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NOSCE TE IPSUM

No había nadie para conversar sobre lo ocurrido. Olga se retrasaba en la policlínica y Galia todavía no llamaba. A Kliónov, por su insoportable didáctica, lo evitaba cautelosamente. A causa de esto, huí también de las reuniones de la redacción.

Vagaba por la ciudad, para no llegar demasiado temprano al restaurante y esperar tontamente frente a su entrada. Me senté frente a la estatua de Pushkin esforzándome en concentrar mis pensamientos; pero lo oído por la mañana era tan nuevo y asombroso, que no podía meditar. Al fin, mi pensamiento empezó a valorar mi encuentro con los científicos: ¿qué encuentro era éste? ¿un éxito para un periodista o una amenaza para su vida, amenaza que encierra lo incógnito? Creí que era un éxito o, más bien, una suerte para un periodista. Si los conejos de experimentación pudieran razonar, seguramente se enorgullecerían de su contacto con los científicos. Me enorgullecía también yo. Yo había leído que los científicos se dividen en dos clases: románticos y clásicos. Clásicos son aquellos quienes desarrollan lo nuevo en base a lo viejo que ha sido afirmado y corroborado por la ciencia. Los románticos son los soñadores: los que se interesan por las ramas cercanas y lejanas del conocimiento. Desarrollan lo nuevo, no sólo con la ayuda de lo viejo; sino, frecuentemente, con la ayuda de asociaciones completamente inesperadas. Mi admiración por este último tipo de científicos, la expresé en el artículo que publiqué en una revista. Sólo los románticos son capaces de pecar contra la razón así, tan brillante e irrazonablemente. Y confieso que quisiera seguir tomando parte en este pecado.

Tales fueron los pensamientos que me acompañaron hasta la cita, a la que llegué un poco retrasado. En la puerta del restaurante me esperaban ya, el sonriente Zargarián y el modesto Nikodímov, opacado ante él, con un saco severo y pasado de moda. A Nikodímov le hubiese quedado muy bien el cuello alto almidonado que usaban a principios de siglo, pues poseía una severidad antiquísima. Por el contrario, Zargarián era sin lugar a dudas irresistible con su traje de dacron y su corbata juvenil.

Entramos y nos sentamos en una mesa solitaria que ocupaba un ángulo de la sala.

Después de comer, Zargarián, vertiendo coñac en las copas, dijo:

—Mi primer brindis será por los encuentros casuales.

—¿Por qué casuales? —inquirí.

—Usted no puede imaginarse el papel que juega en mi vida la casualidad. Casualmente conocí a Zoia y, por casualidad, por medio de ella, a usted. Hasta a Pável Nikodímov lo conocí de modo ocasional. Sucedió hace años, cuando leí un día su artículo sobre la concentración de biopolos sub-cuánticos, en el Boletín de la Academia de Ciencias. Resultó ser, que nos acercábamos al mismo problema por diferentes caminos.

Recordé las palabras de Kliónov, las cuales afirmaban que ambos trabajaban en diferentes ramas de la ciencia. Quise preguntárselo, mas Zargarián, como comprendiendo mi pensamiento, agregó riendo:

—¡Qué extraña unión de física y neurofisiologia!

—¿Acaso lee el pensamiento? —pregunté inquieto.

—¿Y por qué no? Soy telépata. He estudiado profundamente mi especialidad; sin embargo, lo que más me atrae son los sueños. ¿Por qué vemos en los sueños, frecuentemente, aquello que no hemos visto en la realidad? ¿Cómo podríamos vincular este hecho con la doctrina de Pávlov, la que afirma que el sueño es un reflejo de la realidad? ¿Qué excitaciones ejercen influencia, en estos casos, sobre las células del cerebro? ¿Acaso las habituales: táctiles, sonoras, visuales, olorosas y auditivas? Si no es así, entonces debe existir una nueva variedad de excitación, desconocida hasta ahora…

En este momento comprendí, por qué mis sueños le habían llamado la atención: no eran reflejos de la realidad. Tales sueños eran vistos por muchas personas; pero les faltaba estabilidad: se olvidaban, se volatilizaban en la conciencia —como dijo Zargarián—, y, principalmente, no se repetían…

—Razonaba de este modo —continuó él—: según Pávlov, los sueños reflejan la realidad; mas si la persona sometida a prueba no la ha visto, entonces la ha visto otro. ¿Pero quién? ¿Y quién? ¿Y de qué modo lo visto por otro se graba en su conciencia?

