En la verde cara del despertador, las manecillas indicaban las tres. Ervin se dio la vuelta y se quedó de espaldas, suplicó a George Ervin que conciliara el sueño, se llamó a sí mismo pobre viejo George e insomne George, e intentó sonreír ante su falta de sueño y no pudo hacerlo. Refunfuñó contra el dolor que sentía en sus ojos cansados y el cansancio de su cuerpo. Se giró, volvió a girarse, dio la vuelta otra vez y se preguntó si un vaso de agua fría le ayudaría a quedarse dormido. Gruñó y se obligó a salir de la cama. Luego echó otro vistazo al despertador y vio que las manecillas señalaban las tres y miró la cama que ahora estaba vacía. Se preguntó dónde estaba Clara.
En el cuarto de baño, George llenó un vaso con agua fría, probó unos sorbos, no pudo encontrar ningún gusto ni frescor ni alivio en el agua. Volvió al dormitorio principal y encendió la luz.
Empezó a vestirse.
No podía entender por qué se estaba vistiendo. Pensó que quizás iba a salir a buscar a Clara. Quizás había ido a dar un paseo y le había ocurrido algo. Intentó pensar qué le podía haber ocurrido.
Mientras bajaba la escalera la perplejidad disminuyó. Tuvo la sensación de que no iba a salir a buscar a Clara. Iba a salir porque quería salir de aquel dormitorio y de aquella casa. Quería salir a tomar el aire de la noche y quería caminar. Si Clara estuviera allí no podría hacerlo porque entonces tendría que explicárselo, y no había ninguna explicación a este deseo de salir de casa y caminar solo en la noche. Siempre tenía que explicárselo todo a Clara. Se alegraba de que ahora no estuviera allí. Se alegraba de ser libre, de salir y caminar en la oscuridad primaveral.
El aire era fresco, y había algo tranquilizadoramente puro en él.
George aspiró el aire fresco y lo sintió penetrar en su cabeza. Tenía una cualidad purificadora. Había algo nuevo y tentador en este pasear solo en la noche tranquila.
El dolor de cabeza que había tenido durante todo el día ahora había desaparecido. Disfrutaba con esa idea. Este paseo nocturno era bueno para él. Un paseo al aire libre era un buen preliminar para el sueño. Se alegraba mucho de haberlo descubierto. Confiaba en que cuando volviera a casa sería capaz de quedarse dormido. Y a medida que pasaban los minutos, la confianza pasó a ser un conocimiento definitivo, de manera que dio por supuesto que podría dormir.
Todo esto era muy satisfactorio. Esa novedad le produjo curiosidad hacia otras cosas que podrían ser nuevas y satisfactorias y, por tanto, muy razonables, igual que esta. Era un pensamiento lleno de fuerza; había algo temerario y refrescante en cada paso que daba en la calle.
George había caminado cuatro manzanas hacia el norte. Ahora dio media vuelta e inició el regreso a casa.
El asunto de aquella tarde en la tienda no le había conducido a ninguna parte, pero había algo en lo que el hombre del cabello gris había dicho. Clara vivía en su casa, y por lo tanto no era necesario investigarla desde fuentes externas. Él no podía comprender por qué quería investigarla, lo único que sabía era que sentía esa perplejidad respecto a Clara, esa perplejidad que ella le había transmitido con cada feroz impacto de la mano en su cara la otra noche. Algo tan violento en sus ojos, en contradicción con la tensión calmante en su rostro cuando le decía que lo hacía solo para ayudarle. Esa contradicción, que relumbraba sobre el desordenado aunque significativo fondo de otras muchas cosas que Clara había hecho en los últimos tres años. El firme chasquido de su mano contra la cara suya, y el firme aguijonazo de su voz. El firme cambio que se había producido en George Ervin en estos últimos tres años, el cambio que se había producido en Evelyn. Era tan urgente esta necesidad de sondear a Clara y de descubrir las razones básicas de estas cosas…
George cruzó una calle. Estaba a dos manzanas de su casa.
