A las once y media de la mañana se oyó un golpe vacilante en la puerta. Clara no movió la cabeza, que tenía apoyada cómodamente en la almohada. No apartó los ojos del dibujo pintado a la acuarela de un sombrero negro que aparecía en la página setenta y uno de Harper’s Bazaar.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Me dijo que llamara a su puerta a las once y media —dijo Agnes.
—¿Qué hora es?
—Las once y media.
—Tráeme el desayuno.
—¿Qué tomará?
—Córtame a rodajas un plátano. Ponle mucha crema de leche. Mucha, he dicho. Y tres huevos escalfados, unas tostadas con mucha mantequilla, y que esté derretida, recuérdalo, derretida sobre las tostadas. Y un tazón de café. Antes de hacer eso, sal corriendo a comprarme un paquete de cigarrillos. Compra dos paquetes. Y empieza a llenar la bañera con agua tibia. Échale un poco de las sales de baño Tigridia que tengo en el estante de abajo del armario. Luego saca las toallas amarillas. Las amarillas, las nuevas que compré. ¿Estás escuchando con atención lo que te digo?
—La escucho.
—Entra, Agnes.
—Agnes entró en la habitación. Era una mujer alta, delgada y ajada, que en realidad tenía treinta y un años pero aparentaba tener cincuenta. Tenía los ojos apagados de tanto trabajo duro. Trabajo duro y honrado desde los once años. Ahora, las canas se mezclaban con —su cabello castaño sin atractivos, que llevaba corto para que no le cayera a los ojos cuando trabajaba inclinada. Hubo un tiempo en que Agnes había utilizado horquillas para sujetar el largo cabello. Después llegó un momento en que no quiso llevar más el pelo largo, ni siquiera el recuerdo de este, el largo y hermoso pelo, tan reluciente y suave, de cuando era niña.
—Cierra la puerta, Agnes.
Agnes cerró la puerta y se dio la vuelta, erguida, y miró a la mujer que estaba en la cama. Luego, muy lentamente, sus hombros fueron encorvándose.
Clara dijo:
—Es difícil para una criada encontrar trabajo estos días. A la gente le parece necesario economizar. ¿Sabes lo que significa esa palabra, Agnes? Se escribe con C, no con K. Economizar. Ahora, antes de seguir adelante, quiero que retires de tu cara esa mirada adusta. Inmediatamente, digo. Me niego a tolerar esa actitud.
Clara habló sin levantar la voz, pero cada palabra salió rígida y afilada. Siempre hablaba así, ya se dirigiera a Agnes, ya a Evelyn o a George. Algunas veces, cuando hablaba a otras personas, enmascaraba la rigidez. Pero no a menudo.
Los ojos de Agnes estaban fijos, como piedra sin pulir. Dijo:
—¿Qué quieres que haga?
—Estos días, Agnes, es difícil que una criada encuentre empleo. Y la gente no puede permitirse pagar lo que solía pagar. Una chica que gane siete dólares a la semana es muy afortunada.
—Se puede ir a trabajar a la fábrica.
—Tú no puedes. Estás enferma. De vez en cuando te pones a temblar y necesitas acostarte diez o quince minutos. Quítate de la cabeza la idea de la fábrica. Estás bien aquí, aunque no te des cuenta. No eres nada agradecida, Agnes.
—Cumplo mi trabajo.
—Tú ganas nueve dólares a la semana. Y tienes la manutención.
Agnes bajó la cabeza, luego la giró y dijo:
—Antes de que viniera usted, yo no dormía en el sótano.
—Tal vez te gustaría esta habitación, Agnes. Quizás incluso querrías comer a la misma mesa que yo.
—Hay una habitación vacía arriba. Antes era mi habitación.
—Ahora es el cuarto de los invitados.
—Nunca ha habido ningún invitado en esta casa… en los últimos tres años.
Clara cruzó los brazos.
—Mira, muchacha —dijo—. Ganas nueve dólares a la semana. Tienes habitación y comida. Tienes libres los jueves y medio sábado. No haces tu trabajo con ganas, no muestras el debido respeto. Y no sabes cuál es tu lugar. Hay cientos de chicas que se pondrían de rodillas para suplicarme que les dejara trabajar aquí por nueve dólares a la semana y la manutención.
