6

A las nueve y veinte George regresó a casa con el pastel. Había ido hasta el centro de la ciudad para comprarlo. Clara había indicado que tenía el capricho de tomar este pastel en concreto, que sólo vendían en una pequeña tienda del centro de la ciudad. Quería tomar un poco antes de irse a la cama, dijo. Lo quería con un poco de té. Estaban a once kilómetros del centro de la ciudad.

Cuando George entró en casa, con la caja blanca, Clara estaba descansando en el sofá. Llevaba un vestido de satén amarillo. Tenía la cabeza apoyada en unos almohadones y las piernas enroscadas en el sofá. Sobre la mesita de al lado del sofá estaba la caja de caramelos que había comprado y un paquete de cigarrillos a medio terminar. Clara estaba leyendo una revista de cine.

—Aquí tienes el pastel —dijo George.

—Gracias, George. —Clara estaba mirando la fotografía de una joven actriz de cine que salía de una piscina—. Llévalo a la cocina y ponlo en una fuente. Me lo tomaré más tarde. Y puedes poner la tetera al fuego. Después ven aquí. Quiero hablar contigo.

Clara alargó el brazo hacia la caja de caramelos mientras contemplaba la fotografía de dos hombres y dos mujeres que estaban sentados ante una pequeña mesa en un club nocturno de Hollywood. Masticando un caramelo, levantó la vista y vio a George que se encaminaba a la cocina. Arrojó la revista al otro extremo del sofá, bajó las piernas al suelo y luego encendió un cigarrillo. Con el cigarrillo en el centro de los labios, se miró las manos. Hizo cálculos contando con los dedos. Frunció el ceño, pensativa, y luego meneó la cabeza. Volvió a contar con los dedos. Esta noche era la que hacía once. Era la undécima noche.

Clara aspiró una profunda bocanada del cigarrillo y se recostó en los almohadones. Se miró los gruesos muslos, suaves, lisos y firmes bajo el satén amarillo. Les dio unas palmadas con afecto; luego, cruzó una pierna sobre la otra en el momento en el que George volvía a entrar en la sala de estar.

—Siéntate, George. Quiero hablar contigo.

Él miró las pulidas ondas anaranjadas en el cabello de Clara. Miró el satén amarillo. Se sentó.

Clara se inclinó hacia adelante ligeramente, tiró de los lados del vestido de satén amarillo de modo que se separó del centro de su pecho y mostró el prominente nacimiento de los senos.

—He tenido una larga conversación con Evelyn.

—Por favor, Clara. Por favor, no empecemos.

—Sólo un momento, George. Déjame terminar. Evelyn está durmiendo ahora. Antes de que se fuera a la cama, he ido a su habitación y hemos tenido una larga discusión. Razonable y amistosa. Lo hemos resuelto todo.

—Bueno, me alegro de veras de oírlo. —Sonrió esperanzado.

Clara miró el rostro cansado de George Ervin y dijo:

—Sabía que te alegrarías. Al fin y al cabo, sabes igual que yo que Evelyn ha sido bastante difícil. Tú mismo me admitiste que estaba terriblemente malcriada. Que era obstinada y tenía malos modales. A pesar de eso, he hecho todo lo que he podido para enseñarle las cosas que una chica de su edad debería saber. Equilibrio, por ejemplo. Y maneras. Y conocer su sitio. Y mezclar la humildad con la cantidad adecuada de dignidad. Nunca te lo había dicho, pero esto es lo que he estado haciendo. Aconsejándola siempre sobre estas pequeñas cosas, estas importantes pequeñas cosas. Y admito que no ha sido fácil. Ella nunca ha apreciado realmente mis consejos. Pero esta noche parece que se ha dado cuenta de lo muy equivocada que estaba. No quiero que sepa que te he contado esto, George, pero se ha derrumbado. Me ha dicho cuánto lamenta sus errores. Me ha rogado que la perdonara.

—¿De veras?

—Evelyn lloraba como una niña pequeña. Y la he rodeado con mis brazos. Le he dicho que estaba perdonada. No quiero que sepa que te estoy contando esto, George, pero a partir de ahora me mirará con respeto. Me lo ha prometido. Me ha prometido mostrarme el respeto y el afecto que se me deben. Y, George, antes de apagar la luz me he inclinado sobre su almohada y me ha dado un beso.

