3

Avanzó hacia Lundy’s con la mente obnubilada, reblandecida; los vapores del whisky le daban vueltas en la cabeza nublándole la vista. No pensaba en otra cosa que ir a Lundy’s a beber. A tomarse varias copas. Cuantas copas le apetecieran. Nada le impediría llegar adonde se dirigía. Iba a tomarse unos whiskies y era mejor que nadie se interpusiera en su camino. No tenía ni idea de quién era ese «nadie», pero quienquiera que fuese, más le valía dejarle el camino libre a Cassidy para que pudiera llegar a Lundy’s Place.

En Dock Street, del lado del río, los enormes barcos se balanceaban suavemente sobre las aguas oscuras, como monstruosas gallinas cluecas, gordas, complacientes. Sus luces titilaban y dejaban caer pinceladas de amarillo sobre la calle adoquinada que rodeaba los muelles. Sobre Dock Street, los puestos del mercado de pescado estaban cerrados y a oscuras, salvo algunas rendijas iluminadas que llegaban a atisbarse en los puestos de los abastecedores de sábalo de Delaware, de almejas y cangrejos de Barnegat y de rodaballo de Ocean City, donde preparaban la mercancía para el comercio de las primeras horas. Cuando Cassidy pasó frente al mercado de pescados, se abrió una persiana y salió despedida una asquerosa mezcla de tripas de pescado, que iba en dirección al enorme cubo de basura. No acertaron a encajar en el cubo y fueron a aterrizar sobre la pierna de Cassidy.

Cassidy avanzó hacia la persiana abierta y le gritó a la cara gorda y sudorosa que aparecía por encima del blanco delantal.

—¡Fíjate dónde tiras la porquería!

—Anda, cállate —contestó el pescadero, disponiéndose a cerrar la persiana.

Cassidy agarró la persiana y la mantuvo abierta.

—¿A quién dices que se calle?

En el interior del puesto apareció otra cara. Cassidy vio las dos caras como si fueran un monstruo con dos cabezas. Las dos caras se miraron y la gorda dijo:

—No pasa nada, es ese borrachín de Cassidy.

Una mano intentó cerrar la persiana. Y Cassidy la mantuvo abierta.

—Vale, soy un borrachín. ¿Y qué? ¿Quieres discutir por eso?

—Anda, Cassidy, vete a dar una vuelta. Vete a Lundy’s con el resto de la escoria.

—¿Escoria? —gritó Cassidy sacudiendo la persiana hasta que los goznes chillaron en señal de protesta—. Anda, sal y vuelve a llamarme escoria. ¡Sal a la calle!

—¿Qué te pasa, Cassidy? ¿Te has ofendido? ¿Has vuelto a reñir con tu mujer?

—No metas a mi mujer en esto. —Tiró con más fuerza de la persiana. Los goznes comenzaron a ceder.

La cara gorda se mostró alarmada y llena de ira.

—Suelta esa persiana, maldito borracho…

—Ah —dijo Cassidy echándose a reír—. ¿Con que eso soy yo, eh? No lo sabía. Gracias por decírmelo. —Le pegó un tirón formidable a la persiana y los goznes se despegaron de la pared. Cassidy trastabilló bajo el peso de la persiana. Las dos caras salieron de la ventana de la parada. Cassidy les lanzó la persiana y los hombres se apartaron justo a tiempo cuando la persiana entró volando por el puesto. Cassidy oyó el estrépito, los gritos y las maldiciones. Sabía que no saldrían en su persecución porque ya había tenido con ellos un incidente similar, y en aquella ocasión, le había cerrado al gordo el ojo izquierdo y dejado al otro sin sentido. En cierto modo lamentó que no salieran. Se moría por disfrutar de una buena sesión de violencia.

Se alejó del puesto de pescado y siguió andando por el asfalto. El episodio de la persiana le había devuelto una cierta dosis de sobriedad que le permitió gozar de una mejor perspectiva de sus planes. Y sus planes se centraban más en Mildred que en una dosis extra de alcohol. Tenía intención de encontrarla en Lundy’s Place, sacarla de allí, llevarla a casa y obligarla a que le cocinara una cena decente. Joder, un hombre que trabajaba todo el día como un burro tenía derecho a una comida decente. Y después, a la cama. La identidad de Mildred quedó borrada cuando pensó en la cama y lo que en ella ocurriría. En cuanto a lo que iba a ocurrir, a lo que haría y con quién lo haría, no pensaba en Mildred, sino solamente en el equipo físico de Mildred.