Mañana, decidió, tendría una charla con Clara. Tenía que planear esa charla ahora. Tenía que esbozarla en su mente y saber no sólo las palabras que debía decir, sino el orden de esas palabras y la progresión de las ideas. Por ejemplo, debía enfocar el tema gradualmente, poco a poco y con mucho cuidado.
—Sí —dijo en voz alta.
El sonido de su propia voz le asombró, y no supo qué pensar de su actitud. Esto era tan nuevo y tan asombrosamente diferente de todas sus anteriores relaciones con Clara. Por primera vez desde que conocía a Clara, estaba ensayando una escena con ella. Ni una sola vez en el pasado había estudiado las cosas que iba a decirle. Las palabras siempre salían tal como las pensaba. Nunca se le había ocurrido que fuera posible prever los movimientos de Clara y hacer un plan acorde con ellos.
George cruzó otra calle; se encontraba a una manzana de su casa.
Se preguntó por qué no se le había ocurrido nunca. Y mientras apresuraba el paso, recordó que con Julia siempre lo había hecho todo sin planearlo. Con Julia siempre había expresado sus pensamientos, y no existía un tablero de ajedrez entre ellos.
George se detuvo. Estaba inmóvil, las manos a los costados, mirando fijo al frente la oscuridad flanqueada por los contornos de las casas, pero sin ver esas casas, sólo la oscuridad, y sin conocer apenas la oscuridad.
—Sí —dijo, y se oyó a sí mismo decirlo, y lo dijo otra vez—: Sí… sí…
Era como si la oscuridad hubiera dado paso de repente a un amplio charco de luz. Ahora él sabía algo, algo tan cierto e importante que su tamaño y su fuerza eran inconmensurables. Había tratado a Clara igual que a Julia, y eso había sido un error colosal. No había dos mujeres iguales. No había dos mujeres que pudieran ser tratadas de igual manera. Especialmente estas dos mujeres. Era asombroso darse cuenta ahora, verlas como si estuvieran de pie ante él, diciendo todas las cosas que cada una había dicho alguna vez, haciendo todas las cosas que cada una había hecho alguna vez, y no había nada similar, nada mutuo. Julia representaba una cosa. Clara representaba algo diferente. Ve más allá. Ve más allá hacia la verdad… la pavorosa verdad de que Clara representaba lo contrario de Julia.
Clara era el mal.
—Sí.
Y sí y sí. Y él había permitido que el mal entrara en su casa. Había permitido que aquel veneno contaminara su casa y su vida, y la vida de Evelyn. Sólo su propia debilidad, el estancamiento y la podredumbre de su carácter habían permitido que el veneno encontrara puerto, encontrara alimento con el que sustentarse. Ni una sola vez había intentado agitar ese veneno, hacerlo servir y madurar.
Mañana. Sí, mañana.
Y ahora George se dijo que sabía por qué Julia había regresado anoche. Y por qué había inculcado en él aquel sentimiento de culpa. Aquella culpa era una semilla, que había crecido muy deprisa y había florecido para darle la comprensión.
Mañana. Por la mañana. Y temprano. Muy temprano, para que Clara no pudiera estar completamente despierta cuando se iniciara la escena. No sería justo para Clara, y eso estaba bien, le gustaba; disfrutaba pensar que él no sería justo con Clara, que existiría una ventaja inicial sobre ella. Pincharla un poco, luego bailar a su alrededor, maniobrar con ella, observarla fruncir el ceño con perplejidad, sonreírle, verla retorcerse, hacerla callar. Alegremente ahora, muy alegremente, bailar en torno a ella, pincharla otra vez. Y otra vez. Mantener esa sonrisa, esa voz suave. Y pincharla otra vez y otra vez. Y remontarla a tres años atrás y hablar de Colorado. Hacerla volver a Colorado y dejarla hablar de ello de nuevo, y observarla y esperar un resbalón. Sólo un resbalón. Tendría que haber un resbalón en alguna parte.
