10

Mientras George Ervin daba vueltas inquieto en la cama, oyó que la puerta principal se abría y supo que Evelyn había vuelto a casa. Trató de obligarse a pensar que había estado despierto por la idea de que ella estaba fuera de casa a estas horas de la noche. Despierto porque estaba esperándola y quería estar seguro de que regresaba a casa sana y salva. Pero dejó que esta suposición se alejara y se puso a pensar en la noche pasada y la noche anterior a esta y todas las demás noches.

Escuchó a Evelyn, que rondaba por el piso de abajo. Los ruidos le decían lo que estaba haciendo, y dio gracias por esta oportunidad de entretenerse en las vacías y negras horas de la falta de sueño.

Oyó el ruido de pasos abajo.

Luego pudo imaginarlo, el color y el desarrollo de una escena que mostraba a Evelyn entrando en el comedor, abriendo una puerta y colocando su ligero abrigo de primavera en el armario ropero. Luego la puerta al cerrarse, y más ruido de pasos.

Y ruido de pasos en la escalera, subiendo. El paso femenino, algo tan querido en ese sonido, y cada sonido que su hija hacía, su hija, esta parte de él…

Ruido de pasos en el pasillo.

Escuchó el sonido que hacía Evelyn al cruzar el pasillo; luego apenas si pudo oír el modo cuidadoso y considerado de abrir la puerta de su dormitorio, y luego esperó a oírla regresar por el pasillo y entrar en el cuarto de baño, y oyó el ruido de un interruptor al ser accionado, y luego los sonidos en el baño, el tintineo de un vaso contra el azulejo, el correr del agua. Vago ruido de salpicadura.

Después, durante un rato no se oyó nada, y George esperó, con los ojos abiertos mirando el negro techo y la luz de una lámpara verde que le venía por el lado. Se giró y miró el despertador, y los números iluminados señalaban las dos y veinte. Entonces George oyó que se abría la puerta del cuarto de baño y escuchó el sonido de Evelyn al cruzar el pasillo. Oyó el sonido de otra puerta que se cerraba, la puerta de su dormitorio. Y ahora su hija Evelyn estaba en su cuarto y se pondría a dormir. Duérmete, mi niña… solía cantar Julia.

Duérmete, mi niña, solía cantar Julia, meciendo el pequeño fardo hecho con una manta azul pálido. Duérmete, y que tengas un sueño profundo y dulce y completo, mi niña, y George se incorporó y salió de la cama. Había recordado los ruidos, todos ellos y por el orden en que los había oído, y la imagen de la llegada de Evelyn a casa y su ida a la cama era completa en todos excepto por uno: el ruido de la luz del cuarto de baño al ser apagada. No lo había oído, y podía ser que estuviera equivocado, pero sería una buena idea asegurarse.

George salió de la habitación, abrió la puerta del cuarto de baño, y, como había supuesto, Evelyn se había dejado la luz encendida. George sonrió y se quedó allí, retrocediendo ante el fuerte resplandor. Evelyn estaba tan excitada estos días, o quizás no era realmente eso, no realmente excitación, sino una especie de cambio de humor, estos últimos días… matricularse en la escuela de Arte y comprar vestidos nuevos, conocer a gente nueva. Era una experiencia algo deslumbrante para Evelyn, y por lo tanto era natural que se equivocara en una cosa tan insignificante como era olvidarse de apagar la luz del cuarto de baño.

George apagó la luz.

Luego, en su dormitorio, al meterse en la cama, George volvió a mirar el reloj, y esta vez indicaba que eran las dos y veinticinco minutos. Calculó que esta noche dormiría cuatro horas y media, eso si podía quedarse dormido al cabo de pocos minutos, y al pensar en eso sonrió. Cerró los ojos, y gradualmente fue dando fuerza a un intento de convencerse a sí mismo de que no había en realidad ninguna buena razón por la que no pudiera quedarse dormido. No se oía ningún ruido en la casa de al lado. No había ningún ruido en la calle, y aquí en su casa todos estaban dormidos. Clara, a su lado, dormía tranquila, su respiración era precisa pero calmada y regular, de manera que debería inducirle al sueño más que impedírselo. Aquel asunto de que ella se había despertado alarmada tres noches atrás no se había repetido, y él estaba seguro de que no volvería a suceder. Era una de esas situaciones únicas, de esas que pueden suceder incluso a la persona más perfectamente equilibrada digamos una vez cada cinco o diez años. Una pesadilla y la negativa inicial a admitir que había sido una pesadilla. Y luego el sueño otra vez, borrando el incidente. Clara era toda salud y estabilidad, y él podía estar agradecido por ello.

