Dando vueltas y retorciéndose en la cama, Barry se dio cuenta de que no podría dormir esa noche. Salió de la cama y se vistió rápidamente. En el piso de abajo consultó el reloj. Eran las tres menos cuarto. Barry salió deprisa por la puerta trasera, y en el callejón se agachó y recogió un puñado de piedrecitas. Levantó la vista hacia los muros de la casa de los Ervin, miró la ventana y echó el brazo hacia atrás.
Luego dejó caer el brazo y las piedras resbalaron de sus dedos fláccidos.
Sacó el coche del garaje.
El coche circuló por el callejón, giró hacia la calle, hacia otra calle, y se dirigió hacia el centro de la ciudad por calles estrechas; eran calles que Barry conocía bien, pero no las reconoció. El coche avanzaba en dirección este hacia el río. Más allá de las débiles luces de las viejas calles, Barry veía el negro y reluciente Delaware en los espacios que quedaban entre los almacenes y los muelles. Ahora había una calle que se iba ensanchando en esta sección vital del activo río y atareados muelles.
Después, una calle más estrecha, y en estas calles que bordeaban los muelles se oía crujir de papeles y zumbido de voces y rechinar de ruedas. En estas calles envueltas por la noche los puestos de fruta y los comerciantes de productos agrícolas se apiñaban como animales en silencio. Aquí estaban reunidos los buhoneros, los propietarios de pequeñas y atestadas tiendas de frutas, los granjeros y los intermediarios, y los sagaces compradores de los mercados grandes. En las horas finales de la noche, el movimiento del comercio de las mercancías perecederas era un torbellino en estas calles. Las manos se hundían en las cajas y los productos eran expuestos para ser examinados y luego rápidamente comprados o rechazados. Y las voces subían y bajaban, y volvían a subir.
Barry aparcó su coche en una estrecha calle lateral. Caminó en el suave aire de la primavera, y a través de la oscura dulzura del aire tibio los aromas de los muelles y los puestos y almacenes se derramaban y se mezclaban formando un mosaico de perfume. El efecto fue magnético y Barry quiso ver. Quería ver todo lo que había que ver allí. Después de pasar ante los puestos de fruta y productos agrícolas, quiso ver las fuentes del perfume. Donde estaba todo el café. Y el chocolate. Y la pimienta y la menta. Y el tabaco y las melazas. Y el cuero y el queroseno y los lirios. Y el cáñamo y la goma quemada y el aceite de coco… de donde procedía todo.
Caminó por aquellas calles. Escuchó a los hombres que llevaban gorra y necesitaban un afeitado y eran corpulentos, metidos en sus camisas de manga corta o camisetas sin mangas, el vello del pecho mojado de sudor. Estos hombres hablaban en voz alta y lanzaban fuertes maldiciones. Maldecían a los motores que no querían encenderse bajo el capó de sus camiones. Maldecían a otros camiones que bloqueaban su camino. Maldecían a los carros y a los caballos que iban al frente de los carros. Se maldecían unos a otros y a los que controlaban los precios. Se golpeaban la palma con el puño y lanzaban gritos al cielo. ¿Pensaban estos granjeros que sus manzanas eran de oro? Coge un poco de cuerda de aquí. De aquí… no de allí… de… ponía aquí, ponía aquí, imbécil. Un elegante nuevo territorio en South Philly. Echa una mano aquí. ¿Quién tiene un lápiz? Mira ese camión, míralo. ¿Qué quiere decir, sesenta centavos? ¿Qué hace, cuenta de dos en dos? Mira ese camión. Ese tipo conduce como un loco. Echa un vistazo a estos limones. ¿Quién tiene un pitillo? No eche la culpa a los granjeros, sino a los ferrocarriles, y no ponga sus sucias manos en la mercancía. Hace nueve años que estoy en el negocio y todavía no puedo acostumbrarme a dormir de día. Mira a ese caballo de ahí, está a punto de caerse muerto.
En la oscuridad hendida por la indiferente luz amarilla, los hombres jadeaban y hacían fuerza y dejaban escapar el humo entre sus labios, y se reían y tiraban de una cuerda, y maldecían y empujaban cajas, y levantaban cajones y arrojaban cestas vacías, y movían volantes y maldecían.
Barry empezó a cruzar la calle. Se dirigió hacia los muelles, hacia las inmóviles y enormes formas en el negro Delaware. Pudo verlos cuando salió a la calle. Los muelles grises sobre el firmamento negro y los barcos negros en el agua. Las luces en el río y al otro lado del río.
Mientras Barry contemplaba los muelles y el río y los barcos, un gran camión bajaba por la calle a gran velocidad. Barry vio un rostro sonriente y socarrón detrás del parabrisas. Parecía que el camión apuntaba a Barry, intentando chocar contra él. Barry se echó atrás y cayó en un charco viscoso que brillaba formando un ancho y desigual círculo en el bordillo.