Tendría que haber un resbalón. Un ingeniero de minas que se había roto la espalda y le había dicho que se marchara, y luego todo el dinero que le había dejado cuando este murió. Y después Clara perdió todo ese dinero y fue de ciudad en ciudad y acabó en Filadelfia, detrás del mostrador, la caja registradora de la tienda. Había algo falaz en eso y tenía que salir a la luz mañana, porque mañana era el día de la declaración definitiva.
Pero recuerda, mantén la voz baja y no dejes de sonreír. La excitación debe estar toda en Clara. La excitación y el frenesí, y una vez Clara empezara a chillar, que entrara Evelyn, que Agnes entrara también. Que Clara se enfrentara con ellos tres, tres agujas moviéndose hacia el veneno que va a reventar. Y que la superficie se rompa, y que el veneno estalle en un chillido de ira, el aullido de la derrota.
Y que la casa sea libre otra vez. Ver sonrisas en casa, y risas. Que la casa sea una casa alegre otra vez.
George cruzó la calle, dirigiéndose hacia la esquina de la manzana donde se encontraba su casa.
Cuando George estaba en medio de la calle, oyó un rugido y una bocina que sonaba. Vio dos destellos de luz blanca que le daban en los ojos. Deteniéndose, esperando, y siguiendo luego, George miró las luces y el grueso y reluciente parachoques, y oyó el toque continuo de la bocina. Entonces se detuvo otra vez. Intentó retroceder corriendo. Vio las luces y trató de apartar los ojos de ellas. Intentó apartarse del parachoques y las ruedas y la enorme cosa que venía tan deprisa. Y se inclinó y arrojó los brazos al aire, como si pensara que sus brazos podían apartar aquel peso y aquel impulso, las grandes luces destelleantes y el grueso parachoques y el metal y el cristal y la furia del descapotable púrpura.
En el cuentakilómetros la aguja señalaba más de setenta mientras Leonard apretaba con fuerza el pedal del freno y hacía girar el volante. Gritaba mientras hacía esto y vio que el hombre que había enfrente del coche estaba confuso y casi paralizado. Pero Leonard sabía que, aunque iba muy deprisa y no debería haber ido tan rápido al acercarse a esta calle donde tenía que hacer un giro, no había ninguna razón por la que el coche tuviera que atropellar a aquel hombre en la calle. Leonard sabía que si seguía girando el volante, si lo giraba con fuerza, se desviaría a la izquierda y evitaría echarse sobre el hombre que ahora estaba como suspendido en el centro de la calle. Leonard pasó el brazo por encima del volante y lo agarró con fuerza.
Clara reconoció a George. Vio su rostro deslizándose hacia el parabrisas. Vio sus ojos, abiertos de par en par. En una fracción de segundo reconoció esto como una solución ideal, mucho más rápida, mucho más fácil que los planes que ella había pensado. Esto fue lo primero que reconoció. Y luego reconoció a George como algo débil, algo rastrero a quien ella siempre le había gustado hacer daño. Recordó cuánto había gozado anoche pegándole. Qué divertido había sido cuando George cayó al suelo. E inmediatamente después de eso, había sabido que era necesario deshacerse de él por entero, porque ahora era el único contacto vivo con su existencia anterior. Él le conocía como Clara Reeve, que había trabajado detrás de la caja registradora en la tienda de Walnut Street, y ahora quería ser conocida como Clara Ervin, la viuda de George Ervin. Y vio las manos grandes de Leonard haciendo girar el volante de plástico, y ella cogió el volante y tiró de él, de manera que Leonard tiraba hacia la izquierda mientras ella tiraba hacia la derecha.
El coche sólo giró un poco hacia la izquierda.
Leonard chilló y las manos se le soltaron del volante. Se arrojó las manos a la cara y volvió a chillar.
Clara guio el coche hacia George.