Podía estar agradecido por muchas cosas. Sólo para compararse con otros hombres que conocía —era un método egoísta, pero probablemente era la única manera que un hombre tenía para valorar su propia situación— algunos de estos otros hombres tenían problemas y dificultades que sobrepasaban con mucho las suyas. En la oficina había un hombre que se había divorciado dos veces y estaba camino de una tercera escena en los tribunales. Y había un hombre cuya esposa estaba muriendo lentamente de cáncer. Y había otro que había sufrido una crisis nerviosa un año atrás y ahora tenía problemas con el habla, y a veces derramaba el café sobre la mesa durante el almuerzo. Había tantos de estos pobres tipos que padecían males y tenían dificultades. Ayer mismo, recordó George, había dado veinticinco centavos a un ciego que vendía lápices en Walnut Street.

George se dijo para sus adentros que George Ervin no tenía derecho a quejarse, jamás. Porque George Ervin tenía una casa y un empleo. Y George Ervin había realizado su propósito fundamental en la vida y había formado el tema de sí mismo, el tema vivo que era Evelyn: el recuerdo vivo de Julia. Debía estar agradecido por eso, más que agradecido. Esta hija de Julia y suya, esta chica que poseía la fragilidad y los ojos de Julia, esta chica cuyo andar y cuyo hablar eran tan semejantes a los de Julia, era más que una vida que él había creado y visto crecer. Era la señal viviente de la mayor felicidad que jamás había conocido, pues lo máximo que cualquier hombre puede tener es la sensación y el conocimiento no de poseer sino de dar, y de tener a alguien que reciba eso que se da, alguien que comprenda la causa y el sentimiento que hay tras ese dar. Julia lo había comprendido, y muchas, muchas veces por la noche, en esta misma habitación, le había hablado de ello. Al hablarle, al contarle sus sentimientos, su voz era tan suave y pura, que rebasaba la belleza de la melodía.

George comprendió que no iba a conseguir nada parecido al sueño, pero esto no le preocupó. Estos pensamientos eran mejores que el sueño. Y los recuerdos… aquella vez que estaban juntos en la playa, aquel verano tanto tiempo atrás pero tan claro ahora que lo rememoraba, con Julia y Evelyn y él mismo en la playa. Evelyn jugando con los juguetes que había recibido aquel día, los regalos por su tercer cumpleaños, y multitud de gente moviéndose en la playa, corriendo y gritando, el color de los parasoles y las grandes sombrillas y los trajes de baño en contraste con la arena grisácea. Tanta gente allí en aquel día caluroso, y sin embargo era como si estuviera solo en la playa con su esposa y su hija. Eso era todo. Sólo esta escena, y Julia mirándole y sonriendo, y ellos tres allí juntos.

Luego, debió de ser al año siguiente, por supuesto, era al año siguiente, y poco antes de Navidad, hubo una epidemia de gripe, nada importante, pero sí lo fue para él porque Julia había caído enferma, y después de varios días fue necesario ingresarla en un hospital. Casi había muerto entonces, y durante toda la noche, esa noche en que el médico le dijo que debía prepararse para recibir malas noticias, él había llorado y rezado y llorado y rezado, y se había dicho para sus adentros que quedaría destrozado, que no sería nada sin Julia. Qué bien lo recordaba ahora… la mañana siguiente, cuando ella se sintió mejor, y una mañanas más tarde, cuando le permitieron incorporarse, y el día en que se la había llevado a casa, y luego ellos tres juntos en casa, y el árbol de Navidad. Él había salido y comprado un abrigo de pieles para Julia, de piel de foca, y no había pensado ni por un momento si podía o no permitirse ese lujo. Lo compró impulsivamente. Llevó el abrigo a casa, a Julia, y Julia entonces se vino abajo, llorando en voz baja y cogiéndole las manos, y permanecieron abrazados muy juntos y luego ambos alargaron el brazo hacia Evelyn, y Evelyn se les acercó, cogiendo sus juguetes del árbol de Navidad, y estaban los tres juntos.

