Durante varias noches, a Agnes le había resultado difícil conciliar el sueño. No lo entendía, porque su salud era mejor ahora de lo que había sido en muchos años. Durante el día trabajaba mucho, con vigor e interés y entusiasmo. Mantener esta casa limpia, tenerla reluciente y brillante era su principal deseo, y no se retrasaba en sus tareas, no pensaba en el tiempo ni en el descanso.
A última hora de la tarde, sola en la casa, subía al segundo piso. Entraba en el dormitorio principal. Y miraba la cama, lo vacía que estaba. Abría el armario ropero y miraba lo vacío que estaba aquel espacio donde en otro tiempo los vestidos y sombreros, los abrigos y los zapatos de Clara habían resplandecido con brillantes colores. Y abría los cajones del tocador y miraba lo vacíos que estaban.
Y recordaba la seda y el satén y el hilo, la profusión de amarillo y rosa, y verde y azul. Miraba los cajones abiertos del tocador, el vacío, recordando las cajas de polvos, los tarros de crema y aguas diversas, las bonitas cajas que contenían jabón de fantasía, jabón negro y verde oscuro y amarillo oscuro. Recordaba las toallas, las toallas negras y verde oscuro y amarillo oscuro. Las sales y los aceites de baño, negros y verde oscuro y amarillo oscuro. Los perfumes. Recordaba todo esto que había llenado los cajones del tocador y atestado el dormitorio, el cuarto de baño, y arrojado tanta presión en su tarea diaria de mantener en orden estas habitaciones.
Y mirando este vacío, el símbolo de la partida de Clara, Agnes sonreía. Enérgicamente continuaba con su trabajo. Porque ahora esta casa estaba limpia, y ella quería mantenerla limpia. Con plena conciencia, Agnes se decía que la casa ahora era una casa sana, limpia, una buena casa, una casa que verdaderamente merecía su trabajo de mantenerla reluciente.
Y debido a los esfuerzos que realizaba durante el día, debería haber sido automáticamente fácil para Agnes conciliar el sueño por la noche. Pero cuando la luz estaba apagada y su cabeza descansaba sobre la almohada, Agnes no podía cerrar los ojos, no podía cerrar su mente al pensamiento. Agnes se preguntaba muchas cosas.
Principalmente, se preguntaba por qué se la obligaba todavía a dormir en el sótano, por qué se la obligaba todavía a comer sola en la cocina. Ella no había pedido otra cosa, pero había esperado otra cosa, y no había sucedido, y ahora se preguntaba por qué. Y oculto en esta pregunta había algo espantoso. En la densa y callada oscuridad del sótano, Agnes se crispaba, y se estremecía, diciéndose para sus adentros que Clara todavía se encontraba en la casa.
El miedo aparecía con la angustia y producía un agotamiento, y sólo esto traía el sueño. Esta noche, Agnes se hundió en el sueño con gemidos y murmurando.
Sin embargo, aun cuando se le había ofrecido con renuencia, burlonamente el sueño se le escapó. Agnes se sentó en la cama, contemplando la oscuridad. Sintió un temblor. No parecía proceder de sus propios miembros. Parecía tener su origen en la misma casa. Parecía fluir, con su núcleo arraigado en el pasillo del piso de arriba.
Agnes miró el techo oscuro. Y era como si pudiera ver, a través del techo, a través de la madera y el ladrillo y el yeso, el pasillo del piso de arriba, el dormitorio principal.
Se formó un grito en su garganta. Trató de ahogarlo y le falló el aliento. Se inclinó, ahogándose, consiguió tomar aliento y lo aspiró, dejándolo escapar con jadeos secos y largos. Y la cama era como un potro de tormento, que la estiraba, la desgarraba, haciéndola retorcer. Se dijo para sí que no podría soportarlo más tiempo, y bajó de la cama, cruzó el sótano, llegó a la puerta que daba al callejón. Fatigada, desesperada, apoyó la cabeza en la ventana. Una franja de oscuridad ondeó ante sus ojos y ella levantó la vista y vio la sombra de alguien en el callejón.
Agnes abrió la puerta y salió. La oscuridad contenía una dulzura, una ligera tibieza, la esencia de la primavera.
Era tranquilizador, y Agnes respiró hondo, agradecida, mientras se apoyaba en la pared de ladrillo de la casa de los Ervin y miraba a Barry.
Él no la vio. No sabía que ella estaba allí. Agnes se dijo para sí que era extraño, el ruido de la puerta del sótano debía de haber llegado a sus oídos, y sin embargo no la había oído. Le observó. Barry estaba mirando algo que tenía en la mano. Luego levantó la cabeza y miró el segundo piso de la casa de los Ervin, la ventana de la habitación trasera de arriba. Algo le cayó de la mano y resonó en el cemento del callejón. Y Barry se miró la mano, levantó la cabeza de nuevo, miró la ventana y se miró la mano otra vez.
Agnes fue hacia él y le dijo:
—No oirá las piedrecitas. Y aunque las oyera, no vendría a ti.
La sorpresa se mostró en el rostro de Barry. Dio un brinco. Luego frunció el ceño y dijo:
—¿Me ha visto aquí fuera? ¿Haciéndole señas a ella?