—Yo hago toda la limpieza. —Agnes empezó a temblar.
—Sí —dijo Clara—. Y no lo haces muy bien. —Observó que el temblor aumentaba en los miembros de Agnes—. Eres descuidada al planchar.
—El señor Ervin dice que le gusta cómo le plancho las camisas.
—No discutiremos lo que le gusta al señor Ervin.
—Hago todo lo que puedo —dijo Agnes—. El temblor ahora era convulsivo y se estaba extendiendo por todo el cuerpo.
Clara se dio cuenta. Dijo:
—Lo siento, Agnes. No estoy satisfecha.
—Hace once años que trabajo aquí.
—Quizás por eso estás cansada. Y también eres irrespetuosa. —Clara suspiró profundamente, sacudió la cabeza en gesto de inutilidad, mientras en su interior recordaba lo que George había dicho una vez que Agnes no tenía a nadie, nada en lo que apoyarse. Añadió—: Tu gente te ayudará.
—No tengo gente.
—¿A nadie?
—No tengo a nadie.
—Qué pena —dijo Clara—. Me imagino que cuando te vayas de aquí no tendrás ningún sitio a donde ir.
—Ningún sitio. —El temblor cesó, como si ahora el cuerpo estuviera demasiado cansado incluso para temblar.
—Ciertamente es una pena —dijo Clara, y alisó la sábana de abajo para poder estar sentada con toda comodidad. Se miró las uñas pintadas de rojo oscuro y esperó.
Agnes dijo:
—Por favor, señora…
—¿Por favor, qué? —Clara refregó un pulgar sobre la uña del otro, dibujó un pequeño círculo con sus labios mientras se contemplaba la uña.
Los ojos de Clara dejaron de mirar la uña, enfocaron al otro lado de la habitación, a los gastados zapatos negros, y subieron por los delgados tobillos hasta el borde del gastado vestido de faena. Y siguieron subiendo por las delgadas y cansadas piernas, por las huesudas muñecas. Los ojos de Clara enfocaron los ojos de Agnes.
Recostándose cómodamente contra la almohada, Clara dijo:
—Te daré otra oportunidad. Pero quiero ver una mejora inmediata en tu trabajo, y quiero que respondas más deprisa cuando te ordeno que hagas algo. Sobre todo, quiero respeto. Quiero que te mantengas en tu lugar. ¿Está claro?
—Sí, señora.
—Hay otra cosa. A partir de la semana que viene ganarás siete dólares en lugar de nueve.
—Me quita…
—Te quito dos dólares de tu salario. Tu trabajo no vale nueve dólares a la semana. Ni siquiera vale siete. Soy buena contigo al permitir que te quedes aquí. Y hay algo que quiero que recuerdes. Yo soy la dueña de esta casa y decido cómo hay que llevarla. He decidido que a partir de ahora ganarás siete dólares. Y si me entero de que te has quejado al señor Ervin, decidiré que no trabajes aquí. Ahora vete abajo y prepárame el desayuno. Y ocúpate de las otras cosas que quiero. Y hazlo rápido.
Agnes se dio media vuelta, moviéndose como si estuviera arrastrando bloques de granito con cadenas. En el pasillo miró la puerta cerrada del dormitorio principal. Luego se miró las manos.
De la habitación trasera salía un tubo de luz amarilla oscura que se extendía por la pared, cayendo un poco de ella sobre la alfombra del pasillo. De las otras habitaciones, cuadrados de luz más brillante, más amarilla, se derramaban cubriendo de brillo amarillo las paredes y el techo del estrecho pasillo.
Más allá del amarillo oscuro del tubo y las secciones de luz, la oscuridad capturada dominaba el pasillo. Agnes se quedó un momento allí, mirándose las manos. Una línea de luz amarilla llegó hasta ellas, se ensanchó, envolvió las manos de Agnes, y pareció resplandecer a través de la carne y mostrar los huesos. Agnes extendió los dedos, los curvó, y sus manos parecieron transformarse lentamente en garras.