Barry miró el camión, y lo vio torcer la esquina haciendo un ancho giro. Otro camión venía por una calle lateral. El camión grande que había intentado golpear a Barry siguió girando, dando un bandazo para apartarse del otro camión, y luego rechinó cuando saltó sobre la acera y cinco hombres que había allí gritaron mientras se apartaban de un salto del enorme parachoques.
El camión grande siguió rechinando mientras seguía avanzando por la acera; hubo un chasquido y un estrépito y un tintineo al romperse una luna, junto con parte de una pared de ladrillo y puntales de madera. El camión se detuvo mientras sobre el capó caían cristales rotos. Un ladrillo rebotó de un alero e hizo un ruido sordo cuando dio en el suelo.
Se hizo el silencio.
—Y luego alguien dijo:
—Bonita marcha.
Se congregó una multitud.
—El motor está destrozado.
—Las ruedas también. Toda la parte delantera.
—Lo mires como lo mires, son quinientos dólares.
—Podía haber sido peor.
—Nadie se ha hecho daño.
—Hace un par de meses, yo iba caminando por Seventh Street, cerca de…
—Oh, oh… habrá problemas. Mirad quién conducía.
—Frobey, ¿verdad?
—Eso es. Frobey.
Frobey tenía treinta y cuatro años de edad. Medía más de un metro setenta y pesaba ciento cuatro quilos. Gran parte de estos era grasa, pero grasa dura. Frobey había trabajado de estibador antes de conseguir un empleo como conductor de camión, y había sido uno de los hombres más duros de los muelles. En una ocasión había dado un puñetazo en la mandíbula a un fornido hombre de metro ochenta, y la víctima había salido disparada de los muelles yendo a parar al río.
La embriaguez y la conducta violenta habían metido a Frobey en prisión muchas veces, y también había estado en ella con frecuencia por amenaza y agresión, y por resistirse al arresto. Frobey había estado casado varias veces, pero cuando estaba borracho le gustaba utilizar sus puños sobre la cara de una mujer, y ninguno de sus matrimonios había durado mucho tiempo. Frobey vivía ahora con una mujer a quien tenía miedo de pegar. La odiaba, pero no podía separarse de ella, y tampoco podía dominarla.
Ella parecía un halcón. Tenía el pelo negro como el río a medianoche, y su cuerpo era delgado y fuerte. Era casi toda hueso, pero había algo en ella que hacía arder a los hombres por dentro, y Frobey sabía que cuando él trabajaba por la noche, ella se acostaba con otros hombres. Esta noche la había acusado de eso, y ella se había reído de él. Él se acercó y ella sacó un largo cuchillo de alguna parte de su vestido y se lo mostró. Entonces le escupió en la cara.
Frobey había salido de la habitación. Había bajado a la calle e ido hasta el camión aparcado, había recogido una botella de leche y se la había arrojado a un gato.
Frobey se sintió mejor. Subió a la cabina de su gran camión. Este retumbó por las calles, avanzando pesadamente hacia los muelles. El gran camión circulaba rugiendo por las calles, y los coches pequeños se apartaban de su camino. Frobey sonreía con una mueca. Se sentía mucho mejor. Apartaba por la fuerza a todo lo que se cruzaba en el camino de su camión grande y rugiente. Iba inclinado sobre el gran volante plano y sonreía. Rostros asustados de peatones pasaban zumbando por su lado. Frobey se reía.
Ahora, sin embargo, mientras contemplaba el cristal destrozado en el suelo, el agujero en forma de estrella donde antes había estado la luna del escaparate, la madera astillada y los ladrillos caídos, y el arrugado frente de su gran camión, Frobey estaba muy lejos de la risa.
Giró en redondo y miró la multitud. Esperaba que alguien hiciera algún comentario astuto. Buscó con la mirada el otro camión, el camión más pequeño que había salido disparado de una calle lateral y era el principal responsable de este estropicio.
El camión más pequeño no estaba a la vista, y Frobey se pasó una mano fornida por sus labios apretados. Un sonido como un gruñido se convirtió en un juramento mientras los ojos entrecerrados de Frobey recorrían la multitud allí congregada. Después Frobey vio al tipo que se levantaba del agua sucia del charco. Su traje estaba roto. El tipo se metió una mano por debajo de la manga de un brazo magullado, la sacó y vio que había sangre en las yemas de los dedos.
Frobey avanzó hacia él, sacó dos manos inmensas y apartó a los hombres de su camino. Se quedó mirando a Barry y dijo:
—Tú has hecho que estrellara mi camión. Debería partirte la cabeza a patadas.