Agnes asintió.
—Una noche. Hace mucho tiempo.
—Entonces vino a mí.
—Ahora no vendrá.
—Vendrá a mí. Debe hacerlo. Estaba atada a Clara. Con cadenas. Pero ahora están rotas. No hay nada que la detenga.
—Lo hay. Créeme, ella está en un extremo del mundo y tú estás en el otro.
—Pero puedo hablar con ella…
—Sólo puedes hacer una cosa. Puedes olvidar.
—¿Le ha pedido ella que me diga esto?
—No, pero vivo en esa casa con Evelyn. Sé lo que le está pasando.
—Es un efecto. Es un hechizo.
—No es un efecto —dijo Agnes—. Ni es un hechizo. Son semillas. Arraigadas en lo profundo. Y crecen, crecen sin parar. Con cada hora que pasa… ella se convierte más en Clara. Habla como Clara. Actúa como Clara. Está empezando a parecerse física mente a Clara. —Agnes señaló la pared y dijo—: Te lo digo… Clara está en esa casa.
Barry bajó la cabeza. Murmuró:
—Cuando éramos niños…
—Sí —dijo Agnes—. Recuerdo cuando erais niños, cuando jugabais en el callejón. Y vuestras voces; yo os oía corretear arriba y abajo por el callejón. Recuerdo una vez… ella entró corriendo en la cocina. Estaba llorando. Tú habías estado haciendo trucos para ella, colgándote por las rodillas del palo de la colada. Y te caíste y te rompiste la muñeca. Aquella noche ella apenas probó la cena. Aquella noche la oí llorar en su habitación, diciendo «pobre Barry, mi pobre Barry». Su vocecita de niña te llamaba. Sí, la oí porque en aquellos años yo no dormía en el sótano.
Agnes suspiró. Miró hacia la ventana y dijo:
—Supongo que no me quedaré mucho tiempo más. Ella se deshará de mí. Se deshará de la casa. Quiere cosas elegantes, las cosas que ella piensa que son elegantes. —Y Agnes señaló hacia la parte alta de la ciudad y dijo—: Quiere aquello. Quiere la parte alta de la ciudad, lejos, donde están las casas grandes, el dinero. Y conseguirá lo que quiere. Siempre que la miro a la cara puedo ver en sus ojos… su plan.
Él hizo un gesto confuso, como si palpara a tientas.
Ella le miró la mano vuelta hacia arriba, que mostraba las piedrecitas brillando en su palma. Dijo:
—Evelyn oiría esas piedras. Pero Evelyn no está. Sólo está Clara. Cuando la chica me da órdenes, puedo oír la voz de Clara.
Barry suspiró. Bajó la cabeza, meneándola ligeramente.
Y después dijo:
—Es primavera. Somos jóvenes.
Agnes le observó. Miró las piedras que tenía en la mano. Se volvió y miró hacia la ventana. Experimentó un cambio repentino, y murmuró:
—Sí, es primavera.
Cruzó el callejón, llegó a la puerta del sótano y se quedó esperando allí. Y observó a Barry.
Barry no se daba cuenta de que estaba siendo observado. Miraba fijamente la ventana y luego miró las piedrecitas que tenía en la mano. La duda se apoderó de sus pensamientos y comprendió lo que significaría lanzar las piedras. Si no había respuesta al impactarse contra el cristal, debía irse, rechazado por completo, para siempre, sus esperanzas un botín abandonado.
Y entonces recordó a Clard, y la filosofía de Clard. Si pudiera dejar esas piedras, si las pudiera dejar ahora, si pudiera alejarse de este momento, el sueño de Evelyn permanecería en posesión suya, aun cuando la persona de Evelyn fuera inalcanzable. El sueño era una cosa preciosa, desprovista de ilusión, y perderlo sería insoportable, su pérdida irremplazable. Quiso dejar las piedras y alejarse y retener su sueño. Había algo seguro en esa decisión, algo reconfortante.
De nuevo miró la ventana. De repente percibió que realmente estaba arrojando las piedrecitas. Las vio volar hacia arriba y lejos de su brazo. Oyó rebotar las piedras contra la ventana, y no pudo entender por qué estaba sucediendo; no podía recordar haberse dado la orden de lanzar las piedras. Era como si otra mano las hubiera lanzado por él.
La oscuridad era densa en la tranquila espera. Barry ansiaba oír algún ruido y no se oía ninguno. Sintió que pasaba un minuto y otro minuto y otro. Y otros muchos minutos, todos muertos y vacíos.
Permaneció allí, ya sin esperar, sólo estando. Perdido.
Agnes se volvió para entrar en el sótano, y en ese instante oyó que se abría una puerta. Oyó un ruido de pasos apresurados que bajaban la escalera trasera, que corrían al callejón. Y oyó un gemido, un sollozo de felicidad insoportable, y luego el llanto dio paso a unas voces, y eran las voces de Evelyn y Barry.
Agnes entró en el sótano. En lo que en otro tiempo fuera la carbonera, miró el estrecho catre, el espacio apretado y el polvo que desafiaba a toda limpieza. Sonrió, sabiendo que esta noche no dormiría aquí. Esta noche, y a partir de esta noche, dormiría arriba, en una habitación decente.