Y al pensar en esos términos, le asaltó otra vez la inquietud, el asombro. Se le despejó aún más la cabeza mientras recordaba su comportamiento inusual, el hecho de que había rehusado a presentarle batalla y se había marchado en mitad de una discusión. Nunca había hecho nada así. ¿Qué le pasaba? ¿Qué nuevo truco intentaba utilizar?

Detuvo el curso de sus pensamientos y se reclinó pesadamente contra una pared de ladrillo. Era mejor que se lo pensara bien. No podía dejarlo pasar así, a la ligera. Se trataba de un asunto serio. Un asunto que encajaba en el rubro de los problemas domésticos. Al fin y al cabo, Mildred estaba casada con él. Era su esposa. El anillo que llevaba en el dedo podía empeñarse por dos pavos, pero era un anillo de boda y se lo había puesto en presencia de un juez de paz y en buena fe. Una ceremonia celebrada a las tres de la madrugada en Elkton, Maryland. De conformidad con las leyes y la voluntad de Dios, como había dicho el hombre. No había habido nada de clandestino. Un casamiento completamente legítimo y ella era su legítima esposa y él tenía sus derechos, por lo tanto, a Mildred más le valía que lo aceptara y que no se hiciera ideas raras al respecto.

¿Pero de qué se quejaba? Cada semana le entregaba el sueldo, pagaba el alquiler a tiempo, y se encargaba de que no le faltara ropa. Si parte del dinero se iba en alcohol, era por mutuo consentimiento, y ella bebía tanto como él, a veces más. Y ahora que lo pensaba, en aquello de las finanzas, ella sacaba la mejor parte, porque no conseguía más que empleos por horas como peluquera y él nunca le pedía que le rindiera cuentas de lo que ganaba. Solía gastarse hasta el último céntimo en whisky, cosa que ya hacía probablemente antes de conocerla.

¿En nombre del cielo de qué diablos se quejaba? Le había dejado los ojos morados tantas veces como él se los había dejado a ella. Tal vez más, aunque los morados habían sido tantos que había perdido la cuenta. Deseó tener cinco céntimos por cada vez que le había acertado con un plato o una fuente o una botella de whisky vacía. En una ocasión especial, la botella de whisky estaba llena, y acabó con tres puntos de sutura en la cabeza.

Sus pensamientos vadearon los bajíos. Había canales más profundos a la espera de sus reflexiones, pero nunca se sintió inclinado a indagar tan hondo cuando se trataba de Mildred. Se había propuesto pensar en él y en su mujer en términos fundamentales, nada más. El resto era demasiado complicado, y ya le había metido en demasiados problemas para que encima, le agregase más complicaciones.

Sin embargo, a medida que se acercaba a Lundy’s Place, al ver el resplandor amarillo y sucio que se colaba por las ventanas mugrientas del bar, sintió la punzada de la duda. Un temor agudo con respecto a Mildred se apoderó de él. Y de repente supo qué era. ¡Mildred había encontrado a otro hombre!

Con igual brusquedad supo la identidad del hombre y comprendió por qué Mildred se había inclinado en esa determinada dirección. Diciéndose que tendría que haberlo sospechado mucho antes, fue pulsando en su mente los botones que le devolvieron escenas y episodios que había pasado por alto en el momento en que ocurrieron. Aunque la mayoría de los hombres que veían a Mildred por primera vez tendía a abrir mucho los ojos y a respirar entrecortadamente, esa reacción había sido particularmente marcada en un tipo llamado Haney Kenrick. El factor que convertía a Kenrick en un candidato especial era su dinero. No era una fortuna, pero superaba con creces la capacidad financiera de cualquiera de los otros parroquianos que frecuentaban Lundy’s Place.

Así que ahí estaba el quid de la cuestión. Cassidy asintió con fuerza. Era así de claro y sencillo. Le había costado tan poco deducirlo que hasta resultaba gracioso. Era fácil entender por qué le había dicho que estaba harta de él. Claro que estaba harta. Harta de vestidos baratos, de zapatos de cinco dólares el par, de perfumerías de segunda. Harta de los cuartuchos de la zona portuaria. Ya sabía por qué le había arrojado el billete de diez dólares a la cara. No le bastaba. Su mente se convirtió en una tela sobre la que pintó furiosamente, a grandes rasgos, la mano tendida de Haney Kenrick sosteniendo un billete de cincuenta dólares y Mildred cogiendo el dinero.

