En la cocina, Cassidy intentó limpiar el caos de botellas, platos y comida pasada. Al cabo de un rato se dio por vencido, decidió que se estaba muriendo de hambre y que quizá en la nevera hubiera comida suficiente como para llenar un estómago vacío. Se calentó unas patatas y untó un panecillo con mantequilla, pero cuando la comida estuvo servida sobre la mesa, no logró siquiera mirarla.
Tal vez un poco de café le sentaría bien. Encendió el gas donde estaba la cafetera, se sentó a la mesa y se quedó mirando el suelo. Volvió lentamente la cabeza y miró por la ventana de la cocina. Ya dejaba de llover; logró oír el débil golpeteo del agua sobre las paredes y los tejados. Ni aunque lloviese un mes seguido, quedarían limpios aquellos edificios de alquiler, pensó. Aquellas feas calles empedradas parecían caras picadas de viruelas. Y la gente. Los infelices del puerto. Las ruinas humanas. Un ejemplo perfecto estaba sentado ahí, en esa cocina.
El café comenzó a hervir. Llenó una taza y dejó que el líquido caliente, negro y amargo le bajara por la garganta. Sabía fatal. Pues bien, la culpa no la tenía el café. Con su humor, cualquier cosa le habría sentado fatal. Hasta el champán habría tenido sabor a agua jabonosa. ¿Por qué habría pensado en el champán? Algo lo había conducido por los canales del pasado, hasta una época en la que le gustaba el champán, cuando había tenido dinero para permitirse ese lujo. Procuró no pensar en eso.
Pero los recuerdos comenzaron a crecer y a tomar cuerpo. Vio el humillo elevarse de la taza de café, y en él se proyectaron todos sus pensamientos. Cassidy retrocedió más y más, hasta aquel pueblo de Oregón, y aquella casita con el jardín y la bicicleta. Regresó durante la hermosa época de la escuela secundaria, de las tribunas vociferantes cuando James Cassidy ocupaba el ala derecha para cubrir la defensa del equipo. Y más tarde, James Cassidy en la Universidad de Oregón. En la ceremonia de graduación, en el anuario que les entregaron, había escritas muchas cosas de él: «Brillante en los estudios y en el campo de fútbol. Especializado en ingeniería mecánica. James Cassidy, ha sido el tercero de su clase. En su última temporada en el Webfoot, fue elegido como el mejor defensa de la costa del Pacífico».
James Cassidy, un tipo sólido y limpio. Un orgullo para su antigua ciudad natal. Volvieron a decirlo en 1943, cuando regresó de su quincuagésima misión. Entonces regresó a Inglaterra y pilotó su B-24 en otras treinta misiones más. Al terminar la guerra, ya había decidido su futuro, y la compañía aérea de Nueva York no veía la hora de incluirlo en nómina.
Un cuatrimotor. Ochenta pasajeros. El vasto territorio verde del Aeropuerto de La Guardia. Los horarios de vuelo exactos, perfectos. El vuelo 634 llega a tiempo. Aquí el capitán J. Cassidy. Tenga, su cheque. Y así un año, dos, tres hasta que lo pasaron a vuelos transatlánticos. Quince mil al año. En Nueva York tenía un piso en la zona de la calle Setenta Este. Cuando no volaba, llevaba trajes de ciento veinticinco dólares, le invitaban a las mejores fiestas, y algunas de las más elegantes jóvenes ya presentadas en sociedad se morían porque les echara el ojo.
Cuando ocurrió, las autoridades adujeron que no tenía perdón. Para los periódicos fue una de las peores tragedias de la historia de la aviación. El enorme avión había despegado y estaba en el extremo final de la pista cuando de repente se ladeó y fue a caer a los pantanos para estallar instantáneamente. De los setenta y ocho pasajeros y miembros de la tripulación, sólo se salvaron once personas. Y el único miembro de la tripulación que sobrevivió al desastre fue el piloto, el capitán J. Cassidy.
