11

A las siete de la mañana, el despertador sonó en casa de George Ervin y este despertó con dolor de cabeza. Se incorporó en la cama y se frotó los ojos en un intento de eliminar el dolor que sentía en ellos, de hacerlo desaparecer con un masaje. Pero cada vez era peor. En el cuarto de baño, la ducha fría pareció hacerlo aún más punzante y doloroso.

George se vistió despacio, deseando poder volver a dormir.

Abajo, dijo a Agnes que no quería huevos, ni tostadas ni café. Sólo un gran vaso de zumo de naranja.

Trató de concentrarse en la página financiera, pero al cabo de unos minutos lo dejó. Apartó a un lado el zumo de naranja. Miró hacia el centro de la mesa y se preguntó cómo iba a pasar el día con ese espantoso dolor de cabeza.

Oyó que Agnes le preguntaba:

—¿No se encuentra bien, señor Ervin?

—Podría encontrarme mejor.

—No tiene buen aspecto. Sé que no debería decirlo, pero tiene muy mal aspecto. He estado notando cosas.

George levantó la vista. Agnes estaba apoyada en una pared, sosteniendo una toalla en una mano y un trapo de secar los platos en la otra. George preguntó:

—¿Notando qué?

—Su color. Es un mal color. Y algo más. Su cara está abatida. Siempre parece usted muy cansado. ¿No duerme bien?

—No duermo nada.

—Debería hacer algo para remediarlo, señor Ervin.

—Agnes, ¿hay alguna aspirina en la cocina?

—Arriba, en el armario de las medicinas. Se la iré a buscar.

Agnes subió rápidamente la escalera. Cuando se dirigía hacia el cuarto de baño, se detuvo de repente y miró la puerta cerrada del dormitorio principal. En el cuarto de baño cogió una caja de aspirinas del armario de las medicinas, y al cruzar el pasillo hacia la escalera, se detuvo otra vez a mirar la puerta cerrada del dormitorio. Apretó en su mano la caja de aspirinas, la siguió apretando hasta que se dio cuenta de que si seguía haciéndolo la aplastaría. Se apresuró a bajar, y al llegar al comedor vio que George Ervin descansaba la cabeza sobre la mesa y tenía los ojos cerrados.

—Señor Ervin…

Él abrió los ojos, levantó la cabeza lentamente y dijo:

—Estoy tan cansado.

—Oh, señor Ervin, ojalá…

—¿Qué?

—Ojalá yo pudiera ayudarle de alguna manera.

George echó dos tabletas blancas en el zumo de naranja. Alzó el vaso como si fuera una jarra de cerveza llena de jarabe. Se llevó el vaso a los labios y luego, despacio, lo bajó y dijo:

—Las aspirinas no me ayudarán.

—Quizás está usted enfermo. Quizás tiene fiebre y debería ver a un médico.

—No tengo fiebre y no necesito ningún médico. Sólo estoy… cansado. Terriblemente cansado. No he descansado una noche entera desde hace… —Levantó la vista y vio la preocupación y el ansia y algo más en el rostro de Agnes. Y dijo—: Oh, bueno, quizás esta noche dormiré.

Agnes estaba rígida, su cuerpo como un palo oblicuo apoyado en la pared. Tenía la garganta tensa, y unas arrugas se extendían desde sus labios a la mandíbula y a lo largo de la garganta.

Y dijo:

—No dormirá.

Entró en la cocina y se sentó ante la pequeña mesa y escuchó los intentos que hacía Ervin de beber el zumo de naranja. Le oyó moverse en el comedor. Y le oyó pasear arriba y abajo en la sala de estar. Luego oyó la puerta delantera que se abría y la oyó cerrarse.

Agnes bajó la cabeza y la apoyó en sus manos.

A mediodía, George entró en el gran drugstore de Walnut Street. Pidió un vaso de leche con chocolate, y cuando se había tomado la mitad no pudo tragar más. Cogió su cuenta y se acercó a la parte delantera de la tienda donde una mujer alta y delgada esperaba detrás de la caja registradora.

George pagó y se encaminó hacia la puerta abierta, y luego dio media vuelta y meneó la cabeza mientras se giraba. Se metió las manos en los bolsillos, las volvió a sacar y las metió de nuevo en ellos. Hizo lo mismo cuando regresó otra vez a la caja registradora.

—¿Quiere algo más? —preguntó la cajera.

—Me gustaría hablar con el director —dijo George.

—¿Había algún error en su cuenta? —La cajera parecía preocupada.

—No —dijo George—. Quiero ver al director para otro asunto.

—Un momento —dijo la cajera, y salió de detrás del mostrador y se fue hacia el otro lado de la tienda. Hizo una seña a alguien que había en la parte de atrás. Luego regresó al mostrador y, unos momentos más tarde, un hombre de cabello plateado con americana gris se acercó desde el otro extremo. La cajera señaló a George y el hombre del cabello gris se dirigió a George y le preguntó:

—¿Qué desea?

George comentó:

—Lamento molestarle…

—No es molestia. Para eso estoy aquí.

—¿Puedo hablarle en privado?

El hombre del cabello gris miró a George a los ojos, y cuando George apartó la mirada, el hombre del cabello gris preguntó:

—¿Tiene receta?

—Por favor —dijo George—, déjeme hablar con usted en privado.

—Pero necesita receta. ¿La tiene?