Cassidy avanzó hacia Lundy’s Place con los brazos tendidos y los puños cerrados.

Lundy’s Place se parecía mucho a una vieja película proyectada sobre una pantalla raída. Era grande y tenía el techo alto; los muebles carecían de color, de brillo, de forma definida. La madera de la barra y de las mesas estaba astillada y se había vuelto gris con el tiempo, y el suelo tenía una textura enmohecida, como de polvo tramado. Lundy mismo era un mueble más, algo viejo, soso y hueco, que iba de la barra a las mesas, y se movía de un extremo al otro de la barra con cara de piedra. La mayoría de los clientes habituales ocupaban las mesas, la misma mesa y la misma silla noche tras noche. Por eso, desde afuera, mirando a través del cristal sucio, Cassidy supo exactamente en qué dirección buscar.

Vio a Mildred sentada a la mesa de Haney Kenrick. Los dos solitos, ahí sentados; Kenrick hablaba con energía y Mildred le sonreía y decía que sí con la cabeza. Luego, Kenrick colocó la mano sobre el brazo de Mildred, se inclinó un poco hacia adelante y le dijo algo al oído. Mildred echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

Cassidy encorvó los hombros y bajó la cabeza hasta dejarla bien apretada contra el cristal. Logró contenerse; supo que si estallaba allí mismo y hacía lo que deseaba hacer, entraría disparado a través de la luna. Se obligó a conservar la calma, a esperar afuera y a pensárselo otra vez.

Pero sus ojos siguieron clavados en la mesa que ocupaban Mildred y Haney Kenrick. Ella seguía riendo. Entonces Kenrick dijo algo que la hizo reír con más fuerza. Los dos reían. Cassidy se echó a temblar ante la ventana y estudió la mesa como si se tratara de una trinchera enemiga ubicada a ocho o diez metros.

En varias ocasiones Cassidy había tratado a Haney Kenrick de palurdo e inútil, se lo había dicho directamente en la cara. No tenía nada que ver con el aspecto físico, aunque Kenrick pesaba más de noventa kilos y parecía pura grasa. Medía unos cuantos centímetros más de lo normal, y cuando se ponía de pie parecía mucho más alto. Siempre intentaba meter el estómago y sacar pecho, pero al cabo de unos minutos, la panza volvía a bajársele.

Cassidy entrecerró los ojos y escrutó a Kenrick, vio su cara gorda y reluciente, el ralo cabello castaño claro, engominado y pegado a la cabeza redonda. Vio su atuendo, chillón y barato, el cuello muy almidonado, el traje planchado a la perfección, los zapatos lustrados a tal punto que parecían de esmalte.

Haney Kenrick tenía cuarenta y tres años y se ganaba la vida con la venta a plazos, puerta a puerta, de enseres domésticos. Vivía en una habitación a unas cuantas manzanas de Lundy’s Place, y solía decir que adoraba el puerto, Lundy’s Place y a todos los amigos queridos y fantásticos que allí tenía.

Los amigos queridos y fantásticos sabían que era mentira. Kenrick caía gordo en la mayoría de los ambientes, pero ir a Lundy’s le daba una sensación de superioridad y autosatisfacción. Nunca lograba ocultar del todo su desdén y su desprecio, y cuando los saludaba con grandes aspavientos y una palmada en la espalda se quedaban sentados, aguantándolo, mientras en silencio, le preguntaban a quién creía que estaba engañando.

Y ahí estaba Mildred, sentada con ese gordo embustero. Adulándolo. Riéndose de sus chistes. Dejando que acercara su grasienta cara a la suya. Dejando que su mano le acariciara el brazo hasta la parte carnosa que le permitía darle una buena sobada. Cassidy se mordió el labio y se dijo que ya era hora de que entrara.

Pero algo en su interior le sujetó las riendas. No sabía qué era, pero supo que tenía que ver con una especie de estrategia. Apartó la vista de la mesa de Kenrick y Mildred, y se centró en las demás mesas hasta encontrar a cuatro bebedores que ocupaban otra ubicada en uno de los rincones, y a la que normalmente se sentaban tres personas.