Barry se puso en pie. No sabía que la multitud se estaba congregando, reuniéndose y formando un círculo. Él no lo sabía, y sólo veía los ojos entrecerrados y los labios gruesos y apretados del hombre que había intentado atropellarle. Se acercó al corpulento camionero, y la multitud silenciosa, al verle, previo algo en este movimiento hacia adelante y se movió con él, ansiosa por ver lo que haría.
Frobey miró a Barry de arriba abajo. Vio a alguien de mucho menor tamaño que él. Un tipo joven. De apenas un metro setenta y setenta quilos a lo sumo. Delgado pero fuerte, y probablemente rápido y quizás hábil. Pero aún así sería fácil. Y sería un placer.
Barry se acercó lentamente al camionero, y al fin estuvo a un metro y dijo:
—Adelante, dame una patada en la cabeza.
Esperaba que el camionero le pegara por esto. Quería un puñetazo en la cara. Quería ser derribado y mirar al bruto desde abajo. Estaba ansioso por ver la maldad y el dolor causado por esa maldad, y la rabia ardiente, porque la mole que había frente a él ahora era el símbolo de una fuerza que le había engañado, torturado. Era algo bestial e inmisericorde, y sus potencialidades fueron completamente conocidas para Barry en el instante en que el conductor del camión se le acercó y levantó un brazo como un garrote.
Los músculos sobresalieron, y luego el brazo de Frobey salió disparado y el puño grande y duro golpeó la boca de Barry. Este rodó un poco al recibir el golpe y eso le salvó de perder casi todos sus dientes, pero ahora, al recular, le sangraban los labios y unos hombres le sostuvieron para evitar que cayera al suelo.
Los hombres retuvieron a Barry mientras él probaba la sangre, y saboreó su gusto y sonrió al camionero.
Frobey se rio, se desabrochó la camisa y se la quitó, tirándola al suelo. Su pecho desnudo estaba cubierto de vello. Hinchó el pecho y sus voluminosos brazos fueron mostrados a la multitud. Escupió en los puños y avanzó pesadamente.
Alguien dijo:
—Déjalo.
—Le matará.
—El chico no durará un minuto.
—Déjalo estar, Frobey. No es contrincante para ti.
—Eh, dejad que peleen.
—Claro, el chico quiere pelea. Miradle.
—Está bien; echaos atrás y dejadles espacio.
—Yo digo que no es un contrincante justo.
—Vamos, chicos, echaos atrás; hay que dejarles mucho espacio.
La multitud se apartó. Se habían dado cuenta de que sería más interesante si había mucho espacio. Había un ancho y mellado círculo despejado, y en un extremo estaba el camión empujando una cabina destrozada en un escaparate hecho añicos, y alrededor del camión estaban los hombres que se habían reunido allí para ver una pelea.
Estos hombres, aunque no les entusiasmaba la idea de que un hombre menos fornido fuera golpeado por el notorio Frobey, estaban no obstante satisfechos de que se iniciara una pelea. Eso significaba descanso. Significaba entretenimiento; la forma más agradable de entretenimiento para estos hombres que trabajaban en los muelles.
La multitud, ya numerosa, iba aumentando. Los hombres de la parte exterior del círculo llamaban a otros, que venían de los camiones, carros, puestos y almacenes. Venían hombres de los muelles y de las oficinas débilmente iluminadas de los muelles. Los hombres venían corriendo por las calles.
Un farol derramaba una luz amarilla sobre el espacio despejado.
Y ahora todo el mundo estaba en silencio y expectante.
Barry se quitó el abrigo.
Frobey arrastró un poco los pies, moviendo los puños en pequeños círculos para ponerse a punto.
Un hombre encendió un cigarrillo; casi se lo tragó, pues la multitud se movió hacia adelante cuando Frobey se abalanzó sobre Barry y le empezó a propinar puñetazos. Barry recibió un golpe de izquierda en el mentón y un derechazo en el costado de la cabeza. Intentó levantar sus puños. Recibió otro puñetazo en la mandíbula y cayó de espaldas. Rodó por el suelo y salió arrastrándose de un pozo que palpitaba lleno de sangre y oscuridad. Intentó ponerse de pie.
—Está bien, dejadlo correr.
—Claro, esto ha terminado. Vamos, chicos, olvidadlo.
—Esperad…
—Él todavía está metido. Quiere más.