Una semana más tarde, Julia le dijo que debía devolver el abrigo. Él no podía ni mucho menos permitirse comprar un abrigo de piel de foca. Los gastos del hospital habían sido cuantiosos, y el coste de un abrigo de pieles no era necesario realmente. Él intentó discutir, y Julia le sonrió y luego le suplicó y fue a la tienda con él, llevando a Evelyn en el cochecito. En la tienda, él quiso que Julia eligiera otro abrigo, y finalmente ella eligió un abrigo ribeteado de zorro. Era marrón o negro o… eso no podía recordarlo. Pero recordaba a los tres saliendo de la tienda y riendo mientras caminaban por Broad Street, con Evelyn en su cochecito. Y a los tres yendo por Broad Street, dirigiéndose a su pequeño hogar.

Debía recordar siempre estas cosas; debía sentir de nuevo aquellos sentimientos de los días y las noches pasados con Julia. Y debía estar contento de que esos valiosos episodios hubieran tenido lugar en su vida, y debía saber que había recibido más, que había sido bendecido con más que la mayoría de hombres. La tesis de lo concreto y lo abstracto era una paradoja asombrosa. Lo concreto no era nada. Lo abstracto, los pensamientos y las sensaciones… eso era la sustancia real de ser.

Y no debía lamentar nada. Nunca. Si había cometido algún error, se trataba de errores técnicos, no del tipo que causa autocondena. El cerebro de George Ervin chasqueó y resonó cuando se dijo eso, y todo en su interior pareció ponerse rígido cuando algo le contradijo diciendo que tenía mucho que lamentar, muchísimo en realidad. Era algo que traspasaba los límites del pesar, le levantaba con garras de duro metal y le arrojaba a un campo ardiente de culpabilidad.

La culpabilidad le rodeaba, quemándolo todo a su alrededor y ardiendo con él. La culpabilidad le arañaba y le ahogaba. Él intentó escapar, pero las garras le cogieron de nuevo, le arrastraron con violencia al centro rechinante de la ardiente culpa. Y fue como si las garras tuvieran la capacidad de hablar, y él pudiera oír el sonido de la acusación, aunque no pudo traducir ese sonido a un significado organizado.

George tenía una sensación de quemazón, un conocimiento fuerte de que podía oír la voz, y ahora buscó a tientas el camino hacia ese sonido, y bebió ese sonido, haciéndose este más suave, y luego la quemazón desapareció pero la culpa permaneció, y ahora George no sabía dónde estaba, y no supo de nada más que de esta culpa inmensa.

El sonido era muy suave. Ya no era una voz, al menos él no podía distinguirlo como voz.

George peleó con el sonido e intentó apartarse de la culpabilidad. Dijo que había hecho todo lo que había podido. El sonido le pidió que reflexionara sobre esa afirmación, que la examinara y comparara lo que había hecho con lo que habría podido hacer y lo que hacía ahora con lo que podría hacer. George se escondió de eso y dijo que no había hecho nada malo al casarse otra vez. Él necesitaba una esposa y Evelyn necesitaba una madre. El sonido estuvo de acuerdo. Y esto tumbó a George y tuvo un efecto mayor que un golpe. Y George dijo que un hombre tenía un límite, y era posible, e incluso más que posible, era absoluta y drásticamente necesario que un hombre efectuara concesiones a su esposa, en especial cuando esta era su segunda esposa, y cuando él tenía la firme convicción de que esta segunda esposa hacía todo lo posible por proporcionarle a él un buen hogar y una existencia satisfactoria. Aunque él no estaba de acuerdo con ella en muchos asuntos, y aunque tenía la sensación a veces de que ella se aprovechaba de estas concesiones que él hacía, era no obstante cierto que ella seguía siendo sincera en su deseo de mejorar la calidad de la vida en este hogar. Y él era afortunado en este aspecto. Esta segunda esposa era mirada y eficiente, y eso era mucho mejor que una mujer lánguida que no tuviera ninguna influencia sobre él y estuviera casada con él sólo por el hecho de estar casada, y no le importara realmente lo que le ocurriera a él y considerara a Evelyn sólo como otro ocupante de la casa. Él era afortunado ahora, y la elección de esta segunda esposa había sido razonablemente correcta, y esperaba que la culpa se alejara, esperaba que el sonido se derritiera y desapareciera.

La culpa permaneció. El sonido era más claro ahora que antes, y George escuchó. Abrió los ojos y pudo seguir oyendo el sonido. Luego se irguió y se apoyó sobre los codos y se quedó así, mirando hacia la puerta, escuchando el sonido.

