban en la casa? Sólo pude ver la casa en llamas.

Entonces cerró los ojos y Cassidy supo que Doris lo veía todo otra vez.

—Fueron muy amables conmigo. Mi familia, mis amigos. Pero eso no me sirvió de mucho. Al contrario, me hizo sentir peor. Una noche me corté las muñecas. En otra ocasión intenté saltar por la ventana de un hospital. Fue entonces cuando me dieron una copa. Era la primera vez que probaba el alcohol. Me supo muy bien. Tenía un sabor quemante. Quemaba.

Se sentó en el borde de la cama y se quedó mirando el suelo.

Cassidy comenzó a caminar por la habitación. Tenía las manos detrás de la espalda y se retorcía los dedos.

Pensaba en todos ellos. En todas las víctimas de la bebida. Pensó hasta qué punto bebían y los motivos que les impulsaban a hacerlo. Entonces miró a Doris. Y todos los demás desaparecieron de su mente. Vio la dulzura pura, amable, delicada de Doris, la inocencia de Doris, el brillo bondadoso, suave pero al mismo tiempo poderoso que irradiaba de ella. Y sintió el mismo dolor que se siente al ver a un niño inválido. Y de repente le invadieron ganas de ayudar a Doris.

Pero no sabía qué hacer. No sabía cómo empezar. La vio ahí sentada, en el borde de la cama, con las pequeñas manos blancas posadas como sin vida sobre el regazo, los hombros caídos en la actitud del que está perdido en un laberinto.

La llamó por su nombre y ella levantó la cabeza y lo miró. Sus ojos reflejaron una súplica quejumbrosa. En un instante supo que le suplicaba por otra botella. Pero no quiso aceptarlo. Cassidy no quiso pensar en ello.

—No lo necesitas —le dijo por fin entre dientes.

Al decírselo, supo qué era lo que necesitaba. Qué era lo que él mismo había necesitado y había encontrado en la pureza tierna y reluciente de la presencia de Doris. Se le acercó con una sonrisa tierna. La tomó de la mano; aquel contacto no tenía nada de físico. Fue como un murmullo gentil cuando se llevó su mano a los labios y le besó la punta de los dedos. Doris lo miraba con una especie de pasiva expectativa, pero cuando él la rodeó con sus brazos, sus ojos se abrieron de asombro.

—Eres buena, Doris. Eres tan buena.

Se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos; al principio sólo sintió el asombro de descubrirse en sus brazos. Pero luego notó la cálida comodidad de aquel pecho, la seguridad que le daba su proximidad, la ternura que veía en sus ojos y sentía en sus manos. La invadió una sensación de descanso, de protección, entre almohadas, dulcemente protegida. Sin decir palabra, con sólo mirarlo, fue capaz de transmitirle a Cassidy sus sentimientos; él le sonrió y la abrazó con más fuerza.

Cassidy bajó un poco la cabeza y levantó la de Doris para ver su pálido cabello dorado caer hacia atrás, sus ojos grises que se cerraban despacio, conscientes de la ternura y la validez de aquel momento. Conscientes del significado de ese instante. Cuando los labios de Cassidy se acercaron. Cuando los labios de Cassidy se acercaron dulcemente y los sintió sobre los suyos, y allí se quedaron mientras Doris rodeaba con sus brazos los amplios hombros de Cassidy, presionando las palmas de las manos contra la densa fortaleza de los músculos de los hombros.

Pareció como si flotaran hacia atrás sin moverse, rumbo a la cama, donde quedaron tumbados, con los labios suavemente unidos, y la carne entibiándose con el delicado calor que surgía al dejar que ocurriera todo tal cual estaba ocurriendo.

Y todo se volvió cálido. Más cálido aún. Una calidez buena. Una calidez adorada, se dijo Cassidy. Porque estaba bien. Porque no tenía nada que ver con la lujuria. Era deseo, pero deseo del espíritu, y la sensación física no era otra cosa que lo que el espíritu sentía.

Era físico porque se expresaba en términos físicos. Pero la ternura era mucho mayor que la pasión. Doris se mordió los labios incómoda, sin palabras procuró decirle que se avergonzaba de su desnudez; él se inclinó y con besos le borró la vergüenza. Doris movió la boca contra la de él, como diciéndole en silencio, te estoy agradecida, te estoy agradecida y ahora no tengo vergüenza, estoy muy contenta, contenta de que ocurra.

Cassidy levantó la cabeza y la miró; vio sus pechos pequeños, la fragilidad de sus piernas, la suavidad infantil de su piel. Era suave, pálida, delicada, como una combinación de tenues pétalos de flores. Las curvas de su cuerpo eran suaves, apenas aparentes, apenas sugeridas, y era tan delgada, tan lastimosamente delgada. Sin embargo, ese hecho en sí mismo estimuló su deseo de acariciarla, de transmitirle parte de su fuerza.