—No es eso —dijo George. Empezó a temblar. Miró hacia la puerta cerrada y la calle, y deseó estar en ella, camino de su trabajo. Todo lo que tenía que hacer ahora era darse media vuelta y salir corriendo por la puerta y ya estaría en la calle.

—Lo siento, señor —dijo el hombre del cabello gris—. Hace mucho tiempo que estoy en este negocio y no puedo hacer una cosa que estropearía mi reputación. Si no tiene usted receta, no puedo hacer nada por usted.

—Pero esto es algo diferente.

—Sí, lo sé —dijo el hombre del cabello gris, y sonrió con comprensión amistosa mezclada con desprecio—. Todos los casos son diferentes. Le diré lo que tiene que hacer. Vaya a ver a un médico y haga que le extienda una receta, Y…

—Deme una oportunidad…

—Está perdiendo el tiempo. Nunca lo he hecho hasta ahora, y no voy a empezar.

El hombre del cabello gris se preparó para marcharse y George se inclinó hacia adelante y dijo:

—Se trata de otra cosa.

—¿De qué?

—La cajera.

El hombre del cabello gris frunció el ceño. Señaló con un dedo a la alta y delgada mujer de detrás de la caja registradora y preguntó:

—¿Ella?

—No —respondió George.

—Oiga —dijo el director de la tienda—, ¿qué es esto?

—Tenemos que hablar en privado.

El hombre del cabello gris se encogió de hombros. Empezó a marcharse hacia el otro extremo de la tienda y George le siguió. A mitad de camino el hombre del cabello gris se giró mientras caminaba y miró a George de arriba abajo, con el ceño fruncido.

Fueron a un despacho contiguo a la pequeña habitación donde se guardaban las recetas. El hombre del cabello gris cerró la puerta y miró a George a la cara.

George estaba temblando. Dijo.

—La cajera que trabajaba aquí hace tres años.

—Diga —dijo el director de la tienda—, ¿sabe usted cuántas cajeras hemos tenido aquí en los últimos tres años?

—¿Guardan ustedes fichas?

—Bueno, sí. Tenemos los archivos de la Seguridad Social. Pero tengo que saber algo. Tengo que saber con qué autoridad viene usted aquí y pide información sobre una exempleada. Si son referencias lo que usted quiere…

—Podemos decirlo así —dijo George con aire cansado—. Podemos decir que quiero referencias.

—¿Es usted propietario de una tienda?

—No.

—Está bien, ¿a qué se dedica? —El hombre del cabello gris estaba abriendo un archivador y se volvió para contemplar a George, que estaba de pie, temblando.

—Estoy en el negocio de las inversiones bancarias.

—Eso no me dice nada. —El hombre del cabello gris se apartó del archivador—. Oiga —dijo—, si es usted investigador privado, será mejor que me lo diga. No soy un hombre duro de tratar siempre que sepa dónde estoy y siempre que esté seguro de que nadie está intentando engañarme.

—Tiene usted mi palabra de que no voy a involucrarle en nada. Sólo es que tengo que averiguar unas cuantas cosas acerca de alguien.

—¿Quién?

—Clara Reeve.

—Reeve. Reeve. —El director de la tienda se frotó la parte de atrás de la cabeza y miró hacia el techo—. Veamos… ¿dice que trabajó aquí cuándo?

—Hace tres años.

—Vamos a ver… Clara Reeve. —El hombre del cabello gris volvió al archivador y fue pasando fichas y dijo:

—Creo que recuerdo… sí, aquí está.

Y sacó una ficha y se la acercó a la cara como si estuviera jugando una partida de naipes y tuviera muy buenas cartas.

George dijo:

—¿Puedes decirme algo de ella?

—Bueno —dijo el director de la tienda, y mantuvo la ficha cerca de su cara mientras miraba a George—, no puedo decirle dónde se encuentra ahora.

—Eso no importa, sé dónde está ahora. Quiero decir…

—¿Oh, de veras? Bueno, entonces, ¿por qué no va usted a verla y le pregunta directamente estas cosas?

George puso una mano sobre una mesita para tomar apoyo, y dijo:

—¿No me ayudará? ¿Por favor?

El hombre del cabello gris estaba molesto.

—¿Qué quiere decir, ayudarle? —preguntó—. ¿Por quién me toma… un ignorante? Y otra cosa. Si está usted intentando iniciar algún asunto sucio, le advierto que se ha equivocado de cliente.

—Pero yo lo único que quiero saber es…

—No me importa lo que usted quiera saber —dijo el hombre del cabello gris. Se estaba excitando, y empezaba a alzar la voz—. Yo dirijo un negocio honesto, y hace trece… catorce años que estoy aquí, en el mismo puesto, y no hay ninguna mancha negra en mi nombre. Y usted viene y me pide que me meta en un negocio sucio, uno de esos asuntos de información. Oh, escuche, señor, no está usted engañando a nadie. Oh, no, no conseguirá nada con esa manera suave de hablar. Mire… —Y el hombre del cabello gris estaba muy excitado ahora, y se acercó a George, y gritó—: Salga de aquí. Vamos, váyase…

George salió del despacho, y luego cruzó toda la tienda. Cuando estuvo en la calle suspiró y se llevó una mano a la frente y bajó la cabeza. Un enanito de fuertes músculos estaba sentado a horcajadas sobre las espaldas de George, golpeándole en el cráneo con un mazo.