Y el sonido no estaba en esta habitación.

Probablemente era Evelyn. Pero no era Evelyn, porque si fuera Evelyn sería ruido de pasos en el pasillo, y este sonido venía del piso de abajo.

Si fuera Evelyn que estaba en el piso de abajo, habría oído sus pasos por el pasillo y al bajar por la escalera, y él no había oído nada de eso. Había oído y estaba oyendo ahora el sonido que venía de abajo. Podía oírlo directamente debajo del suelo de su habitación.

Y entonces George salió de la cama.

Le parecía que esta noche no era esta noche en absoluto, esta noche era tres noches atrás, la misma noche en que Clara le había despertado diciéndole que notaba una presencia en la habitación, y él estaba pensando ahora que se trataba de la misma presencia, sólo que ahora estaba en el piso de abajo.

Se encaminó hacia la puerta, moviéndose despacio y con tanto sigilo como pudo. No quería despertar a Clara, y se preguntó por qué eso iba a estar en su mente. Y pensó que desde un punto de vista puramente práctico debería despertar a Clara, y se dijo que no sin saber por qué lo decía.

La puerta estaba abierta ahora y George se quedó en mitad del pasillo. Miró al otro extremo y vio la puerta del dormitorio de Evelyn; estaba cerrada y no se veía luz por ninguna rendija. Sabía que Evelyn estaba en su habitación, y allí de pie, mirando la puerta cerrada, pudo oír el sonido que venía de abajo.

Oyó un gemido.

Junto con el gemido, más débil que el gemido, había un sonido susurrante, y George se dijo para sus adentros que había alguien abajo, que deambulaba por allí y gemía. No había dolor en el gemido, ningún malestar especial; sólo había un elemento en el gemido, y este era temor.

George cruzó el pasillo y empezó a bajar la escalera. Miró hacia la oscura sala de estar. Vio algo blanco y vago que desaparecía de su vista. Él se detuvo, asustado, y luego pensó que tenía que averiguar lo que había allí abajo. Se apresuró a bajar y vio algo blanco y vago que salía de la sala de estar, oyó un gemido final, largo y vacilante, y vio esta vaga blancura que ahora se alejaba de él flotando en la casa a oscuras.

Y entonces, sin saber dónde estaba, George echó a correr, y cayó pesadamente de rodillas. Se agarró a la alfombra, y parecía que no había sangre en su cuerpo, que no había carne en sus huesos, y se arrastró por la alfombra, y gritó:

—¡Julia… Julia… regresa…!

En el piso de arriba, la luz del dormitorio principal estaba encendida y Clara tenía la puerta abierta. Estaba esperando a que George subiera la escalera.

Entró en la habitación cuando George llegó al pasillo. Se sentó en el borde de la cama y miró a George.

—¿Qué estabas haciendo abajo? —Con el ceño fruncido, se decía para sus adentros que George parecía a punto de caer.

—He oído algo abajo —dijo George.

—¿Qué era?

—No lo sé —respondió George.

—Sí lo sabes. ¿Qué ha ocurrido allí abajo?

George miró a Clara y sonrió, y por primera vez desde que esta conociera a George Ervin, Clara tuvo que agacharse ante él. Había algo en aquella sonrisa que no era George Ervin, y era algo de loco, algo que Clara no podía comprender aun cuando tenía un efecto perturbador sobre ella.

Y George dijo:

—¿Qué crees que ha ocurrido?

—No tengo la más mínima idea.

—Bueno —dijo George—, ¿te interesaría saber que he oído algo en el piso de abajo, he bajado y he visto a Julia?

—¿Julia?

—Julia. Mi primera esposa.

—Me dijiste que había muerto.

—Así es.

—¿Y?

—Esta noche —dijo George—, Julia ha regresado.

Clara se levantó de la cama y cruzó la habitación y cogió un paquete de cigarrillos del tocador. Seleccionó uno, y lo encendió con cuidado. Mientras el humo le salía por la nariz y la boca dijo:

—¿Dices que abajo has visto a tu esposa muerta?

—Sí.

—Esta Julia, esta esposa tuya muerta, ¿la has visto claramente?

—No.

—Entiendo. Has imaginado que oías algo abajo y has bajado corriendo y entonces has imaginado que veías a esta Julia de quien hablas.

—No ha sido así —dijo George—. Yo no he imaginado nada.

