Eran las dos y diez cuando Barry salió de la boca del metro. Parpadeó cuando las luces de Broad Street le golpearon los ojos. Sus miembros no estaban cansados pero le dolían los ojos. En la fábrica de papel esta noche le habían hecho dejar su máquina y le habían pedido que copiara un largo listado para un nuevo enlace que estaban llevando a cabo en su departamento. Al cabo de unas horas, los ojos le estaban causando problemas y se quejó al capataz de la fábrica. Este le dijo que si no le gustaba ya sabía lo que podía hacer. Regresó a su trabajo con el listado terminado. Esto fue un problema, y más tarde tuvo otro problema cuando a su coche se le rompió una cadena de distribución del encendido y tuvo que dejarlo aparcado en el centro y volver a casa en metro.
Caminando por la calle grande y ancha, con los ojos entrecerrados, Barry recordó aquella tarde. Y el parque. Y las violetas alrededor.
Dobló la esquina, la esquina donde estaba el banco. Caminaba despacio, pensó luego en el sueño y en el día duro que le esperaba mañana y caminó más deprisa. Pasó por delante de la tienda de comestibles. La tienda de fontanería. La verja de la escuela superior júnior. Una frutería. La oscuridad se deslizaba por la tranquila calle en el suave discurrir de la primavera.
Marcas de tiza en la calle. Una declaración de dos palabras hecha por un niño pequeño, una actitud ampulosa hacia el mundo, y las marcas de tiza de un juego de pelota, y el tanteo del partido marcado en el bordillo. Ratas: 9 - Serpientes: 8. Buen juego. Las ratas se habían apuntado dos carreras en la primera mitad, y las serpientes cuatro en una reunión fútil pero excitante. Barry siguió caminando. Cruzó calles, silbó una melodía, pasó el callejón y luego dio media vuelta y se quedó en la entrada del callejón.
Miró el cemento resquebrajado. Resquebrajado y agrietado por las pesadas ruedas de los camiones. Camiones de basura y camiones de hielo que hacían caso omiso de la señal de «Prohibido el paso a camiones» y circulaban por el callejón todos los días. Barry se alegraba de que los camiones circularan por el callejón. Ellos agrietaban el cemento por él. Lo agrietaban y hacían saltar piedrecitas. Se agachó, y recogió un puñado de piedrecitas. Miró por el callejón.
No, déjala dormir.
Barry se dio media vuelta y siguió caminando, dejando resbalar las piedrecitas de la mano. Dio la vuelta a la esquina y se encaminó a su casa. Era una noche oscura, salvo por el reflejo de luz que rodeaba la esfera luminosa de la farola que había a medio camino en la calle. La luz alcanzaba un pequeño espacio, luego se hacía más débil y finalmente era devorada por la negrura que venía galopando por encima de la hilera de casas. La negrura que se acercaba cubriendo los tejados planos, los tejados de los porches que caían inclinados desde las ventanas del segundo piso.
Caminando por la calle, Barry contó las casas; las contó por los tejados inclinados de los porches, negro mate y separados uno de otro mediante columnas de ladrillo gris que se convertían en chimeneas. Los tejados de estas casas. Y los niños que habían vivido en estas casas y que todavía vivían en ellas pero ya no eran niños. Desconocidos para él, ahora, vivían aún allí pero se hallaban distantes y eran desconocidos, aunque era posible recordar juegos de indios y vaqueros y tardes de sábado en el cine, y el vendedor de helados en las tardes de verano, y marchas en trineo por el callejón bajo grises cielos invernales a las cuatro de la tarde, y los gritos de los niños que ahora le eran desconocidos. Las columnas de ladrillo gris que dividían estos tejados negro mate eran como los muros de una fortaleza, tejados en pendiente y vidas lejos de los tejados y las vidas, que simbolizaban los años y el cambio.
Barry miró hacia los tejados del porche. Miró hacia el tejado del porche de su propia casa. De repente se dio cuenta de que estaba inmóvil, y se preguntó por qué.
Luego se puso tenso.
Ahora estaba mirando hacia el tejado del porche de la casa de al lado, la casa de los Ervin. Parpadeó.