Aquí le interrumpí:

—¿Entonces la galería, la calle y el camino hacia el lago con los que soñé, son sueños ajenos?

—Sin lugar a dudas.

—¿De quién?

—En aquellos años aún lo desconocía. Tenía la suposición de que era a causa de una transmisión hipnótica. Pero, el hipnotismo no existe de un modo fortuito, mágico, sino que es producto de una relación entre individuos, siempre dirigida del hipnotizador al hipnotizado. Sin embargo, en algunos casos no es así. Hice conjeturas sobre la transmisión telepática —en parapsicología, llamamos inductor al cerebro transmisor de señales y perceptor al que las recibe—, y, no pude encontrar al inductor. Como ejemplo característico están sus sueños estables. ¿Quién se los transmitió? ¿De dónde? Usted se perdía en suposiciones y conjeturas. Asimismo me perdía yo, inclinado a creer en otras existencias del hombre, en otra fase, quizás en otro mundo. Pero como todo esto era mística, me encontré ante una puerta cerrada. Me la abrió Pável Nikítich, o, más bien, su artículo. Cuando lo leí, exclamé: «Sésamo ábrete». ¿No fue así, Pável Nikítich?

—Casi —afirmó Nikodímov bondadosamente—. Es una pena que hayas omitido los detalles más pintorescos. Sésamo no se abrió tan fácilmente. ¡Cuánto sufrí viviendo como un lobo y en desarmonía con la gente! Mi asistente —después huyó cuando empezaron a presionarnos— te tomó por loco. Recuerdo que hasta llamó por teléfono al psiquiatra. Sin embargo, ni esto te detuvo. Así comenzó nuestra colaboración, a partir de un encuentro casual. Por esto apoyo tu brindis.

—¿Y qué pasó después? —inquirí—: De la idea a la prueba experimental hay un largo trecho.

—Por ese trecho nos deslizamos lentamente. La idea matemática nos condujo a la física de los campos. Y empezamos desde las corrientes biológicas, ya que las corrientes biológicas del cerebro no son más que campos electromagnéticos que surgen en sus células nerviosas. En las radiaciones de estas corrientes biológicas, se forma un campo de energía único: la conciencia y la subconsciencia. Tomaremos ahora su propia analogía. Los campos de Jekyll y Hide son semejantes, pero incompatibles o, como decimos, antipáticos. Mientras usted está en vela, mientras su cerebro está ocupado, la antipatía de los campos permanece constante y sin cambio; pero en cuanto usted se duerme, el cuadro cambia, la antipatía se debilita y los campos de los «gemelos» se encuentran mutuamente y su sueño repite involuntariamente lo visto por la otra persona. Y para que Jekyll pueda transformarse en Hide se necesita una completa unión de los campos, posible sólo en caso de una actividad excepcional del campo inductor. Y he aquí que, esta actividad excepcional, la hemos encontrado en usted.

Aunque mi mente no podía comprender todas las ideas de Nikodímov, las escuchaba embelesado. Algunas veces me perdía en su laberinto diabólico de campos «gemelos», frecuencias y ritmos; pero, haciendo un gran esfuerzo, atrapaba el hilo de la conversación, obteniendo como resultado un discurso roto por puntos suspensivos.

—… por los experimentos, hemos llegado a la conclusión de que cuando existe una transmisión recíproca de campos, se activan las ondas de frecuencias mucho más amplias que el habitual ritmo alfa. Esta nueva clase de frecuencia la llamamos ritmo kappa. Y mientras más grande es la frecuencia de las ondas kappa más claro es el sueño captado por el receptor durmiente. En consecuencia, no era difícil ya deducir cierto desarrollo conforme a una ley: la superposición completa de los campos está relacionada con el aumento brusco de las frecuencias. Así surgió el transformador de corriente biológica. Creando una corriente dirigida de irradiación, nosotros mezclamos su conciencia con la conciencia idéntica a ella encontrada tras los limites de nuestro mundo tridimensional. Como es natural, estamos en la primera etapa del camino. El movimiento del campo por la sucesión de fases, hasta ahora es caótico, y carecemos del poder de dirigirlo, por lo tanto no podemos señalar con exactitud dónde usted volvería en sí: en el presente, el pasado o en el futuro. Son necesarias decenas de pruebas más…

—Estoy a su disposición —lo interrumpí.