Tres de sus amigos más íntimos. Ahí estaba Spann, un holgazán de puerto, delgado y ladino, pero recto como una regla de cálculo con la gente que le caía bien. Y la novia de Spann, Pauline, con su silueta de mondadientes y su cara del color del papel de periódico. Ahí estaba Shealy, con su pelo canoso a los cuarenta, un extraordinario aguante para el alcohol, y un cerebro que en cierta época había estudiado textos universitarios de economía. Shealy se ganaba la vida tras el mostrador de una tienda de efectos navales, cerca de Dock Street. Era muy buen vendedor para un sitio así, porque nunca intentaba vender. Nunca intentaba hacer nada. Lo único que hacía era estarse ahí sentado y beber. Era lo único que todos ellos hacían, estar ahí sentados en esa oscura inactividad de Lundy’s Place. Un puerto para barcos sin timón.

El cuarto miembro del grupo era alguien que Cassidy no había visto nunca. Una mujer pequeña, frágil, pálida. Aparentaba entre veinticinco y treinta años. Cassidy notó su sencillez, su mansedumbre. Algo dulce y amable. Algo saludable. Y mientras la observaba, y veía cómo levantaba la copa, supo al instante que era alcohólica.

Se le notaba. Siempre podía adivinarlo. Se delataban en cientos de pequeños gestos. Jamás le inspiraban lástima porque siempre estaba demasiado ocupado lamentándose de sí mismo. Pero en ese momento sintió una oleada de pena por la mujer pálida, de cabellera rubia que estaba allí sentada con Shealy, Pauline y Spann. Llegó a la conclusión de que era importante para él averiguar quién era.

Entró en Lundy’s Place; lentamente, como quien no quiere la cosa, atravesó la habitación y saludó a Shealy. Sonrió débilmente a Pauline y a Spann y miró fijamente a la mujer frágil y esperó a que ella se percatara de su presencia. Estaba concentrada en el vaso medio lleno de whisky. Cassidy supo que no lo hacía por descortesía. Simplemente no podía apartar los ojos del whisky.

—¿Ha dejado de llover? —preguntó Shealy.

Cassidy asintió.

—¿Alguna novedad? —inquirió Shealy.

Cassidy acercó una silla a la mesa, se sentó y le hizo señas a Lundy. El viejo se acercó y Cassidy pidió un quinto de whisky de centeno. La mujer frágil miró a Cassidy, le sonrió y Cassidy le devolvió la sonrisa. Notó que tenía los ojos grises. Era bonita.

—Se llama Doris —dijo Shealy.

—¿Y él cómo se llama? —inquirió Doris.

—Cassidy —repuso Shealy.

—¿Bebe el señor Cassidy? —quiso saber Doris.

—A veces —repuso Cassidy.

—Yo bebo siempre —comentó Doris.

Shealy le sonrió paternalmente.

—Anda, pequeña, sigue bebiendo. —Miró fijamente a Cassidy, luego inclinó la cabeza hacia la mesa que ocupaban Mildred y Haney Kenrick y le preguntó—: ¿Qué pasa, Jim? ¿Qué ocurre?

Cassidy apoyó las manos sobre el regazo y repuso:

—Por lo que sé, está tomándose unas copas con Haney Kenrick.

—Pues no es lo que yo sé —comentó Pauline.

Spann le echó una mirada de reproche a Pauline y le ordenó:

—Cierra la boca, ¿me oyes? Quédate ahí sentadita y cierra el pico.

—¡No puedes ordenarme que me calle! —protestó Pauline.

—Pues te lo ordeno. —La voz de Spann tenía la textura de la cabritilla—. Me fastidia que te metas donde no te importa.

—Me importa —adujo Pauline—. Cassidy es amigo mío. No me gusta ver cómo engañan a mis amigos.

Spann se frotó los dedos con las uñas.

—Me parece que tendré que hacerte callar.

—Déjala en paz —sugirió Shealy—. Hagas lo que hagas, lo soltará de todos modos. Déjala que lo diga.

Lundy se acercó a la mesa con la botella. Cassidy pagó, abrió la botella y llenó los vasos. Sirvió una pequeña cantidad en el vaso de Doris y sonrió al ver que no apartaba la copa y esperaba que le echase más. Le llenó el vaso hasta la mitad, pero ella no lo apartó y tuvo que llenárselo casi hasta el borde antes de que le diera su aprobación.

—Escúchame, Cassidy, escúchame bien —dijo Pauline—. Hoy hemos estado en tu casa. Mildred ha dado una fiesta.