Luego sus ojos se abrieron de par en par y los músculos de su mandíbula se pusieron tensos y abrió la boca. Se quedó mirando fijamente el tejado oblicuo del porche de la casa de los Ervin.
No podía moverse. No podía siquiera respirar.
Algo espantoso le estaba ocurriendo a George Ervin. Unas manos enormes estaban sobre él, intentando destrozarle. Abrió los ojos.
Clara le estaba sacudiendo.
Él preguntó:
—¿Qué sucede?
La miró a ella. Clara estaba incorporada en la cama y él observó que tenía la boca abierta.
—Sal de la cama —ordenó Clara, y estas palabras fueron como una sola—. Enciende la luz.
—¿No te encuentras bien?
—Enciende la luz. Haz lo que te digo, enciende la luz.
George salió de la cama. Encendió la luz. Miró a Clara. Ella estaba inclinada hacia adelante, mirando fijamente las paredes de la habitación. Mirando fijamente el suelo. Y el techo.
Dijo:
—Abre el armario.
George frunció el ceño, se movió con aire soñoliento, luego se giró y dijo:
—Agradecería saber a qué viene todo esto.
—Date prisa, abre el armario.
Él abrió el armario empotrado, y retrocedió con alarma cuando Clara salió de un salto de la cama y pasó por su lado y pareció zambullirse en el armario y empezó a revolver entre sus vestidos y los trajes de él y se detuvo para examinar el suelo del armario.
—Clara, por favor, si no me dices lo que parece ser…
—Ve al vestíbulo. Registra todo el vestíbulo.
—Oh, Clara, por favor. Debes de haber tenido una pesadilla…
—El vestíbulo. Quiero que mires en el vestíbulo.
George abrió la puerta del dormitorio y miró por el pasillo.
—Baja al vestíbulo —dijo Clara.
Él bajó al vestíbulo, regresó y cerró la puerta del dormitorio. Clara había vuelto a la cama, y ahora tenía la cabeza en la almohada y le estaba mirando.
Dijo:
—Apaga la luz y métete en la cama.
Él apagó la luz y luego se metió en la cama y dijo:
—Me gustaría que me dijeras lo que te preocupa.
Clara no respondió.
Él la miró. Ahora tenía las manos detrás de la cabeza y él pudo ver que tenía los ojos abiertos y que estaba mirando fijamente una franja oblicua en el techo.
George preguntó:
—¿No quieres explicármelo, por favor?
La observó. Esperó una respuesta. Luego, sin dejar de mirar el techo, Clara dijo:
—No estaba soñando. Sé que no estaba soñando.
—¿Has oído algo?
—Sí, he oído algo. Y he visto algo. Ahora en esta habitación. Y se movía. Hablaba y se movía. George, te digo que no estaba soñando.
—Tenías que estarlo.
—Te digo que no, George. Ahora escúchame. No soy de la clase de personas que se asustan fácilmente, y sé que hay una explicación para todo. Voy a decirte exactamente lo que ha pasado. Primero, quiero que te quede bien grabado que no estaba soñando. He oído un ruido en esta habitación. Primero ha sido eso y sólo eso. Un ruido. Me ha despertado, y cuando he abierto los ojos he visto algo.
—¿Puedes recordar lo que era?
—Sí —dijo Clara—. Era una forma humana.
George cerró los ojos y se pasó una mano por la frente. Dijo:
—Nunca hay ladrones en este barrio.
—No era un ladrón.
—Quizás sí lo era.
—No lo era. Sé cómo actuaría un ladrón.
—¿Qué quieres decir con eso de que sabes cómo actuaría un ladrón?
Clara no respondió inmediatamente. Después dijo:
—Me refiero a que es evidente que un ladrón haría su trabajo con el mayor silencio posible. No se quedaría ahí parado a los pies de la cama mirándome. Y no me hablaría.
—¿Qué ha dicho?
—No puedo recordarlo. Estaba medio dormida.
—Tal vez estabas completamente dormida.
—George, te he dicho que no estaba soñando.
