16

La oscuridad inundó los sentidos de Barry cuando este abrió los ojos. Se preguntó qué le había arrancado del sueño. Podía haber sido el repentino y punzante pensamiento de lo que había ocurrido anoche en el callejón, y ahora, sentado en la cama, estaba seguro de ello. Estaba seguro de que le había estado martilleando mientras dormía, arañándole hasta arrancarle del sueño.

Bajó de la cama, fue hasta la ventana y miró hacia el callejón. Estaba convencido de que Agnes le había dicho no sólo la pura verdad, sino la verdad ordenada en secuencia real, de manera que formaba un claro cuadro.

Un claro cuadro, y sin embargo el cuadro no estaba completo. Lo que él tenía ahora no podía llevarlo a la policía. Tenía una sensación, firmemente arraigada, de que si lo llevaba a la policía iba a estropearlo en lugar de arreglarlo.

Se preguntó si podía hacer algo.

No había nada que pudiera hacer él solo ni tampoco él y Agnes, a no ser que fuera algo que implicara violencia. Y de la violencia se tenían que mantener apartados. Si querían llevar a cabo algún plan, tenían que efectuarlo tras un telón, recoger en silencio los hechos y arreglarlos y efectuar sus planes en susurros. Y ni aun entonces podrían trabajar solos, ellos dos; necesitaban otra mano, alguien que pudiera insertar lo que faltaba. Y faltaban bastantes cosas; había interrogantes que no podían ser respondidos con lo que ellos sabían. Necesitaban una tercera mano, y Barry se daba cuenta de que no podía salir a la calle y elegirla al azar. Esta tercera mano era alguien especial, y Barry intentó imaginar quién podía ser, pero no tenía ni idea y lo sabía. Se dijo para sí que debía despertarse del todo. Fue al cuarto de baño y se mojó la cara con agua fría. Se golpeó los puños uno contra otro, sabiendo que la respuesta estaba en su mente, y no había ninguna razón para que se le escapara de esta manera, a no ser que no estuviera en su destino encontrar la respuesta y hacer que se arreglara todo. Quizás por alguna razón temible y tal vez espantosa debiera apartarse de esta situación. Quizás la solución resultaría ser aún más terrible que el problema mismo. Estaba pensando en Evelyn.

Recordó ciertas cosas extrañas que ella había dicho, ciertas actitudes que ella había adoptado la noche en que él había lanzado piedrecitas a su ventana y se habían reunido de nuevo después de tres años de estar apartados. Recordó que él la había interrogado respecto a esos tres años y recordó la respuesta evasiva, la tendencia a eludir toda mención de lo que había sucedido en aquella casa durante los tres años que hacía que George Ervin estaba casado con una mujer llamada Clara. Las evasivas de Evelyn aquella noche infectaron a Barry ahora. Se dijo para sí que lo dejara estar tal como estaba, que mantuviera aquella casa y la gente que vivía en ella apartadas de su vida. Estaba seguro de que podía hacerlo, estaba seguro de que era lo mejor que podía hacer, y entonces fue cuando pensó en Clard. Al instante siguiente supo que Clard era la tercera mano.

De nuevo en su dormitorio, empezó a vestirse.

Y en su coche se dirigió rápido hacia los muelles.

Una luz naranja se filtraba desde el borde interior de un reloj en el escaparate de una tienda que, de no ser por esto, habría estado a oscuras. El reloj marcaba las tres menos veinte.

Había ruido y movimiento en las calles junto a los muelles. Los camiones retumbaban, los carros rechinaban. Barry apartó su coche de la bulliciosa calle comercial y lo aparcó en una calle lateral.

Se encaminó al pasadizo donde sabía que estaría la escalera, pero no la vio.

Por unos momentos se enfadó consigo mismo. Quizás, después de todo, se había confundido y estaba en un lugar erróneo. Entonces contempló las paredes de los almacenes ruinosos que daban al Delaware. Y por una ventana parcialmente abierta pudo ver una escalera de mano que sobresalía. Había sido metida en la habitación y luego colocada apuntando hacia el exterior. Había algo irrazonable en la escalera, que salía por la ventana de aquella manera. Le pareció muy extraño.

Barry no lo analizó. No calculó nada. Pero a través de su perplejidad tenía una clara sensación de que Clard estaba en la habitación. La sensación de que Clard estaba allí dentro por razones drásticas y había retirado la escalera para impedir que alguien subiera detrás suyo.

Barry decidió que debía subir y ver lo que estaba sucediendo en aquella habitación. Miró a su alrededor en busca de algún medio para subir hasta la ventana. Había unas cuerdas allí cerca, pero ninguna parecía suficientemente larga. Barry inspeccionó el terreno, buscó un trozo de cuerda lo bastante largo para ser lanzado a la ventana y coger con él la escalera. Volvió sobre sus pasos, estudiando con atención el suelo.