Barry estaba de pie. Frobey se abalanzó otra vez. Barry dejó la guardia baja, y Frobey apuntó un derechazo a la mandíbula. Barry se agachó y soltó un derechazo en el abdomen. Al atacar, sabía que aquí era donde podía hacer daño al camionero, porque el camionero tenía barriga, y la barriga era donde estaba menos duro. Barry, manteniendo la cabeza baja, atacó y lanzó sus puños a la cara de Frobey, de manera que este levantó las manos para protegerse la cara, y entonces Barry le golpeó en la barriga. La cabeza de Frobey cayó hacia atrás y su boca se abrió de par en par. Intentó llevar un poco de aire fresco a sus entrañas para combatir el ardiente fuego que le arrancó el espinazo, le pasó al vientre y regresó a su columna vertebral. Frobey retrocedió y empezó a recibir golpes de derecha a izquierda en la sección central de su cuerpo y no pudo soportarlo. Soltó un grito al parecerle que el ombligo le atravesaba el cuerpo y le salía por la espalda. Sabía que nunca le habían golpeado de esta manera y nunca había sentido un dolor semejante.
Con la cabeza y los hombros bajos, Barry enviaba golpes cortos y zumbantes con la derecha y con la izquierda al vientre del hombre, y Frobey soltó otro chillido y un gruñido y otro chillido y siguió retrocediendo.
La multitud aullaba.
—Mirad eso.
—Miradle; está haciendo retroceder a Frobey.
—Vamos, muchacho, mátale, pártele en dos.
—Mátale, mátale, chico; se lo ha buscado.
Frobey se dio un golpe contra el camión. Salió rebotado y luego abrió los brazos, los pasó por la espalda de Barry y se agarró a él en un abrazo de oso. Derribó a Barry al suelo. Los ojos de Frobey estaban inyectados en sangre y se salían de sus órbitas. El dolor en el vientre era espantoso y le enviaba rabia al cerebro. Aumentó su presión sobre Barry.
—Eh, esta pelea es a puños.
—Déjalo, Frobey, déjalo…
—Eso no está en el reglamento.
—Déjalo, Frobey…
—Haced que pare…
Frobey levantó la vista hacia ellos y gritó:
—Si alguien se acerca a mí, estrujaré a este tipo hasta que las tripas le salgan por la boca.
Los hombres habían comenzado a avanzar, pero ahora se detuvieron.
—Frobey está fuera de sí.
Barry ya respiraba con dificultad, y el color de su dolor era violeta manchado de púrpura, el púrpura vetado de negro. Podía sentir que sus órganos se entrelazaban y retorcían en su interior. La presión aumentó y Barry gritó. Luego, retorciéndose frenéticamente al darse cuenta de la intención del camionero de estrujarle hasta matarle, levantó el brazo derecho, lo dobló y lo echó hacia atrás de modo que el codo golpeó el espacio entre los ojos de Frobey.
Frobey se apartó, chillando y pateando en el aire, llevándose los brazos a la cabeza, chillando y pateando y resbalando hacia atrás.
Barry se arrastró sobre las rodillas. Miraba la acera. Le caía sangre de la boca.
Los hombres estaban callados.
Frobey se puso de pie, apretando los manos en la gran burbuja de agonía que tenía entre los ojos. Lanzó un gemido. Barry se había levantado y se acercaba a él. Barry bajó de nuevo la cabeza y los hombros y avanzó, y Frobey vio los puños que apuntaban a su vientre encendido. Soltó un aullido e intentó esquivarle. Barry se abalanzó rápido y le clavó un derechazo en el abdomen.
Reculando, Frobey se dobló. Barry embistió y Frobey consiguió apartarse. Barry siguió avanzando y cayó sobre la multitud. Recuperó el equilibrio, se giró y vio a Frobey caminar hacia él. Él caminó hacia Frobey, se lanzaron un puñetazo y fallaron, cayendo lejos el uno del otro. Entonces se volvieron y se enfrentaron otra vez. Y avanzaron de nuevo. Barry asestó un gancho de izquierdo al ojo, pero entonces Frobey pegó un derechazo que pilló a Barry en la mandíbula y le hizo recular, tambaleante, de modo que una vez más cayó sobre la multitud. Y esta vez, cuando se levantó, se precipitó sobre Frobey y le envió otro golpe con la izquierda en el ojo. Siguió golpeando, y ahora tenía a Frobey doblado hacia atrás sobre el parachoques delantero del camión, y empezó a asestarle golpes en el vientre con la mano derecha mientras Frobey intentaba darle una patada en la ingle. Esquivando la patada, Barry le dio a Frobey la oportunidad de ponerse de pie y apartarse del parachoques. Ahora parecía, cuando Frobey caminó otra vez, que había encontrado nuevas fuerzas en alguna parte. Mientras se acercaba a Barry, parecía que sus enormes puños iban a destrozar la cabeza de Barry, porque Barry parecía exhausto. Barry iba agachado y reculaba con los brazos colgando a los costados.