—Pero Clara, esto no parece lógico. Si hubieras estado despierta, recordarías lo que ha ocurrido.
—He dicho que estaba medio despierta. Le he visto ahí de pie y le he oído hablarme. No me parece que me haya asustado. No, sé que no me he asustado. Pero me he quedado asombrada, y supongo que el susto ha sido un poquito demasiado para mí. He reaccionado de la manera normal, cerrando los ojos y diciéndome a mí misma que sólo se trataba de mi imaginación. Creía eso porque quería que así fuera, y lo sabía, y sin embargo estaba tratando de hacerme creer lo contrario. Tenía los ojos cerrados y le he oído moverse por la habitación. He intentado volver a dormirme.
—¿Por qué no has gritado? ¿Por qué no me has despertado en seguida?
—No lo sé.
—Entonces, estabas asustada.
—George, ¿me estás culpando?
—En absoluto, Clara. Simplemente estoy tratando de comprender el porqué y el motivo.
—Recuerdo —dijo Clara— que le oía en la habitación. Estaba decidida a saltar de la cama y atraparle. El instinto me ha detenido, supongo. Autoconservación, o como quieras llamarlo. Pero no el miedo. En ningún momento he estado realmente asustada. Y por fin he abierto los ojos otra vez y me he incorporado. Y entonces no le he podido ver. No le he podido oír. Se había marchado.
—La ventana —murmuró George. Salió de la cama. Se acercó a la ventana, medio abierta ahora, y la abrió del todo y se asomó fuera y miró arriba y abajo de los tejados inclinados de los porches de la hilera de casas. Dijo:
—No veo a nadie ahí fuera.
—Claro que no. Quienquiera que fuese, ha tenido mucho tiempo para escapar.
—Quizás debiera llamar a la policía…
—No —dijo Clara, y lo dijo frenética.
—¿Por qué no? —preguntó George.
—No discutas conmigo, desgraciado imbécil…
—Clara…
—No quiero oír hablar más de la policía. ¿Entiendes?
—Clara, ¿qué te ocurre?
—No me hables. Quédate callado un rato. Cállate. Enciende la luz. Enciende la luz otra vez. Te digo que enciendas la luz, y dame mis cigarrillos. George, ¿quieres hacer lo que te digo? ¿Te quieres mover?
George hizo lo que le decía Clara. Empezaba a dolerle la cabeza y volvió a pasarse la mano por la frente.
Clara se paseaba arriba y abajo al lado de la cama, aspirando largas y rápidas bocanadas del cigarrillo.
Sentado en el borde de la cama, George la observaba.
Pasaron varios minutos, y luego ella miró a George y dijo.
—Lo siento, George. Supongo que tenías razón, al fin y al cabo. Probablemente ha sido mi imaginación. O un sueño. Es la primera vez que me pasa algo semejante, y estoy un poco avergonzada de mí misma. Sugiero que volvamos a la cama y lo olvidemos. Y no discutamos esto… nunca más. Sé que no volverá a suceder. No dejaré que vuelva a suceder. Estas cosas están en la mente. Podemos apartarlas a voluntad y podemos mantenerlas apartadas. George… ¿no te encuentras bien?
—Me duele la cabeza. No es nada.
—Oh, George, lo siento.
Él sonrió a Clara. Dijo:
—De veras que no es nada.
Luego, se levantó poco a poco y fue hasta la pared y apagó la luz.
Era más que una sombra. Tenía forma y volumen, y Barry la observó saltar por los tejados, moviéndose con rapidez. Después de que hubiera superado algunos tejados, decidió ir tras ella. Corrió por la calle, tratando de mantenerla centrada frente a sus ojos. Luego, al pasar la farola, superando el límite de su resplandor, la perdió en la oscuridad.
Regresó corriendo por la calle, subió corriendo la escalinata de su casa, trepó por la columna de ladrillo gris y saltó al tejado. Luego empezó a recorrer la sucesión de tejados, tratando de ver la forma al frente de él, pero no podía ver nada. Regresó a toda prisa por los tejados, colocándose en el lugar de la aparición y pensando que esta saltaría por los tejados hasta llegar a la última casa del bloque y luego utilizaría el callejón.