Nikodímov no respondió.

La voz ronca e infantil de un cantante, rodaba por el sonoro salón, sobre las cabezas hirsutas o calvas de los clientes, sobre los cristales ennegrecidos de vino; sorprendía por su fuerza y limpieza de sentimiento, en este restaurante lleno de humo.

—Como el tema de la canción —dijo Zargarián, obligándome a prestarle atención a la letra de la melodía.

«Tú eres mi destino —cantaba el joven—, tú eres mi felicidad…».

—Usted es nuestro destino —repitió Zargarián, serio y con solemnidad—, y quizás nuestra felicidad.

Turbado, desvié la vista hacia otro lado. Ser la felicidad o el destino de alguien, es sin lugar a dudas agradable.

Nikodímov, en el acto, atrapó mi movimiento nervioso y el pensamiento vanidoso que se ocultaba detrás de él:

—Pero, posiblemente también nosotros seamos su destino. No debe olvidar que sabrá mucho más aún y, ante todo, de sí mismo, pues usted es sólo una parte de la materia viva que es «usted» en el eterno y complicado espacio-tiempo. En una palabra, repito la sentencia de los antiguos romanos: nosce te ipsum (conócete a ti mismo).

Estaba preparado para conocerme a mí mismo en todo el conjunto de dimensiones, fases y coordenadas; pero no le comuniqué a Olga esta resolución, sino que en pocas palabras la informé sobre la conversación con los científicos, prometiendo relatarle todo con más detalles al día siguiente. Era el día de su cumpleaños. Ese día, por lo general, lo festejábamos a solas; mas esta vez invité a Galia y Kliónov. Quise convidar a Nikodímov y Zargarián, a los culpables de que apareciera en mi vida lo inesperado —si no lo maravilloso—, hasta hice alusión al cumpleaños cuando todavía estábamos sentados en el restaurante; mas Nikodímov se mostró frío al escuchar mis palabras, porque no comprendió o por estar distraído. Zargarián, al notar mis intenciones, musitó: «Déjalo, de todas maneras no irá; es huraño; él mismo lo reconoce. Yo, en cuanto pueda escaparme, iré, pues no hemos terminado nuestra conversación sobre el autoconocimiento, ¿eh? Debo advertirle que posiblemente me retrase, así que no se desespere».

El día del cumpleaños de Olga, y en presencia de Galia y Kliónov, relaté lo vivido durante la prueba en el sillón, así como la conversación posterior sostenida con los científicos. Este relato provocó en ellos un delirio maniático. Kliónov, indeciso, carraspeó.

Galia, ruborizada, y excitada, exclamó:

—¡Yo no creo eso!

—¿Qué no crees?

—No creo nada. Eso es un disparate. Te están engañando simplemente.

—Bueno, ¿y para qué lo harían? —prorrumpió Kliónov—. ¿Con qué objeto? Sabemos que Zargarián y Nikodímov son individuos muy serios. No andan detrás de la propaganda. Por lo demás, tampoco son hombres capaces de lanzar ideas cuasicientíficas.

—Todo lo nuevo en las ciencias, todos los descubrimientos, nacen de la experiencia del pasado —afirmó Galia con calor—: ¿Y dónde ves tú aquí la experiencia?

—Lo nuevo frecuentemente refuta lo viejo.

—Existen diferentes clases de refutaciones.

—Exacto, estoy de acuerdo. Pero, ni a Einstein le creían: «¡No faltaba más! ¡Refutar a Newton!».

Olga, obstinada en permanecer callada, no intervenía en la discusión, hasta que Galia le llamó la atención:

—¿Y tú, por qué callas?

—Por miedo.

—¿Miedo a qué?