Vio la sangre.

Brillaba en la oscuridad. La luz de las bombillas de las esquinas se unía y formaba una tangente amarillenta oscura sobre los círculos de rojo oscuro y lejos de ellos. Barry se arrodilló y examinó las manchas. La sangre estaba seca.

Barry levantó la vista hacia la ventana. Allí arriba todo estaba tranquilo y oscuro. Aquí debajo, las manchas formaban una hilera hacia un punto debajo de la ventana. Arriba, la escalera apuntaba hacia el cielo, hacia el río. Había algo fútil y lastimoso en la manera de sobresalir por la ventana de aquella escalera.

No encontró ninguna cuerda. Barry caminó rápido por el pasadizo y estudió las paredes de los almacenes, hasta que llegó a un lugar donde parecía que podría trepar con bastante facilidad. Empezó a subir. Llegó a la azotea, retrocedió por los tejados de los almacenes, y luego fue bajando hasta que sus pies tropezaron con la escalera que sobresalía por la ventana de la habitación de Clard.

Se agarró a la ventana, la levantó y empezó a deslizarse dentro de la habitación.

Desde el interior, la voz de Clard dijo:

—Está usted corriendo un gran riesgo.

Allí dentro estaba oscuro.

Barry preguntó.

—¿Dónde estás?

—Es usted un policía nuevo, ¿verdad? —La voz de Clard era un débil y largo jadeo.

—No soy policía.

—Quizás no lo es.

—¿Qué sucede, Clard? ¿Qué ha pasado?

—¿Quién es usted? —preguntó Clard.

—Barry Kinnett. El chico que…

—¿Cómo lo has encontrado? ¿Quién te lo dijo?

—¿Quién me dijo qué? Oye, ¿qué te parece si encendemos una luz?

—Olvida la luz —dijo Clard—. Háblame. Cuéntame cosas. ¿Qué te ha hecho venir aquí? Estás solo, ¿verdad?

—Claro, estoy solo. He venido a tener una sesión contigo. Quería que me ayudaras.

—Has elegido un buen momento. Estoy en plena forma para ayudar a la gente.

Clard dejó escapar una carcajada. Era algo terrible de oír. Era todo fracaso y dolor y final.

—Me parece que eres tú quien necesita ayuda —dijo Barry.

—Me parece que sí —dijo Clard.

—Déjame encender una luz, si es que hay alguna.

—Hay un interruptor en la pared, a la derecha de la ventana.

Barry palpó la pared en busca del interruptor, lo encontró y encendió la luz.

La habitación tenía el techo bajo, era muy pequeña, pero había mucho color en ella y algunos objetos eran elegantes y relucían. En el suelo había una alfombra con complicados dibujos. Había sangre en la alfombra. Había sangre en los bordes de una sábana arrugada. Había sangre en las vendas que envolvían el pecho y la cintura de Clard.

Clard estaba medio sentado, apoyado contra unas almohadas. Su rostro tenía el color de la leche sobre papel verde.

Barry parpadeó unas cuantas veces. Preguntó:

—¿Qué ha sido?

—Balas.

—Iré a buscar a un médico.

—Oh, no, no lo hagas. Quédate aquí. Quédate a mi lado y háblame.

—Pero te vas a desmayar.

—Lo sé.

—Quizás un médico podría hacer algo.

—No. Llevo tres balas dentro. Dos en el pecho y una en algún punto de la pelvis. Soy un loco. Hace horas que estoy aquí, tratando de convencerme a mí mismo de que tenía una oportunidad. Pensaba que podría dormir un poco y coger fuerzas, y después sacarme las balas.

—¿Puedes hacerlo?

—Mírame. ¿Ves mucha vida?

—¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Estás seguro de ello?

Clard afirmó con la cabeza. Luego hizo una mueca. Abrió la boca para llevar un poco de aire a sus pulmones. Clard levantó el brazo para secarse la sangre de la boca y la barbilla, pero el brazo le cayó y él se recostó sin fuerzas en las almohadas.

Sonrió y dijo:

—¿Ves lo que quiero decir?

—Quizás yo pueda hacer algo por ti.

—Está bien, veamos si puedo tomar un poco de agua. Hay una botella en aquella mesa de allí.

Barry puso un poco de agua en un vaso.

—Bébela despacio —dijo Barry.

Clard intentó beber, pero el líquido no le bajó. Una sonrisa vaga apareció en sus labios, vaciló allí y desapareció. Cerró los ojos.