—Me alegro enormemente de oírlo.

—Sabía que te alegrarías. Pero no quiero que Evelyn sepa que te lo he contado. Quiero que piense que es algo completamente entre ella y yo.

—Sí, Clara. Imagino que es mejor así.

—Por supuesto que lo es, George. Y, ¿sabes?, he estado pensando…

—¿Sí?

—Evelyn no llegará nunca a ninguna parte en esa tienda.

—Bueno… ni por un momento he supuesto jamás que lo haría. Es sólo una manera de que se gane un poco de dinero. Es mejor que no hacer nada.

—Tiene diecinueve años. Pronto tendrá veinte. En lugar de perder el tiempo debería estar haciendo algo…

—¿Cómo qué?

—Algo cultural. Artístico. Algo que no sólo incremente la habilidad natural que pueda tener, sino que también le dé cierta educación, un poco de seguridad en sí misma; yo diría el ímpetu necesario para encajar fácilmente en el hueco social correcto. Eso es muy importante, George.

Él tenía aspecto preocupado. Estaba empezando a retorcerse.

—Bueno, Clara —dijo—, concretamente… ¿en qué has pensado?

—Su dibujo a carboncillo. Creo que tiene talento. Me estoy refiriendo a esto. Y sugiero que la envíes a la escuela de arte. Sé que hay una escuela muy buena en la ciudad, cerca de Rittenhouse Square. Una escuela pequeña. Muy selecta. Evelyn no sólo adquirirá unos conocimientos valiosos, sino que indudablemente conocerá a gente joven de posición distinguida…

—Pero esa gente joven procede de…

—Lo sé. Procede de familias extremadamente ricas. Pero buenas familias, George. Con sólidas bases. Eso es lo que quiero que Evelyn tenga. El beneficio de mezclarse con esa clase de jóvenes. Los amigos que tiene ahora, y por cierto apenas si tiene… no daría gran cosa por ellos.

—Sí, Clara, pero al fin y al cabo…

—Para una chica significa mucho dar un paso como este. Es casi como si pudiera eludir todo lo que es vulgar y ordinario. Todo lo que es común y barato. Es casi como si diera un único gran paso al frente… a la parte alta de la ciudad.

—La parte alta.

—Sí, la parte alta de la ciudad. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí, pero Clara…

—¿Entiendes lo que quiero decir, George?

—Sí.

—George, lo siento, pero no estás mostrando el entusiasmo que yo esperaba.

—De verdad, Clara, yo…

—¿Cuál es tu objeción?

—Nada, nada, sólo…

—¿Es el dinero?

—Oh, no, no…

—Es el dinero, George. Es eso, ¿no? Evelyn ya no trabajará más. Y habrá gastos de matrícula y enseñanza. Estás pensando en todo eso, ¿no es verdad?

—Claro que no. Sólo es que…

—Piensas que no puedes permitírtelo. Dime la verdad, George.

—No he dicho eso. Sólo iba a decir…

—George, esta misma tarde te he hablado de tus ojos. He hecho hincapié en la necesidad de ir a ver a un médico. Tú has eludido el tema. Sólo podía haber una razón entonces. Y sólo puede haber una razón para tu actitud de ahora.

—Por favor, deja de llegar a estas conclusiones.

—¿Te das cuenta de que acabas de levantarme la voz?

—Lo siento, Clara. Yo…

—George, no discutiremos más esto. Lamento haber iniciado el tema.

—Oye, sólo es que… —Estaba inclinado hacia adelante, gesticulando torpemente, frenéticamente, tragando saliva con fuerza mientras contemplaba a Clara acomodarse en el sofá, inmersa en la suavidad de los almohadones. Metió la mano debajo, alisó el satén amarillo, y se retorció en las profundidades del sofá. Se puso un caramelo en la boca y cogió la revista. Mientras pasaba las páginas con calma, masticaba el caramelo despacio y concienzudamente.

—Por favor, Clara. Por favor, escúchame.