—Ustedes discuten sobre concepciones abstractas; sin embargo, Serguéi tomó parte directa en el experimento. Y, por lo que sé, no se detendrá ahí. Y si es verdad todo lo que cuenta, es poco probable que el cerebro de una persona corriente lo soporte.

—¿Y tú estás convencida de que soy una persona corriente? —inquirí bromeando.

No contestó. Galia y Kliónov retomaron la conversación. Me vi obligado a responder decenas de preguntas, repitiendo una y otra vez mi relato sobre lo sucedido en el laboratorio de Fausto.

—Si Nikodímov prueba su hipótesis —dijo Galia vencida—, hará una revolución en la física. Si la prueba, naturalmente —agregó con testarudez—, pues el experimento de Serguéi no es aún una prueba convincente.

—A mí me interesa otra cosa —dijo Kliónov, pensativo—. Si a priori tomáramos como verdadera la hipótesis, entonces surgiría la pregunta no menos importante: ¿cómo se desarrolla la vida en cada fase espacial? ¿Por qué estas fases son semejantes? Yo no hablo de su aspecto físico, sino social. ¿Por qué en cada transformación de Serguéi, Moscú es el Moscú actual, o de la postguerra, y no de Rusia zarista? Porque si la hipótesis de Nikodímov resulta verdadera, ustedes comprenderán, que lo primero que preguntarían en el occidente, históricos, políticos, sacerdotes y periodistas, sería: ¿Es o no es obligatoria la semejanza social en todos los mundos? ¿Es o no obligatorio un desarrollo histórico idéntico?

—Nikodímov habló sobre mundos con otros tiempos, y, quizás con tiempos contrarios. Teóricamente, se podría caer en el período de neanderthal o en el del primer cohete terrestre interestelar. No hablo de eso —objetó Kliónov—. Por más genial que sea el descubrimiento hecho por Zargarián y Nikodímov, no puede dejar pasar por alto la importancia del aspecto social de cada mundo. Para la ciencia marxista todo es claro: la semejanza física presupone semejanza social. En todas partes, el desarrollo de las fuerzas productivas determina el carácter de las relaciones de producción. ¿Te imaginas qué dirían los apologistas de las personalidades y casualidades? Siendo así, los bárbaros no hubiesen llegado a Roma, ni los tártaros a Kalka. Washington pudo haber perdido la Guerra de Independencia en EE. UU., y Napoleón ganar la batalla de Waterloo. Lutero pudo no haber sido quien encabezó la Reforma, y Einstein no hubiese descubierto la teoría de la relatividad. Este desarrollo histórico dependiente de la casualidad, ha sido llevado por Bradbury hasta el absurdo. Un viajero en el tiempo, por casualidad, aplasta una mariposa en el período antediluviano y esto es suficiente como para que cambie el cuadro de las elecciones presidenciales en EE. UU.; en vez del progresista y radical, es elegido un fascista y oscurantista. Nosotros sabemos que a Goldwater no lo hubiesen elegido de todas maneras, aun si hubieran aplastado a todos los dinosaurios de la era proterozoica. Y si Napoleón hubiera triunfado en Waterloo, lo hubiesen derrotado en cualquier otro sitio. Y en lugar de Lutero, otro hubiese encabezado la Reforma. Y si no hubiese existido Einstein, otro de todas maneras hubiera descubierto la teoría de la Relatividad. Hace más de cien años, Belinski, aún sin llegar hasta el materialismo histórico, escribió: «En la naturaleza y en la historia, domina una necesidad interna, severa e irrevocable, y no la ciega casualidad».

Kliónov hablaba con el tono sentencioso de un conferenciante, lo cual me enfureció, y, por contradecirle, pregunté:

—Bueno, imagínate que en uno de los mundos vecinos no existió Hitler. No nació. ¿Hubiera habido guerra o no?

—¿Tú mismo no te puedes contestar? ¿Y Göering, Goebbels, Keitel? A cualquiera de ellos los grandes financistas le hubiesen dado la batuta de director. Ya veo tu gran misión histórica, Serguéi. No te rías; es justamente una gran misión. No sólo demostrar la hipótesis de Nikodímov, sino fortalecer la posición de la concepción marxista de la historia de que la lucha de clases ha determinado y determina siempre el desarrollo de la sociedad, en todos los lugares, ya sea aquí como en todas las fases.

