EL SALTO DE CIEN AÑOS AL FUTURO
El paso de las tinieblas a la luz iba acompañado de un estado de tranquilidad absoluta. Me sentía a extraño, como si estuviera flotando en un espacio blanco. Y… aparecí en una cámara en la que reinaba un silencio infinito.
Miré hacia los lados: la cámara no tenía ni ventanas ni puertas y, sin embargo, estaba inundada de luz pálida, tibia, a semejanza de las nubes cuando las hiere el sol. Esta nube blanca me rodeaba, e iba transformándose lentamente en una espuma nebulosa en forma de pared. La cama donde descansaba se disolvía en la blancura de la habitación. No sentía el roce de la manta ni de la sábana, como si hubieran sido tejidas con aire.
Lentamente, empecé a distinguir las cosas que me rodeaban. A duras penas, vi una caja blanca con una pantalla, después al perfilarse la visión, me pareció muy semejante a una hoja metálica que reflejase la blancura de la habitación, la cama y a mí; la pantalla estaba dirigida hacia el lugar donde me encontraba y parecía escuchar y vigilar cada uno de mis movimientos y de mis propósitos. Esta conjetura fue corroborada posteriormente.
Al lado de la cama, nadaba una almohada plana y blanca, de superficie granulada. Cuando la alcancé con el brazo, resultó ser el asiento de una silla de tres patas hecha de un plástico transparente y duro. Más lejos había una mesa del mismo material y un termómetro, o quizás un barómetro, encerrado en una campana de cristal: de seguro un instrumento que registraba los cambios de la atmósfera.
Esa como nube que me rodeaba, que quizás debía crear una sensación de quietud, me angustiaba.
Lanzando a un lado la imponderable manta, me senté.
Al mirar de nuevo la pantalla, me estremecí: en ella surgió la figura vaga de un hombre sentado en la cama. Era muy diferente a mí; parecía más alto, joven y fuerte.
—¡Levántese y camine para adelante y para atrás! —me dijo una voz femenina.
Involuntariamente, miré alrededor; aunque sabía que en la habitación no había nadie. «Nil admirari» me dije, y obediente, me dirigí a la pared y regresé.
—¡Otra vez! —ordenó la voz.
Repetí el ejercicio, sospechando de que alguien me estaba observando.
—Levante los brazos.
Levanté los brazos.
—¡Déjelos caer! ¡Otra vez! ¡Ahora siéntese! ¡Levántese!
Repetí todo lo que me exigían, sin hacer ninguna protesta.
—Bueno, ahora, ¡acuéstese!
—No quiero. ¿Para qué? —prorrumpí.
—Para comprobar de nuevo el estado de su organismo en completa calma.
Una fuerza invisible me derribó a la cama, haciendo que mis propias manos agarraran la manta y me arroparan.
«Qué interesante. ¿Y cómo mi observador invisible lo ha podido hacer? ¿Mecánicamente o por hipnotismo?».
Protesté tempestuosamente:
—¿Dónde estoy?
—En su casa.
—¡Esto es la habitación de un hospital!
—¡Ja, ja! ¿Ha dicho habitación? —repitió la voz, y agregó—: Es un aposento vitalizador corriente. Nosotros lo acabamos de instalar en su casa.
—¿Y quiénes son esos «nosotros»?
—El Semc de la región treinta y dos.
—¿El Semc?
—Sí, el Servicio Médico Central. ¿Hasta esto ha olvidado?
Callé. ¿Qué podía responder?
—Ha sufrido la pérdida parcial de la memoria después del shock —aclaró la voz—. No se esfuerce en recordar, ni se ponga en tensión. Pero pregunte lo que quiera.
—Estoy preguntando —le respondí—: ¿Quién es usted?
—El interno de guardia. Vera-séptima.
—¿Cómo? —exclamé asombrado—. ¿Por qué Séptima?
—De nuevo empieza a bromear: «¿Por qué séptima?». Simplemente, porque además de mí, en este sector están Vera-primera, Vera-segunda, etc.
—¿Y el apellido?
—No tengo. Todavía no he hecho nada excepcional o extraordinario.
Pensé que sería mejor no seguir preguntando. Ya empezaba a surgir la curva peligrosa. Pero, imponiéndome al miedo, pregunté:
—¿Usted no se puede mostrar?
—Eso no es necesario.
«Seguramente es una vieja despreciable, malvada, pedante y criticona» pensé.
Escuché una risa. Y la voz dijo:
—Sí, soy criticona, es verdad, y un poco pedante.
—¿Puede leer el pensamiento? —farfullé sorprendido.
—No yo, sino el cogitador. Es una instalación especial.
Hice silencio, pensando cómo engañar a esa diabólica instalación.
—No la podrá engañar —dijo la voz.
—¡Qué deshonesto!
—¿Qué?