—Está bien —dijo Barry—. Vuelve a dormirte.

Clard abrió los ojos. Sonrió otra vez y dijo:

—Si me duermo ahora, no despertaré. Quiero vivir un ratito. Lo suficiente para que podamos comunicarnos algunas ideas. Si ofrezco una buena pelea quizás duraré otro cuarto de hora. Oigamos lo que tienes que decir.

Barry le habló del cuerpo que había hallado, y de lo que Agnes le había contado, y de todo el asunto.

Dijo:

—Ocurrió así. No de otra manera. Ella quería deshacerse de Ervin y le mató. Pero si yo intentara probarlo, no conseguiría nada. Por eso no puedo ir a contárselo a la policía.

—Tienes razón —dijo Clard—. No puedes ir a contárselo a la policía.

—¿Qué debo hacer?

La palidez se hizo más profunda y se extendió en todo el rostro de Clard. Este tosió y cerró los ojos e intentó incorporarse, pero cayó hacia atrás de nuevo. Barry le arregló las almohadas. Clard respiraba con dificultad.

Clard dijo:

—Aquella noche que me viste en el tejado estuve cerca de arreglar todo el asunto. Te contaré un secreto. No era la primera vez que estaba en aquel tejado. Había estado allí muchas veces. Pero aquella noche estuve más cerca. Sólo por unos momentos. Estuve muy cerca, en la habitación, mirándola.

—¿Tenías algún plan?

—No, ninguno. Sólo el impulso.

—¿Quieres decir, de violentarla?

Clard sonrió. Dijo:

—De matarla.

—¿Quieres decir que ibas a asesinarla?

—No habría sido asesinato —dijo Clard—. Habría sido algo elegante. Un hecho completamente noble.

—¿Qué es ella?

—Una serpiente.

—¿Qué te hizo?

Clard sonrió otra vez. La sonrisa se agrandó y se convirtió en una mueca, como si algo le divirtiera.

Luego Clard dijo:

—Estábamos en Colorado. Yo era ingeniero de minas. Hace ocho años. Hace ochocientos años. ¿Qué importa? —Era un buen chico, ganaba mucho dinero y llevaba una vida buena y limpia. Oh, me iba bien. De una manera no profunda también era feliz. Aparte, pintaba acuarelas y pescaba mucho, y de vez en cuando practicaba el boxeo de afición. No era una mala vida, en absoluto. Un día conocí a Clara, y el problema fue que hasta entonces yo no había prestado demasiada atención a las mujeres, porque trabajaba mucho en aquella época. Así que entonces, cuando conocí a Clara, yo era susceptible. Y ya tienes la base para ello.

Clard tosió otra vez. Su respiración era muy dificultosa. Dijo:

—Tardó dos meses en venderme una lista de mercancías. La manera de vendérmela fue asombrosa. Yo fui quien habló, quien lo dijo casi todo. Pero ella hizo toda la venta. He aquí cómo lo hizo. Confesó de plano. Quiero decir que lo confesó todo. Dijo que no me impresionara por la manera de comportarse, de desenvolverse, de manejar las palabras, sus conocimientos de libros, de música y demás. Admitió que era algo muy nuevo en ella. Me dijo que hacía poco tiempo que había salido de la cárcel.

Barry se inclinó hacia adelante.

—¿Prisión? ¿Eso dijo?

—Así fue. Era una perdedora triple. A la brillante edad de quince años, se puso en contacto con algunas personas excelentes y hubo mucha brutalidad. Unas cuantas murieron a manos de la banda con la que ella trabajaba. Después de dos períodos en la cárcel, se puso a trabajar por su cuenta y le fue bien por un tiempo, hasta que tuvo hambre de un botín más grande. Así que conectó con uno de los dos más famosos estafadores y se hicieron socios. Ella era el cerebro y él el arma. El negocio fue bien hasta que un día en que él se descuidó. Finalmente fueron atrapados en una carretera de montaña después de una sarta de disparos. El hombre resultó muerto y encerraron a Clara durante un par de años en la Prisión Estatal de Mujeres. Allí ella leyó mucho, y empezaron a formársele ideas en la cabeza. De repente se trazó un futuro. Cuando salió, inició una nueva fase de su existencia.

—¿Y le contó a usted todo esto?

—Lo soltó todo —dijo Clard—. Esa era la estrategia, y era la miel. Estábamos bebiendo cerveza una noche y me dijo que lo nuestro iba bien, pero que tendría que terminar porque tenía algunas cosas que contarme. Así que prosiguió y me lo contó. Recuerdo que empezó a hablar a las once y media y terminó a las cinco menos cuarto de la madrugada.

—¿Y usted qué dijo?