Clara vio la cara de George entre los faros y que se tapaba los ojos con los brazos. Clara apretó el acelerador y sonrió. Leonard seguía chillando.
El parachoques golpeó a George bajo las rodillas. Cuando cayó al suelo, el parachoques le golpeó otra vez. Fue arrojado debajo del coche y arrastrado.
Clara guiaba el coche, con el pie en el acelerador. Sabía que el cuerpo estaba debajo del coche, y apretó el acelerador a fondo e hizo girar el volante a la derecha, a la izquierda, a la derecha otra vez, intentando llevar el cuerpo bajo las ruedas.
El cuerpo fue arrastrado casi cien metros, y luego fue lanzado a la rueda trasera izquierda y esta le pasó por encima de las piernas. Y el cuerpo se quedó en el centro de la calzada. Empezó a brotar sangre formando un charco que brillaba en la oscura calle.
El descapotable púrpura se alejó a toda velocidad, torciendo en una esquina y ganando velocidad y girando otra vez y acelerando y girando y girando otra vez.
Y después, el descapotable púrpura torció por una calle estrecha y empezó a ir despacio.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo Leonard.
—¿No sabes lo que ha ocurrido?
—Hemos atropellado a alguien, ¿verdad?
—Sí, Leonard, has atropellado a alguien.
—Pero no puedo hacer esto. No puedo huir y dejarle allí.
—Lo estás haciendo.
—Regresaré —dijo Leonard—. Regresaré y le recogeré.
—No le servirá de nada que le recojas. Le has matado.
Leonard respiraba muy rápido. Dijo:
—Volveré y le recogeré y le llevaré a un hospital. Le recogeré y le llevaré. Le recogeré.
El coche se detuvo en el centro de la calle, dio una sacudida, se detuvo, dio otra sacudida y se paró. Leonard apoyó la cabeza sobre el volante.
—Este no es lugar para aparcar el coche —dijo Clara.
—¿Qué has hecho? —dijo Leonard—. Oh, ¿qué he hecho?
—Has atropellado a un hombre —dijo Clara—. Le has matado. Será mejor que acerques el coche al bordillo.
—Oh —dijo Leonard—, ¿qué he hecho? No podía hacerlo. No podía…
Puso el motor en marcha. Aparcó el coche junto al bordillo.
Clara dijo:
—Bueno, no puedes hacer nada ahora.
Leonard miró a Clara y dijo:
—¿Por qué has hecho girar el volante?
—Ibas directo hacia él.
—Estaba intentando apartarme de él —gritó Leonard—. Tú has tirado del volante y me has llevado directo hacia él.
—Será mejor que te domines —dijo Clara—. Tú conduces este coche. Tú has atropellado a un hombre y le has matado.
—No digas eso —dijo Leonard—. No me digas que yo lo he hecho. Yo no lo he hecho. No lo he hecho, no…
—Lo has hecho y has huido. Si te excitas y pierdes el control de ti mismo, es posible que te encuentres metido en dificultades. Tuerce por aquí y llévame cerca de Broad Street para que pueda encontrar un taxi…
—¿Qué debo hacer? —gritó Leonard.
—Baja la voz. Deja de comportarte de ese modo.
—¿Qué debo hacer? Oh, ¿por qué ha tenido que pasar esto? No estaba borracho. Tú sabes que no estaba borracho. Sólo he tomado dos copas antes de salir de casa. ¿Estaba borracho? No lo estaba. Sé cuándo estoy borracho, y no lo estaba. No pueden decir que estaba borracho. Mira, voy a ir a la comisaría de policía y les diré que este hombre ha salido corriendo en mitad de la calle…
—No lo harás —dijo Clara.
—¿Por qué no?
—No te creerán. No es cierto, el hombre no ha salido corriendo al centro de la calle, el hombre estaba cruzando la calle y había un ceda el paso y tú no deberías haber conducido tan deprisa. Cuando empiecen a hacer preguntas, te lo harán admitir y resultará peor para ti. Ahora escúchame…
—¿Qué voy a hacer?