Al llegar al tejado de su propia casa, Barry bajó, corrió calle arriba, dio la vuelta a la esquina y echó a correr hacia el callejón. Luego corrió por el callejón tan deprisa como pudo, y cuando llegó al final no pudo ver nada que pareciera extraño, y se encogió de hombros y se dijo para sus adentros que se había confundido. Permaneció allí, pensando en ello, y luego decidió probar en el callejón más pequeño que discurría en ángulo recto con la calle más ancha. Tenía que elegir, ir al este hacia su propia calle, o al oeste hacia Broad Street, con seis calles en medio. El metro era el medio más rápido de abandonar el barrio, y Broad Street era la meta más factible. Barry corrió hacia el oeste, fue a parar a una calle estrecha, y fue por la ancha avenida que conducía hasta Broad Street, y vio una figura que caminaba en dirección oeste, que caminaba deprisa.
Siguiendo a la figura, Barry se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, se puso un cigarrillo entre los labios y apresuró el paso. Llegó hasta la figura, un hombre alto que llevaba una gorra, y se dio cuenta de que estaba mordiendo el cigarrillo y tenía hebras de tabaco en la boca.
Se quitó el cigarrillo de la boca, y el tabaco le bajó por la garganta, y tosió.
El hombre alto se giró.
Barry dijo:
—¿Puede darme fuego?
—Me parece que sí —contestó el hombre alto. Tenía una voz dulce. Llevaba un jersey de algodón negro debajo de un abrigo gris. Los pantalones y la gorra eran gris oscuro. El cabello del hombre alto, que sobresalía por el borde de la gorra, era negro y reluciente, sus ojos, hundidos, eran de un negro resplandeciente, y su cara necesitaba urgentemente un afeitado. Encima de su labio superior, el bigote empezaba a ser considerable. Su rostro era huesudo pero no delgado, más bien cuadrado, y bajo el bigote la piel parecía blanca verdosa. Tenía las facciones bien dibujadas, bien equilibradas, la nariz corta y recta, los labios delgados y rectos, y las manos que ahora sacaban una carterita de cerillas eran manos grandes, los dedos largos pero no delgados.
Barry dijo:
—¿Quiere un cigarrillo?
—De acuerdo, gracias.
El hombre alto encendió los dos cigarrillos.
Barry y el hombre alto se quedaron mirando el uno al otro. La calle estaba silenciosa.
El hombre alto aspiró una bocanada lenta de su cigarrillo y sonrió, mostrando unos dientes blancos perfectos. El hombre alto dijo:
—Bueno, muchacho, ¿crees que puedes hacer algo?
—No me llame muchacho —dijo Barry—. Y creo que me las puedo arreglar.
—El hombre alto siguió sonriendo.
—No pareces muy fuerte.
—Eso no se puede decir nunca.
El hombre alto se rio sin hacer ningún ruido. Estaba completamente relajado y se quedó donde estaba, mirando a Barry y disfrutando del cigarrillo.
—Creo que te he captado —dijo—. No eres realmente fuerte. Pero eres duro. Y cuando te excitas es difícil detenerte. No tengo intención de excitarte. Al mismo tiempo, no permitiré que me cojas.
—Lo veremos —dijo Barry. Arrojó el cigarrillo lejos de sí. Dio unos pasos atrás, y luego se lanzó hacia el costado del hombre alto.
El hombre alto no se movió. En cambio, se echó a reír de nuevo. Esta vez fue un sonido suave, agradable y casi amistoso.
Esta risa preocupó a Barry, y la situación estaba empezando a incomodarle. No le gustaba aquello. Quería que se hiciera violento. Quería que el hombre alto hiciera el primer movimiento agresivo. Sólo entonces Barry servía para algo, cuando estaba siendo golpeado y era enviado tambaleante contra algo, porque entonces podía rebotar, y cuando rebotaba tenía ritmo y sentimiento; tenía ímpetu. Quería que el hombre alto lo iniciara.
Pero el hombre alto se limitaba a permanecer allí, fumando el cigarrillo.