Frobey se echó a reír y lanzó un golpe con la izquierda, parando a Barry con el brazo extendido; luego, recuperando el aliento, Frobey se preparó para asestar el golpe de abajo arriba que acabaría con Barry. Y mientras Frobey tomaba aliento, Barry se escabulló bajo la izquierda. Miraba desde abajo la barbilla de Frobey. Entonces su cuerpo subió mientras levantaba el brazo, y su puño pilló a Frobey justo debajo de la barbilla. El sonido fue categórico y definitivo, y Frobey salió disparado, casi horizontal incluso antes de golpear el pavimento. Cuando lo hizo, se oyó un sonido tremendo. Fue como si un gran saco de cuero lleno de piedras y agua hubiera hecho contacto con el suelo después de caer trescientos metros.
Tumbado de espaldas, los ojos no completamente cerrados, Frobey respiraba como un fuelle funcionando deprisa. Su ojo izquierdo era una bola hinchada de color azul y rojo oscuro y negro. Tenía la nariz aplastada y le sangraba, y la parte superior de la cabeza cubierta de sangre.
Barry se desplomó. Cayó de rodillas y colocó las manos en tierra. Se apoyó de esta manera, mirando al camionero inconsciente. La camisa y la camiseta colgaban hechas jirones del cuello y los hombros de Barry. El pecho y los hombros y la espalda le sangraban y estaban en carne viva por el cemento.
Alguien dijo:
—Dios Todopoderoso.
Barry intentó ponerse en pie y se cayó, y los hombres se precipitaron hacia él y le ayudaron a levantarse. Unos cuantos hombres se designaron a sí mismos como guardianes inmediatos. Despejaron un espacio al frente y se llevaron a Barry. Le llevaron a una nave de almacenaje donde había un pequeño catre. Le colocaron en él y alguien recomendó traer un cubo de agua fría.
El frío líquido le salpicó a Barry en la cara. Sonrió a los hombres. Uno de ellos salió corriendo de la sala y regresó con unas vendas y esparadrapo y una botella de ginebra. Otro se acercó a la puerta, la abrió ligeramente y dijo a la multitud que estaba fuera que no entrara.
—No, no necesitamos ningún médico. Está perfectamente bien.
—¿Y por dentro?
—Por dentro está bien. Está en buena forma.
Barry bebió mucha ginebra. Se incorporó y se llevó las manos a las vendas que le cubrían la cara. Sonrió y alcanzó la botella de ginebra.
—Eso está bien, muchacho. Bébela toda.
—Te hará mucho bien.
—Quédate en este catre y tómatelo con calma.
—Gracias —dijo Barry.
—Esa ginebra en tus tripas es un remedio extremadamente bueno. Es ginebra de alta graduación.
—Salgamos de aquí y dejemos que el chico duerma un poco.
Salieron, y en la calle se unieron a la multitud que discutía la pelea.
—… y nadie puede decirme otra cosa.
—Le salía de los labios, no era una hemorragia.
—Alguien debería echarle un vistazo.
—Os digo que el muchacho está perfectamente bien.
—Tú sabes mucho.
—Déjame verle —dijo Clard.
Todos se quedaron mirando a Clard.
Era desconocido para ellos, este Clard. Era callado y tranquilo, y nadie le conocía.
Vivía allí, en los muelles, en un diminuto espacio individual sobre un pequeño almacén. Por las noches, Clard paseaba por las calles lindantes con Delaware, y hablaba con los hombres. No decía gran cosa, pero lo que decía quedaba grabado en los cerebros de sus interlocutores, y aunque ellos se hacían preguntas sobre Clard y no podían ni remotamente comprenderle, admiraban su intelecto y la manera en que lo expresaba.
A veces su curiosidad se desbordaba, y le preguntaban algo sobre sí mismo. Él siempre tenía una respuesta fija. Proclamaba que el ego de un individuo tiene poca importancia comparado con el conjunto de vistas y sonidos y personas y acontecimientos que le confrontan.
En algunas ocasiones decía cosas que los hombres no podían comprender. Pero ellos siempre respetaban sus palabras. Entre ellos se preguntaban qué hacía para no ganar ni perder, y una vez habían intentado entrar en su dormitorio. Unos cuantos de ellos subieron la escalera de madera que conducía a la puerta de atrás, la única puerta de la habitación. Estaba cerrada con llave. La única ventana estaba asegurada y había una persiana detrás. Los hombres decidieron dejar la situación como estaba y bajaron de la escalera.
Siempre parecía como si este hombre, Clard, estuviera hablando a multitudes, aun cuando hablaba en voz baja, aun cuando su audiencia se limitara a dos hombres. Y mientras le escuchaban, los hombres olvidaban que era Clard el extraño, Clard la persona insondable que a veces no aparecía en la calle durante noches seguidas.
Y el conocimiento de Clard era ofrecido a los hombres. Pero el yo de Clard les era completamente desconocido.
Alguien dijo:
—¿Lo has visto?