—Vas a escucharme —dijo Clara—. Me dejarás cerca de Broad Street para que pueda coger un taxi. El taxi me dejará a una manzana o dos de casa e iré a pie el resto del camino. Tú utilizarás calles secundarias y lejos de Broad Street cuando regreses a tu casa. Meterás el coche en el garaje.
—Eso haré —dijo Leonard—. Meter el coche en el garaje y entrar en casa…
—Cállate y escúchame. Cuando tengas el coche en el garaje, te quitarás el abrigo y empezarás a trabajar en el coche. Revisa cada centímetro. Asegúrate de que no hay ni una gota de sangre…
Leonard empezó a sollozar.
—Cállate —dijo Clara.
Leonard sollozaba en voz alta.
—He dicho que te calles —grito Clara—. Calla inmediatamente.
Leonard jadeó, y se giró hacia Clara y preguntó:
—¿Por qué has tirado del volante?
—Otro comentario como ese y tendrás mucho que lamentar. Si la policía te pilla ahora, estarás en un buen lío. El aliento te huele a alcohol y aquella esquina estaba muy iluminada. No tienes excusa. Ninguna excusa.
—Has tirado del volante —dijo Leonard.
—¿De verdad?
—Has tirado del volante.
Clara puso la mano en el tirador de la puerta.
—Muy bien —dijo—, si insistes en ponerte histérico…
—No —gritó Leonard, cuando Clara empezaba a abrir la portezuela—. No puedes irte así. Estás metida en el lío.
—¿Ah, sí?
—Sí —dijo Leonard—. Estabas en el coche conmigo y has tirado del volante.
—¿Eso he hecho? ¿De verdad?
Leonard miró fijamente a Clara. Y Clara sonreía.
Leonard giró la cabeza y apretó la cara contra la tapicería de cuero púrpura oscuro y se echó a llorar de nuevo.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó Clara.
—Sí —dijo Leonard entre sollozos—. Por favor. Por favor, ayúdame. Dime lo que tengo que hacer.
—Escúchame, Leonard. Si me escuchas, si haces exactamente lo que te diga, no tendrás ningún problema.
—¿No me cogerán?
—Si tienes cuidado y si sigues todas mis instrucciones, no te cogerán. Ahora escucha. Haz que mañana te duela algo y quédate en casa durante unos días. No saques el coche para nada y no lo dejes prestado a nadie. Y cuando lo saques, revísalo otra vez. Ponte debajo y asegúrate de que no hay restos de ropa.
Leonard dejó escapar un sonido largo y tembloroso.
—Esto es todo lo que hay que hacer —dijo Clara—. Me pondré en contacto contigo por teléfono dentro de tres días. Te llamaré el sábado a las siete de la tarde.
—Guardaré el coche en el garaje —dijo Leonard—. Tendré mucho cuidado, como has dicho. Y te escucharé, Clara. Haré todo lo que me digas. Nunca me he encontrado en ningún problema semejante. Nunca había matado a nadie. Oh, Clara, Clara…
—Deja de llorar —dijo Clara.
—Pero Clara, he matado a ese hombre. Le he matado…
—Sí, y es una pena. Pero ya ha ocurrido y no puedes hacer nada excepto evitar tener más problemas.
—¿Qué vas a hacer tu?
—¿Qué esperas que haga? —dijo Clara.
—Quiero decir, ¿no lamentas esto? ¿No estás trastornada? No pareces trastornada. Actúas como si fuera algo que no te afecta en absoluto.
—Leonard, mírame. Soy una mujer, y me siento peor que tú aún. Pero me doy cuenta de que al menos uno de nosotros debe conservar algo parecido a la calma. Si los dos nos desmoronamos, será un desastre.
—Tienes razón —farfulló Leonard—. Cuánta razón tienes.
Entre sollozos, entre largos y jadeantes suspiros de pesar, miraba a Clara con una mezcla de temor y adoración en los ojos.