—Nada. Me limité a estar allí sentado y a escucharla. Yo bebía cerveza y observaba cómo se movían sus labios. Yo era muy joven.

—¿Qué ocurrió a las cinco menos cuarto de la madrugada?

—Empecé a hablar —dijo Clard—. No recuerdo gran cosa de lo que dije, pero tenía algo que ver con el hecho de que pensaba que era la mujer más notable que jamás había conocido. Lo de costumbre, pero yo no tenía nada más que decir porque aquello era lo que realmente quería decir. Y tenía la sensación de que quería que esta mujer estuviera conmigo todo el tiempo.

Clard tosió otra vez. Mantuvo los ojos cerrados unos segundos y luego sonrió una vez más.

Dijo:

—¿Sabes una cosa, Kinnett?, ella tenía cosas. Las tenía en un grado extraordinario. El porte y la dignidad sólo eran una pequeña parte. Lo que tenía que más me afectaba era la pasión, el poder. Por ejemplo, yo hallaba un gran placer en verla comer. Había tanta vida y energía en ello, tanta en todo lo que ella hacía y decía. Era como caminar con la suma total de todas las mujeres majestuosas de la historia. ¿Quién sabe? Quizá Clara habría estado entre todas las otras chicas famosas si no hubiera nacido en la era de la máquina.

—¿Piensa que había algo bueno en ella?

—Si lo había, nunca lo descubrí. No, pienso que todo era malo. Una clase muy especial de mal, moldeado, afinado y barnizado. Tenía una especie de capa externa que no se podía traspasar. Y, no obstante, no tenías realmente que agotarte intentando traspasarla porque tarde o temprano salía. El veneno real salía y te daba en la cara. Me casé con ella…

Tosió otra vez.

—… Sólo llevábamos casados cuatro meses cuando intentó asesinarme. Contrató a un sicario para hacerlo. Me enteré de eso más tarde. Sea como sea, a ese mercenario le fracturé la mandíbula y casi le arranqué el ojo con un dedo. Estuvimos mucho tiempo en Denver. El buen Denver en la primavera de las Montañas Rocosas.

Barry miraba fijamente el suelo. Dijo:

—Deberías descansar. Tal vez sea mejor que dejes de hablar.

Clard hizo esfuerzos por respirar. Dijo:

—Si hablo o no, no es muy diferente. En realidad, tengo ganas de hablar. Quiero hablarte de Clara. Contarte cómo me desangró. Me lo quitó todo. Todos los libros que había leído, toda mi instrucción, todo lo que había recogido, todos mis conocimientos y toda mi fuerza; me lo quitó todo. Pasábamos horas sentados mientras ella me hacía hablar. Lo tragaba todo, lo engullía como si fuera un jarabe dulce y denso. Me arrancó hasta la última gota y, cuando lo tuvo, ya no me necesitó más, salvo mi dinero. Tenía bastante, y estaba ansiosa por ponerle las manos encima, así que trató de eliminarme; contrató a esa gente. Yo sabía que no tenía ningún enemigo en el mundo, así que después del tercer intento empecé a atar cabos. Ella tenía que fallar en alguna parte, de manera que cuando falló, me di cuenta de lo que ocurría.

Clard se llevó una mano a los ojos, y bajo su mano los labios esbozaron una amplia sonrisa.

Dijo:

—Se hacen cosas que no se pueden explicar. Si yo tratara de explicarlo ahora, me confundiría y acabaría en nada. Cuando enfrenté a Clara con lo que había descubierto, me pidió que la matara. Cayó de rodillas después de ponerme un cuchillo en la mano, y allí estaba, en el suelo, con la cabeza echada hacia atrás mostrándome la garganta, muy tranquila, como si me pidiera que le cortara el cuello.

Manteniendo aún la amplia sonrisa, Clard meneó la cabeza lentamente.

—Qué actuación —dijo—. Qué hermoso teatro. Perfectamente ejecutada, hasta el último detalle. Ni la más leve muestra de emoción. La voz correcta, los ojos correctos, y allí estaba yo, con el cuchillo en la mano y Clara de rodillas en el suelo. Y yo dejé caer el cuchillo y me arrodillé con ella. No era que no supiera lo que estaba haciendo. Lo sabía muy bien, pero no me importaba. Le dije que podía quedarse con todo mi dinero, con todo lo que yo poseía. Y al día siguiente lo firmé todo a su nombre. Ella estaba allí cuando firmé. El abogado pensó que estaba loco, pero cuando empezó a discutir le hice callar. Dije, ¿qué importa? Clara podía tener todas mis posesiones porque Clara me tendría a mí junto con mis posesiones, y eso era lo único que yo quería. Yo pertenecía a Clara. Ella me poseía. Y me prometió que siempre estaría conmigo. ¿Entiendes el asunto, Kinnett? Quería que ella siempre me quisiera. La situación tradicional completamente al revés. Lo que una mujer quiere más que nada es que la quieran. Y yo, un hombre, quería ser querido por una mujer que sabía que no me quería. Pero lo prometió. De eso se trataba. Ella prometió que siempre estaría conmigo, y unos días más tarde hizo el equipaje y se fugó. Recuerdo lo que yo tenía a mi nombre. Setenta y cinco dólares y el carnet de conducir. Pero Clara tenía la licencia de propietario y el coche.