Barry dijo:
—Usted se llevará la peor parte. Tiene cuarenta años por lo menos.
—Treinta y siete.
—Le llevo diez años de ventaja.
—No —dijo el hombre alto—. Son diez años que yo te llevo a ti de ventaja.
—Bueno —dijo Barry, y ahora se quedó quieto, esperando—. Supongo que depende de cómo quiera mirarlo. Imagino que durará cinco minutos y se cansará.
—Acabaré antes de cansarme —dijo el hombre alto—. Así es como irá. Tú me lanzarás un derechazo y yo lo esquivaré. Luego tú me tirarás otro derechazo, o quizás un golpe con la izquierda, y yo lo esquivaré otra vez. Después algo te golpeará en la barbilla y despertarás al cabo de un minuto… entonces te irás a casa a dormir.
Barry empezó a atacar.
—No estamos llegando a ninguna parte, quedándonos aquí hablando. Tengo que llevarle conmigo, señor. Si no lo hago, podría ser que probara este vecindario otra noche, y podría acabar hiriendo a alguien. Así que, ya ve, tengo que llevarle conmigo.
El hombre alto hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Entiendo tu postura. —Se encogió de hombros y tiró el cigarrillo al bordillo. Se apartó de Barry. Levantó los brazos y una mano se convirtió en un puño y la otra estaba abierta, y el hombre dijo—: Está bien…
Barry se acercó a él y lanzó un derechazo y erró. Se abalanzó, lanzó el puño derecho otra vez y de nuevo falló. Se disponía a lanzar un puñetazo con la izquierda cuando algo le golpeó en la barbilla y le hizo girar, perdió el equilibrio y cayó sobre unos arbustos que bordeaban un parterre. Vio los arbustos de color verde negro y luego todos negros. Al principio eran líquidos y luego aceitosos y luego sólidos y duros como el mármol negro. No podía sentirlos y no podía sentir nada.
Al cabo de poco menos de un minuto, abrió los ojos y vio al hombre alto de pie a su lado. El hombre alto estaba sonriendo.
Barry salió de los arbustos. Se sintió la mandíbula cuando se puso en pie. Sentía una punzada, pero eso era todo. Barry sonrió al hombre alto y dijo:
—Golpea usted limpio. Adivino que hoy es su noche. No le molestaré más. —Esperó a que el hombre alto se alejara. Luego, cuando el hombre alto no hizo ningún movimiento para marcharse, Barry dijo—: ¿Por qué está usted merodeando por aquí?
—Tal vez te he golpeado demasiado fuerte. ¿Qué tal te sientes?
—Saldré del apuro —dijo Barry. Se sentó en los escalones de piedra que había junto al parterre. El hombre alto se le acercó y se sentó a su lado.
Barry sacó el paquete de cigarrillos. El hombre alto sacó la carterita de cerillas.
Fumaron allí sentados. Al cabo de un rato, Barry dijo:
—¿Qué esperaba usted encontrar en aquella casa?
—¿Qué casa?
—Está bien, olvídelo. No puedo probar nada a menos que ellos le hayan visto allí y hayan avisado a la policía.
—Ella no avisará a la policía. Ella no permitirá que nadie más lo haga.
—¿Quién?
—Clara.
—¿Se refiere a la madrastra de Evelyn?
—Ah, entonces conoces a Evelyn.
—Vivo en la casa de al lado. Evelyn es mi chica.
—Lo dices —dijo el hombre alto— como si realmente fuera tu chica.
—Sí —dijo Barry—. Realmente es mi chica.
El hombre alto miró a Barry. El hombre alto dijo:
—Nunca he visto a Evelyn. ¿Cómo es?
—No puedo describirla —dijo Barry—. Ella es parte de todo lo que veo. Quizás usted no aprecia eso. No me importa si lo aprecia o no. Es lo grande. Yo estoy lleno de ello. Apuesto a que es por eso por lo que estoy aquí sentado comportándome amistosamente con usted, aunque usted ya me ha dado un buen puñetazo. Cuando pienso en Evelyn, quiero que todo el mundo sea igual de feliz que yo. Quiero que usted sea feliz, y ni siquiera le conozco. Y aun cuando ha intentado usted robar en esa casa.