Cuando le puso la mano en el pecho, Cassidy se dio cuenta que la deseaba enormemente. Se sentía inmensamente feliz de que ocurriera. Y cuando se produjo, fue con una presión suave, muy suave, casi imperceptible, porque Doris era delicada y no debía hacerle daño. Ni el más mínimo incomodo, ni la más mínima indicación de conquista. Porque era algo que no tenía nada que ver con la conquista. Porque aquello era dar, un dar maravilloso, inmaculado, y mientras lo recibía, Doris suspiró. Volvió a suspirar. Una y otra vez.

Cassidy oyó el suspiro. Fue todo lo que oyó. Al otro lado de la pared de la habitación, la tormenta azotaba las calles del puerto, y su sonido enfurecido arremetió contra los oídos de Cassidy. Pero lo único que oía era los delicados suspiros de Doris.

Esa tarde, el temporal alcanzó una intensidad que ennegreció el cielo y obligó a la ciudad a encogerse bajo el peso ensordecedor de la lluvia. En el puerto, los barcos parecían acurrucarse contra los muelles, como intentando buscar cobijo. Por la ventana que daba al callejón Cassidy no vio más que las paredes vecinas desdibujadas y oscuras bajo el agua. Sonrió y le dijo a la lluvia que no parara. Se sentía feliz de yacer en la cama, mirándola caer, disfrutando de su sonido colérico, como frustrado por no poder acercársele.

Doris estaba en la cocina. Había sugerido que debían comer algo e insistió en preparar la cena. Le prometió a Cassidy que sería una buena cena.

Cassidy se levantó de la cama y fue al lavabo. Se miró al espejo y decidió mejorar su aspecto para la cena de Doris. En el botiquín encontró una navaja curvada, especial para la depilación. Al principio le costó utilizarla, pero poco a poco, se afeitó la cara hasta que la barba desapareció. Llenó la bañera de agua tibia y se metió en ella, y ahí se quedó sentado durante un rato. Se dijo que hacía mucho tiempo que estaba alejado de algo que se pareciera a un hogar.

Le parecía natural utilizar el peine de Doris, su frasco de colonia para restañar la sangre que manaba de los cortes que se había hecho en la cara. Le parecía increíble que hasta la noche anterior no hubiera sabido que existía una persona como Doris.

Cuando volvió al dormitorio y empezó a vestirse, se le ocurrió que tenía que haberlo sabido. Tenía que haber sabido que había esperado la llegada de Doris a su vida. Se dijo que había estado esperándola tanto que le dolía. Y ya se había presentado. Era real. Estaba allí, en la cocina, preparándole la cena.

Oyó a Doris que le decía que la cena estaba lista; fue a la cocina y vio la mesa muy bien puesta y olió el aroma agradable de una buena comida. Había guiso de pollo y Doris había horneado unos bizcochos y abierto un frasco de aceitunas. Ella estaba de pie, delante de la cocina, sonriendo dulcemente.

—Espero que te guste.

—Sabías que tenía hambre y has venido a la cocina y me has hecho la cena —le dijo Cassidy envolviéndola en sus brazos.

Doris no supo qué contestarle. Se encogió de hombros vacilante y le dijo:

—Claro, Jim. ¿Por qué no?

—¿Sabes lo que eso significa para mí?

Doris bajó la cabeza, avergonzada.

Cassidy le puso la mano debajo del mentón y con delicadeza la obligó a levantar la cabeza.

—Significa muchísimo. Más de lo que puedas imaginarte.

Doris le puso la punta de los dedos en los hombros. Le miró a la cara con los ojos muy abiertos y llenos de admiración. Apenas movió los labios al decir:

—Escucha la lluvia.

—Doris…

—Escucha. Escucha la lluvia.

—Te quiero, Doris.

—¿A mí? —Lo preguntó mecánicamente.

—Te quiero. Quiero estar contigo, aquí. Quiero que siempre sea así. Tú y yo.

—Jim —murmuró mirando al suelo—. ¿Qué puedo decirte?

—Dime que sí.

—Ya, está bien —admitió sin dejar de mirar al suelo—. Es… estupendo.

—Pero no lo es, ¿verdad? Te parece que no está nada bien.

Se puso la mano en la sien y apretó con fuerza.

—Por favor, Jim. Ten paciencia. Trato de pensar.

—¿Pensar qué? ¿Qué es lo que te preocupa?

Doris se disponía a apartarse, pero Cassidy la obligó a quedarse.

—No es justo. Tú tienes una esposa.

—Escúchame, Doris —le dijo sujetándola de los brazos—. Mírame y escucha lo que voy a decirte. No he vivido con una esposa. Estaba casado con ella, claro, pero no es una esposa. Te diré lo que es. Es una furcia. Una furcia de tres al cuarto. Y he terminado con ella. ¿Me oyes? Hemos terminado, jamás volveré a su lado. Quiero quedarme aquí contigo.

Doris apoyó la cabeza contra su pecho. No dijo palabra.

—De ahora en adelante, eres mi mujer.

—Sí —dijo con un hilo de voz—. Soy tu mujer.

—Así me gusta. No se hable más. Y ahora vamos a sentarnos a comer.