—Sí —dijo Clard—. Lo he visto.
—¿Todo?
—Todo.
—¿Ha visto cómo Frobey le ha abrazado y tirado al suelo?
—Lo he visto todo —dijo Clard.
—¿Qué opina?
—Tendré que echarle un vistazo.
Alguien dijo:
—Bueno, Clard, supongo que esto nos da la historia de usted. Usted es médico.
—No —dijo Clard—, no soy médico.
—Bueno, ¿cómo puede decir lo que le ocurre al muchacho?
—Puedo decirlo.
Alguien dijo:
—Dejadle entrar y que le eche una mirada.
Alguien dijo:
—Yo iré con él.
Clard dijo:
—Iré solo.
Fue solo. Entró en la sala de almacenaje, encendió la luz y se quedó de pie al lado del catre, y observó el pecho de Barry que subía y bajaba en tranquilo sueño.
Clard miró la botella de ginebra que había en el suelo, las manchas de ginebra que brillaban en el borde del catre.
Barry abrió los ojos cuando la luz traspasó sus párpados. Miró la cara y el cabello negro de Clard, descuidadamente negro sobre la cabeza y la frente. Tenía el mismo aspecto que su propio cabello. Era idiota pensar eso, pero todo este asunto era idiota.
Clard vio que Barry le miraba y dijo:
—No siempre llevo la gorra.
—He venido aquí a verle —dijo Barry.
—Me lo he imaginado.
—¿Cómo es que está aquí?
—He visto la pelea —dijo Clard—. He llegado cuando ya había empezado. Habría intentado detenerla, pero parecía como si estuvieras disfrutando. Incluso cuando te estaba estrujando, era como si te gustara y supieras que ibas a salir de aquel abrazo. ¿No era así?
—Creo que sí —dijo Barry—. No puedo recordarlo exactamente.
—Ha sido una buena pelea —dijo Clard. Se acercó a una pared y trajo una caja de fruta junto al catre. Se sentó en la caja y comenzó a examinar a Barry. Colocó sus manos sobre el pecho de Barry y se las pasó por la zona de las costillas.
Los largos y gruesos dedos de Clard fueron refrescantes y calmantes.
—Dime si te duele aquí.
—Un poco —dijo Barry.
—¿Y aquí?
—No.
—¿Y aquí?
—Sólo un poco.
—Abre la boca —dijo Clard. Miró la sangre coagulada y murmuró—. Estás bien. Esa sangre es de los labios partidos, y no de heridas internas. Tienes suerte.
—Lo sé —dijo Barry—. Sé que tengo suerte. Y me alegro de haber dejado que me sucediera. Lo necesitaba. Necesitaba algo que me hiciera explotar. Tengo la cabeza más clara ahora que cuando he salido de casa esta noche.
Barry trató de incorporarse. Lo intentó varias veces antes de conseguirlo. Luego Clard sacó con un golpecito unos cigarrillos de un delgado paquete, y el humo pasó entre los dos hombres, y se miraron el uno al otro a través de él. Una leve sonrisa afloró a los labios de Clard, y pareció correr por entre el humo, de tal manera que una sonrisa idéntica se formó en los labios de Barry.
—Tenías una razón especial para venir aquí a verme —dijo Clard.
—Más o menos.
—¿Cómo te sientes ahora? ¿Quieres hablar de ello?
—Me parece que no. Ahora no me parece importante.
—Está bien —dijo Clard—, nos lo saltaremos.
—No todo. Supongo que sólo soy curioso. Cuando venía hacia aquí no tenía la más leve curiosidad. Era más de lo que yo podía manejar solo y estaba ofuscado. Quería que alguien me ayudara. Tenía una sensación que no podía entender, pero era una sensación de que quizás usted podía ayudarme. No sé por qué le he elegido a usted, pero así ha sido. Supongo que no puede hacer desaparecer estas cosas con narcóticos.
Clard dijo.
—Hay muchas cosas que no se pueden hacer desaparecer con narcóticos.
Barry pasó las piernas sobre el borde del catre. Dijo:
—Cuando venía hacia aquí estaba en mala forma. Pero ahora estoy perfectamente.
Clard se puso de pie y se estudió el dorso de las manos.
Barry dijo:
—Esto es lo que siento, ya no me interesa nada de lo que ocurra en aquella casa. Aquella casa me importa lo mismo que si estuviera en las montañas del Tíbet.
Clard se frotó las palmas de las manos y luego se las miró, como si esperara que se hubiera producido un cambio de textura. Y mientras se las miraba dijo:
—Mira a ver si puedes ponerte en pie. Ve despacio.
Al levantarse del catre, Barry sonrió. Luego se dirigió hacia la puerta, y Clard la abrió, y salieron juntos. Algunos hombres empezaron a acercárseles, y Clard les hizo señas de que se alejaran. Entonces Clard y Barry se fueron juntos calle abajo.