—Yo no estaba intentando robar en esa casa.
—No estaba usted dentro para mirar el contador del gas.
—Digamos que estaba para eso.
—Está bien —dijo Barry. Sonrió—. Usted estaba allí dentro para mirar el contador del gas. —Entonces dejó de sonreír. Dijo—: Pero ¿cómo puedo saber que no habría usted lastimado a Evelyn?
—No he entrado allí para hacer daño a nadie —dijo el hombre alto—. He entrado para mirar a Clara. Eso es todo lo que quería hacer. Sólo mirarla. He empezado a hablarle y se ha despertado. He podido ver sus horribles ojos verdes brillando. No creo que estuviera completamente despierta, de lo contrario se habría puesto a chillar y habría armado un alboroto. Luego, cuando ha cerrado los ojos, me he marchado de allí rápido. Sé que no me ha reconocido. Y si me hubiera reconocido, no lo habría creído. Me parece que es mejor así. Que reflexione. Que se retuerza un poco. Me gusta imaginarme a Clara retorciéndose…
El hombre alto hizo rechinar los dientes hasta que una sonrisa apareció en su rostro. Meneó la cabeza y la sonrisa se apretó y se convirtió en una mueca.
Barry dijo:
—Lo dice como si tuviera intención de regresar allí otra vez.
—No lo sé —dijo el hombre alto—. Por ahora no estoy seguro de lo que quiero hacer al respecto. No hay nada civilizado en la venganza, ¿verdad?
—No conozco su historia, así que no puedo discutir con usted.
—Pero tú conoces a las otras personas de aquella casa. ¿Qué me dices de ellas?
—Bueno, está Evelyn. Y su padre. No puedo decirle gran cosa de Ervin. Es un tipo tranquilo… sonríe cuando saluda… camina despacio, creo que es un hombre enfermo. Y está la criada, Agnes. Mi madre habla con ella algunas veces, cuando están en el patio trasero tendiendo ropa. Mi madre dice que Agnes es una buena mujer. En lo que se refiere a Clara, probablemente usted podría contarme más que yo a usted.
—Sí —dijo el hombre alto—. Probablemente podría. Pero no lo haré. Me parece que lo dejaré correr. Sí, voy a dejarlo correr. ¿Y tú? ¿Estás dispuesto a dejarlo correr?
—¿Todo este asunto?
—Eso es. Todo este asunto. Estoy seguro de que ahora te conozco bastante bien. Me arriesgaré a eso y te diré dónde vivo. Es posible que llegue un día en que tengas ganas de hablar conmigo. Me encontrarás cerca del río. Cruzas Dock Street al norte de Vine, después coges una pequeña calle que en realidad no es ninguna calle, y ves unos almacenes. La mayoría son de fruta y productos agrícolas. El tercer almacén. Verás una escalera fuera. —Hizo una pausa—. Ahora, ¿quién más sabrá esto aparte de ti?
—Yo no le he pedido que me lo dijera. Usted ha dicho que iba a arriesgarse. Está bien, se ha arriesgado.
El hombre alto sonrió.
Barry dijo:
—Soy Barry Kinnett. No quiero que me diga su nombre. Lo voy a olvidar todo excepto el lugar donde vive. Quizás vaya a verle algún día. Lo más probable es que no lo haga, porque no soy curioso. Tengo otras cosas en mi cabeza, principalmente el dinero, porque el mundo es así. Necesitas dinero para alimentarte a ti y a tu chica, y yo tengo que conseguir ese dinero rápido. Lo que tengo ahora es exactamente nada. Pero lo tendré, sé que lo tendré. Lo tendré pronto. Tenga, puede que quiera fumar de camino a casa.
El hombre alto se metió tres cigarrillos en el bolsillo y dijo:
—Gracias, Barry. Buenas noches.
Barry contempló al hombre alto que se alejaba hacia Broad Street. El hombre alto caminaba despacio, y después, muy despacio, se giró mientras caminaba y miró atrás, a Barry. Luego, ambos hombres se dieron media vuelta y siguieron su camino.