Clard se echó a reír, pero un acceso de tos le interrumpió. Siguió tosiendo y apareció sangre en sus labios. Finalmente estuvo demasiado débil para toser más. Jadeó.

Barry se le acercó. Él levantó una mano e hizo un gesto para que Barry se apartara. Y después dijo:

—Intenté apartarla de mi mente. Intenté racionalizar, diciéndome a mí mismo que era lo mejor que podía haber pasado. Pero no servía de nada. Trabajaba en mi empleo en la mina tanto como le es posible a un hombre trabajar. Pero no iba a ninguna parte. Cometía errores, uno tras otro. Cuanto más duro trabajaba, menos conseguía. Y finalmente se hartaron un poco de cómo yo trabajaba y me lo hicieron saber. Yo sabía lo que eso significaba. Acepté la invitación de marcharme.

»Anduve durante mucho tiempo, Kinnett. No hay muchos estados en la unión que yo no recorriera. Y México y Centroamérica, y eso durante años. Y todo ese tiempo estuve intentando olvidar a Clara. Pensaba que viajando y con el tiempo lo conseguiría. Pero fue lo contrario. Empecé a verla como una fuerza más que como un ser humano. Finalmente llegué a un punto en que decidí encontrar a Clara y prescindir de ella de una vez por todas.

—Pero tú habías acabado con ella.

—No. Porque sabía que ella seguía viva. Sabía que mientras existiera una Clara, habría víctimas. Yo quería encontrarla y eliminarla, y quienquiera que fuera esa gente, yo quería ahorrarles muchas penas.

—¿Cómo la localizaste?

—Tardé mucho tiempo. Pero hay maneras. Y yo tuve paciencia. Una vez la hube localizado en esta ciudad, estuve seguro de que no tardaría mucho en solucionar el asunto. Y ahora lo único que puedo hacer es estar aquí sentado y toser echando sangre por la boca y lamentarme de no haber tenido entrañas para llegar hasta el final. Pero déjame decirte una cosa, Kinnett, si volviera a tener oportunidad, no vacilaría, ni un solo instante. Lo haría rápida, suavemente, como si una serpiente me hubiera mordido en la pierna y utilizara una navaja para cortarme la carne envenenada. La carne envenenada, la casa envenenada, la gente envenenada, las víctimas de Clara. Me muero. Maldita sea, y si no fuera por Frobey…

—¿Frobey?

—El hombre con el que peleaste.

—¿Qué pasa con él?

—Por eso estoy aquí. De la manera que estoy.

—¿Él te ha metido esas balas en el cuerpo?

—No. Lo ha hecho la policía. Después de lo que le hiciste a Frobey, quiso cogerte, pero no había manera de encontrarte. Luego se enteró de que yo cuidé de ti aquella noche. Me buscó. Hace sólo unas horas de eso.

—¿Qué ha sucedido?

—Ha dicho que yo sabía dónde se te podía encontrar, y yo he dicho que claro que lo sabía, pero que no iba a decírselo. Él ha dicho que haría que se lo dijera y se ha abalanzado sobre mí. Estábamos cerca de un puesto donde tenían esas botellas de sidra. He cogido una botella y le he golpeado varias veces. He seguido golpeándole incluso con la botella rota, y Frobey estaba muerto con la cara llena de sangre y sidra. Me he levantado y he echado a correr cuando he visto la policía. Me disparaban mientras corría, y he seguido corriendo incluso después de que me hubieran dado. No sé cómo he conseguido llegar hasta aquí arriba.

—¿Y la policía?

—Probablemente están haciendo preguntas en todo el vecindario.

—Pero yo no he visto a nadie. Todo está vacío y tranquilo por aquí.

—Supongo que tienen a muchos hombres en la comisaría —dijo Clard—. Y supongo que los hombres están hablando. Los hombres sabían que Frobey había salido para cogerte y sabían que quería utilizarme a mí como contacto, así que deben de saber quién lo ha hecho. Pero me imagino que no hablan porque, aun cuando estaban perplejos respecto a mí, les gustaba, y a Frobey le odiaban. Si no hubiera matado a Frobey, él me habría matado a mí, y ellos lo saben también, igual que yo. Pero ahora no importa mucho si es una cosa o la otra.