Después, de repente, dejó escapar un rechinante sollozo y aflojó las manos, y empezó a bajar la escalera.
Después de terminar su desayuno, Clara se fumó tres cigarrillos. Con ritmo regular pasaba las páginas de la revista de modas. Finalmente, la revista estuvo en el suelo y el brazo derecho de Clara quedó colgando a un lado de la cama. Unos minutos más tarde Clara se giró, se apretó lentamente la parte interior de un muslo, cerró los ojos y sonrió. Luego salió de la cama, encendió otro cigarrillo, recogió la revista y la dejó sobre la cama; luego, la volvió a coger y la arrojó al suelo.
Después Clara fue al cuarto de baño y permaneció allí dentro durante casi dos horas.
De pie en la bañera, escuchando el gorgoteo del agua que se escurría por el desagüe, Clara alargó el brazo para coger una de las toallas amarillas. Y en el gran frasco de cristal, las sales de baño Tiger Lily eran de brillante amarillo. Su color para aquel día era el amarillo. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, satisfecha, impregnándose de amarillo.
Cuando Clara utilizaba las sales de baño Geranio, se secaba con toallas de color rosa, y metía un pañuelo rosa en un bolso de cocodrilo rojo, y el rosa y el rojo se distribuían de modo dominante en todo su atuendo. Cuando utilizaba sales de baño Violeta, el color para aquel día era el púrpura. Había cinco frascos grandes de sales de baño, los símbolos de la estabilidad y un orden de existencia bien controlado y equilibrado. Grandes frascos redondos de Tigridia, Geranio, Violeta, Narciso Negro e Hierba.
En el dormitorio, Clara se quedó desnuda ante el espejo, las manos bien atrás en las caderas, moviéndose luego para sujetar la firme gordura, los dedos apretando con suavidad. Examinándose en el espejo, Clara decidió que hoy visitaría a Ramón para que le lavara la cabeza y le ondulara el pelo, y le daría instrucciones para que le pusiera más tinte naranja, pero no demasiado. También quería saber lo que Ramón pensaba de su nuevo esmalte de uñas y pintalabios color rojo oscuro. A Ramón había que pincharle y estimularle para que expresara una opinión franca.
A ella le gustaban cuando decían lo que pensaban. Realmente le gustaban así, aunque ese gusto nunca se expresaba. Siempre era un combate, nunca un afecto. Disfrutaba con el duelo, y siempre había sentido un placer absoluto cuando el hombre, fuera quien fuera, pasaba gradualmente de la estrategia a la emoción, y de las palabras fuertes a una explosión. Este tipo de juego era muy divertido y jugoso, y el día en que vio por primera vez a George Ervin fue como una decepción, pues aunque inmediatamente le impresionó como blanco, como presa, era evidente que no sería interesante. Sería demasiado fácil. No había un desafío específico. Él no tenía pasión, no tenía arrojo, y aun cuando era posible que lo hubiera tenido en otro tiempo, ahora se había marchitado porque era un hombre marchito, un hombre cuya inclinación al esfuerzo se había visto debilitada por alguna tragedia personal. Desde detrás del mostrador de la caja ella lo había decidido al instante, y sin embargo era hora de hacer algo, hora de salir de detrás del mostrador y avanzar unos pasos. Desde el problema de Denver había tenido una contrariedad tras otra, y ahora las cosas estaban llegando a un punto estancado. Era hora de moverse. Y aquel hombre estaba allí de pie mirándola, y fue algo como un momento material, una fuerza que cruzó unos cables invisibles entre ellos. Ella tuvo un impulso que generó esa fuerza, y quizás algo aprovechable saldría de ello.
En Denver todo había sido demasiado negativo. Una oportunidad aquí y allí, pero siempre se había filtrado alguna contrariedad cuando las cosas parecían ir bien. Hubo el italiano, cuyo talento para estafar era limitado, y ella se había dado cuenta un poco demasiado tarde. Fue bastante emocionante cuando intentaban huir, una fuga caótica a través de las montañas, el sonido de las sirenas, y en un momento dado incluso hubo una ráfaga de disparos. El italiano era tonto. No sabía estafar, no sabía utilizar un revólver. Recibió tres disparos en el pecho, y en una carretera de montaña fueron atrapados por las motocicletas y los coches negros. Ella se estremeció cuando le colocaron las esposas. Se estremeció otra vez cuando fue pronunciada la sentencia. Era una de esas cosas que pasan, y luego fue cuestión de comportarse y de sonreír dulcemente a los guardias y las matronas y decir buenos días cada mañana. Durante dos años sonrió y dijo buenos días en la prisión estatal de mujeres, y le redujeron la sentencia de cinco años y fue puesta en libertad bajo palabra.