En la vista del juicio, se quedaron mirándolo; supo que no le creían. Nada de lo que dijera los forzaría a creerlo. Pero era la verdad. Era verdad que el copiloto había sufrido un repentino colapso emocional, de esos que no dan previo aviso; la espantosa fusión de elementos negativos que hace que un hombre salte en pedazos como la tierra cuando se produce un terremoto. El copiloto se había abalanzado sobre Cassidy, le había arrebatado los mandos y había hecho que el avión bajara cuando se encontraba a menos de treinta metros del suelo.
Las autoridades se limitaron a escuchar, y sin mediar palabra, llamaron mentiroso a Cassidy. La prensa dijo que era peor que un mentiroso; dijo que intentaba echarle la culpa a un pobre hombre inocente que estaba muerto y no podía defenderse. La familia del muerto insistió en que no había ningún síntoma de inestabilidad emocional, y ningún motivo para que se produjera aquel repentino ataque, e instó para que Cassidy fuera castigado. Mucha gente exigió que Cassidy fuera castigado, especialmente después que alguien comentara que la noche anterior al accidente Cassidy había asistido a una fiesta donde se había bebido mucho champán.
Y así lo testimoniaron. Buscaron a expertos que explicaron el efecto fisiológico del champán; sobre todo recalcaron el hecho de que el champán tiene unos efectos secundarios muy traicioneros; que un hombre puede beber un vaso de agua al día siguiente y volver a emborracharse. Así lo explicaron. Dijeron que eso había sido la causa. Informaron a Cassidy que estaba acabado.
No podía creérselo. Intentó negarlo, pero no le prestaron atención. Ni siquiera lo miraron. En Nueva York había sido duro, pero cuando la cosa volvió a repetirse en la ciudad de Oregón, comenzó a darse cuenta del efecto de su tragedia personal. A la semana de marcharse de Oregón, comenzó a beber.
En ciertas ocasiones, luchaba con todas sus fuerzas por dejar la bebida, y algunas veces lo lograba; entonces salía a buscar trabajo. Pero como su nombre y su cara habían aparecido en todos los diarios del país, no querían saber nada de él. Una vez intentaron echarlo por la fuerza y la cosa acabó con una trifulca, pasándose una semana en la cárcel.
El descenso fue rápido y pronunciado. Durante una caótica borrachera, decidió mandarlo todo al diablo; se fue a Nevada y empezó a apostar. En sus años como piloto, había logrado ahorrar más de diez mil dólares, y en Nevada, en las mesas de dados, tardó exactamente cuatro días en perder hasta el último centavo. Se marchó de Nevada en un tren de carga.
De Nevada fue a Texas; encontró trabajo en la zona portuaria de Galveston. Pero alguien lo reconoció y se produjo otra pelea, de la que salió con la nariz fracturada. En Nueva Orleans lo encerraron durante diez días por vagancia, y en Mobile fue a parar al hospital junto con otros tres hombres, y después cumplió una condena de sesenta días por asalto y agresión. En Atlanta fue otra vez por vagancia y lo condenaron a doce días de trabajos forzados. Le contestó mal a un guardia y le fracturaron la nariz por segunda vez y perdió tres dientes. En Carolina del Norte se subió a un tren que le llevó a Filadelfia donde se pasó unas semanas en los bajos fondos, por la zona de Race y la Octava; entonces intentó buscar trabajo en el puerto. Encontró algunas ocupaciones eventuales como estibador, alquiló un cuartucho cerca de los muelles y rogó por mantener la calma, conservar el trabajo y dejar de beber.
Pero odiaba su trabajo, odiaba su cuarto, y como había llegado al punto de odiarse a sí mismo, decidió que necesitaba beber. A la tercera semana de estar trabajando, entró en un bar del puerto llamado Lundy’s Place, un establecimiento de suelo sucio, paredes desconchadas y seres humanos de vida promiscua. Pidió whisky de centeno. Iba ya por la tercera copa cuando vio el vestido púrpura brillante, la forma en que se le ceñía al cuerpo y cómo estaba sentada allí, mirándole.