Cassidy apoyó un codo en la mesa y se frotó la nuca.

—Sí, ya lo he visto.

—¿Y lo de la pelea? —preguntó Pauline.

—Supuse que había habido una pelea —dijo Cassidy. Y al decirlo, notó que Shealy tenía una ligera hinchazón y un enrojecimiento en la base de la nariz. Apretando los labios, inquirió—: ¿Quién te ha pegado, Shealy?

—Te diré yo quién le ha pegado —repuso Pauline—. Ese cerdo grasiento que está sentado con tu mujer.

Cassidy colocó las dos manos planas sobre la mesa.

—Tranquilo, Jim —dijo Shealy—. No te pongas nervioso.

Pauline se había cruzado de brazos y tenía la cabeza inclinada hacia Cassidy.

—Y te diré por qué ha ocurrido. Kenrick estaba sobando a Mildred. La apretaba y la palpaba como si estuviera escogiendo naranjas. ¿Y Mildred? Se ha quedado ahí tranquila y lo ha dejado hacer…

—Eso no es del todo cierto —intervino Shealy—. Mildred estaba borracha y no se enteraba de lo que estaba pasando.

—Y un cuerno que no se enteraba —protestó Pauline—. Claro que se enteraba, y si quieres mi opinión le gustaba.

Spann sonrió amablemente a Pauline y le dijo:

—Sigue. Sigue así. Antes de que acabe la noche te arrancaré los pelos de raíz.

—No harás nada —dijo Pauline—. Eres un cero a la izquierda. Si fueras la décima parte de un hombre, lo habrías probado hoy, cuando Kenrick empezó a pegarle a Shealy. Lo único que has hecho ha sido quedarte ahí mirando, como si ocuparas una butaca junto al cuadrilátero.

—Me parece que te he manchado el suelo con sangre —comentó Shealy sonriendo a Cassidy.

—Ha sido horrible —continuó Pauline—. Shealy no buscaba bronca. Lo único que ha hecho ha sido pedírselo amablemente. Como el caballero que es. Sí, Shealy, eres todo un caballero.

—Le he pedido a Kenrick que dejara de sobar a Mildred —comentó Shealy encogiéndose de hombros—. Le he dicho que la chica estaba borracha…

—Y Kenrick se ha echado a reír —intervino Pauline—. Shealy ha vuelto a pedírselo. Y sin previo aviso, el tío va y golpea a Shealy en plena cara.

Cassidy retiró la silla de la mesa unos cuantos centímetros. Se volvió hacia la mesa de Kenrick y Mildred. No apartó la vista hasta que Kenrick notó su presencia, le sonrió ampliamente, le saludó simpáticamente con la mano y le hizo unas señas invitándolo a una copa.

—Tranquilo —dijo Shealy—. Tranquilo, Jim.

—Hay una cosa que me fastidia —murmuró Cassidy—. No me ha gustado que te pegara.

—No ha sido nada —dijo Shealy. Y lanzó una risita—. Sólo un puñetazo en la nariz.

—¿Qué me dices de Mildred? —inquirió Pauline inclinándose hacia Cassidy—. Ya has oído lo que hacía con Mildred.

—Al diablo con Mildred —dijo Cassidy mirándose las manos.

—Es tu mujer —dijo Pauline.

Doris sonrió a Cassidy y preguntó:

—¿Puedo tomar otra copa?

Cassidy le sirvió otra copa a Doris. Derramó un poco en la mesa y oyó a Pauline que le preguntaba:

—¿Me has oído, Cassidy? Es tu mujer.

—No es la cuestión —dijo Cassidy—. No tiene nada que ver. —Levantó el vaso y bebió un buen trago. Bebió otro trago, y vació el vaso, lo volvió a llenar y durante un rato se hizo un silencio mientras todos se concentraban en la bebida. El interludio de silencio fue como la extraña falta de sonidos que se produce en la cubierta de un barco a punto de zozobrar, y en el que unos pasajeros extrañamente tranquilos suben a los botes salvavidas. Se mostraban completamente ajenos a los demás, mientras se concentraban en silencio en la bebida.

—Eso es lo que yo digo —comentó por fin Pauline—. Shealy es un verdadero caballero.

—No hay para tanto —dijo Shealy.

—Lo eres —insistió Pauline con lágrimas en los ojos—. Lo eres, querido mío.