Después de eso seleccionó a sus colegas con más cuidado. Durante un tiempo hubo una especie de negocio con aspecto de chantaje, pero esto se hizo precario cuando el negocio floreció, y ella se salió justo a tiempo. Hubo unas cuantas transacciones con un receptor de objetos robados, pero era un hombre nervioso y se preocupaba demasiado. Hubo unos cuantos tratos en Idaho, algunas maquinaciones astutas en el Middle West; pero siempre, cuando las cosas parecían estar cristalizando, en su socio asomaba un carácter débil como un oscuro potencial, y ella se daba cuenta de que era hora de acabar la racionalización y hacer algo práctico. Siempre se salía cuando las cosas parecían buenas a todos los demás que estaban involucrados. Y luego estuvo en Denver otra vez, y hubo el ingeniero de minas alto que representó un desafío. Tenía la firmeza y el intelecto necesarios, pero ella sabía que sería un proceso lento. Poco a poco se fue convirtiendo en una experiencia, y sin embargo, ahora, mirar atrás no era agradable. Pensar en ello le hacía temblar. Las implicaciones no habían sido borradas jamás. Tuvo que hacer esfuerzos para apartarlo de su mente, y volver de pensamiento a este George Ervin era como llegar a una meseta después de una ardua ascensión.
Era casi cómico, este George Ervin. Como jugar a las damas con un niño de cinco años. Ella veía la ansiedad en sus intentos por ocultar la ansiedad. Midió las cualidades débiles, las midió con extremo cuidado y luego las comprobó una y otra vez. Midió sus propios planes y se dijo que era sensato señalar un límite, al menos de momento. La negociación en Denver con el ingeniero de minas había demostrado la posibilidad de un juego de espera, y aun cuando los años sucesivos lo habían sido todo menos beneficiosos, se dio cuenta de que la vida era un proceso más largo de lo que la mayoría de la gente creía. La filosofía de la tortuga podría resultar una aplicación lucrativa de ahí en adelante.
Era tan fácil, este George Ervin. Era el cliente perfecto. Era casi un placer verle sentado en el restaurante, empapándose de lo que ella decía y empapándose de las líneas de su cuerpo y sin saber lo que estaba comiendo. Era tan divertido observar cómo él creía realmente todo lo que ella le contaba, cómo su gruesa y lujuriosa voz se derramaba sobre él como jarabe, cómo él la saboreaba, y cómo aquel cigarrillo ruso de quince centímetros le había impresionado, igual que los abalorios impresionan a los salvajes.
Sin embargo, con todo esto, ella se repetía a sí misma que era peligroso subestimarle. Estaba maduro para una conquista, esto era seguro, pero no cabía duda de que no era ningún ignorante y tenía algunas sugerencias de importancia. Lo que ella tenía que hacer era golpear fuerte en el principal punto débil, y ese era por supuesto la carne, y el matrimonio tenía que ser presentado sin hacer mención del matrimonio. Todo el proyecto tenía que ser manejado con un máximo de dignidad y un mínimo de insinuación. Al hacer esto, ella cosechaba los beneficios de todo lo que había aprendido del ingeniero de minas. El modo de hablar preciso, las maniobras laterales en la conversación casual, el conocimiento de hechos pertenecientes al ingeniero de minas y que ella había hecho suyos, todos los puntos interesantes relativos a México, Canadá y Sudamérica, y los asombrosos conocimientos que el ingeniero de minas poseía sobre música y pintura, y sobre temas tan inusuales como Kant, Spinoza y Eurípides. Nunca había olvidado estas cosas. Y representaban una maravillosa munición. Daban credibilidad a las afirmaciones que había hecho respecto a la Universidad de Denver y el título de graduado y el empleo de bibliotecaria.