—¡Qué deshonesto! —exclamé rabioso—. ¡Qué horrible! ¡Qué impúdico! Si es deshonesto mirar y escuchar furtivamente, tanto más canallesco y vil es meterse en el cráneo de las otras personas.
La voz calló; después dijo precipitadamente:
—En lo que llevo trabajando, usted es el primer enfermo que ha protestado contra el cogitador. Es una instalación que se le pone sólo a los enfermos. Gracias a ella podemos mirarlo todo: el neurosistema, las válvulas cardíacas, el aparato respiratorio y todas las funciones del organismo.
—Pero ¿por qué me la colocaron a mí, si yo estoy más fuerte que un toro?
—Por lo general —siguió diciendo ella, sin responder a mi pregunta—, a los observadores no les dan permiso para presentarse ante los enfermos; sin embargo, a mí me lo permitieron.
Al decir esto, la superficie plana de la pantalla se ensombreció e iluminó. Me miraban ahora los ojos de una muchacha joven, vestida de blanco y con un peinado corto con ondas.
—Si lo desea, puede hacer preguntas. Ya su memoria retornó —dijo ella.
—¿Qué es lo que tengo?
—A usted le hicieron una operación. Le trasplantaron el corazón, después de la catástrofe. ¿Recuerda?
—Sí, recuerdo —mentí—. ¿Me lo pusieron de plástico o de metal?
—¿Qué?
—El corazón, pues.
Se rió con la misma sonrisa de la profesora al escuchar la pregunta tonta del alumno.
—Por algo dicen que usted vive en el siglo XX.
Me asusté. ¿Será posible que estén enterados? Bah, qué importa, quizás eso sea lo mejor: ni explicaría nada, ni fingiría. Para aclarar las dudas, pregunté:
—¿Y por qué dicen eso?
—El corazón artificial se utilizaba hace tiempo. Ahora lo hemos cambiado por el orgánico, cuidado en ambientes especiales. Y, a pesar de eso, usted razona como si fuese del siglo XX, como lo haría un historiador. Según dicen, usted conoce el siglo XX como la palma de sus manos. Hasta sabe qué zapatos se utilizaban.
—Sí, tenían clavos —le dije alegremente.
—¿Qué tenían?
—Clavos.
—No sé qué son esas cosas.
Suspiré. La palabra más difundida en los tiempos de la física atómica, no existía en los diccionarios del siglo XXI. Sería interesante saber, cuál ha sido el suplente. ¿Quizás la cola?
—Escúcheme, señorita…
Su risa me interrumpió.
—¿Hablaban así hace un siglo: «señorita»?
—Sí, por supuesto —afirmé severo—. Escuche. Estoy cansado de estar acostado. Quiero vestirme e irme de aquí.
Ella arrugó el entrecejo:
—Podrá vestirse, le traerán la ropa; pero no podrá salir: el proceso de la observación aún no ha concluido. Tanto más después de un shock con pérdida de la memoria. Tenemos que comprobar de nuevo su organismo en las neurofunciones a que está adaptado.
—¿Aquí?
—Naturalmente. Vendrá su «historiador mecánico». Es uno de los mejores, de último modelo, sin dirección de botones y adaptado a su voz.
—¿Y usted verá y escuchará furtivamente?
—Por supuesto.
—Entonces no conseguirá nada —le dije—, porque no me vestiré ni trabajaré frente a usted.
Un alegre asombro reflejóse en su rostro, estremeciéndose para no estallar de risa, y preguntó:
—Pero ¿por qué?
—Porque vivo en el siglo XX —le dije.
—Bueno —acordó—, apagaré el videógrafo; aunque seguiremos observando sus procesos orgánicos internos.
—Bien —le dije—. Aunque eres la séptima eres inteligente.
No comprendió esta última frase y le hice un gesto indiferente con la mano. Por lo visto, no había leído a Chéjov, o quizá lo leyó; pero olvidó esta frase. Desapareció junto con la pared y entró en la habitación algo parecido a un radiador hecho de tubos rectangulares entrelazados Este «algo» resultó ser un guardarropa corriente donde había sido colocada mi supuesta ropa. Elegí unos pantalones estrechos, blancos, fijados en los ruedos como los de nuestros gimnastas, y un suéter similar. En la pantalla cristalina se reflejó una figura parecida a la mía, más respetable y agradable a la vista. ¡Cómo iba a saludar a la gente del siglo XXI en ropa de cama! Me di vuelta al escuchar un ruido a mi espalda como si alguien anduviese en puntillas. Lo que vi, era algo muy diferente a un hombre; era una caja fuerte o una heladera que había entrado misteriosamente en la habitación ocupando el lugar del desaparecido guardarropa. Al entrar, quedó inmóvil, haciendo pestañear su ojo verde indicador.
—Qué interesante —dije en voz alta—, quizás éste sea mi «historiador mecánico».
El ojo verde se puso rojo.
—Sí, soy yo. Abreviado es Himec-12 —pronunció la caja fuerte con voz privada de entonación—. Le escucho.