—¿Y yo? —inquirió Spann—. ¿Yo qué soy?

—Eres un lagarto —repuso Pauline. Miró a Doris y le dijo—: Por el amor de Dios, di algo.

Doris levantó su vaso y bebió lentamente un gran trago, como si se tratara de agua fresca.

Cassidy se puso de pie. Se quedó quieto, sopesando el equilibrio de su postura mientras Shealy le decía:

—Tranquilo, Jim. Por favor, quédate tranquilo.

—Estoy perfectamente —dijo Cassidy.

—No lo hagas, Jim, por favor —insistió Shealy—. Por favor, siéntate.

—No pasa nada.

—No, Jim.

—Te ha pegado. ¿No ha sido eso lo que ha hecho?

—Por favor —insistió Shealy tirándole de la manga.

—¿Que no lo ves? —inquirió Cassidy delicadamente—. Eres mi amigo, Shealy. A veces hablas con demasiada formalidad y me pones nervioso, pero eres mi amigo. Eres un borracho que no sirve para nada, pero eres mi amigo y él no tenía derecho a pegarte.

Se quitó la mano de Shealy de la manga. Cruzó la sala dirigiéndose directamente hacia la mesa que ocupaban. Kenrick lo vio venir, sonrió ampliamente. Mildred se volvió a ver a quién sonreía Kenrick y vio a Cassidy, lo miró por unos instantes y luego se volvió hacia Kenrick.

Cassidy llegó a la mesa y Kenrick se puso medio en pie, tendió la mano, cogió una silla y preguntó:

—¿Cómo es que has tardado tanto? Te esperábamos. Anda, siéntate. Tómate una copa.

—Está bien —dijo Cassidy. Kenrick le pidió a Lundy que le llevara otra botella y una copa.

Kenrick palmeó a Cassidy en el hombro y le preguntó:

—¿Qué tal, Jim, viejo, cómo van las cosas?

—Bien —repuso Cassidy.

—¿Qué tal marcha el autobús?

—Bien. —Miraba a Mildred y esta le devolvía la mirada.

—¿Cómo van las cosas por Easton? —preguntó Kenrick y volvió a palmearle el hombro.

—Es una bonita ciudad —respondió Cassidy.

—Eso dicen. —Los gruesos dedos de Kenrick juguetearon con el encendedor—. Me han comentado que Easton es una gran ciudad. Dicen que está bien para la venta a plazos.

—No sabría decírtelo —repuso Cassidy.

—Te lo digo yo —prosiguió Kenrick reclinándose en el respaldo de la silla—. Lo calculo en base al número de calles. Ingresos bajos. Gente de fábrica. Muchos niños. Y así se calcula. Se reúnen los elementos de juicio, se estudia la zona y se sale a vender.

—De esto no tengo ni idea —dijo Cassidy.

—Es algo que habría que aprender —sentenció Kenrick—. Es muy interesante.

—Para mí no —dijo Cassidy—. Yo sólo conduzco un autobús.

—Es un trabajo honesto, ya lo creo que lo es. —Kenrick volvió a palmear a Cassidy en el hombro—. No es para avergonzarse. Es un trabajo sencillo, duro y honesto.

Lundy se acercó a la mesa con la botella y el vaso, y Kenrick sirvió tres copas. Levantó la copa y abrió la boca para decir algo, cambió de parecer y continuó con la copa levantada. Pero Cassidy lo sujetó por el brazo para que no bebiera.

—Hazlo, Haney.

—¿Que haga qué?

—El brindis. —Cassidy sonreía a Mildred—. El brindis que ibas a hacer.

—¿Qué brindis?

—Por Mildred. Por el cumpleaños de Mildred.

Kenrick movió la boca como si intentara ocultar un chicle debajo del labio y nervioso, dijo:

—¿El cumpleaños?

—Claro —dijo Cassidy—. ¿No sabías que era su cumpleaños?

—Sí, claro, claro que lo sabía. —A Kenrick se le atragantó la risa. Levantó la copa ceremoniosamente y dijo—: Por el cumpleaños de Mildred.

—Y por los brazos de Mildred —agregó Cassidy.

Kenrick se lo quedó mirando.

—Por los brazos blancos y suaves de Mildred —continuó Cassidy—. Por esos brazos jugosos, suaves y bonitos.

Kenrick intentó reírse de nuevo, pero no le salió sonido alguno.