No fue ninguna sorpresa cuando él se lo propuso. No fue sin duda ninguna sorpresa cuando él resultó ser un aburrido compañero de matrimonio. Pero había compensaciones. Seguía siendo divertido. Era tan divertido jugar con él, hacerle dar vueltas hasta que estaba exhausto y se habría arrojado por una montaña si ella se lo hubiera ordenado. Esto era una cosa, y la hija era otra. La hija era una mezcla única de la debilidad de un padre, la naturaleza plácida de una madre, y alguna pasión extraña ajena a la influencia paterna. Potencialmente la hija era un problema, y eso se hizo evidente en las primeras semanas. Problema, y sin embargo lo hacía más interesante y sabroso. La hija no era una yegua salvaje a la que hubiera que domar en una sesión violenta. La hija era un complejo rompecabezas que había que estudiar y analizar desde puntos de vista divergentes, que había que manejar en consecuencia, y esto, como otros muchos rompecabezas, requeriría bastante tiempo.
Sin embargo estaba llevando más tiempo de lo que había esperado. Ahora hacía tres años, y muchos arrebatos de cólera de poca importancia no habían conseguido provocar la deseada crisis y el consiguiente resultado. La hija había sido dominada considerablemente, pero aún quedaba una gran oposición detrás de aquellos serenos ojos grises. Ahora hacía tres años, y había algo que sujetaba a la hija, y fue importante descubrir de qué se trataba ese algo. La hija debiera haberse sometido mucho tiempo atrás. Tenía la firme sensación de que con la rendición de la hija, sería inminente la hora de dar otro paso al frente. Y tenía otra sensación con respecto a la hija; tenía algo que ver con el hecho de que poseía un porte natural y un encanto digno, y que era atractiva a los ojos de la gente que tenía estas cosas por herencia. Consecuencia de ello era una cierta pauta presentada por la hija, quizás a ser utilizada por Clara, y era la pauta de una herramienta, un instrumento delicado que había que manejar con cuidado matemático. Y todo esto era bueno de saber, pero tres años era demasiado tiempo. Había que hacer un movimiento importante. Esta casa era confortable, pero sus limitaciones se estaban haciendo cada vez más aparentes con cada día que transcurría. Le faltaban baldosas de colores en el cuarto de baño, le faltaba una Kirmanshah en la sala de estar, le faltaba mármol y grueso satén y una mesita de café de ébano y cortinas de terciopelo granate. La comida estaba bien, pero había comida mejor en el mundo, cremas más ricas y asados más consistentes, y actualmente había cosas como bombones de artesanía que costaban siete dólares la libra.
Clara se vistió despacio, y predominaba en su atuendo el color amarillo. El vestido negro tenía un margen amarillo y llevaba un cinturón amarillo. Los zapatos negros de cabritilla, de tacón alto, tenían una tira y un reborde amarillos. Clara se quedó frente al espejo, alisándose el vestido sobre el gran bulto que sobresalía detrás de ella. Luego se giró un poco y se miró su perfil en el espejo. Enfrente, alta y con naturalidad, sus bultos se destacaban. En su cuerpo no había nada tenso, nada forzado ni mecánico, ninguna necesidad de un sujetador diseñado especialmente ni ningún rígido corsé. Esto, se dijo Clara para sus adentros, es algo de lo que estar orgullosa. Esto, un metro sesenta y dos y sesenta y ocho quilos, era la perfección real, la auténtica magnificencia femenina. Esto era la figura grandiosa, la redondez y la abundancia, la solidez, la majestuosidad.
Clara posó ante el espejo. Dio unas vueltas, se acercó al espejo, retrocedió, se acercó de nuevo y puso sus gruesos dedos en una cadera. Se miró el dedo de al lado del meñique. A su mente acudió un artículo de una revista que hablaba de la actual moda del topacio. Un topacio inmenso, montado en oro, flanqueado por pequeños diamantes, y resplandeciendo en aquel dedo. Sonrió y chasqueó los dedos, e hizo un gesto afirmativo ante el espejo.