Y Clard dijo:
—Vamos a torcer por aquí. Quiero ver el río. A esta hora tiene un bonito reflejo.
Giraron hacia el río y cruzaron otra calle. Luego permanecieron envueltos en una densa bruma rosa y gris que venía del Delaware y el hervidero del amanecer.
—Ahora mira allí —dijo Clard.
Barry miró en la dirección que señalaba la mano extendida de Clard y vio la escalera, colocada oblicuamente contra la pared trasera de un almacén en estado ruinoso.
—Allí es —dijo Clard.
—Está bien, gracias —dijo Barry—, pero no significa nada para mí.
—Lo sé —dijo Clard—. Sólo quería señalártelo.
—¿Sólo por si acaso?
Clard sonrió.
—Lo dejaremos así. Diremos que sólo por si acaso.
—No habrá ningún por si acaso. Me gustaría conocerle mejor, pero no creo que haya ninguna base para ello. ¿No se ha sentido nunca de la manera que yo me siento ahora? ¿No se ha sentido nunca tan claramente decidido respecto a algo que sabía con tanta seguridad como que estaba vivo y que nada podría hacerle cambiar de opinión? Absolutamente nada.
—Me siento así respecto a muchas cosas —respondió Clard—. Pero sea lo que sea lo que sienta respecto a ciertas cosas, sé de la existencia de fuerzas más poderosas que mi propia voluntad.
—Hay algo de verdad en eso —dijo Barry—. Pero con todo, he tomado una resolución. No, es algo más que eso. No es como si deseara algo por mí mismo. Es como si yo fuera uno de esos tipos que se quedan sordos a causa de algún shock terrible. Ahora otro shock terrible ha sucedido y ya no estoy sordo. Y en este caso el shock terrible ha sido la discusión que he tenido con el camionero. Cada vez que él me pegaba, se llevaba dolor mío, en lugar de proporcionármelo. Y cuando me tenía sujeto con aquel abrazo, era como si estrujándome me estuviera sacando toda la angustia, la confusión y la derrota que tenía en mí. ¿Sabe?, señor…
—Clard.
—¿Sabes?, Clard, esta vida no es un sueño. Partes de ella lo parecen, pero todos esos pequeños sueños representan sólo una pequeña parte. Microscópica. El resto es real…
—Párate aquí —dijo Clard, la voz rígida de urgencia—. Aquí mismo. No vayas más lejos. Porque si lo haces, perderás algo. No puedes perderlo. No debes permitirte perderlo. Eres una de esas pocas personas que lo tienen para empezar. Y tarde o temprano, la mayoría lo pierden. O bien hacen que lo pierdan o se lo quitan a la fuerza. Y eso es para lo que piensas que te ha sucedido. Piensas que la realidad de pelear con un bruto, de hacer que tu cuerpo sea golpeado, tu cara ensangrentada, piensas que eso te ha sacado del sueño y te ha plantado en tierra firme. Pero no hay tierra firme que sea permanente. La tierra firme cede y el sueño viene otra vez. Quizás tarde un tiempo. Quizás no volverá hasta dentro de cincuenta años. Pero eso es para lo que vivimos, la única razón de que permanezcamos vivos, aun cuando la mayoría de nosotros no nos demos cuenta. Vivimos para el momento en que el sueño regrese. Incluso yo.
—Está bien, Clard. ¿Qué haces tú?
—Pienso. Estudio. Pinto. Hago un poco de trabajo aquí y allí. Contemplo el río. Pinto los barcos. Acuarela. Eso es a lo que me refería cuando decía sólo por si acaso. Alguna noche, en el caso de que estés tratando de pensar en algo que hacer, ven aquí y te enseñaré lo que pinto. Hablaremos. Puedes hacerme callar si quieres…
Barry dijo que no con la cabeza.
—Lo único que teníamos en común era aquella casa. Y ahora ni siquiera sé que aquella casa existe.
Clard dio un paso hacia Barry y se quedó allí mirándole a los ojos. Y no se oía ningún sonido, ni siquiera del río. Durante un minuto, Clard no había apartado sus ojos de los de Barry, y no había pestañeado siquiera una vez. Luego Clard dijo:
—Has venido a verme esta noche porque querías decirme lo que estaba pasando en aquella casa, o qué hacía que tu chica se comportara así, en contra tuyo.
—Has acertado —dijo Barry—, y supongo que es algo que no es difícil de acertar. Pero lo que me dices no me hace nada, y eso está perfectamente bien, porque de todas maneras no importa. Voy a dejarlo tal como está.