—Y por la delantera de Mildred. Fíjate qué delantera. Míraselas, Haney.

—Ya vale, Jim…

—Míratelas. Échales una mirada. Tremendas, ¿no?

Kenrick tragó saliva.

—Fíjate en la curva de sus caderas —continuó Cassidy—. Mira qué par de caderas. Grandes, redondas, plenas. Fíjate cuánta carne. ¿Alguna vez habías visto algo parecido?

A Kenrick le sudaba la cara.

—Vamos, Haney, mira. Sigue mirando. La tienes ahí. Puedes verla. Puedes tocarla. Tiende la mano y tócala. Ponle las manos encima. No voy a impedírtelo. Tócala por todas partes, vamos Haney.

Kenrick volvió a tragar saliva. Logró adoptar una expresión solemne, seria y dijo:

—Ya basta, Jim. Esta mujer es tu esposa.

—¿Cuándo lo descubriste? —preguntó Cassidy—. ¿Lo sabías esta tarde?

—Ya vale, Cassidy —dijo Mildred poniéndose en pie.

—Siéntate —le ordenó Cassidy—. Y cállate la boca.

—Cassidy, estás borracho perdido y será mejor que te marches antes de que montes el follón —le sugirió Mildred.

—Está bien —comentó Kenrick.

—Está trompa perdido —insistió Mildred—. Es un desastre.

—Claro que sí. —La frase fue como un latigazo—. Un borracho que no sirve para nada. Ni siquiera te sirvo a ti. No gano lo suficiente. No te puedo comprar lo que quieres. Sabes que nunca seré más de lo que soy. Y supones que puedes conseguir algo mejor. Como este que está aquí —dijo señalando a Haney Kenrick.

Kenrick estudió la borrachera de Cassidy. Se le ocurrió pensar que estaba muy bebido y que no representaría mayor problema. También presintió que se le presentaba una oportunidad de oro. Un medio para acrecentar su valía ante los ojos de Mildred.

—Vete a casa, Jim —dijo Kenrick—. Vete a casa a dormir.

—Si me voy a casa, ¿adónde la llevarás a ella? —preguntó Cassidy riéndose a carcajadas.

—De eso no te preocupes —repuso Kenrick.

—Puedes estar bien seguro de que no me voy a preocupar —dijo Cassidy poniéndose de pie—. No pienso tomarme esa molestia. ¿Para qué? ¿Qué me importa a mí lo que haga esa? ¿Crees que estoy mosqueado porque hoy la has sobado? ¡Qué va! No me importa. Te lo juro.

—Está bien —dijo Mildred—. Ya nos has dicho que no te importa. ¿Qué más?

—Dejémoslo correr —sugirió Kenrick—. Ya se pondrá bien. Se comportará y volverá a casa. —Kenrick se puso de pie, cogió a Cassidy por el brazo y empezó a alejarlo de la mesa. Cassidy se soltó, perdió el equilibrio, fue a golpear contra otra mesa y cayó al suelo. Kenrick se agachó, lo ayudó a incorporarse, y lo condujo hacia la puerta. Cassidy volvió a soltarse.

—Pórtate bien, Jim.

Cassidy pestañeó, miró hacia donde estaba Mildred y la vio cruzar la habitación rumbo a la mesa que ocupaban Shealy y los demás. Vio como cogía a Pauline por la muñeca.

—Ya está bien camorrista. No estás contenta hasta que no abres la boca; pues yo te la voy a cerrar —dijo Mildred.

Mildred obligó a Pauline a ponerse de pie y le dio una bofetada en plena cara. Pauline lanzó una maldición y agarró a Mildred de los pelos, y esta le atizó otro golpe que lanzó a Pauline contra la pared, la hizo rebotar y recibir una tercera bofetada. Pauline chilló como un pájaro salvaje y se abalanzó sobre Mildred, pero Shealy se interpuso entre las dos. Kenrick se giró para ver lo que ocurría, y mientras Shealy intentaba separar a las dos mujeres, Kenrick ordenó:

—No te metas, Shealy.

Shealy hizo caso omiso de la orden. Kenrick avanzó unos cuantos pasos y en ese momento, Cassidy le ordenó:

—Haney, date la vuelta. Mírame. Esta tarde ya te has divertido con Shealy. Esta noche me toca el turno a mí.