—Exactamente, ¿qué has visto abajo?

—A una mujer. Era Julia.

Clara aspiraba con regularidad de su cigarrillo. Ahora estaba sonriendo y George ya no sonreía. Clara disfrutaba con el hecho de que él ya no sonriera, y ahora había olvidado completamente su sonrisa temible de unos momentos antes.

—Esta Julia… ¿cómo iba vestida?

—De blanco.

—Por supuesto —dijo Clara—. Por supuesto que iba vestida de blanco. Todas visten de blanco. Visten de blanco cuando se casan y visten de blanco después de muertas y cuando regresan, estas Julias. ¿Le has visto la cara?

—Podría decirte que le he visto la cara —dijo George—, pero no le he visto la cara.

—¿Iba flotando?

—¿Qué?

—Te he preguntado —dijo Clara—, ¿iba flotando?

—No sé a lo que te refieres.

Clara sonrió y agitó los brazos.

—Así, flotando de un lado a otro.

—Sí —dijo George—. Parecía eso.

—¿Te ha hablado? —Clara estaba una vez más sentada en el borde de la cama.

—No.

—Está bien, George. Repasémoslo. Dices que has oído un ruido abajo, para empezar. Dime, ¿qué era ese ruido?

—Gemidos.

—Bien. Si dijeras otra cosa que gemidos, empezaría a pensar que quizás tenías algo ahí. Así que has oído gemidos. Y entonces has bajado. Y has visto esta cosa blanca flotando. Y dices que ella no te ha hablado. Dime, ¿qué ha hecho?

—Se ha marchado.

Clara se echó a reír. Se echó hacia atrás apoyándose en los codos y miró a George, y se rio de él mientras él permanecía en el umbral de la puerta y la miraba. Y Clara dijo:

—¿Adónde se ha marchado? ¿Ha salido por la ventana? ¿Por la chimenea?

—No lo sé. Me he caído.

—¿Cómo te has caído?

—Bajaba los últimos escalones y he perdido el equilibrio.

—Imagino que esto ha sido lo que me ha despertado —dijo Clara—. Bueno, George, te tenemos en el suelo y tenemos esta cosa blanca que se marcha. ¿Y después qué?

—Nada. He oído que me llamabas y he subido.

—¿Y cómo te sientes ahora?

—No sé cómo me siento.

Clara cruzó la habitación y aplastó el cigarrillo en un cenicero, lo aplastó con fuerza y contempló desaparecer las chispas. Se volvió y dijo:

—¿Insistes en que has visto a esta Julia?

—Sé que era Julia.

Clara se cruzó de brazos y dijo:

—George, creo que deberías darte cuenta exactamente de lo que estás diciendo. Quieres hacerme creer que tu primera esposa, Julia, que hace muchos, muchos años que murió, ha regresado esta noche en forma de fantasma. Déjame preguntarte algo, George: ¿no te parece increíble todo esto?

—Increíble —dijo George, y se apoyó en el marco de la puerta—. Increíble, y no obstante sé que ha sucedido.

—No le has visto la cara, no le has oído la voz, salvo por lo que tú has pensado que eran gemidos, y dices que sabes que ha sucedido. Yo digo que es absurdo.

Él la miraba como si estuviera viendo a través de ella y más allá de ella, y más allá de la pared y más allá de la oscuridad del exterior.

Clara se acercó a George y dijo:

—Te doy esto sólo porque quiero ayudarte y es lo mejor para ti. —Levantó el brazo y, rápidamente, malignamente, le dio una bofetada en la mejilla, otra con el dorso de la mano en la otra mejilla, y le volvió a abofetear en una y otra mejilla. Él no hizo ningún movimiento por defenderse. Como él se tambaleaba, cayendo de lado, ella le agarró por los hombros y empezó a sacudirle. Luego, cuando la cabeza de George cayó hacia adelante, ella le cogió por el cabello y se la levantó otra vez.

—Ahora escúchame —dijo—. No has oído nada ahí abajo. No has visto nada. Ha sido tu imaginación. Dilo. Di: «Ha sido mi imaginación».