—Quizás si pudiera…

—Quédate aquí, Kinnett. Quédate aquí conmigo y escucha. Esto que llamamos el mal flota en ondas como el sonido, va de una cosa mala a otra, va de Clara a Frobey, de Frobey a otro Frobey y a otra Clara. Esto que llamamos mal es el exceso de sensualidad, el cruzar un límite, la exageración del deseo. Y para una Clara, para un Frobey, se convierte en la voluntad de destruir. Frobey sentía deseos de destruir con sus manos desnudas. Clara destruye con los ojos y la voz. Clara…

Y ahora Clard empezó a toser otra vez. La sangre le goteaba por la barbilla.

—No debes hablar más —dijo Barry…

—Clara seguirá destruyendo —dijo Clard. Y era como si estuviera recitando un tratado escrito por él mismo sobre el tema—. Clara seguirá destruyendo hasta que la propia Clara sea destruida. ¿Tengo derecho a proclamarlo? Creo que sí. Estoy seguro de ello. Aun cuando soy sólo otro ser humano, aun cuando yo mismo he cometido errores. He cometido los pequeños pecados que todos cometemos de vez en cuando, como golpear a la gente cuando estamos borrachos, enfadarnos y odiar a alguien durante un minuto o dos, robar leche de una puerta cuando estás tan hambriento que no puedes ni pensar. Y, con todo, cuando pude trabajar, trabajé. Ayer mismo gané tres honestos dólares cavando en las afueras. Por eso vivía aquí. Tenía muy poco dinero. Soy pobre, soy una ruina, pero no soy malo. No soy malo. Créeme…

—No es necesario que me lo digas. Nunca he dicho que tú fueras malo. Ahora lo que quiero de ti es que dejes de hablar, pues lo único que consigues es debilitarte más…

—¿Debilitarme? No. Soy fuerte ahora. Más fuerte de lo que jamás he sido. Porque ahora sé lo que es el mal. Y porque sé lo que es el mal, sé lo que es la bondad. La simple bondad. Tratar de conseguir un poco de felicidad de esta vida, un poco de amor y alegría y fruición, unas risas, un poco de sabor. Hallar placer cuando puedes hacer que otro esté sano, que sonría, que esté cómodo. No hacer nada para disminuir la salud y la felicidad y el confort. Dios sabe que he hecho todo lo posible por ser de esa manera. Y sé que así es como tú eres. Y la mayoría de nosotros somos así. Quiero creer esto cuando me vaya. Y tú sabes que me voy a ir pronto. Así que escúchame…

—No, Clard. Más tarde. Ahora deberías dormir.

—Escúchame, ¿quieres?

—Pero tienes que…

—Tengo que hablar. Tengo que decírtelo. Hacértelo entender. Quiero que lo veas tan claro como yo. Tomemos a… tomemos a Frobey. Era un bruto. Era malo. Le había visto romper el brazo a un hombre por el puro placer de oírle gritar. Tarde o temprano algún pobre diablo habría acabado en una tumba. O sea que vamos a echarle un vistazo. Yo peleé con Frobey. Le maté. ¿Tú le llamarías a eso asesinato?

—No.

Los ojos de Clard se abrieron de par en par. Trató de sentarse erguido. Lo consiguió, se mantuvo así un momento.

Y en ese momento dijo:

—¿Te llamarías asesino si mataras a Clara?

Barry estaba inmóvil. Se daba cuenta de su propia respiración y dejó de respirar.

Dejándose caer sobre las almohadas, Clard cerró los ojos. Empezó a toser, le faltaron fuerzas para hacerlo, se ahogó, y de sus labios brotó más sangre.

Ahora Barry respiraba fuerte. Dijo:

—¿Puedo hacer algo por ti?

—Sí.

—Dime.

Los ojos de Clard permanecieron cerrados y él dijo:

—Quiero que despaches a Clara.

—¿Así, tal cual?

—Así, tal cual. Te sorprenderá lo fácil que te será perdonarte.

Barry se dijo para sus adentros que Clard estaba delirando.