—Dame tu número de teléfono —dijo Clara—. Te llamaré dentro de tres días. No dejes que esto te supere. No es tan malo como piensas. Si me escuchas, no te pasará nada. Haz lo que yo te digo y contrólate. Ahora deja de llorar y dame tu número de teléfono. He dicho que dejes de llorar…
—Sí, Clara. Haré lo que tú digas.
Clara se quedó en la esquina y contempló el descapotable púrpura cuando se alejó velozmente por la calle. Era como una enorme cucaracha púrpura, escabullándose por una calle secundaria. Y Clara sonrió.
El cansancio se introdujo en los miembros de Barry. Estaba pensando en todas las cosas que tenía que hacer antes de ir a la cama. No muchas, en realidad, pero parecían una multitud de tareas que llevarían mucho tiempo. Meter el coche en el garaje, caminar todo el callejón, cruzar la puerta de la calle. Entrar en casa y subir la escalera y todo lo demás, los preliminares del sueño.
Le iría bien dormir. Pensaba en lo puro y ligero y suave que era el aire esta noche y qué agradable sería notarlo en la cara y los pulmones en la oscuridad primaveral mientras se iba quedando dormido. Pensaba en la preciosa sustancia del sueño mientras su coche se deslizaba por la calle, y de repente sacó el pie del acelerador y apretó con fuerza el pedal del freno.
De un salto bajó del coche.
Echó a correr hacia la forma que brillaba negra y blanca y roja a pocos metros del bordillo. Al pisar la roja humedad se estremeció y trató de hacerse creer a sí mismo que no era realmente esto.
Luego aquello se movió un poco.
Barry se estremeció otra vez. Quería alejarse de allí. Oyó un sonido que aquello hacía. El sonido era un gorgoteo, y después se oyó un gemido, y después hubo otro gorgoteo y la cosa se movió otra vez mientras seguía gorgoteando. Se oyó un sonido crujiente y chirriante. Barry se inclinó y le vio la cara.
Barry se inclinó un poco más y reconoció a George Ervin.
Por un momento se preguntó cómo iba a levantar a Ervin y meterle en el coche. Luego se dijo que sería mejor llamar a una ambulancia. Luego, otra vez, quizás sería más conveniente que metiera a Ervin en el coche y lo llevara rápidamente a un hospital.
Ervin gemía.
Al colocarse en el otro lado para adoptar la mejor posición posible para levantar a Ervin, Barry vio la sangre. Se miró las manos y meneó la cabeza lentamente. Cerró los ojos, los apretó con fuerza esperando que otro coche se acercara por la calle y poder tener así a alguien que le ayudara en esto. Pero eran más de las tres de la madrugada, y la calle estaba vacía, silenciosa, indiferente. Barry se inclinó y puso las manos en el cuerpo y empezó a levantarlo, y luego jadeó y apartó las manos y se estremeció.
Miró la cara de George Ervin y los ojos de Ervin sobresalían y la boca estaba torcida. Ervin estaba intentando decir algo.
A Barry le pareció que los ojos de Ervin le suplicaban que se acercara más. Se inclinó sobre el rostro de Ervin. De los labios de Ervin surgió otro gemido.
Luego, ahogándose, Ervin emitió unos sonidos que podían haber sido palabras y terminaron con algo que sonaba como «… lo ha hecho…lo ha hecho».
Hubo otro gorgoteo. Se hizo más fuerte. Fue subiendo hasta convertirse en un estertor que cesó bruscamente cuando la cabeza de Ervin cayó a un lado, y el cuerpo de Ervin se quedó rígido.
Barry miró la cara del cadáver.
Los ojos todavía estaban desorbitados, estaban muy abiertos y miraban hacia arriba, y el blanco brillaba como si fuera esmalte blanco muy pulido. Y la boca estaba abierta, las comisuras de los labios partidos inclinados hacia arriba, de tal modo que parecía como si la cara estuviera riendo.