—No… no, te lo digo…

Clara levantó el brazo otra vez, y sonreía, sus facciones retorcidas, anchas las líneas curvas desde las ventanas de la nariz a las comisuras de los labios, y le abofeteó otra vez en ambas mejillas. Él separó los labios para decir algo, y la palma abierta de Clara le golpeó la boca. A George empezaban a flaquearle las piernas, y cuando Clara observó su debilidad, empezó a pegarle en la cara con la mano abierta. Mientras le golpeaba, decía lenta y claramente:

—Sólo… hago… esto… y esto… para ayudarte, George… George…

Y entonces George cayó al suelo. Estaba de rodillas al principio y después se desplomó, como si estuviera intentando enterrar su cabeza en el suelo. Sus sollozos producían un sonido seco y arrastrado, y cuando levantó la cabeza y miró a Clara, no había lágrimas en sus ojos, su cara no estaba mojada. La miraba como si estuviera viendo algo imposible de creer.

Estaba empezando a controlar el llanto, y ahora se estaba levantando lentamente del suelo. Cuando por fin estuvo en pie, caminó hasta el otro lado de la habitación y se apoyó en el antepecho de la ventana y miró a Clara. Ella le daba la espalda. Estaba encendiendo otro cigarrillo. Los sollozos de George habían cesado por completo, pero el ritmo de su respiración era espasmódico.

Clara se giró con un titubeo que desapareció en cuanto lo reconoció. Con los brazos cruzados una vez más, apretando con los dedos el cigarrillo que mantenía en el centro de los labios, dijo:

—Espero que ahora tengas la cabeza clara.

—Sí —dijo George—. Me siento mucho mejor ahora.

—¿Ves las cosas tal como son?

—Sí, así es.

—¿Estás dispuesto a admitir que ha sido tu imaginación?

George afirmó con la cabeza.

Clara dijo:

—Hay que ser racional con estas cosas. Tienes que entender por qué ocurren. Es bastante sencillo de explicar en tu caso. Desde un punto de vista psicológico, puede atribuirse a tu recuerdo subconsciente de la experiencia similar que yo tuve hace unas cuantas noches. Recuerda, George, que cuando me sucedió a mí, al principio me obstinaba en negarme a admitir que no era una realidad. Yo estaba tan segura de que había visto a un hombre en esta habitación…

—¿Estás segura de que era un hombre? —preguntó George.

—Estoy segura sólo de una cosa. Realmente no ocurrió. Sólo imaginé que ocurría.

—Bueno, entonces —dijo George—, suponiendo que fuera tu imaginación, ¿en tu imaginación viste a un hombre?

—¿Cómo quieres que lo recuerde? —Y en realidad a Clara le resultaba difícil recordarlo, porque ya se había obligado a sí misma a sacar la conclusión de que había imaginado aquella presencia en su dormitorio la otra noche. Su reacción violenta hacia la experiencia de George era fruto de no sentirse inclinada a cambiar de opinión al respecto. Si había una verdad concreta en la afirmación que George había hecho de lo que había oído y visto abajo, entonces ella tendría que creer la verdad concreta de lo que había visto unas noches atrás en su dormitorio. Y Clara no quería creerlo, y ahora había decidido que bajo ningún concepto se sometería a creerlo.

—Quizás si intentaras recordar…

—No, George. Te dije que olvidáramos aquella noche. Y también vamos a olvidar esta. Claro que tienes que darte cuenta… lamento muchísimo haber tenido que pegarte.

—Está bien, Clara. Sé que lo has hecho con buena intención.

—Necesitamos un poco más de aire en la habitación. Abre las ventanas un poco más.

Él abrió las ventanas y oyó a Clara meterse en la cama. Sintió el dulce aire derramarse en mayor cantidad sobre su cara. Cuando miró hacia la calle oscura, tuvo el deseo de introducirse en la noche y salir de esta habitación cabalgando en el aire, penetrando en la oscuridad, alejándose de esta casa y de esta calle más y más.

Y Clara estaba diciendo:

—¿Por qué te quedas ahí de pie, George? Ven a la cama.

Cuando George cruzó la habitación para apagar la luz, sabía que Clara le estaba mirando a la cara. Por alguna razón que él no quería saber no podía mirarla a los ojos. Y entonces, cuando apagó la luz, percibió por vez primera el dolor en su cara, el fuerte dolor causado por la fuerte mano de Clara contra sus mejillas y notó un palpitante dolor sordo que se abría paso a través de su cabeza. Cerró los ojos con fuerza cuando puso la cabeza sobre la almohada. Tratando de relajar su cuerpo como preparación para el sueño, dio un respingo y luego otro, como si Clara estuviera aún pegándole.