Se acercó a la mesa. Estaba sola. Le preguntó qué miraba. Mildred le contestó que estaría mucho más guapo con todos los dientes. Al cabo de ocho o nueve copas, se lo contó todo. Cuando concluyó, la miró y esperó su reacción.
La mujer se encogió de hombros. Unas cuantas noches después, cuando le pidió que fuera a su cuarto, volvió a encogerse de hombros, se levantó y se fue con él.
Al día siguiente, Cassidy fue al dentista y le tomaron las medidas para hacerle un puente con los tres dientes. Al cabo de un mes, ya tenía los dientes bien colocaditos en la boca y se había casado con Mildred. Su luna de miel consistió en un paseo en ferry por cinco céntimos hasta Camden, en la orilla opuesta del Delaware. Unos días después, Mildred le ordenó que saliera a buscar un trabajo. Le comentó que tal vez lograría encontrar un puesto en una de las pequeñas empresas de autobuses de Arch Street. Cassidy enfiló hacia Arch Street, entró en la terminal y de inmediato supo que se trataba del tipo de empresa que funcionaba de milagro. Supo que no harían demasiadas preguntas. Y las pocas que le hicieron fueron fáciles de contestar. Les dio su nombre correcto, su dirección y cuando le preguntaron que si tenía alguna experiencia, no tuvo necesidad de mentir. En la universidad había trabajado a horas como conductor de un autobús escolar.
Le dijeron que sí y esa tarde, le entregaron una gorra y llevó hasta Easton a dieciocho pasajeros. Regresó esa noche para contarle a Mildred su buena suerte, pero en vez de ir directamente al piso, decidió pasar antes por Lundy’s Place para tomarse una copa. Al acercarse al bar, vio salir a Mildred en compañía de varios hombres y mujeres, borrachos como cubas. En ese momento, se rio por dentro; en el fondo sabía que no podía esperar nada mejor. Lo importante era que tenía el autobús. No era como un cuatrimotor, pero la máquina funcionaba y tenía ruedas. Y él iba al volante. Eso era lo que importaba. Y lo que necesitaba. Más que ninguna otra cosa.
Sabía que había perdido la capacidad de controlar a Cassidy, por lo que jamás podría llegar a controlar a Mildred, pero en el mundo quedaba una sola cosa que podía e iba a controlar, la única cosa real, que tenía un sentido, una estabilidad y un fin. Era lo que le permitía aferrar el volante y cambiar las marchas, y conseguir una situación aunque fuera remotamente parecida a la época en que pilotaba un avión en recorridos transatlánticos. No era más que un autobús viejo, cascado y hecho trizas, pero era un autobús estupendo. Era un autobús maravilloso. Porque hacía lo que él quería. Porque una vez más, J. Cassidy ocupaba el asiento del conductor.
Esa noche se había sentido muy bien, y en ese mismo momento, mientras miraba el café negro y humeante, logró recuperar parte de aquella sensación. Todavía le quedaba el autobús. Todavía ocupaba al asiento del conductor. Todavía seguía a cargo de los pasajeros. En Lundy’s era un borracho más, y en esos cuartos era simplemente otra criatura de las que habitaban en los muelles, pero, joder, en el autobús, era el conductor, el capitán. Dependían de él para llegar a Easton. Y en Easton, dependían de él para volver sanos y salvos a Filadelfia. Lo necesitaban tras el volante.
Brindaría por eso. Salió a la sala, encontró una botella con algo de whisky y tomó un sorbo generoso. Hinchó el pecho y echó otro trago. Un brindis por el capitán de la nave, el piloto del avión, el conductor del autobús. Y ahora, un brindis por el capitán J. Cassidy. Y otro brindis por las cuatro ruedas del autobús. O mejor todavía, un brindis por cada una de las ruedas. Que todo el mundo beba. Vamos, todos. ¡A beber! ¡A beber!
Cassidy lanzó la botella vacía contra la pared. Al hacerse añicos observó la lluvia de vidrios. Rio salvajemente y salió del apartamento. Había dejado de llover, pero las calles todavía no se habían secado; le sonrió al asfalto reluciente mientras avanzaba a grandes zancadas por los muelles, rumbo a Lundy’s Place.