El tono de Cassidy contenía una fría precisión que atrajo todas las miradas. El combate entre las dos mujeres había tocado a su fin; Pauline quedó tirada en el suelo, llorando. Spann no le prestó atención; observaba a Cassidy esperando su próximo movimiento. Todos se preguntaban qué iba a hacer Cassidy.

Kenrick parecía preocupado. Daba la impresión de que Cassidy había recuperado la sobriedad. A Kenrick no le gustó nada la forma en que se erguía Cassidy, con las piernas rectas, bien plantadas, los brazos balanceándose ligeramente, con los puños tan apretados que los nudillos parecían trozos de piedra.

—Eres un asqueroso, Haney. Un barato asqueroso.

—Vamos, Jim, no quiero líos.

—Yo sí.

—Pero no conmigo. No tienes ninguna queja de mí.

—Digamos que me caes gordo —adujo Cassidy con una leve sonrisa. Y esta noche me caes especialmente gordo. Me fastidia que le hayas pegado a Shealy. Es mi amigo.

Mildred se acercó y aproximó la cara a la de Cassidy.

—No es por lo de Shealy, y lo sabes bien. Estás celoso, eso es todo.

—¿Celos de ti? Es ridículo.

—¿De veras? —inquirió Mildred, retadora—. Si es ridículo, ¿por qué no te ríes?

En vez de reírse, Cassidy le colocó la palma de la mano en la cara y empujó con todas sus fuerzas; Mildred retrocedió tambaleándose, perdió el equilibrio y cayó al suelo con gran estrépito. Apretó los dientes y siseó:

—Muy bien, Haney. Pégale. No permitas que me haga esto.

La cara de Kenrick adoptó una expresión acorralada. Pero deseaba a Mildred con todas sus fuerzas, y su deseo había alcanzado tales proporciones que superaba absolutamente todo lo que podía tener en la mente. Sabía que tenía que poseer a Mildred y aquella sería quizá la ocasión de ganársela. Kenrick metió el vientre, sacó pecho, se dirigió hacia Cassidy y le asestó un golpe con todas sus fuerzas.

Cassidy no reaccionó a tiempo. Era un gancho largo de derecha y lo cogió en plena mandíbula. Salió despedido hacia atrás y fue a golpear contra una mesa; al doblarse sobre ella, Kenrick se abalanzó sobre él. Lo aferró por las piernas y tiró de él hasta dejarlo tendido en la mesa; le dio una patada en las costillas y se preparó para pegarle otra. Cassidy salió rodando, se puso en pie de un salto e intentó defenderse pero no lo logró. Kenrick le partió la boca con un derechazo; con la zurda le alcanzó en plena nariz y otra vez con la derecha en la cabeza. Cassidy volvió a caer.

Para Kenrick, aquel fue un momento delicioso. Estaba seguro de que había despachado a Cassidy, y empezó a alejarse. Pero por el rabillo del ojo lo vio levantarse.

—No seas tonto, Jim —le advirtió—. Acabarás en una ambulancia.

Cassidy juntó saliva y sangre y escupió la mezcla a la cara de Kenrick. Se abalanzó sobre él y le asestó un zurdazo en la boca, seguido de un derechazo que alcanzó a Kenrick en la sien. Kenrick lo agarró, le rodeó la cintura con ambos brazos y apretó fuertemente; ambos cayeron al suelo. Empezaron a rodar; Kenrick aumentó su ventaja con la fuerza de sus pesados brazos, ahogando a Cassidy, apretándolo hasta que este sintió un dolor negro grisáceo que pasó a negro dándole la impresión de que ahí acababa todo.

—¿Te rindes? —inquirió Kenrick con una sonrisa.

Cassidy comenzó a decir que sí con la cabeza, pero el gesto no quedó completo porque se convirtió en un cabezazo que dio a Kenrick en la mandíbula. El gordo lanzó un gemido, mitad sonido, mitad suspiro y soltó a Cassidy. Este se incorporó, vio cómo Kenrick se ponía de pie, y le asestó un izquierdazo en el ojo. El puñetazo enderezó a Kenrick y Cassidy aprovechó para encajarle un sonoro derechazo de arriba a abajo que cayó como una almádena sobre la mandíbula de Kenrick.

Kenrick retrocedió y cayó tendido en el suelo. Tenía los ojos cerrados; se había desmayado. Cassidy se lo miró dos veces para asegurarse, le sonrió, avanzó internándose en una niebla blanca y delicada y cayó encima de él.