Y cuando la conversación se hubo transformado en una discusión rabiosa y testaruda, llegó Zargarián con un ramo de flores.

Atrapó el hilo de la conversación, contó quiénes posiblemente obtendrían el premio Nobel, habló de su reciente viaje a Londres; cruzó palabras con Galia sobre el futuro de la técnica del láser y con Olga sobre el papel del hipnotismo en pediatría y encomió un artículo de Kliónov en la revista «Ciencia y Vida». En diez minutos, su elocuencia y erudición subyugaron a Galia y Olga, transformando el tono sentencioso de Kliónov en la atención respetuosa del estudiante. Sin embargo, según me pareció, él tenía el propósito deliberado de llevar la conversación por un camino lejano a nuestro experimento, porque no hablaba de él, ni de mi participación. Y cuando el reloj marcó las once de la noche, comprendiendo mi mirada perpleja, me dijo con su sonrisa habitual:

—Sé muy bien en qué está pensando: «¿por qué Zargarián calla lo del experimento?». ¿Adiviné? Bueno, callé porque no quería irme rápido a casa. Si hubiesen escuchado lo que les diré, no hubiera habido más conversación. ¿Está intrigado? —inquirió riendo—. Todo es muy claro. Mañana deseamos realizar otro experimento y deseamos su participación.

—Estoy a su disposición —le dije.

—No se apresure —rogó con una voz seria, quizás inquieta—. La nueva prueba es mucho más larga que las anteriores. Quizás se prolongue por unas horas, quizás un día… En segundo lugar, la prueba está calculada para fases más lejanas. Digo «lejanas», para que sea comprensible. No se trata de distancia, pues ésta no podemos determinarla, ni su concepto tiene significación para la actividad de las corrientes biológicas, sino de otra cosa desconocida aún. Como sabemos, la difusión de la radiación, en nuestro caso, es casi instantánea, no dependiendo ni de la situación espacial de las fases, ni del signo del campo. Y le debo advertir, Serguéi Nikolaévich, que ignoramos hasta qué punto arriesga su vida.

Olga quedó en silencio, aterrada.

Galia, inquieta, preguntó:

—¿Entonces, es peligroso?

—Me es difícil responder con certeza a su pregunta —repuso Zargarián, por lo visto, sin tratar de ocultar nada—: Si la puntería fallara, nuestro convertidor podría perder el control sobre el biocampo superpuesto. Ignoramos cuáles serían las consecuencias para el sujeto de experimentación. Ahora, imagínense otra cosa; en este mundo él está inconsciente, en el otro su conciencia la posee otro, digamos, que vuela en un avión. ¿Qué sucedería con su conciencia en caso de una catástrofe? Esto lo desconocemos. Desconocemos si el convertidor tendría tiempo para reconectar el biocampo, si se apagaría, o si, simplemente, morirían dos personas: en este mundo y en el otro.

A Zargarián le respondió el silencio, un silencio sepulcral.

Se levantó y dijo:

—Ya le había dicho que, después de mi declaración la conversación mundana hubiera desaparecido. Decida libremente, Serguéi Nikoláevich. Vendré por usted mañana y con respeto lo escucharé, aunque se niegue a tomar parte en nuestros trabajos.

Los acompañamos en silencio; y en silencio regresamos a la habitación. Galia, tras el largo silencio que flotaba en el ámbito, me preguntó a la cara:

—¿Estás esperando mi consejo?

Silenciosamente, me encogí de hombros: «¿qué significación podría tener su “sí” o su “no”?».

Y agregó:

—Ya creo en este delirio. ¡Imagínate! Si yo hubiera servido para esto y me lo hubiesen propuesto, como a ti… no pensaría mucho en la respuesta. En cuanto al consejo… ¡Bah! Que Olga te aconseje.

—Yo no te voy a disuadir, Serguéi —dijo Olga—. Decídelo tú mismo.

Yo seguía en silencio, sin apartar la vista de la copa vacía y esperando las palabras de Kliónov.

—Es interesante —dijo, sin dirigirse a nadie—. ¿Meditó durante mucho tiempo Gagarin cuando le propusieron viajar al cosmos?