Ella bajó una mano y se la pasó por el muslo. La mano subía y bajaba por el muslo. Apretando despacio. Movió el muslo, su cuerpo se giró para exponer una redondez arrogante, y se acariciaba y apretaba su propia gordura. Y estaba mirando la fotografía de un hombre joven de pelo negro largo, con unos mechones que le caían sobre las puntas superiores de las orejas. Llevaba una chaqueta de sport a cuadros y un pañuelo de atrevido diseño en torno al cuello. Clara se preguntó si tenía el estómago plano. Después Clara empezó a contar despacio mentalmente. Siete y ocho. Y nueve y diez. Y once. Esta noche era la undécima. La undécima noche.

—Por favor, escúchame, Clara…

Hacía once noches que ella le había hecho pasar un mal rato y que finalmente le había apartado del todo. Era divertido probarle y ver su reacción cuando trataba de agarrar algo que no paraba de alejarse de su alcance. Era tan divertido. Y ella estaba pensando ahora que las cosas habían llegado al punto en que este hombre ya no podía satisfacerla. Muy bien, al menos podía servirle de diversión. Podría divertirla mientras ella daba los pasos necesarios para procurarse alguien que la satisfaciera. Este interludio particular en su vida estaba llegando a su fin, y ella estaba a punto para dar el siguiente paso. El paso hacia arriba. Conseguir a alguien que la satisfaciera por completo y que al mismo tiempo le diera todo lo que ella quisiera. Y ella quería muchas cosas. Y las tendría todas. Esta transacción concreta acabaría exactamente de la manera que ella quería que acabara. Había durado tres años y había funcionado razonablemente bien. Había sido bastante satisfactoria, en comparación con su situación anterior. Por un momento decididamente desagradable vio las secuencias de una celda de prisión y un alto muro, un automóvil girando sobre dos ruedas, una motocicleta estrellándose contra un árbol y otras tres motocicletas acercándose por la carretera. Oyó las pistolas y vio otra vez la celda de la prisión, pero una fantástica metamorfosis se estaba produciendo: las paredes de piedra estaban revestidas de madera, había cortinas de terciopelo, la piedra era mármol.

—Clara, por favor…

El sonido del lamento de George la apartó del mármol, y ahora se incorporó, bostezó, se levantó del sofá, se acercó a George; luego se apartó de él rozándole el satén amarillo por la cara. Y después empezó a subir la escalera.

Cuando despertó, Clara se sintió molesta consigo misma por haberse quedado dormida. Se giró a un lado, se apoyó sobre un codo y miró el reloj. Pasaban unos minutos de la una. Miró a George. Escuchó su respiración, observó el movimiento rítmico de sus hombros, subiendo y bajando. Estaba dormido. Debía de haberle costado mucho rato quedarse dormido.

Se acercó a él.

Se colocó junto a él; luego, se apretó levemente contra él y le pasó los brazos por la cintura. Sonriendo, le metió las manos dentro de la chaqueta del pijama.

George murmuró algo en sueños y empezó a girarse, y Clara apartó las manos y esperó. Después George suspiró y se quedó tumbado de espaldas, todavía profundamente dormido. Clara puso las manos sobre la cara de George, y le pasó los dedos por la frente y el puente de la nariz y el contorno de la mandíbula y por encima de los ojos. Y George murmuró algo otra vez.

Clara mantuvo una mano en la cara de George e insertó la otra en la chaqueta del pijama. Sus dedos le recorrieron el pecho desnudo y le apretaba la palma contra la carne.

George murmuró una vez más y salió de su sueño. Rápidamente ella se apartó de él.

—Clara.

Ella respiraba profundamente, imitando la respiración de quien duerme.

—¿Estás despierta, Clara?

Ella gruñó y suspiró y volvió a gruñir y se giró y dijo:

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Oh, lo siento. —Tenía la voz quebrada por el sueño—. ¿Te he despertado?

—Me temo que sí, George.

—No quería hacerlo.

—¿Por qué me has despertado, George?

—No lo sé. Yo…

—Tienes que tener una razón. —Él no respondió, y Clara se echó un poco hacia atrás, de manera que su hombro quedaba junto a la muñeca de George. Acercándose a ella, él le puso las manos sobre los hombros. Clara no se movió, y George se sintió estimulado y le pasó las manos por los brazos y se apretó a ella.

Clara se rebulló, y le hizo apartarse clavándole un codo en las costillas.

—No, George.

—¿Por qué no?

—No, y basta. Te digo que no.

—Tiene que haber una razón.

—Hay una razón. No quiero. ¿Está claro?