—No lo harás. Dices que lo has olvidado, pero aunque es posible que realmente pienses eso, no lo has olvidado en lo más mínimo. Está igual de mal ahora que antes. Y empeorará, también. Y a medida que vaya empeorando, tú pensarás que va mejorando. Porque reirás más, hablarás más, te sucederán cosas que consideras agradables. Piensas que estarás ganando algo y todo el tiempo estarás perdiendo algo. Te estarás alejando cada vez más del sueño.
»Escucha. Recuerdo una vez que entré en una biblioteca, uno de esos lugares tan grandes y complicados, con una sala especial donde tenían volúmenes bellamente encuadernados. Vi allí a un hombre vestido con elegancia, que caminaba arriba y abajo frente a los estantes. Sacó un volumen de cuero marrón con impresiones de oro y franjas de cuero marrón más oscuro cosidas en la cubierta para formar un complicado diseño. Era un objeto muy bonito; el cuero era grueso pero flexible y agradable al tacto. Y este hombre se quedó de pie sosteniendo el libro en sus manos, disfrutando de su vista. Y entonces lo sostuvo con fuerza en las manos y lo dobló a un lado y a otro. Luego se lo llevó a la cara y olió el cuero. Después, se puso el borde del libro en la boca y pareció como si lo mordiera, como si lo probara, masticándolo. No sé, quizás si no se hubiera vuelto de repente, viendo que yo lo estaba observando, hubiera pegado un mordisco a ese elegante cuero y se lo hubiera tragado. Sea como sea, devolvió el libro a su sitio y se apresuró a salir de la sala. Entonces yo fui a coger el mismo libro, abrí la tapa y vi que era un libro de poesía de algún autor isabelino no demasiado conocido. Me senté, y unas horas más tarde puse el libro de nuevo en su lugar. Aquella poesía era el país de las hadas, era la gloria y era la verdad. Y aquel hombre había contemplado la tapa de cuero con oro, la había sostenido y retorcido, olido, catado y masticado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Barry.
—Ese hombre es la humanidad actual, que sirve a los sentidos, la carne, despreciando la mayor amplitud del pensamiento, haciendo caso omiso de los poderes de la mente, o el espíritu, o el alma, o como quieras llamarlo. Tienes a la humanidad apartándolo de una gran patada y andando a tientas y avanzando con dificultad y gritando en la interminable batalla por satisfacer los sentidos. Y llega el momento en que esa batalla traspasa los límites de la justificación. Y ahí es donde entra el mal.
—Yo no lo veo así. Si no puedo estar cerca de ella…
—Tus pensamientos pueden llevarte cerca de ella. Agárrate a tu sueño.
—Eso es poesía. Es palabrería.
—Es la verdad, Barry.
—No —dijo Barry—. Aun cuando sintiera deseos de probarlo, no podría siquiera acercarme a tu manera de pensar.
—Mira el río —dijo Clard—. ¿Ves el humo? ¿Ves la basura en el agua y la porquería en los muelles? ¿O ves la belleza del río al comienzo de la mañana?
—No veo nada especial.
—Quizás lo harás. Algún día.
Barry se giró y se pasó un dedo por la gruesa línea de sangre coagulada que le bajaba del labio al mentón. Contempló las franjas doradas y violetas que relucían en la superficie del río iluminada por la mañana. Se dio media vuelta y ahora, al mirar atrás hacia Clard, dijo:
—Tal vez.
Y entonces echó a andar hacia la calle, un sinuoso camino a lo largo del río, y contempló el agua, que era como una laguna en la mañana sin viento.
Pronto, pensó, el agua estaría revuelta por el comercio y cubierta por el humo.
Caminó hacia arriba, a lo largo de los muelles, contemplando el agua y los grises contornos de la ciudad más pequeña al otro lado del Delaware. Luego caminó por un desembarcadero y miraba río arriba, donde se ensanchaba, y allí arriba, lejos, había verdor en el gris, el verdor de los campos que arrancaban de las márgenes, el verdor de las extensiones de tierra, el verdor que se convertía en los vastos céspedes de terciopelo verde de la parte alta de la ciudad.
Apartándose del borde del desembarcadero, Barry desvió la mirada del río; ahora tenía los ojos puestos en la calle cubierta de polvo, las ventanas rotas de los viejos almacenes, las moradas abandonadas que estaban casi en ruinas, la sombría quietud de las casas todavía habitadas que poco a poco se iban desmoronando. Y Barry se encaminó despacio hacia el lugar donde había aparcado su coche.
Las horas de comercio no habían llegado todavía, y ahora, en el silencio y la quietud, caminando por las calles estrechas, mirando los gastados y rotos adoquines, Barry pudo ver el suelo aprisionado bajo sus pies. Y pudo oír un gemido. Era su propio gemido, pero lo oyó como si procediera de debajo de los adoquines.