Y sin embargo parecía no haber delirio en la voz de Clard cuando prosiguió:

—Tengo la mente muy clara ahora. Supongo que eso sucede cuando un tipo está a punto de pasar al otro mundo. Me gustaría que pudieras echar un vistazo a mi cerebro ahora y vieras lo que está ocurriendo allí. Todo el modelo; es tan sencillo y directo como una línea negra sobre un papel blanco. Ninguna consideración de más. Ninguna información secundaria. Sólo el modelo, que muestra la limpia y práctica necesidad de una amputación. Cortar el miembro envenenado, separarlo para siempre de la sociedad. Eso es lo que cuenta, sólo eso. ¿Por qué dejar que el veneno se extienda? ¿Por qué no destruirlo ahora? Hazlo, Kinnett. Hazlo esta noche.

—Basta —dijo Barry. El sonido que salió de sus labios parecía pertenecer a otra persona—. Basta ya —dijo—. Me has hecho pensar. No quiero pensar en esa línea.

—Hazlo esta noche…

—¿Por qué no te callas ya?

—Hazlo esta noche. Por mí. Por ti. Por mucha gente. Hazlo, Kinnett…

—No puedes meterme eso en la cabeza, Clard. No puedes. No permitiré que me hagas hacer una cosa así.

—Tienes miedo.

—Claro que tengo miedo. Tú tenías miedo, ¿no?

—Sí. Ahora lamento haber tenido miedo. Es un error. Es lo único que se le puede llamar. No despacharla fue el mayor error que jamás he cometido. Lo único que puedo hacer ahora es utilizarte a ti.

—No conseguirás nada.

—Claro que sí. Estás pensando. Lo tienes en las manos, lo estás sopesando. Estás haciendo juegos de manos con ello. Sabes que es plausible. Ahora ves el modelo, ¿verdad?

—No puedo verme a mí mismo matando a nadie.

—Has matado arañas, ¿no es cierto?

—Oye, Clard…

—¿No es cierto?

Los ojos de Clard ahora estaban abiertos. Estaba mirando fijamente a Barry. Todo él parecía estar muerto ya excepto sus ojos fijos y sus labios, que se movían.

—Has matado arañas —dijo Clard—. Y puedes matarla a ella igual que harías con una araña.

—No puedo escuchar esto.

—No será un crimen. Míralo de esta manera.

—No quiero mirarlo de ninguna manera. Quiero olvidar que has hablado de ello.

—Hazlo, Kinnett. Hazlo esta noche. Regresa allí y haz lo que yo debería haber hecho hace tiempo. Te diré cómo hacerlo…

Clard tuvo que callar porque le afectó lo que Barry estaba haciendo. Barry estaba de pie en el centro de la pequeña habitación, respirando muy fuerte. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos abiertos, enfocados en el techo directamente sobre su cabeza.

Y Barry estaba diciendo:

—¿Qué es esto? Cristo que estás en los cielos, ¿qué me está sucediendo?

—La verdad —dijo Clard—. Estás viendo la verdad. ¿No quieres verla? ¿No quieres saberla?

—¿Estás seguro de que tú la sabes?

—Sí —dijo Clard—. La sé. He descubierto su raíz cuando he mirado la cara de Frobey y he visto que estaba muerto. En la cara de Frobey he visto la muerte, sus ojos desorbitados, la boca tan abierta que parecía que su cara iba a partirse. Por un segundo le he mirado antes de largarme, y en ese segundo, cuando he visto la muerte, he visto la verdad y he sabido que no había matado a un ser humano. Había eliminado a algo malo y contaminante. Es lo único que sabía. Es lo único que sé ahora. Sé que si vas allí esta noche y acabas con Clara, vas a acabar con la enfermedad que hay en aquella casa.

—Pero Clard, escúchame. No se pueden hacer esas cosas. No se puede. No es…

—¿No es qué?

—Es…

—¿No está bien? ¿Eso quieres que crea? ¿No es legal? ¿Es lo que quieres decir? Déjame que te diga una cosa. ¿No crees que hay algo que se llama homicidio justificable?

—Nunca he pensado en ello.

—Piénsalo. Mira, muchacho. Estás vivo. Eres joven y hay vida en ti, y vas a vivir muchos años. Pero yo estoy acabado, voy a despedirme de un momento a otro. Tienes que escucharme y tratar de entender lo que deseo hacerte comprender. No hay ninguna ley escrita que te permita ir allí y matar a esta mujer. Pero hay una ley que significa más que todo lo que está escrito sobre papel. Es la ley de la rectitud. Míralo como quieras. Dice que ella no merece vivir, dice que ella es un demonio. Dice que esa gente a quien ella va a destruir no merece ser pisoteada y aplastada. Y si…

—Quitaría una vida —dijo Barry para sí en voz alta—. ¿Quién soy yo para quitar una vida?

—Eres una de sus víctimas.

Barry miró a Clard.

—Lo eres —dijo—. Eres una de sus víctimas. Ella te ha robado, Kinnett. Te ha despojado de las sustancias más preciosas que hay en la vida de un hombre: el amor verdadero por una mujer y el amor de la mujer que responde y es feliz con ese amor.