Pero… debe haber una razón para que no quieras.

—George, hace mucho tiempo, te dije que me disgustaba discutir estos temas. Prefiero una expresión espontánea y mutua. O eso o nada. Y ahora, si no te importa, volveré a dormir.

Oyó que George se daba la vuelta y se apartaba de ella.

El topacio se dibujó en su mente. Ahora casi lo tenía, y sin embargo ya no parecía importante. Aun así, el plan para conseguir el topacio apareció de nuevo ante ella, y Clara pensó en el movimiento de apertura, la observación referente a los ojos de George. Claro que podía permitirse visitar a un médico, pero él no quería hacer ese gasto, ¿verdad? Simular un ataque, interrumpir la discusión y reanudarla en el momento apropiado. Hacerle admitir que tenía el dinero. Muy bien, él no necesitaba ningún médico, pero tenía el dinero. Y estaba esperando ser gastado. ¿Pero en qué? Otra finta. En ti mismo, George, es dinero ahorrado, o sea que gástalo en ti mismo, es dinero encontrado. Está bien, si no quieres nada para ti —otra finta— compra algo para Evelyn.

Clara examinó el movimiento. Algo para Evelyn. Eso daría a Clara una salida y Clara perdería el topacio, porque el dinero iría a la escuela de arte para Evelyn y vestidos nuevos para Evelyn y dinero para gastar y todos los demás artículos. Sin darse cuenta, George desbarataría el plan para conseguir el topacio. Al mismo tiempo, sin embargo, estaría creando los fundamentos de un plan mayor. Clara sonrió contra la almohada. Se dijo que tendría que pasar sin el topacio. Al menos por un tiempo. La gema que hoy había visto costaba trescientos dólares. Pero era pequeña. Era pequeña en comparación con el anillo de topacio que pronto tendría. Este valía setecientos dólares y estaba engarzado en oro grueso. Setecientos dólares por un anillo con un topacio inmenso. Y cuatrocientos dólares por una capa de armiño. Y setecientos dólares por un anillo de esmeralda.

Y un chófer y tres doncellas y una cocinera y un mayordomo. Y la gran extensión de césped rodeando la mansión. A Nueva York para ir de compras. ¿Y dónde estaba el Valle del Sol?

Y acostarse en una gran cama ornamentada bajo un edredón de satén color púrpura y entraría sólo la cantidad justa de aire y unos dedos gruesos y fuertes de unas manos fuertes y gruesas…

Y por la mañana, la pesada y ricamente tallada plata de las coberturas de la vajilla de plata en una bandeja de plata y doncellas haciendo reverencias. Profundas reverencias. Llévate eso y eso y eso. Zumbido del gran motor de la gran limusina púrpura oscura. Púrpura oscura aparcada formando contraste con el verde oscuro pero brillante, el espeso y magnífico terciopelo del extenso césped. Arbustos rojo oscuro flanqueando el sendero de la mansión. Resplandeciente borgoña, rojo oscuro. Buey asado, poco hecho y rojo sangre y de cinco centímetros de grosor, y resplandeciente borgoña rojo oscuro.

Y una bañera de mármol negra llena de perfume y orquídeas negras; no realmente negras, sino púrpura oscuro, casi negro de tan oscuro. Y negro el ébano del gran piano y el ébano pulido mate de un escritorio en la biblioteca y el terciopelo púrpura oscuro de las cortinas de la biblioteca y las gruesas encuadernaciones en piel púrpura oscuro de los libros de la biblioteca.

Y tres violines, un piano y un cello, derramando la melodía suavemente hacia la mesa del comedor. Derramándose suavemente, la melodía, pecheras de camisas blancas, diamantes centelleando sobre la piel rosada, la melodía derramándose y elevándose en el aire y bajo el edredón de satén púrpura oscuro, e insistir en una sola cama y hacerles arrastrarse, hacerles gemir y suplicar y arrastrarse en una sola cama en una melodía púrpura oscuro derramándose en una melodía como un torrente.

Diciéndose que ella estaba dormida, George cerró los ojos. Después dio un respingo. Abrió los ojos y miró el reloj. Dio otro respingo. Se pidió a sí mismo que se quedara dormido. Se suplicó a sí mismo que se quedara dormido. Oía la respiración profunda y acompasada de Clara.