—¿Debo matarla por eso?

—¿No quieres hacerlo?

—Clard, no me hagas contestar a esa pregunta ahora. Estoy aturdido.

—Está bien, no quieres matarla por eso. Entonces mátala por las otras cosas. Mátala porque ella es una asesina, y de acuerdo con la ley merece morir.

—Yo no soy la ley.

—Lo eres. En este caso tienes derecho. Ella ha matado a alguien, ¿no? Es mala. Tiene que ser eliminada. Tú lo eres, Kinnett. Tú eres la ley ahora. Ve allí. Hazlo. Te ruego que lo hagas…

—No estás rogando —dijo Barry—. Estás intentando convencerme de que lo haga. Sólo porque tú la odias.

—Eso es. Ya no la odio. Estoy más allá del odio. No hay nada parecido al odio en el modelo. Está frío. Como el hielo. Y es claro como el hielo. Y exacto. Y está envuelto desde la base hasta la cúspide con verdad y lógica. Ella tiene que morir. Yo quiero hacerlo. Pero no puedo. Estoy muriendo. Tú estás aquí conmigo. Eres el único con el que puedo hablar. Y lo único que puedo hacer es suplicarte que vayas allí y la destruyas, igual que yo he destruido al terrible Frobey.

—Claro —dijo Barry, sin mirar a Clard—. Tú puedes decir estas cosas. Tú puedes decirme lo que tengo que hacer. ¿Qué vas a perder?

—¿Estás pensando en lo que tú vas a perder?

—No sé lo que estoy pensando.

—Te diré lo que no estás pensando. No estás pensando en el peligro. No estás pensando en las consecuencias si te atrapan. No piensas en lo que pasarán tus padres, no piensas en nada de eso. Lo que estás haciendo es intentar decir si tienes derecho a quitar la vida a esa mujer. Y yo te digo que sí tienes ese derecho. Lo tienes. Créeme, Kinnett, lo tienes.

Barry dijo:

—Asesinato.

—No —dijo Clard—. Asesinato no. En tu corazón no sentirás que es un asesinato.

Barry se acercó a Clard, diciendo en un susurro:

—¿Qué importa lo que yo sienta en mi corazón? La mataré, ¿no?

—Matarás una infección.

—Estás arrojando palabras a un lado y a otro, pero todo se reduce a lo mismo. La mataré. Seré un asesino. Déjame decirlo otra vez y déjame oír cómo suena. Asesino. Asesino. Ese soy yo, no otro. No un hombre que leo en el periódico. No alguien a diez o a veinte o a mil kilómetros, sino yo. No puedo. ¿No lo ves? No puedo siquiera pensar en ello y creer que sería real.

—Real —Clard hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Y honesto. Decente. Noble y elegante y correcto, porque en tu corazón no sentirás que es un asesinato. No sentirás el crimen en tu mente. Estarás limpiando aquella casa, la estarás endulzando.

—No, no puedo. No puedo hacerlo.

—Lo harás.

—Quiero hacerlo.

—Claro que quieres hacerlo. Y lo harás.

—¿Lo haré? —Barry estaba profundizando en sí mismo, pidiéndose que respondiera aquello, pidiendo a Clard que lo respondiera por él porque él no podía responder.

—Esta noche —dijo Barry.

—Sí —dijo Clard—. Lo harás. Esta noche.

Clard asintió. Clard sonrió.

Y entonces, levantándose de la almohada, Clard intentó llevar una idea del cerebro a sus labios. Tenía los ojos brillantes y salidos. Tenía la boca abierta pero no pudo emitir ningún sonido.

Luego empezó a toser. Se llevó las manos temblorosas a la boca, intentando detener la sangre, intentando arrancarse las palabras de los labios.

Las palabras salieron, luchando entre la sangre y la tos.

—… Era su esposo. Él lo era. Él era su esposo porque yo me divorcié de ella y él era realmente su esposo, el hombre al que ella asesinó; yo me divorcié de ella por haberme abandonado y él era realmente su esposo, ese George Ervin; yo le seguí un día, le seguí, le seguí al trabajo y le esperé fuera. Cuando salió y entró en la tienda donde le vi, donde vi su cara, su cara torturada no podía sonreír; me alejé y supe, te lo digo, lo supe todo por su cara, todo…

Un gorgoteo interrumpió las palabras. Clard cerró los ojos. Podía hacer eso, nada más. Sus brazos cedieron, la cabeza le cayó atrás, le llegó a la almohada y pareció flotar cuando él murió.

Barry se acercó a la ventana.